13 DOS MOODES
El superintendente Clewth escuchó el relato de Poole de su entrevista con el mayordomo con un interés rayano en el entusiasmo, pero las teorías y sugerencias del analista oficial sobre el doctor Calladine lo dejaron frío.
—¿Para qué quiere usted correr detrás de una liebre como ésta? —refunfuñó—. Conocemos perfectamente al doctor; es un hombre de un carácter un poco raro, si usted quiere, pero tan recto como pueda desearse. Tenía con milord una amistad de más de veinte años; ¿por qué había de desear suprimirlo súbitamente? Me parece una idea fantástica. Desde luego haremos lo que quiere, examinaremos sus venenos, vigilaremos sus actos y todo lo demás, pero será perder el tiempo... y además, resultará muy desagradable para el doctor.
Poole compartía enteramente este punto de vista, pero sus progresos habían sido hasta entonces tan mezquinos que estaba dispuesto a usar de todos los medios.
—Respecto a ese mayordomo —prosiguió el superintendente animándose con el tema—, es un embustero de primera marca, mírelo por donde quiera. Incluso si cree usted la explicación que le ha dado, que yo no creo, mintió respecto a la avería, y él mismo lo ha admitido. ¡Las leyes de la sucesión! Este hombre tenía una razón para mentir (fíjese en lo que le digo), y hemos de averiguar cuál es. He sabido algo acerca de él.
Poole aguzó el oído.
—¿De veras? ¿Qué es, superintendente?
—Teníamos la vaga idea de que pasaba gran parte de su tiempo libre en Paslow. Nuestro agente en Worle, en la carretera de Paslow, dice que pasa por allí muy a menudo en motocicleta. Hever lo ayudó una vez a reparar el pinchazo de un neumático y estuvieron hablando, y así averiguó quién era. De esto hace cuatro o cinco meses, y dice que desde entonces lo ve pasar por término medio un par de veces a la semana.
Paslow era la capital de Chassex, que lindaba con el Brackenshire por el Norte. Estaba a unas cuarenta millas de Windon, pero sólo a treinta y cinco de «Tassart», de manera que una motocicleta podía recorrer el camino en menos de una hora.
—¿Tiene usted idea de lo que hace en Paslow?
—No, no lo hemos averiguado todavía. Me he puesto de acuerdo con míster Felton, que es el jefe de Policía de allí, y va a hacer averiguaciones. He pensado que valía la pena investigar en los Bancos, por si tenía una cuenta allí. Desde luego, si está metido en asuntos sucios, puede tenerla a otro nombre. Lo que verdaderamente necesitamos es una buena fotografía suya; me pregunto cómo podríamos conseguirla.
—Ya me he ocupado de ello, superintendente —dijo Poole con modestia—. Están haciendo unas copias en Scotland Yard; espero tenerlas mañana.
Clewth mostró un natural interés en estas fotografías y cuando el detective se lo explicó, se echó a reír.
—Ustedes los jóvenes tienen sobre nosotros la ventaja de avanzar en su camino, gracias a su influencia sobre el corazón de las mujeres —dijo.
Poole sintió un ligero malestar al oírle comentar de aquella forma sus métodos. No le gustaba la idea de conseguir la vida de un hombre «influyendo» el corazón de una anciana. Cambió de tema.
—Creo que voy a ir mañana a Paslow a ver a míster Felton; ¿podría usted darme dos líneas para él?
—¿Averiguará usted mismo lo de los Bancos?
—Creo que sí, por más que no tengo grandes esperanzas; ha cobrado siempre sus cheques en Windon.
Así quedó convenido, y a la mañana siguiente Poole pidió prestada una motocicleta (pues el enlace de los dos trenes era asunto de todo el día) y se dirigió hacia Paslow. Iba provisto de media docena de excelentes fotografías de Moode. El fotógrafo de Scotland Yard había hecho un trabajo magnífico, aislando la figura del mayordomo de los que lo rodeaban, retocando la cara bajo la dirección de Poole, a fin de darle el aspecto de tener doce años más, y montando las fotografías sobre cartón hasta darles el aspecto de una fotografía de verdadero estudio.
