INTRODUCCIÓN
Si entre los filólogos contemporáneos el nombre de Homero cobija, a veces usado como un paraguas y otras por convicción de que se trata de una casa la más adecuada para ello, la Ilíada y la Odisea, unánime es la opinión de aquellos respecto a la heterogeneidad y diversidad de una serie de himnos que la tradición manuscrita nos ha legado como «de Homero» y que hoy, en efecto, nadie considera posible que sean todos debidos a un mismo poeta ni fruto de una misma época.
Los manuscritos en que se nos han conservado son compilación de himnos: de Orfeo, de Homero, de Calímaco y de Proclo, según los títulos. La tradición clásica tiene a Orfeo por un poeta mítico; los estudiosos depositarios de esta tradición decidieron obviar el problema hablando de himnos órficos, pues es sabido que de este poeta, mítico si se quiere (pero ¿no es mítico cuanto sabemos sobre los más antiguos poetas griegos?), se reclamaba una tradición religiosa llamada orfismo de su mismo nombre. Al llamar órficos a los himnos que los manuscritos decían ser de Orfeo querían significar que pertenecían a esta tradición del orfismo y que podían haber sido compuestos, dentro de ella, en época reciente. Al imponerse la costumbre de llamar homéricos a los himnos que los manuscritos decían ser de Homero, por otro lado, como para la tradición clásica Homero no era un poeta mítico sino histórico, debemos entender que se quiso relativizar la atribución a aquel poeta histórico de tales himnos, dudándose, pues, de ella; pero, dado que se siguió llamándolos homéricos (y no, por ejemplo, pseudohoméricos, como se suelen llamar pseudohesiódicos los poemas transmitidos como de Hesíodo y que se está de acuerdo en que no lo son), debemos considerar que se quiso poner de manifiesto su homerismo, su lugar dentro de la tradición épica griega.
Si cumple aceptar, como me parece del caso, que Homero es el nombre que dieron a su epónimo los Homéridas, pero que la Ilíada y la Odisea son amplios poemas producidos en una tradición poética que llamamos homérica, con materiales de diversa época e índole, y fijados oralmente, más o menos en la forma en que luego serían fijados por escrito, a caballo entre los siglos VIII y VII; si esto es, pues, así, de los himnos llamados homéricos entiendo que procede decir que en su inmensa mayoría se inscriben dentro de esta misma tradición, aunque, piezas más o menos extensas pero sueltas (es decir, no formando parte, como los episodios homéricos de dimensiones comparables, de un conjunto unitario superior, el poema épico, la epopeya homérica), no debieron de sufrir una fijación oral de la misma naturaleza, de tan vasto rigor compositivo, sino que habrían mantenido hasta más recientemente una situación más fluida, menos codificada. La mayor parte de estos poemas son sin duda arcaicos, pero, dentro de la tradición homérica, representan un estadio no necesariamente posterior a todos y cada uno de los episodios y materiales que hallamos en la Ilíada y la Odisea pero sí oralmente diferenciable.
Antes de la fijación de la Ilíada un poeta pudo haber recitado materia iliádica, un episodio o varios de los que luego formarían parte de la epopeya homérica, improvisando, usando de modo fluido los medios a su alcance de la dicción épica tradicional. Después de la fijación, primero oral, de la Ilíada en el poema que es, en la epopeya homérica que nos ha pervenido, los poetas que buscaron abrigo en la misma tradición épica (los Homéridas, entre otros) guardaron como su privilegio no ya la vieja técnica de los aedos épicos sino el recuerdo exacto de cada verso dentro de un conjunto acabado, consolidado ya como la unidad poética que hoy llamamos epopeya. Estos otros poetas, fijada ya la Ilíada (o la Odisea, que para lo que voy razonando tanto da uno de estos poemas como el otro), podían, como aquel otro poeta anterior, recitar también sólo un episodio o varios de la epopeya, sueltos. La fijación del poema épico en su totalidad no implica que tuviera que recitarse desde entonces siempre entero. Pero sí que esta totalidad, básica para los rapsodos homéricos como distintiva de su trabajo, era para ellos un freno constante a la improvisación; convertía a cada verso en parte de algo sólido, y no ya en agua de un río, como en una época anterior de la cultura oral.
Dentro de la misma tradición homérica, el mismo poeta, cuando cantaba un himno, no lo hacía en las mismas condiciones sino con una libertad mayor, semejante a la que habrían tenido los aedos de la fase de composición de los poemas épicos. Tanto en la etapa anterior como en la posterior a la fijación de éstos, el poeta que entonaba un himno épico actuaba lo mismo, igual de libremente (más cerca del agua que del sólido); en efecto, las razones que se ha visto que le movían a mantener fijo el canto iliádico, ya parte de un todo que era su patrimonio como Homérida, no operaban sobre él cuando, él mismo, ejecutaba un himno. A todo lo cual se debe, entiendo, que los himnos homéricos, perteneciendo a la misma tradición homérica, sean técnicamente diferenciables, desde el punto de vista de la oralidad, de la epopeya.
En algún lugar de los que luego se dirían cuna de Homero, la tradición homérica cuajó en los poemas épicos atribuidos a este poeta, la Ilíada y la Odisea. Supongamos —es por lo menos posible— que ello fuera en Quíos; los Homéridas, quienes detentaban en exclusiva esta tradición, pronto los difundieron por todo el ámbito de la lengua griega. Según un escoliasta al verso primero de la nemea II de las pindáricas, Cineto llevó los poemas a Siracusa[1]. La difusión de éstos debió de extenderse por todo el mundo griego, pues, durante toda la época arcaica. Pero dentro de las técnicas de composición y ejecución oral, la recitación de episodios de unos poemas ya fijados debió de constituir una novedad, en su momento, porque ofrecían un mejor control del resultado poético. Decía Telémaco a su madre (Od. I 351-2) que «los hombres alaban con preferencia el canto más nuevo que llega a sus oídos», y no es forzoso que la novedad haya de referirse sólo a los temas. En cualquier caso, que al cundir la fama de las epopeyas de que eran depositarios los Homéridas, otros grupos de poetas aprendieron su técnica de memorización, o se sirvieron quizá de la escritura para memorizarlas y hasta para pulirlas, a partir de cierto momento. Quizá fuera entonces cuando varias ciudades de Grecia empezaron a disputarse la patria de Homero. Porque los rapsodas de donde hubiera nacido Homero serían más creídos al proclamarse depositarios de la versión verdaderamente homérica. Cada poeta, para legitimar la versión que él había aprendido y difundía, no podía hacer nada mejor que declararse coterráneo de Homero para así hacerla derivar del poeta mismo. Y para ello debía difundirse el relato de una vida de Homero que permitiera abonar el privilegio de ser su coterráneo alegado por quien cantaba sus poemas.
Consolidado el prestigio de Homero en el texto oral constituido y fijo, en diversas escuelas rapsódicas que competían entre ellas, debió de llegarle el turno a la otra poesía que podía ser considerada, en general o por algunos rapsodas, legítimamente o menos, dentro de la misma tradición homérica. Verdad es que no conviene concretar en el tiempo este momento sino tenerlo por variable según los lugares y otras circunstancias, aunque siempre, esto sí, dentro del arcaísmo (tardoarcaísmo incluido). Pero a este momento, que sí se puede definir en términos de técnica oral, corresponde la fijación de algunos, por lo menos, de los himnos homéricos; al momento de consolidación, gracias a los rapsodas, del prestigio de Homero, cuando uno de ellos, por ejemplo, podía hallar motivos para «firmar» el himno a Apolo delio con aspectos de la imagen difundida de Homero que ya eran conocidos por su público: «un varón ciego que habita en la escabrosa Quíos» (v. 173). Tuvo que ser un Homérida de Quíos quien así fijó el himno y lo selló para el futuro.
Pero estos himnos, que cantaba un poeta épico, ¿qué eran? Situémonos para responder en el canto VIII de la Odisea. Tras un banquete en que ha cantado Demódoco escogiendo materia iliádica demasiado cercana a Ulises, Alcínoo se dirige a los presentes dentro de su oikos, principales del pueblo (v. 97), invitados habituales del rey, y les exhorta a salir (v. 100) para asistir a unos juegos que tendrán lugar en un espacio que es llamado agora (v. 109); se forma al punto un cortejo que allí se dirige y que ve cómo en el camino se le van sumando gentes y gentes: «innumerables», dice el poeta (v. 110). Acabados los juegos, Demódoco, de nuevo requerido, canta otra vez y unos muchachos danzan (vv. 256 ss.). Esta vez el aedo no canta gestas heroicas sino un episodio, digamos, de la vida cotidiana de los dioses[2]: cómo Ares se entendía con Afrodita a espaldas del marido de ésta, el también dios Hefesto, quien fue informado del asunto por Helios, el Sol mismo; cómo Hefesto urdió una trampa alrededor de su propio lecho y fingió irse a Lemnos para luego volver de improviso y pescar atrapados en su cama a su bella esposa adúltera y a su amante; cómo Hefesto, habiendo convocado a los demás dioses, expuso a ambos adúlteros a la vergüenza y cómo, tras haberse asegurado una compensación, les dejó por fin libres. Hay en este canto del aedo en la plaza de los feacios vivacidad narrativa, finura y cuidado especial de los detalles y un cierto desenfado: así un dios reprueba, sí, la conducta de Ares, pero al preguntar Apolo a su hermano Hermes si querría encontrarse en el sitio de Ares, Hermes responde que sí y provoca la adhesión jovial de los demás dioses, que ríen.
Todo lo cual ha parecido demasiado moderno a algunos. Pero la poesía homérica ofrece sorpresas como ésta tan a menudo que basta decir que todo es esperable en ella; y en especial en la Odisea, poema en que la construcción del total, elaborada y un tanto artificiosa, reposa sobre un sumo cuidado en los particulares y detalles. De todos modos, era este canto de Demódoco sólo aquí traído para señalar que las circunstancias de su ejecución, su tema y extensión así como alguna particularidad del texto, todo ello permite que lo veamos como un himno o como un canto muy próximo a los himnos homéricos —que también presentan entre ellos diferencias considerables.
El himno, pues, no se canta dentro de una casa, en un espacio cerrado, sino al abierto (y quizá pudiera también deducirse que ante un público más numeroso), y forma parte de un solaz que comprende juegos, competiciones de destreza; y el poeta canta en «un ancho y hermoso corro» (v. 260) en cuyo centro él se pone, rodeado de un coro de adolescentes que danzan (vv. 262-264). Así mismo, en el himno a Apolo delio hay un coro, esta vez de doncellas, y hasta pudiera sospecharse que son ellas las que ejecutan el canto (vv. 158 ss.). Y en general los himnos se cantan en la fiesta del dios que sea, al abierto, y las competiciones de destreza y gimnásticas o atléticas no son extrañas en este tipo de fiestas.
