14 MÍSTER GEORGE MELLETT
Mientras se alejaba de casa de Moode, Poole se preguntaba si había sacado algo en limpio de aquella desagradable visita a la mujer del mayordomo. Como prueba directa, sólo había averiguado que mistress Moode atribuía las visitas de su marido a Paslow a su actual manía de tirar al pichón, detalle que tenía muy poco valor informativo. Difícilmente hubiera podido decir qué esperaba haber sacado de esta visita, salvo, quizá, la necesidad de añadir a lo que ya sabía un aspecto «de fondo» de este caso. Bajo este concepto no había sido ciertamente infructuosa. Mistress Moode era sin duda alguna una mujer de carácter duro y amargados sentimientos; era el tipo de mujer capaz de empujar un hombre normal y respetable a gastos irregulares y tal vez considerables, sólo por escapar a su acerba lengua y hallar un poco de felicidad en la vida.
En otra alternativa, pensaba Poole, si su marido era un granuja, sería capaz de darle ánimos, levantar su valor en la forma que fuese, aportar su viva mentalidad al desarrollo de sus planes.
Esto en cuanto a sus posibilidades abstractas, pero, ¿qué interpretación dar a aquellas tan definidas emociones que había visto claramente mezcladas en su rostro cuando tuvo su última e inesperada visión de ella? Temor; ¿temor de lo que el detective hubiese podido averiguar por ella, que fuese peligroso para su marido? Furia; ¿contra el detective por su insolente impertinencia? ¿Contra lord Grayle por ser la causa de su deserción forzada de su lado? ¿Contra su propio marido, por esta deserción, o acaso una peor deserción? ¿Era esta la explicación de la constante ausencia de Moode, de sus visitas a Paslow, de su necesidad de dinero? ¿Alguna intriga? ¿Alguna «segunda instalación»? Hasta que consiguiese comprobar los actos de Moode en Paslow sería difícil averiguarlo, pero la idea le sugirió una línea definitiva de conducta e investigación.
¿Qué más había leído en el rostro de mistress Moode durante aquel instante de inconsciente revelación? El remordimiento, recordaba aún. ¿Remordimiento de qué? ¿De haber hablado de su marido dando así a la Policía un posible indicio sobre su vida? Y aquella otra expresión más horrible que las demás, aquella especie de goce sádico, difícil de describir, pero inconfundible, ¿era el reverso de sus anteriores ideas que habían cruzado su mente reflejando su paso en su rostro? ¿El reverso del remordimiento por lo que había dicho? ¿La alegría de haber puesto a la Policía sobre el rastro del hombre que la había desdeñado, abandonado?
Poole comprendía que todo esto era mera especulación de su parte; una especulación poco agradable, además. Detestaba el papel que personalmente había desempeñado y sabía que había llegado muy cerca del límite de lo tolerable en materia de obtención de pruebas. El caso contra Moode no era lo suficientemente claro para ser necesario «prevenirlo» antes de ser interrogado; de ser así, no hubiera podido interrogar a su mujer (a quien en este caso no podía exigirse declarar contra su marido) sin hacerle antes las mismas debidas advertencias. Dadas las circunstancias, creía haber hecho bastante —y no demasiado—, al decirle que era detective y que estaba investigando las circunstancias que rodeaban la muerte de lord Grayle. No había tratado de tenderle una trampa haciéndola hablar sin reparo; si tenía algo que ocultar, tuvo la oportunidad de ocultarlo. Pero para él fue un papel muy desagradable.
Por lo demás, había averiguado la razón ostensible de que el mayordomo durmiese en «Tassart Hall» en lugar de en su propia casa, había recogido un posible sentimiento de insatisfacción por el tratamiento de lord Grayle al mayordomo y había visto algo de las variadas chifladuras del mayordomo.