Pero no eran sólo las fotografías lo que había traído Poole de Scotland Yard aquella mañana. En su bolsillo llevaba también el dictamen de sir Hulbert sobre las hojas de té, separadas por la fiel (e «influida») mistress Spent, de la alacena de la primera doncella. El analista había encontrado rastros de una apreciable cantidad de escopolamina en uno de los potes; y no sólo esto, sino que había conseguido, con la ayuda de un perito en té, llamado al efecto, aislar las hojas impregnadas de la droga e identificarlas como el té de la India favorito de lord Grayle. Este dictamen proporcionaba a Poole la prueba definitiva e irrefutable que buscaba, es decir, la evidencia de que la escopolamina había sido administrada a lord Grayle en el té de la mañana. Era el eslabón de la cadena que en un momento dado se creyó incapaz de forjar; un eslabón que en un momento dado podría convencer al jurado de la culpabilidad del acusado.
¿El acusado? Sí, pero, ¿cuál sería el acusado? Tendría que probar cuáles fueron las manos que pusieron el veneno en las hojas... o en la tetera. En fin, tenía esperanzas de que su gestión de aquella mañana le ayudaría en este sentido.
Pero esta esperanza tenía que ser defraudada. Provisto de las fotografías y de una nota de presentación del jefe de Policía de Paslow, Poole recorrió todos los Bancos de la floreciente ciudad sin conseguir nada. Encontró directores serviciales y otros reacios; los cajeros y empleados a quienes mostró, en estricta confidencia, las fotografías, fueron inteligentes o torpes, aunque el resultado fue el mismo; en ninguno de los Bancos figuraba el nombre de Moode ni su aspecto fue reconocido en parte alguna.
Después, con el celo y la paciencia características del personal del Departamento de Investigación Criminal, el detective recorrió los hoteles, los salones de billar, los cinematógrafos, preguntando según su juicio directa o indirectamente; unas veces se presentaba como detective y otras como un «antiguo amigo», mostrando la fotografía o describiendo al individuo, «influyendo» (¡cuánto detestaba la frase del superintendente! Sin embargo, era necesario usar todos los recursos), intimidando. A pesar de todo, de los medios empleados, de su paciencia probada hasta el límite, ni el menor destello de luz vino a iluminar su camino, ni el más ligero rastro de Moode pudo ser hallado, como tampoco algún indicio que permitiera una débil confianza.
Desde las diez de la mañana hasta casi las tres de la tarde trabajó sin descanso ni alimento; súbitamente se dio cuenta de que estaba agotado, que su suerte lo abandonaba, que su agudeza flaqueaba. Cuerdamente abandonó. Regresando a la Delegación de Policía de Paslow, dejó allí todas las fotografías menos una, con la petición de que discreta y confidencialmente fuesen mostradas a todo el personal de la Policía, a fin de que todos grabaran en su mente sus facciones e informaran cuanto viesen o supiesen acerca del mismo o de sus amigos. Naturalmente, si alguno de ellos sabía algo respecto a aquel individuo debía dar parte en seguida.
Melancólicamente, Poole emprendió el regreso hacia Windon deteniéndose en el camino para hablar con Hever, el policía de Worle, pueblo del Brackenshire fronterizo de Chassex. Cuando Poole llegó, Hever estaba ocupado con el caso de la muerte de una gallina, en la calle del pueblo, pero una vez hubo llenado un par de páginas de espesa escritura sobre los detalles de este perturbador suceso, pudo prestar toda su atención al detective. Sí, recordaba muy bien a Moode, como había dicho ya; lo veía pasar por Worle cada miércoles y la mayoría de los domingos. Algunas veces regresaba al cabo de un par de horas, otras Hever no lo veía pasar, pero desde luego él tampoco estaba siempre en Worle. Poole tuvo la impresión de que la declaración de Hever era a la vez vaga e importante.
En el fondo no había en ella nada que no supiese ya. Despidiéndose del ampuloso policía, Poole se ajustó nuevamente sus gafas y dirigió su motocicleta hacia la carretera. En aquel momento, otro motociclista, ataviado exactamente como él, avanzó a través del pueblo en dirección opuesta. El motorista llevaba el rostro oculto por las gafas, pero la forma de sus hombros llamó la atención de Poole y lo siguió con la mirada; después se volvió interrogativamente hacia Hever. Éste, con el rostro completamente inexpresivo, contemplaba la motocicleta alejarse del límite de su autoridad, dirigiéndose hacia Chassex.
—A poco se carga a la pobre mistress Finch Winedot —observó plácidamente.
—¿Era él? —preguntó Poole vivamente.
—¿Quién?
—Si era él, Moode.
—¡Ah, sí! Era él.