Ya vimos cuál era el tema del canto de Ares y Afrodita. En la transcripción odiseica del canto de Demódoco tiene éste un centenar de versos. Una de las razones en que suele basarse la afirmación de las diferencias que hay entre los himnos homéricos es precisamente su extensión. Hay por un lado unos himnos llamados mayores (el II, a Deméter; el III, a Apolo; el IV, a Hermes; el V, a Afrodita) y por otro lado los himnos cuya extensión es mínima, que apenas consisten en algo más que una invocación seguida de saludo y despedida con quizás una petición de tipo general («otórganos el valor y la felicidad», por ejemplo, en el XX). De los mayores el más extenso es el IV, a Hermes, que tiene 580 versos; el II, a Deméter, tiene 495; el dedicado a Afrodita, el V, cuenta con 293. Por lo que hace al II, a Apolo, es a la vez más largo y más breve que los dos últimos. Suelen andar los críticos de acuerdo en que en el himno homérico a Apolo, que presenta un total de 546 versos, hay dos himnos, uno a Apolo delio, formado por los versos hasta el 176 o el 178, digamos, y otro a Apolo pítico[3]. Aunque también es claro que el poeta que cosió ambos himnos en uno trabajó el conjunto como una unidad, forjándola a base de simetrías y paralelismos y siempre progresando sobre el tema central de la fundación de templos y oráculos del dios. El II de los homéricos, por lo tanto, nos permite conocer un ejemplo de himno más breve que los otros tres mayores, el de Apolo delio, y en su totalidad, tal como ha sido cosido por el rapsoda que nos lo fijó en la forma en que nos ha llegado, es el segundo en extensión entre los homéricos.
Todos estos himnos sobrepasan, pues, el centenar de versos que tiene el del aedo de los feacios. El de Demódoco es menos solemne, menos ceremonial, menos lento; las palabras de los himnos mayores se abren a la digresión, a la pintura de estados de ánimo, a efectos poéticos diversos; en el himno de Demódoco todo es más intenso, a pesar del cuidado por los detalles. En esta característica el himno en el agora de los feacios está más cerca de los intermedios entre los homéricos. Un par de himnos homéricos, en efecto, se hallan entre los cuatro (o cinco) mayores y los más breves; son el VII, a Dioniso (59 versos, tal vez 56) y en cierto modo también el XIX, a Pan (49 versos; pero éste no es narrativo como el otro, es más tardío y presenta problemas de otra índole).
A pesar de no explicar, desde luego, todo lo posible referente a un dios, los himnos mayores tienden a ser, sobre su tema, completos, y su tema es a su vez siempre sintomático, central en la historia del dios o en la historia religiosa de los griegos; así, ejemplarmente, los himnos sobre Deméter, Apolo y Hermes. Un himno entre los mayores, el V, se escapa de algún modo de esta norma, quizá por mérito de la naturaleza y de las actividades de la diosa a que va dirigido, Afrodita. El himno está muy bien construido porque presenta su historia central (vv. 53 ss.), la del amor que la diosa sintió por un mortal, Anquises, como una consecuencia del poder mismo de Afrodita: salvo Atenea, Artemis y Hestia[4], todos los dioses y hombres se doblegan ante su poder, ante la fuerza irresistible del deseo que ella infunde; ante ella sucumben también los pájaros y todos los animales, así terrestres como marinos. Como ni el mismo Zeus escapa a esta fuerza irresistible, éste, el gran dios, paga a Afrodita con la misma moneda, inspirándole «dulce deseo» de unirse a un mortal (vv. 45, 53). Afrodita, vencida con sus mismas armas, restablece el imperio de Zeus, que sigue siendo superior a los demás dioses. El poeta no ha cosido, esta vez, sino que ha fundamentado teológicamente la historia que ha recibido, la de los amores de la diosa del amor con Anquises, y se dispone a contar. Y en sí, esta historia se parece, entiendo, a la del himno VII, sin la presentación religiosa que en ella hace el poeta del V. Es una historia más, entre las de la divinidad. Como es una historia más la de Dionisio con los piratas, que es el tema del himno VII. Como es igualmente una historia más la de los amores de Afrodita con Ares, el tema de Demódoco.
Hay por último algunas cuestiones filológicas que vienen al caso. La mayor parte de los himnos empieza con la fórmula «canta, Musa…» o «comenzaré a cantar…» o bien «me acordaré de…» u otra parecida, con el nombre del dios objeto del canto en acusativo, complemento directo. En el canto de Demódoco nos cuenta el poeta de la Odisea que «el aedo, pulsando la cítara, empezó a cantar hermosamente» (VIII 266) y que cantó «cómo se unieron a hurto y por vez primera…» (v. 268); entre un verso y otro se nos da el sujeto de unieron, pero como objeto, digamos, de cantar, distanciado y a la vez concretado con una preposición, amphi: «A propósito de los amores de Ares y Afrodita, la de bella corona» (v. 267). Está claro que el objeto del canto son los amores de ambos, pero también parece que el a propósito de, a la vez que nos prepara para la concreción del tema, limita de entre la materia posible a propósito del dios y de la diosa. Pues bien, de modo paralelizable, el poeta del himno homérico VII «recordaré», dice, «cómo apareció en la orilla del mar estéril…» (v. 2), pero en el primer verso había enunciado a propósito de quién hablaba; de nuevo, pues, la preposición amphi precedía el nombre de la divinidad que era objeto del canto, y a continuación, introducido el tema por una oración completiva modal, se nos aclaraba de cuál de las gestas del dios iba a tratar el poeta.
Pero el canto de Demódoco, además de servirnos de piedra de toque para acercarnos a los himnos homéricos, nos es útil porque en el contexto de la Odisea se nos dan indicaciones, según veíamos, sobre las circunstancias de la ejecución de un poema, por lo menos, como el de Demódoco mismo y, conjeturo, como el himno homérico VII o como el núcleo antiguo, no moralizado, del himno homérico V. Son cantos que se ejecutan al abierto y en ocasión de una fiesta, pero en un espacio no sagrado (en el agora, recordemos) y, aunque versen sobre sucesos o gestas de los dioses, no se ve que tengan directa relación con el culto. En los himnos homéricos esta materia divina aparece introducida por un preludio definidor del dios (que se reduce, en el VII, a «hijo de la gloriosa Semele», lo que no es mucho) y cerrada por un saludo al dios, siempre muy breve. Preludio y saludo constituyen, según se dijo, los himnos homéricos más breves. De modo que podría conjeturarse que estas historias de dioses han quedado encajadas entre preludio y saludo en la época en que estos dos elementos puede que fueran necesarios para caracterizar a un poema como himno. En el himno XIII, a Deméter, que tiene tres versos, el primero («A Deméter de bella cabellera, veneranda diosa, comienzo a cantar») es igual que el primero del himno II, también dedicado a Deméter pero que se cuenta según vimos entre los más extensos. El segundo es, con una modificación de morfología necesaria, igual que el antepenúltimo (v. 493) del mismo himno II: o sea, que un verso que en el XIII forma parte del preludio pertenece en el II al saludo o plegaria final (vv. 490-495). Por lo demás, el verso 2 del II («a ella y a su hija de anchos tobillos, que Aidoneo») se refiere también, como el segundo del XIII («a ella y a su hija, la bellísima Persefonea»), a Perséfone, y si el poeta del II ha variado utilizando otra palabra para decir «hija» y otro epíteto, ello es porque esta hija de Deméter será de inmediato objeto de su atención y le interesa destacar de entrada el nombre de su raptor. Versos típicos del preludio podían usarse en el saludo al dios, e incluso el saludo formar parte del preludio. En el verso final del XIII, en efecto, se lee «Salud, oh diosa, salva esta ciudad y da principio al canto», lo que parece indicar que los tres versos de este himno constituyen una breve introducción, en honor de Deméter, a un canto no sabemos ni de qué índole ni de qué tema que el poeta pide a la diosa dé comienzo.
Y conviene, llegados aquí, afrontar la cuestión de qué era para los griegos un himno[5]. Para ello existen dos caminos complementarios, a saber, el análisis del término en sí y la consideración de los otros términos con que los griegos podían referirse al poema mismo o a la actividad de cantarlo. Pues bien, dice Tucídides (III 94) que «había entonces, y ya desde antiguo, una gran peregrinación a Delos de los jonios y de los de las islas vecinas; iban como ahora van los jonios a las fiestas de Éfeso, como espectadores con sus mujeres e hijos, y se hacía allí un certamen gimnástico y musical y las ciudades aportaban coros». Añade a continuación que Homero puede demostrarlo y cita los vv. 146-150 «del proemio de Apolo», como él dice: del himno homérico III, para nosotros. Este testimonio célebre de Tucídides suele comentarse en el sentido de que llama proemio a un himno porque los himnos eran usados por los poetas épicos como preludio para la recitación de poemas propiamente épicos. Pero esta interpretación suscita una serie de problemas que han sido igualmente señalados, siendo uno no menor la extensión de los himnos homéricos mayores, de que ya se ha dicho. Ha parecido, empero, sustentada por la frecuencia con que los himnos contienen la expresión «comienzo a cantar…» (II 1, por ejemplo) o equivalente, y se señalará al respecto que entre las equivalentes se encuentra el verso Od. VIII 266, que introduce en el canto por Demódoco de los amores de Afrodita y Ares («empezó a cantar…»). La cuestión no parece soluble sobre estas bases. La verdad es que, aunque se diga en la Odisea que Demódoco empezó a cantar, el canto de Ares y Afrodita se coloca entre dos otras intervenciones del aedo de materia épica (relativa, esto es, a la guerra de Troya), de modo que o bien empezar a cantar significa ponerse a cantar, sin más, o bien está aquí mal dicho (lo que daría razón a quienes han pretendido atetizar este canto) o bien tiene algún otro sentido que no resulta de entrada evidente.
El último verso del himno V, a Afrodita, es como sigue: «habiendo empezado por ti, pasaré a otro himno». Pero nótese que este verso no promete el paso a la ejecución de otro poema épico sino «a otro himno». Y no es éste un caso aislado dentro de los himnos: IX 9, el último verso de un breve himno a Ártemis, y XVIII 11, el penúltimo de uno a Heracles, son idénticos. Una docena de estos himnos (el II, el III, el IV, el VI, el X, el XIX, el XXV, el XXVII, el XXVIII, el XXIX, el XXX, el XXXIII) acaban con el verso «y yo me acordaré de ti y de otro canto», que ha sido interpretado como despedida del poeta a la divinidad de que se ha ocupado o a la que ha invocado y como paso a la recitación épica. Pero, por lo que hace a esto último, tal interpretación es cuando menos problemática.
