21 THURSTON SE TOMA UN DÍA DE ASUETO
—Voy con usted, Poole —dijo Thurston—. No tengo muy a menudo la oportunidad de salir; todo el trabajo de la oficina recae ahora sobre mí; los inspectores se llevan todas las diversiones. Pero como al fin y al cabo estoy encargado de este asunto, tengo una excusa; además, quiero ver cómo está hecha esta falsificación de los muebles.
—Celebro mucho que venga usted, jefe.
Thurston se echó a reír; la expresión de su joven subordinado estaba en neta contradicción con sus palabras. Le dio una palmada en el hombro a Poole.
—No se preocupe, muchacho, llevará usted el caso —dijo—. Vengo sólo como espectador, para divertirme. Será una buena práctica para usted llevar un asunto como éste; como le he dicho, suele ser trabajo de un inspector jefe. ¿Cuántos hombres quiere usted llevar?
La expresión de Poole se aclaró y con una mezcla de impetuosidad y gratitud, contestó:
—Creo que cuatro serán suficientes. Si tiene los talleres en otra parte de Londres, deseo vigilar la tienda mientras nosotros vamos allí; de lo contrario, podrían mandar un aviso.
—Un hombre bastaría para esto, ¿no cree usted?
—Tienen dos teléfonos; uno en la tienda y otro en la habitación del fondo. Si quedan dos personas en la tienda, aunque una sea la muchacha, sería difícil que un hombre vigilase a los dos.
—Bueno, no perderemos nada en hacerlo; quizás es mejor asegurarse. Entonces encárguese usted de los hombres y del coche: estaré dispuesto cuando usted indique.
—Muy bien, jefe. He dicho al mayor Faide que lo recogería en la esquina de Maddox Street.
Thurston sonrió.
—¡Ah! Viene también, ¿eh? Bueno, en el fondo es tanta diversión para él como para mí. En estas Comisarías de los condados no hay grandes emociones; la mayoría de los casos son incendios y pequeños robos. Hasta luego, muchacho.
Era un viernes por la mañana. Después de la conferencia de la tarde anterior, los tres policías habían discutido el plan a seguir y decidieron hacer una incursión amistosa a los talleres de «Benborough» con la esperanza de hallar la prueba de la falsificación de los muebles. Thurston regresó entonces a Scotland Yard, y el mayor Faide a Windon, después de haber fijado la cita con el detective para primera hora del día siguiente. Poole se había concedido una noche de asueto que consistía en una cena en «El Bienvenido Caracol», con el feliz encuentro de un amigo y un par de horas en el «Palladium».
Las matinales meditaciones despertaron dudas en la mente de Poole respecto a las falsificaciones. Después de todo, ¿en qué podía basarse? El cambio de etiqueta (si realmente estaban cambiadas) podía ser inocentemente debido a la necesidad de usar algún líquido corrosivo contra los gusanos que pudo destruir las etiquetas originales escritas y pegadas por Irene Hollen. Las observaciones sobre la madera nueva bajo la pintura o el barniz eran únicamente observaciones suyas, las observaciones de un aficionado, incluso de un aficionado sin conocimientos en el ramo. Podía estar totalmente equivocado. Había saltado sobre la teoría «falsificación» porque de momento parecía ofrecer la solución del problema que lo intrigaba, pero ahora estaba mucho menos convencido de la verosimilitud de su idea. No obstante, aquellas ideas matinales podían ser excesivamente pesimistas; el «raid» podía ser un fracaso completo, pero ahora era necesario llevarlo a cabo.
Poole procedió, pues, a la selección de su reducido equipo con determinación, si no con confianza. Tuvo la suerte de poder disponer del sargento Gower, con quien había trabajado ya en otras ocasiones y en quien sabía que podía confiar. De los otros tres agentes, uno de ellos, Rawton, era también un viejo colega.