Poole había llegado a este punto de sus reflexiones cuando alcanzó el bosquecillo que separaba «Tassart Hall» de la casa del mayordomo. Inconscientemente, había tomado el mismo camino que a la ida, a pesar de que había otro mucho más corto para ir de la casita al pueblo. Cuando Poole llegó al bosquecillo se fijó nuevamente en la multitud de flores silvestres en enormes macizos esmaltados de rosa, de blanco, de púrpura y de oro.
Aquella flor púrpura y oro; ¿cómo se llamaba? Parecía evocar en él alguna prohibición de su infancia, algún temor juvenil. Parecía llevar adherido a ella un siniestro aspecto, un siniestro recuerdo. ¿No tendría, por casualidad, algún siniestro nombre? ¿Algo que hiciese referencia a la muerte? ¿A la muerte...? ¡Ah, si eso era...! Deadly Nightshade! 9. Recordaba cuando su aya le ponía en guardia contra ella, exagerando los horrores de todas las especies, cuando una vez quiso coger una ramita para colocarla en la habitación de su madre. Desde aquel día, esta flor le había inspirado un terror casi físico. Por la noche, especialmente, la recordaba como una especie de amenaza; incluso asociaba su recuerdo, de una forma infantil, con la lamparilla que durante la noche ardía en su habitación.
Mientras pensaba en ello, Poole tenía la sensación de haber visto este nombre más recientemente, relacionado con algún otro, quizás en un libro. ¿Qué libro pudo ser? Hacía meses que no había tocado ningún libro, salvo los técnicos relacionados con su trabajo. ¿Era verdaderamente esto? El nombre estaba relacionado con algún tema de orden técnico; le había impresionado, aunque inconscientemente, como una asociación familiar... casi doméstica.
¡Belladona!
¡Eso era! Poole sintió un estremecimiento de placer. Si hubiese sido un perro de caza hubiera ladrado de satisfacción al percibir aquel primer olor del rastro.
Fue el libro sobre jurisprudencia médica que le prestó el mayor Faide donde leyó los nombres relacionados con esto: «Belladona» (Deadly Nightshade), o algo parecido. Y la belladona, si no recordaba mal, era una de las plantas productoras de la atropina que figuraba en el capítulo llamado «Venenos vegetales».
¿Qué fue lo que dijo sir Hulbert a ese respecto?
Algo referente a que los alcaloides peculiares de este grupo se hallaban presentes en plantas comunes del campo y por lo tanto fáciles de conseguir sin recurrir al farmacéutico.
¿Era posible, era concebible, que de allí hubiese salido el veneno que mató a lord Grayle? ¿De los setos de su propio jardín?
Tenía que preguntar al patólogo cuáles eran en realidad las posibilidades de un profano para extraer veneno de una planta del campo, por mortal que fuese. Habría sin duda que poseer conocimientos especiales...
Automáticamente, la mente de Poole voló hacia el «taller» que acababa de visitar... las botellas y jarras, el hornillo «Primus», los manojos de hierbas colgando de la pared... Sí, y había también un libro sobre herboristería. ¿Tenía la herboristería alguna relación con la toxicología?
Poole no sabía qué aparatos eran menester para extraer las esencias venenosas de las plantas. Pensó en el gas... un mechero «Bunsen», tal vez tubos de ensayo... Pero no había visto nada de esto. Además, debía de hacer falta algo con que lavar los recipientes empleados, con que desembarazarse del líquido sobrante... ¿Era imaginación o había visto un vertedero en un rincón de la cabaña? Si era así, con toda seguridad no se habría echado agua en él.
En todo caso, cuanto antes regresase a Jefatura y mandase un informe al jefe de Policía Thurston, mejor. Se alegraba de tener una motocicleta y no verse obligado a terminar su larga jornada pedaleando ocho millas.