Himno se dice en griego hymnos. Y canto se dice aoidé. En el verso Od. VIII 429 se lee aoidés hymnos, es decir, una expresión que reúne ambos términos: «himno de canto». Alcínoo encarga a su mujer que le sea preparado un baño a Ulises para que se repose y pueda luego, relajado, escuchar en el banquete el tal hymnos aoidés. El canto que en el banquete subsiguiente cantará Demódoco (vv. 499 ss.) se refiere a la toma de Troya y a la gesta del caballo de madera; o sea, que «himno de canto» designa materia heroica: no protagonizada por dioses sino por héroes. Se sigue de ello, entiendo, que cuando un himno acaba con la afirmación del poeta de que pasará a otro himno no implica que pase necesariamente a otro poema sobre el mismo dios o sobre otro dios, y que cuando dice que pasará a otro canto no quiere decir que pase necesariamente a un poema de materia heroica. Himno, pues, no quiere decir, en el texto, lo mismo que en el título que el manuscrito da a nuestra colección de himnos. Platón sí, en el décimo de la República (607a; cf. Leg. VII 801e), distingue entre «himnos a los dioses» y «encomios a los héroes»; himnos como género poético específicamente dedicado al elogio de los dioses es lo que entendía quien llamó himnos a nuestros poemas. Pero, en cambio, el uso homérico de la palabra no avala este sentido.
El lugar citado platónico, al coordinar himno y encomio, parece permitir la suposición de que el himno es un elogio, y el pasaje de Tucídides antes citado parece igualmente abonarlo; al citar lo que él tiene por versos finales del himno a Apolo dice en efecto Tucídides que el poeta «termina su elogio…». Elogio equivaldría a himno, pues; pero una interpretación más restringida entiende que Tucídides dice que el poeta termina el elogio que había hecho de las muchachas delias del coro que habían acompañado con sus danzas su canto. En cualquier caso, si himno quisiera decir elogio, nótese que podría igualmente aplicarse a dioses y héroes.
Alguna de las propuestas etimológicas avanzadas para explicar hymnos apunta en esta dirección de poema de elogio. Pero las dos más viables parecen la que relaciona el término con el verbo significando «hilar» y la que lo avecina a un sustantivo que significa «membrana»; o sea, uniendo lo uno con lo otro, el conjunto de hilos que forma un tejido flexible. O sea, todavía: que hymnos aoidés vendría a significar el conjunto de «hilos» que forma el ciertamente flexible tejido del canto. Himno es, pues, una metáfora del canto considerado como un tejido, como algo que el poeta va hilando. O sea, de nuevo, que la metáfora no ve el canto como algo acabado, concluso, sino como algo en curso: cantar es hilar y el resultado un tejido sutil, flexible.
Si esto es así el himno es, como parece efectivamente, un canto épico, trate de dioses o de héroes, no fijado, que se considera como tejido por el aedo cada vez que éste lo ejecuta. Originariamente la palabra himno parece responder a una etapa de oralidad fluida. Este sentido originario se diluyó en el posterior, más general, de celebración o celebración de un dios en concreto; pero todavía cuando la Odisea llama himno al canto heroico de Demódoco o cuando el poeta de un himno homérico promete pasar a otro himno, todavía en estos casos himno quiere decir canto como tejido sutil, flexible, de las palabras que lo hilan —lo que resulta confirmado por la expresión «himno de canto» de que se ha discurrido.
Pero lo hilado, el tejido resultante, la tela, puede coserse con otras telas para formar un conjunto más extenso o más amplio. Probablemente de algo así se trata en un fragmento pseudohesiódico (357 Merkelbach-West) en el que puede leerse «en himnos nuevos cosiendo el canto», y quizá también cuando Píndaro, en la segunda de sus nemeas (vv. 1 ss.), llama a los Homéridas «cantores de palabras cosidas». Probablemente coser sea el trabajo de quienes han fijado lo ya hilado, los viejos himnos, en cantos que luego acoplan con otros para lograr un canto seguido, uniforme, más extenso y acabado. Por esto será que el verbo que significa coser en griego se ha mantenido relacionado etimológicamente con el término rapsodo, que significaría, pues, lo mismo que Píndaro hemos visto llamaba a los Homéridas.
Si el sentido de himno ha de reconstruirse tan trabajosa e hipotéticamente, no mejor es la situación ante el proemio de que habla, según vimos, Tucídides: prooímion; por ejemplo, es claro que el término puede significar tanto el exordio o inicio de un canto como un canto suelto que sirva de preludio a la recitación de otros. De donde, el término que esta vez importa es oime, porque lo que sucede es que, en tres ocasiones en la Odisea (VIII 74, 481; XXII 347), esta palabra significa historia o tema, materia del canto, y, siendo así, proemio quiere decir, para algunos, lo que precede a la exposición de la materia propiamente dicha, mientras para otros sería la primera parte de la materia misma. La cuestión quizá más importante, si el proemio es siempre una parte o si puede ser una unidad, un poema suelto (y el modo de plantear correctamente esta cuestión, que no ha de ser tan esquemático), no se ve que pueda aclararse gracias al término, que admite ambos sentidos.
O sea, vinculando esta cuestión a aquélla antes planteada a propósito de cuál sea el sentido de cuando el poeta manifiesta que comienza a cantar, no sabemos si el «empiezo a cantar…» con la manifestación del tema que sea se refiere a los primeros versos o bien a la totalidad del canto, que sería un comienzo respecto a los demás cantos que el poeta ejecutaría a continuación.
La cuestión que subyace es otra vez la de la diversidad de los himnos homéricos. Se vea, por ejemplo, qué sucede con un himno como el XXV:
Voy a comenzar por las Musas, Apolo y Zeus. Pues gracias a las Musas y al flechador Apolo existen en la tierra aedos y citaristas, pero los reyes proceden de Zeus. Dichoso aquel a quien las Musas aman: de su boca fluye suavemente la palabra. Salud, oh hijas de Zeus, honrad mi canto; y yo me acordaré de vosotras y de otro canto.
El arranque o verso primero es una simple petición inspiratoria, comparable, entiendo[6], al verso Od. VIII 499, donde el genitivo «del dios» (en el griego del himno Musas, Apolo y Zeus están en genitivo, también) viene tras un participio pasivo que denota el impulso, la inspiración, y concierta con el sujeto, el poeta (otra vez Demódoco), del verbo «comenzó»; o sea, en el ejemplo de la Odisea se ve que el sentido de empezar es «partir de» y que el poeta parte de una divinidad, la que sea, porque la hace responsable de su inspiración. Los cuatro versos que siguen y razonan el porqué el poeta ha invocado a estas divinidades coinciden con los versos 94-97 de la Teogonía hesiódica. Entiendo que no conduce a nada discutir si fueron copiados de allí o bien allí[7]. Son versos tradicionales que dicen algo tan sabido y tan apropiado en diversos contextos que lo raro es que no estén en algún otro sitio[8]. Para el poeta del himno está claro que estos versos son un exordio, una breve introducción a un canto que me parece que no ha de tener nada que ver, temáticamente, ni con las Musas, ni con Apolo, ni con Zeus. Entiendo, pues, que el «voy a comenzar por…» no indica la materia del canto siguiente sino la materia de la invocación inicial.
Lo que no quita que, en un himno dedicado a un dios, el poeta diga que va a empezar por el dios y la materia subsiguiente sea también relativa al dios. Pero, volviendo al XXV, tras este exordio no viene ni un canto cualquiera ni un canto sobre las Musas o Apolo o Zeus; viene en cambio una fórmula de despedida al dios y la promesa de otro canto. De modo que el llamado himno consiste sólo en unos versos tradicionales de exordio y otros no menos tradicionales de despedida. Hasta un estudioso al tanto del lenguaje, de la dicción poética formular sobre los dioses podría construir himnos como éste al dios que fuera. Pero se impone la razonable sospecha de que estamos ante un estuche cuyo contenido no nos ha llegado, o, más exactamente, ante un estuche diseñado para contener según la ocasión materias de todo tipo. De que el exordio, en suma, servía para no importa qué himno, sobre héroes o dioses (en el sentido más antiguo de himno), y la despedida para indicar el poeta ante su público que había llegado hasta el final y que ahora se despedía de la divinidad que le había acompañado, inspirándole.
Los himnos homéricos deben de proceder de una colección rapsódica y escaparon, como se ha sospechado, al control de los filólogos helenísticos[9]. Por esto nos han llegado como himnos lo que no son sino exordios y despedidas que, en el caso del XXV, podían servir no sólo para materia hímnica en el sentido de sobre los dioses, como he explicado.
Pero tanto Demódoco según el poeta de la Odisea en el verso VIII 499 citado como el poeta del himno homérico XXV dicen comenzar de, o sea, como glosaba, partir de un dios, de invocarle, para luego abordar el tema que sea; y el dios está en el texto en genitivo. ¿Debemos entender que es lo mismo cuando el poeta manifiesta empezar a cantar y luego cita el nombre del dios en acusativo, según las apariencias, de entrada, como objeto, materia de su canto? Veamos, por ejemplo, un poema como el himno homérico XI, a Atenea:
Empiezo a cantar a la poderosa Palas Atenea, protectora de las ciudades, que se cuida, juntamente con Ares, de las acciones bélicas, de las ciudades tomadas, de la gritería y de los combates; y libra al pueblo al ir y al volver (del combate).
Salve, diosa; y danos suerte y felicidad.
Se podría pensar que tras este exordio, y sin importar que la diosa sea el objeto del canto, podía el poeta haber introducido cualquier otra materia; y luego cerrar su canto, tratase de lo que fuera, con la despedida del último verso. Abonarían esta idea otros dos himnos homéricos que comienzan también «empiezo a cantar» y que tienen una extensión comparable, el XVI, a Asclepio, y el XXII, a Posidón. Pero, en cambio, también comienza por «empiezo a cantar» seguido por el nombre de la diosa en acusativo el himno homérico II, a Deméter, y los casi quinientos versos siguientes, hasta la despedida, tratan de la diosa y no de no importa qué tema. De ahí el sentido de la pregunta formulada más arriba.
En los himnos homéricos XI, XVI y XXII, como en otros, el dios que se invoca como objeto del canto es sólo presentado, brevemente, en una característica o la más determinante o por lo menos principal del dios de que se trate: así la guerra, y su relación, con Ares, en el caso de Atenea; la capacidad de curar, en el Asclepio; su dominio sobre tierra y mar, muy bellamente expresado por medio de los caballos, cuyos cascos baten, sacuden la tierra, pero que él sabe domar, así como por medio de las naves, que él puede salvar, en el caso de Posidón. En todos los casos, más formularmente o no tanto, con mayor o menor maestría, es rápidamente evocado un rasgo principal del dios y basta.
El himno homérico VI, a Afrodita, no comienza por «empiezo a cantar» sino por «cantaré», pero el objeto del canto es también la diosa «a quien se adjudicaron las ciudades todas de la marítima Chipre» (vv. 2-3). Pero esta vez este dominio de la diosa sobre Chipre es la puerta de acceso al viento que la llevó a la isla, a cómo fue allí acogida por las Horas, detalladamente a cómo éstas la vistieron y adornaron con oro y flores; y este adorno y preparación antesala para la presentación que las Horas hicieron de Afrodita a los inmortales dioses: todos desearon entonces desposarla; así la belleza que causó la admiración de los dioses es el rasgo principal que el poeta ha querido evocar en este caso. El caso es que han hecho falta dieciocho versos para llegar a esto, que el rasgo principal no ha sido presentado de entrada y apenas desarrollado como en los himnos XI, XVI, XXII y otros. Y el caso es también que ahora, al despedirse el poeta, entre la fórmula de despedida propiamente dicha y la otra fórmula del «y yo me acordaré de ti y de otro canto», pide a la diosa, a Afrodita, algo en concreto: «concédeme que alcance la victoria en este certamen», pide, «y da gracia a mi canto» (vv. 19-20).
