XXXIII
A LOS DIOSCUROS

1

Habladme, oh Musas de ojos vivos, de los Dioscuros Tindáridas, hijos preclaros de Leda, la de hermosos tobillos —Cástor, domador de caballos, y el irreprensible Polideuces—, a los cuales aquélla, habiéndose unido amorosamente con el Cronión, el de las sombrías nubes, dio a luz bajo la cumbre del gran monte Taigeto para que fueran salvadores de los hombres terrestres y de las naves de curso rápido cuando las tempestades invernales arrecian en el implacable ponto. Entonces, los que navegan invocan suplicantes a los hijos del gran Zeus y, subiendo a la parte más alta de la popa, les ofrecen blancos corderos. Y cuando ya el fuerte viento y las olas del mar empiezan a sumergir la nave, aparecen repentinamente los Dioscuros, lanzándose a través del éter con sus alas doradas, y enseguida calman los torbellinos de los terribles vientos y allanan las olas en el piélago del blanco mar, hermosas señales de su trabajo en favor de los marineros; quienes, al notarlo, se alegran y ponen fin a su penosa labor.

18

Salud, Tindáridas, cabalgadores de rápidos corceles; mas yo me acordaré de vosotros y de otro canto.