Pero su trabajo del día no había terminado. En cuanto llegó a Windon tuvo una larga conversación telefónica con Thurston y éste le prometió ponerse inmediatamente en contacto con sir Hulbert Lemuel y averiguar qué pensaba de la teoría de las Deadly Nightshade. Poole había hecho que el superintendente Clewth escuchase la conversación telefónica, de manera que cuando terminó éste conocía todo lo ocurrido durante el día con la misma exactitud que su colega londinense. Poole, no obstante, no dijo gran cosa a Scotland Yard referente a su trabajo en Paslow y se extendió sobre este punto con Clewth, quien se alegraría sin duda de conocer todos los detalles del asunto. Las felicitaciones que el superintendente dirigió a Poole por lo minucioso y concienzudo de su trabajo fueron para el detective un consuelo que disipó bastante el recuerdo de su fracaso.
El relato de Poole de la caza dada al mayordomo y de su lamentable final fue hecho con toda brillantez y Clewth lo escuchó con entusiasmo y visible contrariedad. Poole supuso que el superintendente hubiera preferido que hubiese seguido la pista él mismo en lugar de encargarlo a la Policía de Paslow, de quien la Policía del condado no tenía una alta opinión, si bien hubiera sido mejor todavía, desde luego, que se la hubiesen dado a ellos.
El detective quería saber si la Policía de Paslow había conseguido encontrar la pista de Moode después que él les advirtió de su presencia desde el garaje. Quería también comprobar la versión del tiro de pichón expuesta por mistress Moode. Por consiguiente, llamó a Paslow. Le contestó el superintendente de Paslow, Vickett.
—Oh, sí —respondió éste, contestando a las preguntas de Poole—, hay un tiro de pichón en Paslow, es verdad. Pichones de yeso. Este verano ha sido el furor. El año pasado y el anterior fueron los galgos, pero pasó de moda cuando se descubrió que los perros ganaban todas las carreras bajo diferentes pieles pintadas. De manera que este año ha sido el tiro de pichón. Dios sabe lo que será el año que viene. La cuestión es cambiar. ¿Por qué quería usted saberlo?
—Tengo la vaga idea de que el hombre que busco pasa su tiempo allá; ¿cree usted poder averiguarlo? El secretario, o el encargado, o quien fuere, podría reconocer tal vez la fotografía.
—Lo intentaremos; me ocuparé de ello. ¿Tiene usted idea del día en que suele ir?
—Sí, los miércoles y los domingos.
—Los sábados, querrá usted decir.
—No, no, los domingos. Mistress... Estoy seguro de que se trata de los domingos, porque a mi informador le parecía muy poco correcto ir a estos sitios en domingo.
—Tenía toda la razón; eso sería verdad, pero no es así. Su informador ha debido equivocarse. Los días son los miércoles y los sábados.
—Ya comprendo... —dijo Poole pensativo—. Supongo que debe haber habido un error, pero esto es lo que me dijeron. En fin, quizá pueda usted verlo, de todos modos; los miércoles valen, en todo caso; hoy, por ejemplo.
—Perfectamente. Espere, míster Poole, no cuelgue. Tenemos alguna noticia que quizá pueda interesarle, por más que no veo qué importancia pueda tener.
—¿Qué es? —preguntó Poole con ansia—. ¿Se le ha visto esta tarde en su motocicleta?
—No —dijo el superintendente Vickett—. No se trata de esto; por lo menos nada que valga la pena. El agente que presta servicio en el cruce de Windon Street y High Acre cree haberlo visto pasar antes de que usted telefonease, pero como no sabía nada todavía no se fijó en él particularmente; recuerda sólo haber visto pasar un motorista que responde a esta descripción, sobre aquella hora; le parece que tomó Windon Street hacia el centro de la población. Desde luego le hemos encargado que se fijara bien si volvía a verlo, pero hasta ahora no ha aparecido. No, lo que quería decirle es lo siguiente: Uno de mis agentes, un muchacho recién ingresado, cree reconocer la fotografía que nos dejó usted. Pero no responde al nombre que nos dijo usted; es completamente diferente; es un hombre que vive en Paslow. Personalmente, creo que comete un error.
