23 EL "VEHÍCULO"

Sin mayor demora, Poole obtuvo la autorización necesaria para realizar la inspección de la cuenta de lady Grayle. Regresó a Windon con el mayor Faide, pero no utilizó la autorización todavía; quería primero tener las cifras que Thurston le había prometido mandarle en cuanto estuviesen en su poder. Entretanto, tenía un trabajo que hacer en «Tassart» y no perdió tiempo en llegar allá.

Durante los últimos días había estado tan absorbido por los asuntos de Moode, primero por su doble vida y después por su muerte, que había relegado la cuestión de la administración de la escopolamina a segundo plano. El caso se había desarrollado rápidamente durante los últimos días, pero había todavía una cantidad de problemas no resueltos, que no harían más que multiplicarse si su creciente duda acerca de la culpabilidad de Moode como asesino de lord Grayle resultaba fundada. Porque si no fue Moode quien puso la escopolamina en el té de su amo, ¿quien la había puesto? Y más aún, ¿cómo?

En la mente de Poole aparecían de nuevo las diferentes posibilidades que se le habían ocurrido el día en que mistress Spent le reveló los misterios de la vida de la despensa. Todo giraba, recordó, alrededor de «calentar la tetera». Antes de que apareciese esta complicación en el horizonte, pensó que cualquiera que supiese qué tetera usaba invariablemente lord Grayle para su té matinal pudo poner el veneno en ella durante la noche, o incluso el día anterior, después de que hubiese sido lavada. Pero aquella ceremonia de calentar la tetera llevada a cabo por el mayordomo en persona, momentos antes de preparar el té, destruía esta posibilidad; el veneno hubiera sido arrastrado por el agua y evacuado al desagüe. Por consiguiente, si resultaba probado que esta obvia conclusión, o sea, que fue el mayordomo quien puso el veneno, era falsa, el veneno tuvo que llegar a la taza de té de lord Grayle por medio de la leche, el azúcar, o el mismo té.

¿Cuáles habían sido las objeciones a estas diversas posibilidades? La leche, al parecer, se guardaba en la repostería; la provisión diaria era sacada de allí por una de las chicas de cocina y se llenaba un jarro para la despensa; este jarro era recogido en la cocina por un ayuda de cámara, el cual llenaba la jarrita perteneciente al juego de té de lord Grayle. Estaba claro que el veneno no podía ser contenido por la provisión general de leche de la repostería, o por el jarro también general de la despensa; la única posibilidad era que hubiese sido puesto en la jarrita del juego de té de lord Grayle. Pero la cantidad de leche tomada con el té era tan pequeña, un chorrito tan sólo, que sería necesario un potencial venenoso terrible para que tan poca cantidad fuese peligrosa. Además, ¿qué ocurría con la leche que quedaba en la jarrita? ¿No podía poner en peligro la vida de otras personas? Suposición que no podía aplicarse al poso de la tetera. Poole hubiera querido pensar en ello antes, mientras podía todavía localizar los restos de la leche. En conjunto la posibilidad le pareció muy inverosímil, pero no podía ser absolutamente descartada.

Después había el azúcar. Éste procedía del suministro semanal facilitado por el ama de llaves, y el ayuda de cámara llenaba el azucarero de lord Grayle con la cantidad necesaria. Era evidente que no podía manipularse una provisión de azúcar que se usaba para otros propósitos, como el té de la tarde, por ejemplo, o cualquier otra bebida accidental tomada en la despensa.

El té era, en sí, un vehículo más probable; era una mezcla especial de la India, usada únicamente por lord Grayle y facilitado semanalmente por mistress Spent y conservado en el bote especial de la despensa. El envenenador no corría el riesgo de envenenar más que a lord Grayle, pero, ¿qué cantidad de veneno se necesitaría para envenenar todo un bote lleno de té? Esto, recordaba, sólo le había parecido posible en el caso de que la provisión del bote fuese ya muy baja; tenía que averiguar qué día se rellenaba el bote.

En este estado se hallaba el problema cuando Poole llegó a «Tassart» aquel viernes por la tarde, casi exactamente una semana después de su primera llegada al pueblo.

William, el segundo ayuda de cámara, era su segundo objetivo y tuvo la suerte de encontrarlo en la despensa, pues James acababa de salir por tener su tarde libre. No se había contratado todavía ningún nuevo mayordomo.

—William —dijo el detective—, voy a hacerle a usted algunas preguntas, que probablemente le parecerán absurdas, pero tengo mis razones para ello; solamente le ruego que no me haga ninguna.

William expresó su mejor deseo de ayudarlo: la suerte de ayudar a un detective a descubrir un crimen no le caía todos los días a un segundo ayuda de cámara, ni aun en los folletines de Daily Picture.

—Tengo entendido —dijo Poole— que lord Grayle tenía la costumbre de tomar una taza de té todas las mañanas cuando se despertaba, y que Moode solía subírselo a la habitación sobre una bandeja, cuando le llamaba. ¿Es eso?