En el VI, pues, la despedida venía a continuación de un exordio desarrollado y era a su vez introducción al canto subsiguiente, un canto con el que el poeta del himno homérico pretendía vencer en un certamen poético. Aunque breve, este himno es comparable a los mayores. Por lo que hace a los más breves, dos posibilidades parecen razonables: que los rapsodos los hayan recogido, como dije antes, como estuche o que invocación y despedida al dios formasen una unidad que precedía a la recitación de otro himno (en el sentido, ahora, de canto a un dios o a un héroe). Y, tanto en un caso como en otro, otras dos posibilidades se imponen: que el himno siguiente fuera dirigido al mismo dios o que introdujera otra materia.
De modo, pues, que no parece que «empiezo a cantar», «canto», «cantaré» o cualquier otra de estas formas introductorias seguida del nombre del dios en acusativo excluya que luego el poeta se ponga a hablar de otra cosa; por ejemplo, de materia iliádica, como hace Demódoco. De modo, también, que si proemio pueden llamarse siempre los himnos homéricos, en la medida en que esto sea así unas veces se tratará de un exordio al dios formado de invocación y despedida que servirá sólo de acceso al canto inmediatamente ejecutado a continuación y otras veces de un canto que sea el primero de otra serie de cantos de la misma extensión o poco más o menos.
Pero otra posibilidad ha de ser contemplada. Que el proemio preludie la ejecución de un poema cantado y danzado, o sea, de la clase de poesía que en literatura griega arcaica se designa globalmente como lírica por distinguirla de la épica[10]. Lo del coro y la danza es seguro en el caso de Demódoco, como hemos visto. Pudiera también ser que Tucídides entienda referirse a la parte del himno homérico a Apolo que era recitada como proemio al canto coral; en este caso el canto coral correspondería a las muchachas de Delos a quienes se dirige el poeta acto seguido (w. 156 ss) y el himno a Apolo delio nos mostraría al poeta presentando al coro e introduciendo al público en el canto de las jóvenes delias. El canto de éstas habría sido ejecutado antes de que el poeta, retomando la palabra en el verso 165, se despidiera de su público a través de las mismas jóvenes del coro y pidiendo el recuerdo de éstas. Pensaba Wilamowitz que las muchachas ejecutaban un canto cultual de índole tradicional, como el himno del licio Olén de que habla Heródoto (IV 35)[11]. No debe excluirse que el poeta las dirigiera, que les hubiera enseñado el canto.
Conjeturalmente, pero esta posibilidad, la del proemio o himno épico como preludio de un canto coral, no ha de ser dejada de lado, a mi juicio. Y tampoco que fuera el mismo poeta épico quien hubiera enseñado el canto coral a los integrantes del coro. Si entre épica y lírica no hay solución de continuidad, es claro que entre épica y poesía coral lo que hay es afinidad (se piense al respecto sobre todo en Estesícoro), como no es dudoso que el verso de la épica, el hexámetro, pertenece a la misma familia métrica que uno de los versos más frecuentes de la poesía coral[12].
En todo caso, se ofrece como seguro que la danza y el coro acompañaban al himno. Y que algunos de ellos, como mínimo, formaban parte, si no del culto del dios, sí por lo menos de su fiesta —y la distinción entre culto y fiesta no es que tenga mucho sentido, tratándose de la religión de los griegos. Los juegos, la danza y el canto andaban juntos en estas ocasiones, como el mismo himno a Apolo delio puede certificar (w. 149-150: «ellos, acordándose de ti, te deleitan con el pugilato, la danza y el canto…»).
Normalmente, pues, el poeta que iba a recitar hexámetros comenzaba con una invocación a un dios. Esta invocación podía ser o a una divinidad tutelar de la actividad poética (las Musas, o las Musas y Apolo, por lo general) o bien a otro dios seguramente vinculado a la fiesta en que tuviera lugar la ejecución poética. En ambos casos el comienzo podía ser muy breve y entrar el poeta inmediatamente en materia (como es el caso en los proemios de la Ilíada y la Odisea, por lo que hace a una típica invocación a las Musas) o bien alargarse un centenar de versos, como sucede al inicio de la Teogonía hesiódica, verdadero himno que combina el elogio de las Musas con la presentación que de sí mismo hace el poeta como habiendo aprendido de éstas su arte[13]. Igualmente, el dios invocado podía serlo por razones de coherencia con la intención del poeta: así en el caso de Zeus al inicio de Trabajos y días (vv. 1-10).
La forma alargada, extensa, del himno podía ser recitada independientemente, como un episodio épico cualquiera. Por lo general en una fiesta: bien porque ésta invitara a la narración de los hechos de un dios en concreto (como la antigua concentración de los jonios en Delos, en el caso del himno de Apolo delio), bien porque en ella se celebraba tradicionalmente un certamen poético (cf. himno VI, 19-20). Aparte de estas grandes ocasiones, la fiesta podía quizás improvisarse por algún motivo, como parece suceder en la Feacia homérica. Tal vez también en ceremonias más precisamente cúlticas, como por ejemplo se ha aventurado en relación con Eleusis por lo que hace al himno II[14]. Pero, aunque no hay base para trazar entre ambos géneros una frontera infranqueable, es razonable suponer que en estas ocasiones la plegaria se impondría sobre la narración, las más de las veces. La plegaria corresponde más a un grupo homogéneo (como los compañeros del simposio o del thiasos, en la lírica) o incluso a una sola persona, como la de Aquiles antes de entrar Patroclo en combate con sus armas (II. XVI 233-248).
Por lo demás, la narración de las virtudes y de los méritos de un dios, aparte de poder ser recitada independientemente, pudo ser integrada por un poeta en un conjunto más amplio y no en función de proemio, como al inicio de la Teogonía, sino en un relato por ejemplo catalógico: así los versos 411-452 de este mismo poema hesiódico constituyen un verdadero himno a Hécate.
Estos himnos forman parte de una tradición poética, hexamétrica: oral y por nosotros parcialmente conocida, y frente a la cual nos es difícil objetivar nuestros criterios de acercamiento, quiero decir, de datación y fijación histórica y de estimación como poesía.
Desde el punto de vista de la lengua, de la dicción de la antigua poesía griega hexamétrica, se habla habitualmente de tradición formular. ¿En qué sentido? La tradición siendo, en el caso de esta poesía, la dimensión diacrónica de la transmisión oral, cuando esta tradición, debido a la extensión y exigencias poéticas de lo transmitido, se apoya en fórmulas, sirviéndose de ellas para su fijación y conservación en la memoria y para su repetición en sucesivas ejecuciones, puede entonces hablarse de tradición formular.
Lo oralmente transmitido en hexámetros, conservado, repetido de generación en generación, sucesivamente interpretado, ha de sufrir cambios, a pesar del carácter conservador de la tradición; y las fórmulas, que han servido para fijarlo, pueden también servir para adaptar lo transmitido a tales cambios.
Del mismo modo como los arqueólogos nos ayudan a ver que en los poemas homéricos coexisten por ejemplo escudos de épocas distantes entre sí, hay estudiosos de la dicción formular que han rastreado en los poemas las modificaciones, aquí y allí en ellos, de las fórmulas con la intención de mostrarnos que esta fórmula o prototipo formular es muy antigua y aquélla, en cambio, modificación, desarrollo posterior de la primera.
Es cosa diáfana que hay una evolución histórica entre el escudo más antiguo que aparece en los poemas y el más reciente. No se deduce de ello necesariamente, empero, que el más antiguo tenga que aparecer en la parte más antigua de los poemas. Puestos a no deducir, pudiera pasar que el más reciente no se encontrara necesariamente en la parte más reciente sino que fuera fruto de cambios no profundos producidos en una ejecución reciente. Del mismo modo uno puede preguntarse si la existencia de varios estadios de formularidad que es dado distinguir en los poemas homéricos puede razonablemente sustentar conclusiones sobre el carácter más antiguo o más reciente de los episodios en que se encuentren. Dentro de cada gran poema, y cada vez que en un episodio nos hallemos claramente ante un sistema de modificaciones que abarca diversos hechos de dicción constatables, tendremos que buscar una explicación para ello, la que corresponda en cada caso; e indudablemente también en términos históricos, porque no ha de perderse de vista en modo alguno que, como ha sido programáticamente formulado, la fórmula homérica «es un fenómeno histórico», y que, si el tipo de dicción tradicional que se sirve de ella «fue una realidad histórica, ha de haber estado sujeto a cambio, como cualquier otra cosa en este mundo»[15].
Pero sucede que no es preciso negar el carácter histórico de la fórmula para dudar de que hechos a veces de interpretación controvertida y escasos o aislados puedan probar nada desde el punto de vista cronológico. Por lo demás, como en el caso puesto por ejemplo del escudo (de cuya realidad histórica, dicho sea de paso, nadie debe dudar tampoco), el que una fórmula haya experimentado un cambio y pueda ser aducida como innovación o modificación no implica que otro poeta no haya usado contemporáneamente la misma fórmula en su estadio más antiguo. O incluso más tarde todavía.
El estado fluctuante de la poesía hexamétrica incluso después de su fijación oral convierte cuando menos en problemáticas las deducciones, aunque sean cautelosas. Y también las diversas voluntades poéticas que han confluido en esta tradición, las voces de los poetas sucesivos. Hay propósitos de composición diversas que se complementan y confluyen en un estilo, tanto en la Ilíada como en la Odisea; logrado este estilo global unitario, es difícil convertir la arqueología de la composición en historia, porque sucesivos poetas pueden haberse sucedido o alternado en la confusión y mezcla de los niveles anteriores.
Todo lo cual sirva de introducción escéptica al asunto de la cronología de los himnos. Aunque sea al asunto de su cronología relativa respecto a las dos epopeyas homéricas y a la poesía hesiódica. Y a ello añádase lo que más arriba quedó dicho de que los himnos, al no haber operado sobre ellos, por su menor extensión, el mismo rigor de fijación que verosímilmente aplicaron los rapsodas a los dos grandes poemas épicos, pueden presentar, entiendo, innovaciones recientes que sólo afecten ocasionalmente a un conjunto u otros elementos diversos muy antiguos.