—¿Quién es? —preguntó Poole—. ¿Se sabe algo de él?
—No hemos hecho averiguaciones todavía, aparte de lo que me ha dicho el agente Sparks. Parece que el individuo en cuestión es viajante de comercio que vive en la misma... Pero mire, míster Poole, no me gusta dar nombres y direcciones por teléfono; alguna de las señoritas de la central suele ser aficionada a escuchar... ¿nos oye usted, señorita...? Esta vez, quizá, no. ¿Le importaría venir a ver todo esto?
Poole desfalleció. Había trabajado intensamente, sin una pausa ni otra comida que un bocadillo y un vaso de cerveza desde las nueve de la mañana; eran ahora las siete y anhelaba un poco de descanso, una buena pipa y un libro que diese un poco de reposo a su cerebro. En lugar de esto le pedían que recorriese cuarenta millas (y cuarenta de vuelta), para ver una información que el superintendente Vickett «creía un error». ¿Por qué no se ocupaba el mismo Vickett de «ver todo esto», hasta tener la seguridad de que valía o no la pena de que se ocupara de ello el enviado de Scotland Yard? Pero Poole se acordó entonces de la opinión del superintendente Clewth sobre la Policía de Paslow, y de las pocas probabilidades que había de que la Policía rural pudiese contar con un personal tan eficiente, especialmente en los altos cargos, como la Policía del condado o la metropolitana. Sí, debía ir él; pero, ¿no sería igual que fuese a la mañana siguiente, después de una noche reparadora? De nuevo acudieron a su mente las palabras del superintendente Clewth: «Estos envenenadores son muy aficionados a dar un segundo golpe.» No, no era prudente esperar una hora más de lo estrictamente necesario; la menor pista debía ser seguida en el acto.
—Muy bien, míster Vickett, voy en seguida —dijo.
Explicó el nuevo desarrollo de los acontecimientos, si es que merecían este nombre, al superintendente Clewth, que estuvo tan contrariado como él mismo.
—¿Por qué no pueden estos idiotas saber lo que piensan? —dijo—. «Tenemos una pista, nos parece que es un error; ¿quiere usted venir a averiguarlo por nuestra cuenta?» ¡Bah...! Pero tiene usted razón en no fiarse de ellos. Sin embargo, hay una cosa, amigo mío: no irá usted allí hasta que haya comido algo, y no irá usted en esta motocicleta, sino que lo mandaremos a usted en un auto confortable con un poco de calefacción en el estómago. Vamos; mi cena estará en la mesa dentro de cinco minutos y siempre hay algo para un invitado.
Poole protestó, pero sin gran convicción, y al poco rato estaba sentado frente a mistress Clewth disfrutando de su cocina que lo dejó como un hombre nuevo.
Una chuleta de cordero, tierna como si fuese de lechal, con unas gotas de salsa inglesa para aguzar el apetito; patatas tempranas y guisantes del propio jardín del superintendente; una manzana al horno, y una cucharada de queso Stilton (la delicia de Poole); todo regado con una excelente cerveza de Windon, y finalmente, como dijo mistress Clewth «para fijarlo», una taza de té bien caliente. Con la pipa bien encendida y un grueso gabán impuesto por el superintendente, Poole tenía la sensación de ser un magnate de la ciudad que va de paseo al sentarse en el auto de la Policía que estaba esperándolo. Clewth envolvió sus rodillas en una cálida manta.
—Las noches son frescas, aunque estemos en junio —dijo—. Tenemos que cuidar a nuestra orquídea de Londres.