El gran coche de la Policía salió, pues, de Scotland Yard, completamente cargado, un poco después de las nueve. Las calles estaban todavía casi vacías y el recorrido de Withehall a Regent Street se hizo rápidamente; virando hacia Maddox Street, el coche se detuvo en la parte posterior de St. George's Church. Los seis policías se apearon y dividiéndose en grupos de dos echaron a andar hacia poniente, tratando —con escaso éxito— de no parecer agentes de Policía de servicio. En la esquina de George Street, el mayor Faide estaba de pie consultando al parecer una guía sobre las bellezas arquitecturales de St. George; no hizo ningún caso a Poole, pero satisfecho al parecer de sus estudios, cerró el libro y echó a andar hacia Bond Street por la acera opuesta. Al acercarse a la casa «Benborough», Poole vio lo que andaba buscando, lo que en realidad hubiera debido observar cuando su primera visita: la entrada a un patio interior.
—Hemos llegado, Rawton —murmuró al hombre que caminaba a su lado—. Entre usted; Clapping lo seguirá. No haga nada, pero no dejen ustedes que salga de este patio ni un trozo de madera sin que yo lo sepa.
Rawton, seguido de Clapping, se metieron bajo las oscuras arcadas y se consagraron a observar las columnas de una edición de las nueve de la mañana. El sargento Gower y el agente Joint se situaron de espaldas en la acera de frente a «Benborough», contemplando al parecer el complicado trabajo de orfebrería de una cesta de pan y unos cubiertos para pescado en los escaparates de un platero.
Poole, con los dos jefes, entró en casa «Benborough». Miss Lort se acercó. Su expresión «recepcionista» cambió ligeramente al reconocer a Poole, pero se mantuvo en su terreno.
—¿Está míster Rankel, o míster Cristen? —preguntó Poole tranquilamente.
—Voy a decirle a míster Rankel que está usted aquí —dijo la muchacha dirigiéndose al despacho.
Poole la detuvo.
—Espere, por favor —dijo—. Lo veré yo mismo.
Acercándose a la puerta del despacho, dio un golpe en ella, giró el picaporte y entró. El mayor Faide, siguiéndolo, cerró la puerta tras ellos. El comisario Thurston, tras haber localizado el teléfono, se dirigió a la cabina y se sumió en la contemplación de un catavinos estilo isabelino que colgaba de la pared. Miss Lort le contempló con una mezcla de embarazo y curiosidad.
En el despacho, míster Joseph Rankel y míster Fiennes Cristen, sentados a cada lado de la mesa, contemplaban a los dos intrusos.
—Buenos días, míster Rankel —dijo Poole con una inclinación de cabeza—. ¿Es usted míster Cristen? —preguntó, volviéndose hacia el otro hombre. Y sin esperar la respuesta, prosiguió—: Yo soy el inspector detective Poole de Scotland Yard, y este caballero el mayor Faide, jefe de Policía del Brackenshire. Míster Rankel debe haberle dicho a usted que estuve aquí hace un par de días, haciendo indagaciones referentes a ciertos muebles que repararon ustedes por cuenta de lord Grayle.
Míster Cristen reaccionó pronto de cualquier descompostura en que hubiese podido caer. Era un hombre pequeño, de cabello color de arena, inclinado a la corpulencia, con unos ojos azules saltones, aumentados por unos espesos lentes; dentro de veinte años sería una exacta representación de míster Pickwick. Después de la primera mirada de sorpresa, se reclinó en su silla y contempló tranquilamente al detective, juntando y separando alternativamente los dedos de sus regordetas manos. Al oír mencionar al jefe de Policía del Brackenshire, se levantó y tendió una silla al mayor Faide.
—Siéntese, mayor —dijo—. Siento que no haya otra silla, inspector; voy a mandar traer una.
Tendió la mano hacia el pulsador que había sobre la mesa, pero Poole lo detuvo.
—Por favor, no llame —dijo—, estoy perfectamente bien de pie.
Míster Rankel, entretanto, seguía sentado tranquilamente en su silla dejando el asunto en manos de su colega. Poole creyó ver una ligera ansiedad, o por lo menos suspicacia en el rostro de míster Rankel, pero había creído lo mismo la primera vez y había acabado creyendo la explicación que él mismo le había dado. Poole se dirigió a él.