Por mi parte, no me parece en general especialmente productivo, desde el punto de vista de lo que hoy son estos textos como poesía, distinguir cuestiones cronológicas de detalle. Tampoco creo que la opinión establecida, referente a que los más antiguos de nuestros himnos representan ya un estadio subépico, o sea, posterior a la Ilíada y la Odisea, deba ser globalmente puesta en tela de juicio. Hay en ellos hechos de dicción que no hablan en contra de tal apreciación[16]. Pero que los himnos representan un estadio subépico entiendo que no debe enfatizarse, en términos de valoración poética, sino su pertenencia, en el sentido que ha quedado dicho, a la misma tradición poética, la homérica.
Sucede a veces, en la poesía hexamétrica más antigua, que un mismo hecho es contado, dentro de la misma tradición, de modo diferente en dos ocasiones: por ejemplo, en Teogonía 570-584 la primera mujer, Pandora, es fabricada no como se nos dice que lo fue en Trabajos y días 60-68; e incluso esto sucede dentro del mismo poema, pues en Trabajos y días 69-82 hallamos, a continuación del anterior citado, otro relato de lo mismo que no es incompatible con aquél aunque no parece dudoso que un rapsoda en sus recitaciones podía haber escogido entre ambos a su gusto.
Este episodio de la invención de la mujer, su fabricación por Hefesto, el artesano divino, y cómo fue adornada y la intervención en ello de otros dioses, debió de ser muy conocido y celebrado, y los rapsodas improvisarían y variarían sobre él por agradar al público y sorprenderle con novedades. Dentro de una misma tradición, la hesiódica, estos tres episodios diferentes de lo mismo componen entre todos un sentido sin contradicciones: se complementan y el uno ayuda a la comprensión de los otros. Esto es lo que importa, creo, y no detectar en cuál de los tres relatos hay alguna particularidad lingüística más antigua para decidir cuál es el modelo de que dependerían los otros dos. El concepto de imitación poco tiene que ver, en esta poesía, con lo que será más tarde en la poesía escrita[17].
En el relato de la Teogonía hesiódica, una vez creada la mujer, Zeus la conduce ante dioses y hombres (vv. 585-589). Lo mismo sucede, sólo que ahora son las Horas quienes la llevan y únicamente ante los dioses, en el caso de Afrodita en el himno homérico VI (vv. 14-15). El poeta de la Teogonía pone énfasis, durante la presentación, en la admiración producida en dioses y hombre por la mujer; el del himno homérico en la admiración también que causó en los dioses la figura de Afrodita (v. 18) pero concretando cómo la diosa hizo nacer en ellos el deseo de tomarla por mujer (vv. 16-17). El motivo de la presentación de una mujer ante un grupo de hombres se encuentra en dos pasajes épicos famosos: Il. III 154 ss., en que Helena que se dirige a la torre es vista por los ancianos de Troya, y Od. I 365366, en que se expresa el efecto que la aparición de Penélope ha provocado en los pretendientes. En esta última ocasión tal efecto es comparable, también desde el punto de vista de la dicción poética, al que causó en los dioses, según el himno homérico VI, la aparición de Afrodita.
Los lugares hesiódicos de referencia insisten en que la mujer fue hecha con aspecto de doncella, y uno de ellos, los versos 62-63 de Trabajos y días, ilustran sobre su parecido con las diosas inmortales. Gran parte del prestigio de la mujer en la tradición arcaica pudiera pensarse que radica en su estar a medio camino entre los animales (la perra, con la que es tantas veces comparada, en la épica, en Hesíodo, en el yambo) y los dioses, participando de lo irracional y desvergonzado como de lo perfecto y bello. De modo que el efecto que el poeta de la Teogonía habría querido causar en su auditorio —como el de la Ilíada a propósito de Helena y el de la Odisea en lo que a Penélope se refiere— habría sido el del recuerdo de la escena tradicional en que Afrodita era presentada a los dioses: enmarcando la escena de la presentación de la mujer en aquella de la presentación de la diosa, estos poetas habrían querido sugerir la ambigüedad de la mujer[18], la peligrosa divinidad de lo femenino humano.
¿Debe de ello inferirse que la presentación de la mujer en la Teogonía, y la de Helena a los ancianos de Troya en la Ilíada, y la de Penélope a sus pretendientes en la Odisea son, todas, imitación de la presentación de Afrodita a los dioses en el himno homérico VI? Sería un disparate. Y, sin embargo, es claro que poder pensar la escena de la aparición de Pandora y de estas otras mujeres sobre la de la aparición de la diosa da a la primera una profundidad a la que no ha de renunciar el intérprete, el lector de poesía. La relación ha de establecerse, pues, y extraer de ella conclusiones en términos de poesía, pero no en términos históricos, forzosamente, siempre.
Alguna otra ilustración de lo mismo puede traerse a colación ahora[19]. Veamos, por ejemplo, qué dicen los versos 13-16, de la parte final (porque sólo nos quedan de él dos fragmentos, uno del principio y otro de esta parte final) del himno homérico I, a Dioniso. Dicen así:
13 Dijo, y el Cronión bajó las negras cejas en señal de asentimiento; los divinos
cabellos se agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y a su influjo
estremeciose el dilatado Olimpo.16 Así habiendo hablado, lo ratificó con la cabeza el próvido Zeus.
Los tres primeros versos son iguales que Il. I 528-530, en que el poeta usa, según comenta Kirk, «su más elevado estilo, que se ayuda del uso de palabras y frases espléndidas y sonoras»[20]. Digamos que a la ocasión conviene estilo tan magnificente ya que es el momento en que Zeus promete a Tetis que vengará a Aquiles de la ofensa que le ha infligido Agamenón, momento de crucial importancia en que es de todo punto oportuno, pues dar, solemnidad al gesto de asentimiento del Cronida.
El verso 16 está formado por tres unidades formulares (a: así habiendo hablado; b: lo ratificó con la cabeza; c: el próvido Zeus) comparables por su sentido, si no por su orden, al verso 13 (a: dijo; c: y el Cronión; b: bajó las negras cejas en señal de asentimiento). Por otro lado, la unidad 16b, la más importante por el sentido, tiene otros paralelos homéricos, como por ejemplo Il. XV 75.
Que en el texto recibido aparezca el verso 16 tras los versos 13-15 requiere una explicación. Lo malo es que hay varias y opinables todas. Desde luego la cuestión no se cierra atetizando el 16 (¿por qué no del 13 al 15?), que es por lo menos tan homérico como el 13. Una posibilidad sería entender que el asentimiento de Zeus, formulado en el verso 13 y hecho solemne por los versos del 14 al 15, viene repetido adrede, ratificado, en este verso 16. Lo que no es imposible, pienso. Y, de hecho, creo que esto podría constituir una posibilidad para el poeta que recitara el himno. Como creo que otra posibilidad que tenía era la de escoger entre 13-15 o solamente 16. Entiendo que, a otra escala, es lo mismo que sucedía en el caso de las dos creaciones de la mujer que se suceden según vimos en Trabajos y días.
Que en el himno homérico, 13-15 y 16 eran dos posibilidades entre las que podía elegir el poeta al ejecutar la pieza me parece confirmado por lo que sucede en los versos del 17 al 21 finales del poema:
17 Senos propicio, Irafiota, apasionado por las mujeres; los aedos te cantamos al empezar y al terminar; y no es posible acordarse del sagrado canto y olvidarse de ti.
20 Y así, salve tú, oh Dióniso Irafiota, con tu madre Semele, a quien llaman Tiona.
También aquí hay dos despedidas, ambas dirigidas al dios (17-19, por un lado; 2021, por otro), entre las que podía elegir el poeta.
Ya Lord había señalado[21] que la parte final de los cantos orales era la más fluida; no es extraño que se hayan acumulado, yuxtapuestas al final de este himno, dos posibilidades de ratificación de Zeus y de despedida a Dióniso. Lo que no me parece del caso, tampoco ahora, es buscar cuál de las versiones alternativas es la más antigua o cuál la auténtica —término que no tiene aquí sentido.
Por lo demás, el único criterio de datación serio es el lingüístico en lo referente a si una determinada forma es antigua o más reciente. Dejando aparte que la cronología relativa de tal forma no implicaría de suyo que no hubiera podido ser usada por un poeta más tarde, el criterio lingüístico de datación relativa no puede globalmente desacreditarse. Sólo que, incluso así, no siempre el criterio de datación relativa es mínimamente seguro. Puede ser un ejemplo flagrante de ello el verso 267 del himno a Afrodita, el V, donde la diosa, tras haber informado a Anquises de que, con cada ninfa que nace, nace también un árbol, y de que hay en lugares inaccesibles, abruptos, muchos de estos árboles, añade que los llaman «bosques de los inmortales». El anafórico de tercera persona, el los, es en griego he, que corresponde normalmente al acusativo del singular y no al del plural (que es lo que aquí convendría: se trata de árboles), que sería en griego sphas. Súmese a ello que el tal anafórico forma parte de una fórmula que hallamos igualmente en Od. IV 355 y que allí la misma forma es un acusativo singular, lo que cuadra con la norma.
¿De ello qué resulta? Pues que los buscadores de innovaciones ven aquí un uso mecánico e indebido de la fórmula, y deducen de ello que el estadio de dicción del himno homérico V es sub-épico, es decir, posterior al de la Odisea, donde la fórmula es usada según la norma. Llaman, pues, «innovación no gramatical» al he del himno y se quedan tan anchos[22]. Pero sucede que esto no es razonablemente así de fácil. Una cosa es que un poeta se sirva de fórmulas y otra distinta que no se dé cuenta, al usarlas, de si se sirve de ellas atentando contra la lengua; yo, francamente, leído el himno homérico V, no hallo razón, por más técnica formular que haya en él, para tomar a su poeta por un inepto. Me parece, al contrario, un poeta hábil y sensible —tanto que un filólogo como Reinhardt, muy entendido en literatura, pudo suponer[23] que era el poeta mismo de la Ilíada; equivocadamente, entiendo, pero sí se trata de un poeta de calidad comparable. Y es el caso, además, que, aunque el griego haya desarrollado un plural sphas, según quedó dicho, el anafórico he (como el reflexivo hé, con el que se identifica) debió de servir antes, en cualquier caso que no fuera el nominativo, para todas las personas y ser invariable de número y género. O sea, que si en el lugar de referencia funciona como un acusativo plural bien puede tratarse no de que el poeta haya innovado mecánicamente y haciendo faltas de gramática, por así decir, sino de que la forma en cuestión sea un arcaísmo perfectamente utilizable en una lengua tradicional como la homérica[24].
La mayoría de los himnos homéricos son antiguos, participan de la tradición homérica y están cerca de la hesiódica. Algunos, sin embargo, son de época posterior, incluso muy posterior. Singularmente el himno VIII, a Ares, que no es imposible que haya sido escrito en el siglo V d. C., quizá por el neoplatónico Proclo[25]. Es un poema interesante, bien construido en su forma de plegaria —individual: de una sola persona—; en él el poeta pide al dios (¡de la guerra!) «valor para vivir bajo las leyes benéficas de la paz» (w. 15-16), lo que supone un grado de sublimación y alegorización de los antiguos dioses que es ciertamente tardío; tampoco cabe duda razonable sobre lo reciente que resulta que el himno presente al dios como un astro (vv. 6-8).