Su franca risa borró cualquier resquemor que pudiese haber en sus palabras. Mientras el auto avanzaba bajo la maravillosa luz del crepúsculo estival, Poole sentía gratitud por la generosidad y amistad demostradas por aquel superintendente de la Policía del condado que había visto quitarle de las manos un caso para ponerlo en las de un desconocido de Londres, veinte años más joven que él, y que no sólo no había demostrado el menor rencor, sino que había hecho cuanto había podido por ayudarlo, e incluso, pensaba Poole, empezaba a sentir un cierto orgullo por el trabajo de su colega y deseaba con ansia su triunfo. A Poole no le pasó nunca por la cabeza que este recibimiento era en cierta parte debido a su personalidad, y que quizá no le hubiese sido concedido tan liberalmente a otro miembro de su Departamento.
Eran cerca de las nueve y media cuando el auto se detuvo a la puerta de la Jefatura de Policía de Paslow. Poole encontró al superintendente Vickett de bastante mal humor.
—Creí que nos había usted olvidado —gruñó.
Poole sabía que el superintendente Clewth había telefoneado a su colega para decirle que fue él quien insistió en que Poole cenase antes de emprender el camino. No obstante, quizás era natural que aquel hombre estuviese contrariado de permanecer hasta tan tarde de uniforme por la conveniencia del enviado de Scotland Yard; pero... era diferente del superintendente Clewth. Poole se excusó.
—Siento haberle hecho aguardar tanto, superintendente. ¿Está aquí el agente?
—¿Si está aquí? ¡Claro que está aquí! Le está esperando, como yo, desde las siete.
«Esto —pensó Poole—, es absurdo y probablemente mentira», pero no dijo nada.
El agente de Policía Sparks era un hombre joven que tenía sin duda deseos de dejar bien establecida su reputación de sagacidad, pero al propio tiempo tenía miedo de ser reprobado por su superior. Poole hubiera preferido hablar con él a solas, pero le era difícil pedir al superintendente que «se eclipsase» después de haberlo hecho esperar tanto rato.
Sparks relató que el hombre cuya fotografía le había sido mostrada, o por lo menos uno que se le parecía muchísimo, tenía unas habitaciones alquiladas en casa de su madre. Sparks no había visto a míster Mellett muy a menudo, porque siendo viajante de comercio estaba con frecuencia fuera, pero conocía muy bien a mistress Mellett.
—¡Cómo...! —exclamó Poole—. ¿Es que está casado este hombre?
—Oh, sí, señor; ocupan nuestro primer piso. Mistress Mellett sale muy poco y recibe muy pocas visitas; mi madre dice que son buenos inquilinos.
Poole quedó un momento pensativo.
—Escuche, Sparks —dijo—, ¿qué certeza tiene usted de que sea éste el hombre que busco, es decir, el hombre de la fotografía?
El policía miró perplejo a su superintendente; probablemente había sido ya reñido por exceso de confianza.
—Pues verá usted... —dijo vacilando—, cuando vi por primera vez la fotografía me dije en seguida: «¡Cómo, pero si es míster Mellett!», y así se lo dije al superintendente. Pero el superintendente dice que no puede ser...
—No he dicho nada de eso —saltó míster Vickett—. He dicho que era muy poco probable, y así es. ¿Cómo puede un mayordomo de casa de lord Grayle ser al mismo tiempo viajante de comercio de Paslow?
Poole pensó que era muy fácil, pero era inútil discutir; sólo quería probarlo, de una u otra forma.
—Siga, Sparks —dijo afablemente—. Ahora tiene usted sus dudas, ¿verdad?
—Pues verá usted...; cuando el superintendente dijo que no podía ser..., bueno, que era inverosímil, empecé a reflexionar; a pensarlo otra vez, ¿comprende? Miré otra vez la fotografía y me parecía muy joven para ser nuestro míster Mellett, y además, ya lo comprenderá usted, lo he visto muy pocas veces, y generalmente en traje de motorista.
—¡Ah! De motorista, ¿eh? —preguntó Poole con ansia.
—Eso supongo, a juzgar por su atavío, pero no he visto la moto; no la trae nunca hasta la casa; la deja en el garaje, sin duda.