—Exacto, señor.

—¿Lo subía alguna vez alguien más, en lugar de Moode?

—No, señor, nunca; es decir, a menos que míster Moode estuviese enfermo. Un par de veces ha tenido un poco de gripe o un resfriado, y entonces James se ocupaba de Su Señoría y le subía el té.

—¿Ha ocurrido esto recientemente?

—Oh, no, señor; desde el invierno.

—El viernes por la mañana, por ejemplo; el viernes pasado, el día en que murió lord Grayle, ¿se lo subió Moode?

—Sí, señor.

—Bien, William, ahora dígame en qué forma se prepara el té; ¿dónde se guarda el té, el azúcar, la leche, etc.?

William le repitió todos los detalles que Poole conocía ya por mistress Spent; era una confirmación casi idéntica, con la sola excepción de que aquel total aislamiento de la despensa merecía el honor de más infracciones que observancias; se sabía que había habido «muchachas» de la cocina que habían llevado la leche a la habitación vedada. No obstante, William estaba casi seguro de que esto no había ocurrido durante las últimas semanas; se habían producido ciertos cambios en el bajo personal de cocina y las relaciones estaban todavía en la fase ceremoniosa. Probablemente el relato del ama de llaves referente a los formulismos era exacto. Interrogado respecto al residuo de leche que quedaba en la jarrita de lord Grayle, William dijo que era vertido de nuevo en la jarra de la despensa. Esto, pensó Poole, eliminaba la posibilidad de que la leche hubiese podido ser utilizada como vehículo para el veneno. Además, recordaba que se habían encontrado rastros de escopolamina en las hojas retiradas de la tetera. Este residuo no hubiera podido hallarse allí si el veneno hubiese venido en la leche o en el azúcar.

La otra posibilidad, de que la cantidad de té del bote fuese lo suficientemente reducida para poder ser fácilmente envenenada, quedó descartada ante el hecho de que mistress Spent reponía siempre las provisiones el miércoles, de manera que el bote debía estar prácticamente lleno. Desde luego, cabía la posibilidad de que se hubieran envenenado sólo las hojas superiores; no obstante, parecía una muy remota posibilidad.

Eliminando, pues, a Moode como agente deliberado, ¿cómo pudo aquel veneno llegar a la taza de donde lo bebió lord Grayle? ¿Le habría dado mistress Spent alguna información equivocada? No había más que un camino para averiguarlo.

—William —dijo—, ¿ha visto usted alguna vez a Moode preparar el té de lord Grayle?

William sonrióse.

—Infinitas, señor.

—Entonces repítame usted todo el procedimiento; exactamente, fíjese bien. Dígame cuándo es usted Moode, cuándo usted mismo o James.

William se quedó mirándolo y esbozó una vasta sonrisa. Dirigiéndose al armario de la porcelana, puso sobre la mesa una bandeja surtida ya con el juego completo del té de la mañana, de un color azul verdoso. Llenó entonces una pequeña tetera de cobre con agua y la puso sobre un fogón eléctrico que enchufó. Salió entonces de la despensa para volver al minuto con una jarra de leche, con la cual llenó la jarrita del juego azul. Yendo a otro armario trajo una bolsa de papel azul con terrones de azúcar con los cuales llenó el azucarero del juego. Después trajo el bote rosado del té y lo colocó, con una cucharilla, al lado de la bandeja. Finalmente, llamó a la puerta del dormitorio del mayordomo, que daba a la despensa y desapareció por ella.

Después de una corta pausa, reapareció William, vestido con una corta chaqueta negra en lugar de su librea; sus maneras durante la siguiente escena tenían la lentitud, la majestuosidad y la dignidad de su difunto superior. Acercándose a la tetera de cobre acercó a ella el oído a fin de comprobar si hervía, frunció el ceño, tomó el bote de té y midiendo cuidadosamente tres cucharaditas, las echó en la tetera del juego; se dirigió de nuevo a la tetera de metal, y viendo el vapor de la ebullición, la cogió y vertió el agua en la tetera del juego. Entonces, cogiendo la bandeja, salió solemnemente de la habitación.

Diez segundos después regresaba con la expresión digna de un segundo ayuda de cámara.

—¿Es así, señor? —preguntó jovialmente.

—No —dijo Poole—. Ha olvidado usted algo.

William quedó asombrado.

—¿Que he olvidado algo? ¿Qué?

—No quiero indicárselo. Vuelva usted a hacerlo todo a partir del momento en que ha sacado usted la bandeja. Y piense usted meticulosamente en lo que está haciendo; de su cuidado y atención puede depender la vida de alguien.

Claramente impresionado, William repitió la escena; calentar el agua, la leche, el azúcar, el bote de té al lado de la bandeja, la llamada a la puerta de mayordomo...; después su actuación como Moode, el té medido y echado en la tetera, el agua hirviendo y la bandeja llevada fuera.