Lo que consuela de este himno es que está claro que es tardío; en el caso de otros himnos de la colección que pudieran serlo o que se ha dicho que lo eran —aunque, desde luego, no tanto—, la cosa no resulta con mucho tan evidente. Por ejemplo, los dos himnos a Helio y a Selene, o sea, al Sol (el XXXI) y la Luna (el XXXII). Puede alegarse que no son antiguos sobre la base de testimonios como Aristófanes Paz 410-411, en que se distingue a los griegos, que ofrecen sacrificios a los dioses olímpicos, de los bárbaros, que los ofrecen al Sol y a la Luna. También se ha sostenido que el verso XXXI 7 («y el infatigable Sol, parecido a los inmortales»), siendo así que se compone de dos hemistiquios homéricos (Il. XVIII 239, 484, por un lado, más Il. I 265, XI 60, por otro), no es sino una inhábil yuxtaposición de dos elementos, el segundo de los cuales no es predicable de un dios. Pero la verdad es que, sin ánimo de iniciar aquí una discusión sobre este particular, no está tan claro que los griegos tuvieran a Helio por un dios, y el mismo lugar de Aristófanes que se ha usado para probar su carácter tardío podría ahora usarse para demostrar que no era tenido por tal unánimemente. Una cosa es que personificaran al Sol y otra que le rindieran un culto estable como a un dios, salvo en algunos lugares concretos, como Rodas, desde luego, y Corinto. Los griegos podían sentir, sí, el carácter divino de la acción del Sol sobre los hombres, sobre la vida humana; no hay duda que, popularmente, el Sol era un dios[26]. Pero está claro que no figuraba entre los olímpicos y que, a pesar de sus rasgos divinos, no era objeto de culto sino entre los bárbaros o, por razones mítico-religiosas concretas, en unas pocas comunidades griegas.
Nada de esto significa, entiendo, que no pudiera haber sido objeto de un himno antiguo. Dentro de la Teogonía hay un himno a Hécate que he recordado (vv. 411 ss.)[27] y tampoco Hécate se cuenta entre los olímpicos sino que es divinidad de antes, dejada de lado en el culto aunque igualmente presente en el sentir popular. En una plegaria en el canto III de la Ilíada (v. 277) invoca Agamenón a Helio (cf. Il. XIX 259) y la Teogonía, otra vez, se interesa (vv. 371 ss.) por la genealogía del astro personificado. Helio en un extremo, Selene en el otro, llenaban los dos ángulos inferiores del frontón oeste del Partenón, en la acrópolis de Atenas. De modo que Helio personificado, viejo numen que había conservado su vigencia, marginalmente, en el mundo ya sometido al orden y al poder de los olímpicos, bien pudo haber sido objeto de un himno antiguo.
Por lo demás, no parece que haya, en los himnos homéricos, un orden determinado, consciente por parte de algún recopilador. Este orden existe, por ejemplo, en los Himnos de Calímaco, libro que empieza programáticamente con uno dedicado a Zeus[28]. Y, dentro de los homéricos, no debe considerarse mero azar que Helio preceda a Selene ni que ambos acaben —simétricamente; y únicos en ello entre estos himnos— con la declaración del poeta de que va a cantar el linaje o las gestas de los semidioses, o sea, de los héroes (XXXI 18-19; XXXII, 18-19). Tal declaración significaría que ambos himnos se habrían usado como preludios para la recitación épica, según ya vimos. Pero lo que importa destacar ahora es la relación entre ambos. Y, yendo algo más allá, también la relación de ambos con el anterior al de Helio, el dedicado a Ge, a la tierra madre de todos, el XXX. El culto de esta vieja diosa, la que todo lo da, origen antiguo de los seres vivos, también parecía a algunos en la Atenas clásica cosa de bárbaros: nuestro informante no es en este caso Aristófanes sino Platón en el Crátilo (397c-d). Lo que no quita que se haya podido levantar el elenco de tantas veces como la madre Tierra es invocada en la tragedia[29]. Esta diosa y no diosa, como Helio, era también invocada por Agamenón en el lugar de la Ilíada citado (III 277 ss.) en que también lo era Helio.
El último himno, el XXXIII, está dedicado a los Dioscuros, hermanos gemelos que también dudosamente son dioses y aquí celebrados como protectores de los marineros en las tormentas. Quizás el recopilador, además de juntar a Helio y a Selene, hubiera pensado que la vieja Tierra podía precederles y que tras ellos, al final, no iban mal estos ayudadores de los marineros. También los tres himnos anteriores al de Ge, el XXX, pudieran haber sido agrupados por la afinidad de las tres diosas a que están dedicados: Ártemis, el XXVII; Atenea, el XXVI, y Hestia, el XXV. Las tres son, según el himno V, a Afrodita, las únicas a quienes esta diosa «no ha podido persuadir el ánimo ni engañar» (v. 7).
Pero, más allá de la pareja Helio y Selene, la verdad es que es muy especulativo y arriesgado conjeturar cualquier otro orden de los himnos que haya de responder a una voluntad de significación, a un sentido. Incluso himnos que parecen depender de otro himno, como el XVIII, a Hermes, respecto del IV, al mismo dios, no hallaron quien los colocara el uno tras el otro, como nadie estuvo interesado en poner juntos todos los himnos dedicados a un solo dios. Puede haber algún hecho significativo en el orden de los himnos en la colección, pero no, desde luego, una ordenación consciente del total.
Retomando la cuestión de su cronología relativa, nada puede asegurarse sobre los cuatro últimos, que, si han sido agrupados al final por algún motivo, ello no implica que hayan de ser de la misma época: el de los Dioscuros quizá sea el más reciente, pues es etiológico de por qué se da el nombre de los dos gemelos a los fuegos de san Telmo de dos puntas, que salvan a los marineros y son de buen augurio.
Tampoco es segura la época del himno XIX, a Pan, aunque en este caso los argumentos lingüísticos nos inclinan a considerar la posibilidad de que la versión que podemos leer sea quizás hasta de época clásica[30]. Este himno depende también del IV, a Hermes, como el otro a Hermes, el XVIII, que le precede en la colección. ¿Forman ambos otra breve secuencia? Parece hablar en este sentido incluso el hecho de que en su segunda mitad el poema esté dedicado a Hermes aunque sea como padre, precisamente, de Pan. Su materia está dispuesta con una cierta artificiosidad y el total llevado con cuidado y atención al efecto compositivo. Del dios, presentado como hijo de Hermes en el primer verso, pasa a las ninfas, «acostumbradas a la danza» (v. 3) y que en sus danzas invocan al dios (de las ninfas pasamos otra vez a Pan, ahora) como presente por doquier y siempre: en todas partes, en toda ocasión (w. 8-14) dentro de lo que ha sido definido como su ámbito, a saber, «las colinas nevadas, las cumbres de los montes y los senderos pedregosos» (w. 6-7). Cuando cae el día, entonces con sus cañas produce el dios una música serena que supera a la del ruiseñor (w. 14-18), ave emblemática de la poesía ya en Grecia y que a menudo designa metafóricamente al poeta. Las ninfas con sus cantos y danzas acompañan no se sabe si a Pan o al ruiseñor (w. 19 ss.) y el paisaje puede alegrar el corazón: una «blanca pradera donde el azafrán y el jacinto, floridos y olorosos, se mezclan confusamente con la hierba» (w. 25-26). El canto de las ninfas tiene como tema a Hermes: una caja contiene dentro otra caja. Así la segunda parte del poema presenta a Hermes pastor en Arcadia por causa del «tierno deseo que le había venido de unirse con una ninfa de hermosas trenzas, hija de Dríope» (w. 33-3*4). Y de allí nos lleva de nuevo a Pan, pues fue de los amores de Hermes con esta ninfa que nació el dios, cuyo nombre es al final etimologizado: presentado por su padre a los olímpicos, «le llamaron Pan porque a todos les había regocijado el alma» (v. 47: pan quiere decir todo en griego). Lo que había causado el regocijo de los inmortales fue el aspecto de Pan: «caprípedo, bicorne, bullicioso, de dulce sonrisa» (v. 37), algo tan monstruoso que la ninfa su madre en vez de amamantarlo había echado a correr «al ver aquella faz desagradable y barbuda» (v. 39).
Ciertas sutilezas de expresión, así como el gusto por los contrastes, podrían abonar la impresión de que este himno, que recuerda aspectos del modo compositivo y de la temática de Teócrito, no puede ser muy antiguo. Pero es sólo una impresión.
Forma, con el VII, a Dioniso, el grupo de los dos himnos de extensión intermedia. Pero el de Pan, que cuenta el nacimiento del dios y lo celebra en su ambiente (sólo que en orden inverso) no es narrativo, propiamente, como lo son los himnos mayores y como lo es también este VII, ocupado en cantar cómo el dios, apresado por unos piratas tirrenos que se lo llevaban cautivo en su nave, no pudo ser por éstos atado (vv. 12-14), y cómo, al hacerse éstos a la mar, sucesivos prodigios revelaron la naturaleza divina de Dioniso: el vino, primero, «manaba en sonoros chorros dentro de la nave» (vv. 35-36), y luego una parra se extiende por el borde superior de la vela y de ella cuelgan racimos, y una hiedra se enrosca al mástil y los escálamos se llenan de coronas (vv. 38-42); el dios, por último, se convierte en león (vv. 44-48, si consideramos interpolados los vv. 45-47; si no, además el dios hace que aparezca también una osa). El himno VII es también dramático: el timonel de la nave se apercibe de que han cogido a un dios cuando sus compañeros no logran atarlo (v. 17 ss.) y les advierte de que lo dejen en libertad. A él se opone de inmediato el capitán, que responde al piloto que se cuide de su trabajo y habla de lejanos puertos y de ganancia que la presa comportará a la larga «pues un dios lo pone en nuestras manos» (v. 31). Luego el dios, en forma de león, apresa al capitán y los marineros se tiran aterrorizados al mar; Dioniso tiene piedad del piloto, en cambio, que es preservado y se convierte en un hombre afortunado que habrá visto al dios. Con esta dramatización del mito, el poeta del himno nos muestra la división creada por el dios dentro de la nave y sabiamente va revelando despacio su manifestación como dios a los ojos de los marineros cada vez más atemorizados. El himno cuenta cómo Dioniso produce en una nave los conflictos que luego la tragedia, el poema representado en el ámbito del dios, dramatiza en la ciudad. Podría recordarse al respecto que la nave es vieja metáfora de la ciudad entera, ya en la poesía arcaica.
Tampoco sobre la fecha de este espléndido himno puede aventurarse nada. Quizá tampoco sea muy antiguo, y ha habido quien lo ha considerado helenístico. A través de la narración, dramáticamente, el himno cala hondo en la naturaleza del dios que causa confusión, busca inmediatamente adeptos y lo transforma todo y a sí mismo incluso.