—Tengo que darle las gracias por la lista de los muebles que me mandó usted, míster Rankel. El jefe de Policía desea hacer algunas otras investigaciones a este respecto...
Rankel miró rápidamente a su colega, quien interrumpió al detective.
—La lista debía estar conforme, ¿verdad, inspector? —dijo—. La preparé yo mismo con gran cuidado. Míster Rankel me encargó el asunto directamente en cuanto regresé; me había ocupado de los muebles de «Tassart», tanto de su valoración como de las reparaciones, así como del mueble que vendimos por orden de lord Grayle. ¿Era respecto a esto por lo que quería usted verme?
—No, señor —dijo Poole—. La lista estaba conforme y yo mismo la comprobé con la secretaria, pero alguien ha hecho la insinuación de que algunos de estos muebles han sido copiados y que son las copias y no los originales los que han sido devueltos a «Tassart». El jefe de Policía creyó que debe usted tener la manera de convencerle de que no hay fundamento alguno para tal creencia.
Durante el ligero y natural movimiento de cabeza con que míster Fiennes Cristen acogió esta «insinuación», sus ojos quedaron ocultos por el destello de sus lentes convexos. No obstante, por lo que Poole pudo ver, le pareció que nada delataba ni la consternación ni la alarma. Poole hubiera preferido vigilar a Rankel, cuyo rostro era más fácil de analizar, pero no tenía más remedio que mirar a su interlocutor. Quizás el mayor Faide hubiese observado algo.
Cristen se echó hacia atrás en su silla y sonrió.
—No hay duda —repuso— de que lo que insinúa usted parece muy plausible a un profano, pero créame usted, inspector... o mejor dicho, usted, señor, puesto que creo que la investigación es suya —dijo volviéndose hacia el mayor Faide—, una cosa así es imposible. Desde un punto de vista puramente técnico, la reproducción de piezas de gran época e interés histórico, como la mayoría de los muebles de «Tassart», puede ser hecha tan sólo aproximadamente; una reproducción de esta naturaleza no podría engañar a nadie que hubiese visto el mueble con anterioridad, y requeriría muchísimo tiempo. Habría que emplear en ello una mano de obra especial; con todo el trabajo ordinario de reparación que hacemos, nos sería imposible emprender una completa construcción... incluso si tomaba la forma de reproducción.
Míster Cristen miró a su socio, que asintió con un frío:
—Exacto.
—Paso por encima, jefe —prosiguió míster Cristen—, el lado ético del asunto. Podría hablar mucho de la impertinencia... ¿me perdona usted...?, de insinuar que una firma de nuestra reputación pueda verse mezclada en una operación que es... de moralidad dudosa, si no deshonesta; no con el conocimiento y sanción de lord Grayle o que éramos nosotros quienes robábamos estos muebles y los sustituíamos por copias. Las dos ideas son igualmente absurdas... por no decir otra cosa. Pero es de presumir que está usted cumpliendo lo que considera su deber; no perderé el tiempo... Después de todo, somos gente ocupada, como sin duda lo serán ustedes... en inútil y justificada indignación. ¿No es verdad, Rankel?
Míster Rankel asintió con un gesto de digna reprobación en el rostro.
—Y ahora, jefe, ¿cómo puedo convencerlo de que su insinuación es falsa?
El mayor Faide se volvió hacia Poole.
—Diríjase al inspector —dijo—, es él quien lleva el asunto.
—Quisiéramos hacer una visita a sus talleres —dijo Poole—. ¿Están aquí o en alguna otra parte?
—Están aquí —dijo Cristen señalando a través de una pequeña ventana—. Este cobertizo es nuestro taller.
Poole miró a través de la ventana y vio en el pequeño patio una larga edificación oscura, de un solo piso, con dos ventanas y una puerta. Le pareció oír un ruido de martillazos que procedía de allí. Con el rostro pegado a los cristales y mirando al fondo del patio lejos del cobertizo, vio dos hombres con sombrero hongo que estaban discutiendo acaloradamente sobre un periódico que tenían entre las manos.