Soltando un terno de impaciencia, Poole dio vuelta a su máquina hacia la dirección por donde había venido y la puso en marcha. La oportunidad era demasiado buena para despreciarla; era una suerte que su rostro estuviese cubierto cuando Moode pasó; había una probabilidad entre cien de que hubiese podido reconocerlo ataviado de aquella forma inusitada. La motocicleta de Poole era una potente máquina usada por la Policía de Tráfico, de manera que a los pocos minutos estaba a la vista de su presa. Manteniéndose a prudente distancia, le siguió milla tras milla y cuando llegaron a las afueras de Paslow creyó prudente acercarse. Estaba a un par de centenares de metros de él y las primeras casas estaban ya a la vista cuando con una fuerte detonación el neumático delantero estalló y la motocicleta hizo un zigzag peligroso hacia la cuneta. El detective se detuvo, buscó con la vista un coche que siguiese a un teléfono próximo, no encontró ninguno y se resignó a lo inevitable. La inspección del neumático y del suelo de la carretera le reveló que un casco de botella rota había sido la causa del accidente y le había hecho perder una magnífica ocasión.
Conduciendo su motocicleta al garaje más próximo (afortunadamente no estaba a muchos centenares de metros), Poole telefoneó cautelosamente a la Policía de Paslow diciendo que su hombre estaba allí, dándoles una descripción de su atavío y el número de la motocicleta. Después, con un nuevo neumático y cámara en la rueda emprendió el camino de regreso. Al principio pensó en proseguir él mismo las pesquisas en la ciudad, pero pronto se convenció que encontrar aquel individuo en una ciudad para él desconocida habría de ser tan difícil como dar con la proverbial aguja en el pajar. Además, se le ocurrió otra idea; quizá, después de todo, podía sacar partido de su infortunio.
El jefe de Policía Thurston le había pedido que adoptase una línea de conducta más amplia, que hiciese sus preguntas abiertamente, incluso si tenía que poner al mayordomo en guardia. A pesar de que no estaba decidido todavía a seguir este consejo en toda su amplitud, Poole pensó en dar un paso que desde hacía tiempo deseaba: interrogar a la esposa del mayordomo. No podía presentársele mejor ocasión; el mayordomo estaba ausente y Poole podía dirigirse a ella con el pretexto de informarse sobre su marido. Poniendo el motor en marcha, Poole cubrió rápidamente las treinta y cinco millas que lo separaban de «Tassart».
Antes de ir a la casita de Moode, Poole dejó la motocicleta en «El Perro Gris» y se quitó el mono y los lentes; hubiera sido imprudente dejarse ver por mistress Moode con aquel atavío; ésta se lo diría probablemente a su marido, el cual comprendería entonces quién era el motorista que lo había seguido aquella tarde hacia Paslow. El detective se dirigió entonces hacia «Tassart Hall» cruzando el parque y, preguntando por miss Hollen, le dio la lista de los muebles reparados o en reparación que «Benborough» le había mandado aquella mañana. La muchacha prometió comprobar la lista, ver si los muebles que figuraban como devueltos lo habían sido realmente, y hasta donde fuere posible, descubrir, con la ayuda del nuevo inventario, si habían desaparecido de la casa algunas piezas que no figurasen en la lista de «Benborough».
El detective había observado que la cómoda de nogal de cuya venta le había hablado míster Rankel, estaba marcada con un «vendido» en la lista de «Benborough». Miss Hollen le dijo que el cheque del importe acababa de llegar, y Poole comprendió que si esto hubiese ocurrido antes de que se interesara por los muebles, miss Hollen hubiera estado enterada de cuanto hacía referencia a «Benborough» y él no hubiera perdido tanto tiempo llamando a una puerta abierta.
Poole pensó hacerse confirmar por lady Grayle el relato del mayordomo referente a la llamada telefónica del sábado, pero se enteró por Irene Hollen de que se había ido a Melton Mowbray para todo el día, a fin de ver un hunter que estaba allí, en casa del veterinario, con una pata herida. Tenía, pues, forzosamente, que esperar hasta mañana.
Al enterarse de que había un atajo que conducía a casa de Moode sin cruzar el pueblo, Poole lo tomó, y a pesar de la naturaleza de su misión, gozó del encanto y de la tranquilidad del ambiente que cruzaba. Al principio siguió una senda que atravesaba el parque, en la que había antiguos hormigueros y alguna ocasional madriguera de conejos, pero cubierta de una alfombra de musgo que se hundía suave y blandamente bajo sus pisadas. El fuerte olor de los helechos saturaba el aire cálido de la tarde, los pichones se arrullaban sobre las ramas de los robles y las encinas, los conejos apenas interrumpían sus juegos para dejar paso al forastero. A Poole le era difícil creer —detestaba creer— que llevaba consigo una misión de muerte.