Poole tenía una expresión grave cuando William regresó a la despensa.

—¿Está usted absolutamente seguro de no haber olvidado nada, William?

—Absolutamente, señor.

—¿Y calentar la tetera?

—¿Calentar la tetera? ¿Cuál? ¿La del juego?

—Sí. ¿No la calentaba Moode antes de echar el té?

—Nunca vi que lo hiciera.

Entonces mistress Spent se había equivocado, y toda la acusación contra Moode, o por lo menos uno de sus más importantes eslabones, se derrumbaba. Había alguien que conociendo bien las costumbres de la casa sabía que Moode omitía este detalle; en este caso, no había dificultad ninguna en poner el veneno en la tetera azul de lord Grayle a cualquier hora de la noche. ¡Alguien que conocía el personal de la casa! ¡Alguien que quería quitar de en medio a lord Grayle! ¿Quién?

La respuesta inevitable apareció en la mente de Poole. ¿Quién conocía tan al dedillo las costumbres de la casa? ¿Los hábitos, privilegios, tradiciones y rutina del personal en su trabajo? ¿Quién podía saber que lord Grayle podía tomar —o tomaría— otra dosis de Di-Dial durante la noche, pocas horas antes de tomar su té, saturado del segundo veneno? ¿Quién estaba constantemente en la despensa a primeras horas de la mañana, para llevar a su perro Bob a dar un paseo matutino? ¡Lady Grayle!

Pero, ¿por qué? ¿Por qué mataría al hombre que amaba? ¿Pero si todos los que la conocían, sintiesen por ella simpatía o antipatía, estaban de acuerdo en reconocer que adoraba a su esposo como la única pasión de su vida? ¿Podía ser el temor? ¿Temor de que descubriese la intriga en que al parecer estaba mezclada con la casa «Benborough»? ¿O los celos? Jamás nadie susurró una palabra contra lord Grayle a este respecto. ¿O ansiaba su libertad pese a la penuria de la vida que aquélla debía aportarle? ¿Había, en aquel avanzado período de su vida, algún otro hombre...?

Parecía imposible; cada suposición resultaba más inverosímil que la anterior para explicar un asesinato de aquella naturaleza.

Poole contemplaba inmóvil aquel servicio de té azulado que había sido el vehículo de la muerte para aquel hombre que toda su existencia adoró su vida conyugal. Poole se fijó en que el pitón de la tetera tenía el extremo roto. Debía de ser un trabajo endiablado verter el té por allí. Automáticamente, Poole cogió la tetera y trató de llenar la taza; el líquido se derramó por toda la bandeja.

William estaba mirándolo, primero con curiosidad, después con una sensación más fuerte; quedó con la boca abierta.

—¡Válgame Dios, he olvidado lo del pitón! —dijo.

Poole levantó la vista y preguntó:

—¿Qué quiere usted decir?

—Que se rompió... el día antes de la muerte de lord Grayle.

—¿Y bien?

—¡Oh, nada, señor!; pero como me dijo usted que fuese muy exacto... La mañana en que murió, milord no tomó el té con este servicio.

—¡Cómo!

Poole se abalanzó contra el muchacho y agarrándolo por el brazo le sacudió violentamente.

—¿Qué está usted diciendo? ¿Qué no lo tomó con este servicio? ¿Qué servicio usó, entonces?

—El que solía usar míster Moode, el rojo. Me dijo que lo cambiase cuando vio el pitón roto. ¡Y valiente bronca le armó a James por haberlo roto, además!

Poole se quedó contemplando al criado.

—Vamos a precisar —dijo lentamente—. ¿Moode tomaba también el té por la mañana?

—Sí, señor; yo se lo llevaba todas las mañanas al llamarlo.

—Y aquella mañana, el viernes por la mañana, ¿le llevó usted este juego, el juego de lord Grayle, porque el pitón de la tetera estaba roto?

—Sí, señor.

—¿Y entonces tomó usted el servicio rojo, el que usaba siempre Moode, para servir a lord Grayle?

—Sí, señor.

—¿Y Moode puso dentro el té, y el agua caliente, tal como me ha mostrado usted hace un momento?

—Sí, señor.

—¿Sin calentar primero la tetera, sin lavarla?

—Sí, señor.

—Y usted, cuando hacía el té para Moode cada mañana, ¿la calentaba usted?

—No, señor.

Y quien conociese los hábitos de la casa debía saberlo también. Quien tuviese la costumbre de ir a la despensa a primeras horas de la mañana, a buscar el perro, a menudo, sin duda, mientras se preparaba el té, se hubiera dado cuenta de esta omisión; la omisión de este detalle de rutina del cual mistress Spent había dicho: «Todas las mujeres lo saben.» ¡Lady Grayle!