—Le enseñaré el taller si lo desea, inspector —dijo míster Cristen—. ¿Quiere usted que venga míster Rankel también?
—Oh, no, si no tiene usted inconveniente que deje entretanto aquí a uno de mis hombres —dijo Poole fríamente.
Cristen arqueó las cejas.
—Me parece la cosa un poco fuerte, ¿no cree usted? —preguntó—. Cualquiera diría que se trata de una redada de la Policía en un club nocturno.
—Oh, no, señor, no sospechamos que tengan ustedes ningún club nocturno —respondió Poole con una sonrisa. Pero no negó la palabra «redada».
—Mayor, ¿tendría usted la bondad de rogar al sargento Gower que venga... con Joint?
Los tres hombres esperaron hasta que apareció la corpulenta figura de Gower. Poole lo presentó a los dos socios, y él y Cristen entraron en la tienda mientras el sargento Gower se arrellanaba en el sillón que ocupara el mayor Faide, mirando vagamente a través de la ventana. Encogiéndose de hombros, míster Rankel prosiguió la redacción de la carta que la llegada del detective había interrumpido. El sargento Gower, no obstante, observó que el lápiz no corría muy raudo sobre el papel y al cabo de un rato se detuvo. Míster Rankel reflexionaba... sin duda alguna sobre aquella carta.
En la tienda, Cristen dijo a miss Lort que aquel caballero y él estarían media hora ocupados, y después, abriendo una puertecilla del fondo, salieron al patio. El jefe de Policía Thurston, tras entregar el catavino isabelino a Joint, los siguió.
El taller en el cual entraron Cristen y los dos detectives —Thurston todavía de incógnito— se parecía a cualquier taller ordinario de carpintería, salvo que no había montones de virutas en el suelo. Dos hombres estaban trabajando en el largo banco colocado bajo las dos ventanas que Poole había visto; delante de ellos, sobre el banco, había una silla, al parecer de nogal, desprovista de toda tapicería. Una de ellas tenía además el respaldo roto, que reposaba sobre el banco, mientras el obrero metía al parecer un cierto líquido en las puntas de las dos patas que quedaban. Contra el muro opuesto se alineaban cuatro sillas más que, cuando míster Cristen hubo quitado el cubrepolvo que las ocultaba resultaron ser de la misma clase que las del banco, desprovistas también de tapicería.
—Éste es un lote de sillas de lord Grayle —dijo míster Cristen—. Jorge I, de 1720 y 1725, de puro estilo. Piezas exquisitas dignas de un museo, pero en deplorable estado, devoradas por la carcoma y mal reparadas por algún chapucero del siglo diecinueve.
Colocó una de las sillas sobre el banco, frente a la ventana.
—Mire usted este hierro que sujeta el respaldo para corregir la rotura —dijo—. ¿Ha visto usted jamás un crimen parecido? ¡Este hombre hubiera debido ser desterrado!
Cristen hablaba con auténtica indignación. Poole veía claramente que era un entusiasta, un amante de su arte... fuera lo que fuese además.
—Nosotros meteremos una varilla de acero dentro de la madera. Es un trabajo muy delicado, porque la madera está casi reducida a polvo y no se aguanta más que por el barniz. La carcoma será detenida mediante una preparación especial de la que tenemos el secreto; Nolling, a quien ve usted aquí, está inyectándola en una de las sillas. No empeorarán, pero, desde luego, necesitan ser manejadas con gran cuidado; no hay que sentarse nunca en ellas.
Durante algún tiempo míster Cristen habló, explicando el trabajo que estaban haciendo, olvidando, al parecer, el objeto preciso de la visita de los detectives. Al cabo de un rato, Poole sacó del bolsillo la lista de los artículos que habían sido expedidos de «Tassart» el sábado precedente. Consistían en seis sillas, al parecer aquellas en las que estaban trabajando, dos silloncitos Chippendale, un sofá estilo chino Chippendale, una pareja de biombos de caoba del siglo XVIII, un taburete de nogal Reina Ana y una arquilla también de nogal estilo William y Mary.