Al salir del parque, el sendero cruzaba un bosquecillo de nogales y robles, lleno de pájaros y tapizado de margaritas, silvestres, nomeolvides y malvarrosas; en el fondo, la valla estaba tapizada de toda clase de flores silvestres, arvejas, nuezas, campánulas y coronarias, y una flor de colores reales, púrpura y oro, cuyo nombre Poole no pudo recordar. El detective abrió la puertecilla del jardín que rodeaba la casa con un suspiro de pesar.
A su llamada, la puerta fue abierta por una mujer de aspecto verdaderamente impresionante. Mistress Moode era una mujer de unos cuarenta y cinco años y debió tener en su juventud grandes atractivos; incluso ahora, con su cabello negro y reluciente, su nariz bien formada y su esbelta figura, conservaba todavía ciertos rasgos de belleza, pero su boca era delgada y dura, su piel incolora, y sus ojos bellos, en sí, tenían un brillo de suspicacia y tristeza que los desfiguraba. Era fácil ver que la vida de aquella mujer estaba lejos de ser feliz, pero existía la incertidumbre de si aquella infelicidad debía ser atribuida a su marido o a ella misma.
—Buenas tardes, mistress Moode —dijo el detective descubriéndose—. Me he enterado de que hoy era el día libre de su marido y como quería hablar dos palabras con él he pensado que lo mejor era venir a verle. ¿Está en casa?
—Mi marido no está esta tarde —dijo la mujer pausadamente.
—Lamento no encontrarlo, pero otra vez será. Tiene usted una casa muy linda, mistress Moode. ¿Puedo entrar un momento? Hacía calor, a través del parque.
Mistress Moode vaciló e inconscientemente Poole esbozó una agradable sonrisa; en el acto hubiera querido borrarla de su rostro, y al ver que la expresión de la mujer se suavizaba se dio cuenta de que estaba de nuevo representando el papel de Judas.
—¿Quiere usted tomar algo? —preguntó la mujer, haciéndole entrar en un diminuto pero aseado saloncillo.
Después del duro trabajo de aquel día, Poole estaba verdaderamente cansado y tenía sed, pero le pareció que no podía aceptar una invitación en aquella casa.
—Acabo de beber algo en «El Perro Gris», mistress Moode, muchas gracias —dijo—. Tengo una habitación allí, de manera que no cometo infracción a la ley —añadió con una sonrisa.
Mistress Moode lo miró con indecisión. Quizás ignorase las leyes de la Temperancia, pero no valía la pena de preocuparse de ello.
—Será mejor que me presente —dijo Poole—. Soy el inspector detective Poole de Scotland Yard. Estoy aquí para investigar las causas de la muerte de lord Grayle.
El detective creyó que esta revelación sería una sorpresa, quizás incluso una fuerte emoción para mistress Moode, pero sus ojos adquirieron una expresión más desconfiada que nunca.
—Temo que su muerte sea para ustedes una gran pérdida. Estoy seguro de que era un buen amo.
—Así decía Moode siempre.
—Su esposo me dijo que lord Grayle fue muy generoso en su testamento —dijo, mintiendo, pues fue Habble, el mozo de cuadras, quien le dio la información.
Con gran sorpresa, Poole se dio cuenta de que los ojos de la mujer brillaban.
—Supongo que diez chelines a la semana debe de ser una pensión generosa, después de toda una vida de trabajo —dijo.
A esta mirada, como a su observación, hizo que el detective se preguntase si las excéntricas ideas de Moode sobre la domesticidad (tal como las describió el agente de Policía Bunton) no eran comprensibles. Poole creyó mejor no discutir sobre este punto.
—¿Cree usted que su marido seguirá sirviendo, mistress Moode?
—No podría decírselo, señor.
—Supongo que desearía usted que se retirase...; debe ser muy triste vivir así, tan sola, especialmente por la noche.
Poole estaba verdaderamente avergonzado de hacer estas preguntas, pero creyó su deber llevar a mistress Moode a este terreno. Hasta cierto punto tuvo éxito; una ligera expresión de dolor físico cruzó por el rostro de la mujer ante la referencia al abandono, si no deserción, de su marido. Durante un instante bajó la mirada, después levantó la cabeza con aire de reto y miró a su atormentador cara a cara.
—Dormía ahora en el «Hall» porque se lo pidieron; lord Grayle estaba muy enfermo y podía necesitarlo —dijo.
—Comprendo. Es muy amable por parte de su marido... y por la suya, al permitírselo.
—No se trata de amabilidades; nosotros, los criados, tenemos que hacer lo que se nos manda o perder el empleo. ¡No hay consideración para nuestros sentimientos!