«No quiere que le tomen el número», díjose Poole para sus adentros. Y luego, en voz alta:
—No me extraña que le encuentre usted en la fotografía algo joven; fue tomada hace doce años, a pesar de que la he hecho retocar un poco.
Se volvió hacia el superintendente.
—Creo que merece la pena que nos ocupemos de ello —dijo—. ¿Podría llevarme a Sparks para que me presente a su madre?
—Voy con ustedes —dijo el superintendente—. No quiero que se moleste a mi gente más de lo necesario. Ustedes los ciudadanos de Londres suelen usar métodos algo bruscos, por lo que he oído decir. No quiero que se produzca en Paslow un caso como el de Gertrude Falter.
Esto era casi más de lo que Poole podía soportar. Oír el D. I. C. y sus métodos insultados por un policía rural, fuese cual fuese su rango, era poner rudamente a prueba su disciplina. Pero aguantó.
—Como usted quiera, desde luego —dijo secamente.
El superintendente tomó su gorra.
—¿A qué distancia está su casa, Sparks? —preguntó.
—A no más de diez minutos, señor. Por allí.
El joven policía, animado por el interés del detective, iba recobrando la confianza. Abría la marcha, seguido por sus dos superiores.
—Bonita hora de la noche para ir a llamar a la puerta de la gente respetable —gruñó el superintendente Vickett.
Poole dudó de que esta denominación pudiese aplicarse a «mistress Mallett», pero convino en que era un poco tarde. No obstante, recordando la horrible insinuación del superintendente Clewth, no estaba dispuesto a sufrir la menor demora si podía evitarla.
No fue, no obstante, necesario molestar demasiado a mistress Sparks. Estaba terminando de limpiar la cocina y abrió la puerta con su delantal puesto. La aparición del superior de su hijo la impresionó fuertemente, pero después de secarse la mano en el delantal, aceptó la manaza del detective. Míster Vickett quiso mostrarse afable y ligeramente protector.
—¿Podríamos hablar dos palabras con usted, mistress Sparks? —preguntó.
Mistress Sparks miró ansiosamente a su hijo, el cual asintió vigorosamente.
La diminuta habitación de la planta baja que actuaba de saloncillo de mistress Sparks desde que se alquiló el primer piso, estaba limpísimo, pero podía apenas albergar a los tres policías y a la buena mujer.
—Pues bien, mistress Sparks —dijo el superintendente desabrochando uno de sus espaciosos bolsillos—, quisiera que me dijese si reconoce usted alguno de estos caballeros.
El superintendente le mostró ocho fotografías de hombres de diferentes tipos y edades. Siete de ellas estaban sucias por las huellas digitales, empleadas evidentemente por la Policía de Paslow para fines similares durante años, si no generaciones; dos de los caballeros usaban patillas, y otro llevaba un cuello de la época de la reina Victoria. La octava fotografía era, desde luego, el «retoque» de la de James Moode. No se necesitaba ser mago para ver cuál era la fotografía que debía ser «reconocida». Mistress Sparks la tomó en el acto, y después de calarse con gran trabajo las gafas, la examinó cuidadosamente.
Después miró interrogativamente a su hijo.
—Pero, si es él... ¿No es verdad, Fred? —preguntó.
—No importa lo que piense Fred, mistress Sparks —interrumpió el superintendente—. Quiero saber su opinión.
—Pues... yo diría que se le parece extraordinariamente.
—¿Se parece... a quién?
—A mi inquilino, míster Mellett.
—Ah... ¿Está usted segura de ello?
El superintendente dijo esto con brusquedad y mistress Sparks empezó a inquietarse de nuevo.
Poole intervino rápidamente.
—¿Cuándo vio usted a míster Mellett por última vez? —preguntó.
—¡Pues esta misma tarde!
—¿Esta misma tarde? ¿Está aquí ahora?
—No, señor; salió hará cosa de diez minutos.