—¿Tendría usted inconveniente en enseñarnos el resto de estos muebles? —preguntó Poole, al no ver rastro de ellos en todo el taller en el que parecía no haber más que las seis sillas.
—Estarán en la tienda, o mejor dicho, bajo la tienda —contestó míster Cristen—. ¿Han visto ustedes todo lo que querían aquí?
Se acercó a uno de los obreros, al que había llamado Nolling, y le dio algunas instrucciones respecto al trabajo que estaba haciendo.
—No empiece usted nada más hasta que yo vuelva —le dijo—. Quiero hacer algunas pruebas sobre estas patas para ver si el líquido penetra realmente.
De nuevo abrió la marcha hacia la tienda y el sótano de la misma, encendiendo la luz al bajar.
—Venga usted a ayudarme a encontrar los muebles de «Tassart», miss Lort — gritó.
El sótano era mucho más espacioso de lo que el tamaño de la tienda había hecho creer a Poole; parecía extenderse bajo el pavimento; sin duda la misma cosa había sido hecha con otras tiendas en aquella atestada ciudad a fin de procurar espacio para almacenaje bajo el nivel del suelo.
La habitación, baja de techo, seca y limpia, estaba repleta de muebles. La mayoría de ellos estaban cubiertos por cubrepolvos que míster Cristen sin miramiento iba quitando uno tras otro.
—Éste es el sofá —dijo—. Chippendale chino: almohadillado original, espantosamente tapizado, desde luego. Un taburete cuatro patas, Reina Ana. Biombos... tapicería japonesa con pájaros, muy bonita... un poco desteñida, desde luego, líneas deliciosas. Aquí tiene usted el par de sillones... ¿no estaban aquí, miss Lort? ¿Chippendale? Ah, sí, aquí están; bonitas piezas; no hay carcoma en ellos, gracias a Dios, pero maltratados y reparados; quedarán bien; tapicería original.
Míster Cristen volvió a cubrir cuidadosamente las dos sillas georgianas.
—Ya lo ve usted, inspector —dijo—. ¿Convencido? ¿O quiere usted llevarlas arriba para examinarlas a la luz del día? En realidad no las hemos tocado todavía desde que llegaron, pero no me crea usted bajo palabra.
—Debe ser difícil subir y bajar muebles por esta escalera tan estrecha, ¿no es verdad? —dijo el mayor Faide tomando la palabra por primera vez.
—Es maravilloso lo que se llega a hacer cuando uno tiene práctica —dijo míster Cristen—. Nuestros empleados no han hecho otra cosa en su vida y son capaces de trasladar una librería de catorce por diez, con sus puertas de cristales y todo, por esta escalera y colocarla en el furgón en cinco minutos sin rozarla tan sólo. Bien, vamos, señores, si eso es todo lo que desean.
Pero no era eso todo lo que Poole deseaba.
—Un momento, por favor —dijo—. En esta lista veo una arquilla de nogal; no la hemos visto, hasta ahora.
Al volverse hacia el detective, los lentes convexos de míster Cristen brillaron bajo la luz.
—¿Una arquilla? —preguntó frunciendo el ceño. Después su rostro se aclaró—. ¡Ah, sí, ya recuerdo! El chapado se caía a trozos; hemos tenido que mandarla a otro sitio, no hacemos este trabajo nosotros. ¿Sabe usted cuándo han de devolvérnosla, miss Lort?
La muchacha movió la cabeza. Parecía no dar pie con bola.
—Bien, bien; deberá estar aquí dentro de un par de días, sin duda —dijo Cristen jovialmente—. Se lo avisaré a usted en cuanto la tengamos, y puede usted venir a verla.
—Temo que no baste esto —dijo Poole tranquilamente—. ¿Puede usted facilitarme la dirección de la casa donde está la arquilla actualmente?