Poole lo dudaba, pero no estaba dispuesto a discutir.
—Su marido es un gran motorista, ¿verdad, mistress Moode? —preguntó.
—Generalmente tiene siempre una chifladura u otra —contestó mistress Moode secamente.
—¿Va a algún sitio determinado?
—Ahora va al tiro —dijo.
—¿Al tiro?
—Sí; al tiro de pichón; ahora tiene esta locura. Va dos veces por semana, los domingos inclusive. Es una vergüenza, a mi modo de ver. Y, además, todo el dinero se va en esto.
Era realmente una queja justificada; y también una fuerte impresión para Poole. Si podía demostrarse que allí era donde el mayordomo empleaba todo su dinero y tiempo libre, sería difícil ver en ello un móvil de asesinato. Tirar al tiro de pichón difícilmente podía ocasionarle deudas de importancia.
—¿Y dónde está el tiro, mistress Moode?
—Un poco más allá de Paslow, creo.
Otra vez lo mismo. Otra de sus «vías de aproximación» que terminaba en un callejón sin salida. No sería difícil comprobar la versión. A Poole le pareció que poco obtendría prosiguiendo la conversación. Se puso de pie.
—Es lamentable que su marido pierda tiempo y dinero en una afición como ésa —dijo—. Supongo que esto significa que andará usted escasa de dinero...
«¡Qué grosera impertinencia!», pensó Poole.
—No he dicho eso —saltó la mujer.
Al salir, Poole se detuvo para admirar algunos trabajos de marquetería y tallado en madera que estaban colgados en el diminuto vestíbulo.
—¿Es obra de su marido? —preguntó.
—Se pasa la vida haciendo cosas así —fue la desdeñosa respuesta.
—Debe tener mucho desorden en la casa, con estos trabajos, ¿verdad?
—No los hace en casa; tiene un taller, como él dice; lo construyó él mismo. Está allí, al lado de aquella puertecilla por donde ha entrado usted.
Poole se despidió de mistress Moode y oyó el golpe de la puerta al cerrarse en cuanto echó a andar por el sendero. Al pasar por la cabaña hábilmente construida, vio que la puerta estaba entreabierta. Con instintiva curiosidad la empujó y miró hacia dentro. La habitación era más espaciosa y clara de lo que él había imaginado. Bajo una de las ventanas había un banco de carpintero de considerables dimensiones y un pequeño torno al lado. Bajo la ventana del fondo había una mesa cubierta de jarras y botellas, un pequeño hornillo «Primus» y otros objetos diversos. En una estantería había otras botellas conteniendo serpientes y ranas en alcohol, mientras otras parecían contener flores y helechos. Del muro pendían manojos de hierbas secas, al lado de pieles de animales en vía de curación. En una librería veíase una colección de manuales técnicos al parecer de segunda mano: Carpintería y Ebanistería, de Gross; Motores de Combustión Interna, de Pitt; un manual de taxidermia... y el Herboristería, de Roote. Evidentemente, el dueño de aquello era un entusiasta aficionado a los trabajos manuales y al motorismo.
Las huellas en el suelo demostraban que el mayordomo guardaba allí su motocicleta; la cabaña tenía su importancia dentro del ya apretado espacio que ocupaba la casita. Poole procuró no permanecer mucho rato, no fuese que regresara el mayordomo; cerró al salir, tal como lo había encontrado, y estaba a punto de abrir la desvencijada puertecilla de la valla cuando vio un guante de mujer en el suelo, a su lado. Evidentemente debía ser de mistress Moode, pensó, y como la pérdida de un guante es una molestia que todo el mundo comprenderá, lo cogió y regresó con él a la casa.
Al pasar por la ventana del saloncillo, vio, a través de la puerta de la cocina, a mistress Moode de pie, inmóvil. No miraba hacia él, sino probablemente por la ventana de la cocina, en ángulo recto con él. La luz que daba a su rostro la iluminaba tan claramente que instintivamente el detective se detuvo para mirarla. Lo que vio le produjo un escalofrío de horror que recorrió todo su cuerpo. Jamás había visto reflejarse en un rostro humano una mezcla tan singular de pasiones; la rabia, la furia, el remordimiento y, destacando sobre todo ello, una especie de goce sádico, cruzaban aquel rostro blanco casi inmóvil.
Olvidando el guante, Poole giró sobre sus tacones y avanzó de puntillas hacia la puerta del jardín.
«¡Válgame Dios! —se dijo—. ¡No quisiera ser el marido de esta mujer, por todo el oro... y los muebles... de "Tassart"!»