Manifiesta poder y ejerce magnanimidad. El himno ilustra el modo de ser, inquietante, convulsivo, del dios por excelencia de la alteridad entre los griegos.
Una hija ha sido arrebatada a su madre, ha sido raptada cuando cogía, con las hijas de Océano, flores en una pradera. Ella ha gritado pero sus compañeras no lo han advertido: sólo la diosa Hécate y Helio, el soberano Sol, se han dado cuenta. La raptada es diosa e hija de diosa: Perséfone, hija de Deméter; su raptor es un dios, Hades o Aidoneo, y el rapto cuenta con la aquiescencia de Zeus, padre de los dioses, pero se ha ejecutado a escondidas de la madre, de Deméter. El himno homérico II, a esta diosa dedicado, espléndido poema que sólo un manuscrito nos ha transmitido íntegro[31], nos presenta así, en sus treinta y tantos primeros versos, el inicio del drama divino. La raptada da un postrer grito que oye, ahora, su madre, y el poeta describe entonces a ésta (vv. 42 ss.) dándose a la aflicción, al ayuno. La gran diosa camina durante nueve días, buscando y sola: ni dioses ni hombres le dicen nada. Hasta que Hécate sale a su encuentro, reconoce haber oído el grito y la lleva a la presencia de Helio. Leemos entonces la invocación y ruego de la diosa a éste (vv. 64-73) y la respuesta de éste a la diosa (vv. 75-87). Helio ha revelado a Deméter la verdad y cómo Zeus estaba al tanto del rapto y lo ha permitido.
Hemos visto a Deméter como una madre desvalida que responde a la desaparición de su hija buscándola, angustiada, inútilmente. Desamparada la diosa ha ido de aquí para allá; y al enterarse por Helio de la verdad, la diosa se siente entonces engañada. Se esconde, se ensimisma, por así decir, se exilia lejos de los dioses: acaba dando, como una vieja desvalida, entre los hombres. Esto en los versos 9194. El efecto de tal apartamiento, a saber, que la tierra no producía fruto, no se nos cuenta hasta los versos 305-309. Pero para entonces la diosa ya estará, aunque entre los hombres todavía y «lejos de los bienaventurados dioses» (v. 304), asentada en el templo para ella por los hombres construido. Justo en Eleusis, es decir, donde el culto de la diosa imperaba entre los griegos y donde podían éstos iniciarse en sus misterios, que constituían la más importante religión de salvación de la época. El poeta, que ha llevado con tiento y detalle su centenar de versos que dibujan el dolor de la madre, su humanización en la angustia y en la búsqueda, su desengaño (ella, una diosa) de la voluntad de los dioses, dedica en el centro de su poema dos centenares de hexámetros a contar una historia que, dando razón de la nueva conversión de Deméter de pobre vieja sola en otra vez diosa, explique sobre todo el porqué del asentamiento de su culto justamente en Eleusis[32]. En el momento culminante del dolor de la diosa, en el corazón mismo de este dolor que la ha alineado entre los humanos, se halla, nos cuenta el poeta, la razón de por qué hemos de morir los hombres. Así como la razón de dar culto a Deméter.
La historia que nos cuenta es que las hijas de Celeo, rey de Eleusis, cabe la fuente a la que habían ido a buscar agua, toparon con la vieja, hablaron con ella y compadecidas la recomendaron a su madre Metanira que, ya mayor, acababa de parir a un hijo varón, de nombre Demofonte, como ama. En calidad de tal aceptada por ésta, la diosa en figura mortal de anciana ungía con ambrosía al niño y por la noche lo ocultaba en el ardor del fuego, como un tizón, a escondidas de sus padres (w. 239-240). El motivo de la frustración de la inmortalidad del héroe es altamente tradicional. La diosa quería dar la inmortalidad al pequeño pero Metanira, al descubrir las prácticas de la anciana, como no sabía su intención no hizo sino temer por la vida de su hijo. Con el resultado de que la diosa, al punto, se revela como tal pero deja caer al niño, que ya no será inmortal.
En un primer momento, al ser aceptada en la casa de Celeo, quejumbrosa y triste, Deméter cambió de actitud por las chanzas y burlas de una mujer, Yambe, la epónima del género yámbico[33], que la movió «a sonreír, a reír y a tener alegre ánimo» (v. 204); ahora, al ser descubierta en sus prácticas tendientes a hacer inmortal al niño, «terriblemente enojada en su ánimo» (v. 254) se queja de la estolidez humana e infunde, con su revelación como diosa, miedo (v. 293) a los mortales. Les exige la construcción de un templo y, en lugar de vivir como antes entre ellos, ahora, lejos de los demás dioses aún, se esconde en su templo. Desde allí dentro encerrada, la diosa hace que la simiente no se haga fruto, según dijimos. La vida está en su raíz misma detenida.
Reconciliada con la vida por las chanzas de una vieja, frustrada por la desconfianza de una madre, encerrada en ella (en su templo) de nuevo, sólo Zeus podrá esta vez hacer que deponga su actitud resentida. Pero no con palabras. Cuando le manda a Iris, la diosa ni se inmuta. Sólo cuando Zeus pasa a las obras y manda a Hermes que saque a Perséfone del mundo subterráneo, sólo cuando Hermes lleva a la hija al templo de la madre, Deméter, al punto, corre, la abraza: ha salido de sí. E inmediatamente vuelve a sufrir. Teme, en efecto, no haya engañado Hades a su hija. Y sí, el dios subterráneo le ha dado a comer un grano de granada: «contra mi voluntad y a la fuerza» (v. 413), dice la hija. Esto tendrá sus consecuencias. Pero ahora es claro que la diosa y su hija descansaban su espíritu de los pesares pasados, que se relajaban y alegraban (vv. 435-437). Desde lo alto Zeus vigila para hallar una salida. Hades, en efecto, se ha asegurado simbólicamente la pertenencia de Perséfone al mundo subterráneo, pues ésta es la razón por la que le ha dado a gustar la granada. Pero Zeus divide cada año de Perséfone: «un tercio del tiempo en la obscuridad tenebrosa» (v. 446) y las otras dos partes con su madre. Como antes ha mandado a Hermes al mundo subterráneo, tampoco ahora comunica él a Deméter lo que ha decidido, sino que se sirve de Rea como mensajera: Rea es la madre de Deméter y ahora la diosa madre encarna el papel de hija. «Haz que crezcan rápidamente los frutos de que viven los hombres» (v. 469): así termina Rea su mensaje, de parte de Zeus. Y Deméter, cuyo nombre probablemente significa tierra madre, «enseguida hizo salir el fruto de los fértiles campos» (v. 471).
Sin duda los fieles de Eleusis vieron en el gesto incomprendido de la diosa que quiere dar la inmortalidad a Demofonte una promesa soteriológica. Pero en su origen la imprevisión de Metanira explica por qué el hombre, a pesar de ser igual a los dioses, es mortal. Es esto justamente lo que explica, entiendo. Y que el dolor de la diosa, su separación de Perséfone, ofrece al hombre, en contrapartida, su sustento y la riqueza: «Pluto, que procura la riqueza a los mortales hombres» (v. 489). Pluto es tenido por hijo de Deméter en la Teogonía hesiódica (w. 969-974). En cualquier caso, se echa de ver que el dolor, la privación, el ayuno, son necesario trámite para el sustento, para la vida (vida y sustento se dice igual, en griego). Vida en sentido material; vida en sentido espiritual. Y así el himno proclama la bienaventuranza del iniciado en los misterios, «pues el no iniciado en estos misterios, el que de ellos no participa, no alcanza jamás una suerte como la de aquél, ni aún, después de muerto, en la oscuridad tenebrosa» (vv. 481-482).
Este himno a Deméter es poema que alcanza la síntesis de diversos tonos, que va del lugar ameno del rapto a la desolación de la madre, de la piedad de las hijas de Celeo a su miedo, de la oscuridad de lo subterráneo a la espléndida riqueza que la tierra proporciona; los misterios divinos están ahí y la palabra poética abre caminos de acceso hasta ellos. Otros textos antiguos[34], en gran parte relacionados con Orfeo, hablan del rapto, del origen del sustento humano, de la condición humana, de otros temas relacionados con la diosa de Eleusis que constituyen misterios la iniciación en los cuales salva. Este himno resigue desigualmente algunos de estos temas y los dice muy humanamente, muy dispuesto a ilustrar el misterio desde nuestro punto de vista: la diosa no está cerca cuando ejerce en ceremonias de alto riesgo sino cuando es presentada desvalida y angustiada, cuando ejerce de madre, incluso después, en la alegría del reencuentro.
En cuanto al himno III, dedicado a un dios de capital importancia en el orden olímpico, Apolo, ha quedado ya dicho que se ha compuesto uniendo un himno a Apolo delio con otro a Apolo délfico. Quizás, en la fiesta del dios, ambos himnos eran recitados con un intermedio coral. Si caben dudas sobre la fecha de nuestro poema entero —que sin duda ha de responder al afianzamiento de la importancia panhelénica de Delfos—, no es en cambio dudoso que el rapsoda los ha cosido con cuidado, atento a las simetrías entre ambas partes y construyendo un conjunto de alabanza al dios centrado en su poder oracular: bajo la jurisdicción absoluta del dios que tiene también el dominio de la lira cae la mántica, y centro de esta divina actividad es Delfos, el santuario de Pito. Ya en el primer himno la isla de Delos, cuando pacta con Leto las condiciones en que se aviene a ser el lugar donde habrá de ser Apolo parido, pide que la diosa jure «que primeramente se construirá aquí el hermosísimo templo para que sea un oráculo para los hombres» (vv. 80-81).
No es éste sin embargo un tema nodal en el himno a Apolo delio, que se articula en torno al arco del dios: con el arco, en efecto, asusta él incluso a los demás dioses (vv. 1-4; un punto de vista muy arcaico e influido por los dioses del Próximo Oriente) y Leto se alegra «por haber dado a luz un hijo que lleva arco y es belicoso» (v. 126); durante todo el himno, Apolo es invocado como arquero o «el que hiere de lejos» (vv. 1, 45, 56, 90, 134, 140, 177, 178)[35]. El himno no entra en cómo es el dios sino que celebra que Leto se fijara en Delos y explica el parto de la diosa; para luego celebrar también la reunión allí, en honor del dios, de «los jonios de rozagantes vestiduras juntamente con sus hijos y sus venerandas esposas» (vv. 147-148). Proclama el poder del dios, pero el himno delio no narra sobre el dios sino las tribulaciones de su madre al haber de darlo a luz; narra su nacimiento en Delos como causa del amor que el dios siente por su isla.