—Desde luego. Es un tal Vipont, un belga, vive en Witham, Essex. Es especialista en marquetería y chapado.
—¿Tiene usted su número de teléfono?
—No tiene teléfono —dijo—; resulta bastante molesto. Es uno de aquellos artistas que no quieren ser molestados cuando trabajan; por mi parte creo que tiene toda la razón.
—Si me permite usted usar su teléfono, señor, llamaré a la Policía de Witham a fin de comprobar este punto.
Sin esperar la respuesta, Poole trepó por la escalera y se dirigió hacia el despacho. Míster Cristen se echó a reír.
—No se le escapa nada —dijo, volviéndose hacia el jefe de Policía.
Una risa detrás de él le hizo dar la vuelta; al hombre de edad que hasta ahora había acompañado al grupo en silencio, por lo visto le hacía gracia.
—Eso es lo que les hace llegar a inspectores, míster Cristen —dijo.
—¡Ah...! Mientras sus mayores siguen todavía subordinados, ¿verdad? —dijo Cristen en tono protector.
—Quizá sí...
El viejo parecía divertirse todavía al seguir a míster Cristen y al mayor Faide hacia arriba. Al cabo de un minuto, Poole salió de nuevo del despacho.
—Vuelvo dentro de un minuto —dijo al mayor Faide saliendo a la calle.
Thurston, que había visto una señal hecha por su subordinado, lo siguió. El mayor Faide quedó en una situación embarazosa en la tienda con míster Cristen; casi agradecía que la presencia de una cliente para la cual miss Lort estaba buscando «una mesita antigua muy mona», hiciese toda conversación imposible.
En la calle, Thurston se reunió a su subordinado.
—¿Qué hay?
—Existe un «Vipont», es verdad; fabricante de arquillas, y no está en el listín de teléfonos. No pude hablar libremente delante de Rankel, pero he creído deducir que la Policía de Witham no sabe gran cosa de él. Van a informarse y volverán a llamar, pero, desde luego, no sabrán si está allí o no la arquilla de lord Grayle; si es un granuja, les puede enseñar cualquier cosa. Desde luego, podemos ir nosotros y llevarnos un perito, pero esto les daría tiempo de hacer algún truco. No estoy convencido, jefe; en absoluto.
—Pero, ¿ha visto usted algo sospechoso? Yo no...
—No, señor, nada —asintió Poole melancólicamente—, pero estoy completamente seguro de que falsifican. ¿Hemos visto todo su establecimiento? ¿Tendrán otro taller en alguna otra parte donde hacen las imitaciones? ¿Hace este Vipont las falsificaciones por su cuenta?
—¿Ha medido usted su taller? —preguntó Thurston.
—¿Por si hay una falsa habitación? No, señor; lo haré ahora.
El jefe de Policía sonrió al ver la impetuosidad de su colega y lo siguió bajo las oscuras arcadas que daban al patio interior. Sin prestar atención a los dos hombres de paisano, Poole midió a pasos la longitud exterior del taller, examinó los extremos y la base; no había signos de extensión ni sótanos, ni claraboya de luz ni reja alguna. Entró en el taller y midió el interior; correspondía; al mirar por las ventanas se dio cuenta de ello.
Movió la cabeza y miró a los dos obreros. Estaban absorbidos, como antes, por su trabajo y no prestaron mayor atención a él que si hubiese sido una mosca. Uno seguía inyectando líquido en una silla con una jeringa, el otro estaba haciendo cuidadosamente un agujero en la pata de otra. Poole los contempló durante un momento y quedó sorprendido del silencio y concentración con que trabajaban.
¿Silencio? Sí, pero no siempre habían estado silenciosos. Recordaba, cuando por primera vez miró hacia el taller a través de la ventana del despacho, haber oído un martilleo, o por lo menos golpes, como de madera contra madera; mallete o escoplo, quizá. ¿Qué estaban golpeando, entonces? No había el menor indicio de que se hubiera usado ni mallete ni escoplo para aquel trabajo. Cuando él y sus compañeros llegaron al taller el ruido había cesado. ¿Por qué? ¿Estarían los hombres trabajando en alguna otra pieza escondida ahora a pedazos? ¿Hubo alguna señal pese a su cuidado de impedir que míster Cristen tocase algún timbre y de la vigilancia del jefe de Policía Thurston en la tienda?
Seguido siempre como una sombra por su colega Thurston que disfrutaba de aquel día de asueto, Poole regresó a la tienda por la puerta posterior y entró en el despacho, donde el sargento Gower seguía fingiendo no vigilar a Rankel.
—¿Dónde toca este timbre? —preguntó, señalando el pulsador de encima la mesa.
—En la tienda —contestó Rankel.
Poole lo apretó y oyó el zumbido en la tienda.
—Vaya usted al taller y vea si puede oír algo —le dijo al sargento Gower.
Pulsó el timbre a intervalos y al cabo de un minuto Gower regresó.
—No se oye nada desde el taller, jefe. Sólo lo he oído cuando he vuelto a entrar en la tienda.
Poole examinó el timbre y siguió el flexible hasta el suelo, donde corría a lo largo de la pared. Junto a éste corría también, según veía ahora, otro flexible; siguiendo hacia atrás vio que seguía hacia debajo de la mesa escritorio; poniéndose de rodillas e iluminándolo con su lámpara de bolsillo vio el hilo salir de nuevo entre los dos pedestales y continuar hasta un pulsador que coincidía con el sitio donde debía estar la rodilla de míster Cristen.
Poole no miró siquiera a míster Rankel que seguía sentado imperturbable al otro lado de la mesa. No miró tampoco a míster Cristen, a quien la llamada del timbre había atraído a la puerta del despacho, con los dos jefes de Policía mirando por encima de sus hombros.
—Vuelva al taller, Gower —dijo el detective secamente—, y aguce el oído; no será muy fuerte.
Se sentó en el sitio de míster Cristen y apretó el pulsador con la rodilla. El sargento Gower regresó.
—En el taller hay algo, jefe; un zumbido. No he podido localizarlo; parece estar bajo el piso.
Poole se agachó y casi a gatas siguió el flexible hasta un punto en que se hundía bajo el suelo.
—Parece que va al sótano —dijo Poole levantándose—. ¿Alguno de ustedes desea ahora hacer alguna declaración? Debo advertirles que esto puede ser usado contra ustedes con el cargo de robo o fraude, si no algo peor.
Los dos socios de la casa «Benborough» estaban mirándose con los rostros pálidos y demudados. No dijeron una sola palabra.
—Quédese usted con ellos, Gower. Iré con Rawton y Clapping. No permita usted que hablen. Será mejor que haya uno en la tienda y cerraremos la puerta de entrada. Debo detenerles de momento, señores —dijo a los dos socios; y volviéndose hacia su jefe, añadió—: Voy a bajar al sótano. Venga usted, Joint.
Bajó al sótano seguido de los dos jefes y del agente Joint. Encendió la luz eléctrica y comenzó a buscar por el techo la entrada del alambre del timbre; no había rastro de él.
—Debe bajar más allá —dijo—. Venga, Joint, ayúdeme a apartar esta arquilla.
En el fondo del sótano había una enorme arquilla de caoba apoyada contra el muro. Los dos policías apartaron uno de sus costados dejando descubierta una estrecha puertecilla. No estaba cerrada y se abrió fácil y silenciosamente; dentro estaba oscuro. Poole encendió de nuevo su lámpara y encontró el interruptor eléctrico. El chorro de luz reveló una pequeña habitación, sin luz ni al parecer ventilación, excepto por la chimenea. En medio de la habitación, sobre un pequeño taburete, estaba un anciano con un manchado delantal de carpintero. Frente a él, en el suelo, había lo que evidentemente eran los principios de una arquilla; a su lado, el mueble dos veces centenario que se estaba copiando, la arquilla de nogal de lord Grayle.