En el himno pítico, Apolo sigue siendo el que hiere de lejos (vv. 215, 222, 239, etc.) pero ya el principio de este poema ha sido concebido simétrica y polémicamente respecto al himno delio: si allí Apolo asustaba con su arco a los dioses, ahora es «pulsando la lira» (v. 182) como se encamina el dios a Pito y de allí al Olimpo, donde, en vez de asustar a los dioses, éstos acuden solícitos «y enseguida los inmortales sólo se cuidan de la cítara y del canto» (v. 188). O sea, la lira y el canto (que ya en la parte delia el dios mismo había pregonado como atributos suyos, ambos: v. 132) sustituyen aquí, en la escena inicial del segundo himno, al arco y a la belicosidad. La lira se corresponde con el arco y se opone a él[36]. En el himno a Apolo delio se ha profetizado que se alzará en la isla un oráculo, pero la atención del poeta se ha ido hacia otros temas. El del himno a Apolo pítico se decide (vv. 216 ss.) por cantar cómo anduvo el dios «por la tierra, buscando un oráculo para los hombres» (w. 214-215). Convertirá, en efecto, la construcción de un templo que sea oráculo, tal como la hallamos enunciada en el himno delio (w. 80-81), en hilo conductor de su relato, de su himno (cf. w. 247-248 = 258-259; 287-288). Y el dios mismo construirá el templo (vv. 254-255; 294-295) empezándolo primero en Telfusa pero luego y definitivamente en Pito. Como fundador, Apolo aparece primero poniendo los cimientos y luego repoblando el lugar de cretenses: metamorfoseado en delfín (v. 400; y delfín tiene que ver con Delfos), les arrebata el dominio de la nave en que viajaban y los lleva a Crisa y luego arriba, precisamente a Pito (v. 517). El dios les precede con la lira en las manos; en el mismo lugar, precisamente, en que ha tenido el arco en las manos para matar a la dragona (w. 300 ss.; 356 ss.) que señoreaba antes de la llegada del dios en aquellos lugares. Apolo ha asentado en Delfos su oráculo sobre un lugar regido antes por fuerzas terrestres, reptiles y monstruos (la dragona había amamantado a Tifaón: w. 305-306). En la estructura del himno entero, estando tales monstruos vinculados con Hera (de quien es hijo Tifaón), la muerte de éstos responsiona, como compensación o venganza, con los pesares y dolores de Leto en el difícil, por causa de Hera, parto de Apolo, en el himno delio. La lira cuyas cuerdas hace sonar ahora, cuando entroniza a los cretenses que como delfín ha llevado allí, sacerdotes de su culto y oráculo, corresponde, en el mundo ya ordenado en que impera Apolo, al arco del dios de Delos cuyas flechas habían sonado también en Delfos cuando el dios dio allí muerte a la serpiente por la que aquel lugar recibió el nombre de Pito.
Cuidadoso, detallista, conocedor del arte de la composición poética, el rapsoda del himno pítico no tiene la sencillez, la gracia, en definitiva, del himno delio, claramente anterior y al que algunos antiguos habían llamado, según vimos, Homero. Muy distintos, el himno a Apolo delio y el V, a Afrodita, se cuentan entre los más nítidos, entre los de más alta poesía, de la colección. Pudiera ser que ambos fueran también los más antiguos.
El himno homérico IV, a Hermes, presenta a este dios como un engañador de los orígenes, como un ladrón. Se mueve entre el elogio de estas características, en Hermes divinas, y la explicación de cómo Apolo las integra, en la medida de lo posible, en el orden que este otro dios representa. Hermes es el hijo pequeño: tan pequeño que ha nacido ayer. Como en los cuentos, pero más prematuramente, ha de hacerse valer, ha de lograr que le respeten. Porque es hijo de Zeus, como Apolo mismo, pero parece que su madre, la ninfa Maya, ha aceptado, con una vida regalada y rica, de diosa inmortal (w. 246-251), una situación de apartamiento, «sin recibir ofrendas ni súplicas» (v. 168; cf. 170-172), o sea, sin culto. Frente a esta situación el hijo pequeño quiere, ya de entrada, el mismo honor que corresponde a su hermano Apolo (w. 172-173). Como en los cuentos, pues, el hijo pequeño, cuya madre vive apartada, decide salir a ganarse lo que no tiene ni le dan. Sólo que el niño de nuestra historia nació ayer; de acuerdo que es un dios, pero, cuando la criatura, después de robar las vacas de los inmortales y esconderlas, se mete «apresuradamente en la cuna» (v. 150), un tan tierno infante que engaña y roba y mata a dos vacas con la fuerza de sus manos resulta, desde luego, divino, pero excesivo, exagerado, y hasta tiene, a fuerza de desmesurado, bastante de grotesco, de cómico.
En los cuentos de esta índole es la astucia lo que vale: aquí la astucia sin límites, también de algún modo hiperbólica; el engaño y la astucia son aliados del robo, en el caso de este dios —y nunca mejor dicho— desde la cuna. Pero este ladrón de los orígenes es también el ingenioso inventor de la lira, que por vez primera fabricara con el caparazón por él vaciado de una tortuga, y su robo responde a que su padre no le da «los mismos divinales honores» que ha dado a Apolo (w. 172-175). El robo de Hermes no es incomparable al de Prometeo: éste roba en efecto el fuego de Zeus ante la indefensión de los humanos; Hermes roba las vacas por lograr consideración, que se fijen en él y valoren su astucia y sus engaños; en su camino con el ganado enciende fuego (w. 108 ss.) por vez primera, y dispone las carnes de las vacas que ha matado como para un sacrificio: fuego y sacrificio están ahí juntos, como en la historia de Prometeo.
Los 183 primeros versos del himno cuentan la portentosa precocidad del dios: su primer invento, la lira, y su primer robo, extraordinario (se ha llevado las vacas haciéndolas caminar hacia atrás, como acostumbran las vacas recién nacidas), además del asunto del fuego y del sacrificio de que se ha dicho ahora. En el 184, con la luz de la aurora, se pone en movimiento Apolo, a la búsqueda de las vacas. El dios acabará, naturalmente, descubriendo al autor del robo: con la ayuda de un viejo, muy de cuento, que le da indicios para seguir unas huellas incomprensibles, que parecen dirigirse hacia el lugar de donde proceden, y gracias al presagio de un ave (v. 213) que no se explica. Llegado Apolo a la gruta de la ninfa se produce un enfrentamiento verbal o agón entre los dos hijos de Zeus. El mayor, ya dios prestigioso, le ordena que le revele dónde están las vacas y le amenaza si calla. Es un enfrentamiento aparentemente desigual: hay un contraste, que podría parecer desmesurado, entre lo que Apolo atribuye a Hermes y las amenazas que profiere, por un lado, y el hecho, por otro, de que se dirija a un niño acostado en su cuna (w. 254-259). El efecto es cómico, y a este mismo efecto contribuye la respuesta de Hermes (w. 261-277), que se proclama niño y hace ver lo insensato de afirmar que un niño recién nacido haya robado las vacas. Llamándole indignado «embustero, maquinador de engaños» (v. 282) y ladrón, Apolo se lo lleva en brazos a la presencia de los dioses. Se nos revela entonces otro aspecto significativo de Hermes, su insolencia escatológica, pues el dios responde en silencio con un augurio, «obrero atrevido del vientre, nuncio abominable» (w. 295296), un pedo, y estornudando. El dios ladrón, engañador, rufián precocísimo, al inventar la lira había empezado a cantar a la manera, precisamente, de «los jóvenes mancebos» cuando «se zahieren lanzándose pullas unos a otros» (w. 5456); agresiva y desvergonzadamente, pues, al modo escóptico. Ahora, en consonancia con aquello, responde, también, callando e indecentemente.
Ante los olímpicos tiene lugar otro agón entre los dos hijos de Zeus. A la denuncia de Apolo (vv. 334-364) responde Hermes negando de nuevo (vv. 368-386). Apolo ha prometido antes a Hermes el «honor entre los inmortales» (v. 291) de ser siempre el rey de los ladrones engañosos. Ahora lo proclama ante los dioses «tan fullero como yo no he visto otro, ni entre los dioses ni entre los hombres, de cuantos engañan a los mortales sobre la tierra» (w. 338-339). Mientras miente, el ladrón engañoso que se tira pedos y estornuda va «guiñando los ojos» (v. 387). Con pedos y guiños Hermes inaugura, él que es dios, un tipo de expresividad corporal que, presente en la cultura popular, halla pocas veces lugar en la cultura alta: ésta es poesía hexamétrica, compositiva y formalmente como la épica, y por ella anda Hermes ventoseando, estornudando y guiñando el ojo.
A pesar de sus mentiras, nada pasa desapercibido a Zeus, y Zeus quiere la amistad entre sus dos hijos. Zeus manda, pues, a ambos que busquen el ganado perdido con ánimo concorde (w. 391 ss.) Además, Zeus inviste a Hermes como mensajero de los dioses. Consagrándolo como tal le da, sin duda, un honor superior al prometido por Apolo, le confiere una función, por lo demás tenida por más digna, que es la que comúnmente lo distingue en la poesía y el arte griegos. Pero el mensajero guía, y así Zeus le engaña, le fuerza a llevar a Apolo donde las vacas.
El resto del himno es el reparto de funciones entre Hermes y Apolo. Éste se asegura para él el arte mántica (vv. 533 ss.) a cambio de regalos; Hermes, que ha dado la lira a cambio del ganado, inventa en contrapartida la siringe (v. 512) y aprendemos que Zeus le ha concedido, además, ser el introductor del comercio entre los hombres (vv. 516-517). Pero asistimos al origen del dominio de Apolo, indiscutible, sobre la poesía y la mántica[37]. La sombra de Delfos, de la época de influencia de aquel santuario, la misma que cubría el himno a Apolo pítico, se proyecta también sobre este himno a Hermes. La gloria de este dios pasa por el reconocimiento de su hermano, más allá del que ya tiene del propio Zeus. Y así el propio Apolo proclama los méritos tan excepcionales de Hermes, el dios que engaña, que actúa de noche. A cambio de haber establecido los límites entre los ámbitos de ambos. Y de haberse quedado él en exclusiva con mántica y poesía.
Sin duda Hermes es, entre los dioses, quien más se parece a Ulises entre los héroes. Con la conducta y las obras de ambos se dibuja en la poesía más antigua una moral de la astucia, basada en el engaño si hace falta, en responder según las circunstancias, en crear y usar todos los medios necesarios para lograr el fin propuesto. Así Ulises, juntamente con Diomedes, proyecta y lleva a cabo en la Ilíada un golpe audaz, de noche, del que resulta la muerte de Dolón. No siente el héroe ningún reparo ante el engaño y la nocturnidad, tal como no resulta que lo hubiera sentido Hermes cuando abandonó por primera vez la casa de su madre, niño aún de pañales, «meditando en su mente un golpe audaz como los que traman los ladrones durante las horas de la negra noche» (w. 67-68). El héroe y el dios son, ambos, maestros de una palabra agresiva y cautelosa, sonríen sardónicamente[38] o guiñan los ojos. No les importa hacer reír si es para salirse con la suya: la risa de Zeus avala en el himno (v. 389) el momento en que el hijo gana el corazón de su padre, obtiene honor por su astucia y evita el castigo a pesar de ella.