7 EL NUEVO ASPECTO

—Encontré Di-Dial —dijo sir Hulbert Lemuel— repartido prácticamente por todo el aparato digestivo. Había todavía un poco en el estómago, vestigios en los intestinos grueso y delgado y había llegado incluso al ciego. En conjunto estimé que debía haber de dos a tres granos, pero seguramente no más. No consideraría esta dosis como mortal, especialmente tratándose de un paciente que llevaba algún tiempo tomándolo. Pero había también otra sustancia venenosa, de una índole diferente, pero poseyendo el mismo efecto hipnótico, la escopolamina, más generalmente conocida, quizá, por hyoscina. Es una de las del grupo atropina, de los venenos vegetales. No quiero aburrirles con detalles técnicos, pero es importante que recuerden ustedes que los alcaloides peculiares de este grupo se encuentran en cantidades variables en plantas que crecen comúnmente en nuestra campiña; comprenderán ustedes que esto significa que puede ser tomado accidentalmente, o extraído deliberadamente por alguien que tenga unas ligeras nociones de química. En realidad, es uno de los venenos más activos que un profano puede procurarse sin acudir a un farmacéutico o a un doctor.

El célebre analizador, cuyo nombre era conocido de millones de lectores de los periódicos, estaba sentado sobre la mesa del jefe de Policía Thurston balanceando distraídamente un pie mientras seguía dando detalles de toxicología, que al parecer no consideraba técnicos. Su lenguaje, desde luego, era claro, hábito debido probablemente a la constante necesidad de realizar su trabajo dirigiéndose a un jurado de profanos. Pero por lo menos no podía acusársele de tratar de impresionar al público por medio de un chorro de expresiones científicas. Poole, en todo caso, estaba extrañado de lo que oía, y su cerebro se agitaba al pensar en las complicaciones que se abrían ante él al aparecer aquel nuevo aspecto del caso.

—Tampoco hay una gran cantidad de esta sustancia —continuó sir Hulbert agitando el dictamen mecanografiado—; quizá no llegue a medio grano, casi todo en el estómago, cantidad que no representa una dosis tóxica. Y esto, Thurston, es la parte interesante del caso. Aquí tiene usted dos sustancias venenosas presentes en un cuerpo, ninguna de ellas en suficiente cantidad tóxica, pero que, combinadas, son mortales. Ignoro totalmente las circunstancias, ignoro si se trata de un suicidio, de un asesinato o de un accidente, pero me gustaría saber por qué la persona que ha hecho esto ha considerado necesario dos piedras para matar un solo pájaro. Sin duda alguna tenía sus razones, razones muy importantes, y es una peculiaridad que espero les ayudará a ustedes a encontrar su pista. Porque, en primer lugar, estos dos venenos no fueron absorbidos al mismo tiempo.

—¡Diablo! —exclamó Thurston—. ¿Le dice a usted algo eso, Poole?

—Sólo una cosa, y es que todo lo que hemos hecho hasta ahora es falso. Pero espero que sir Hulbert podrá expresarnos más exactamente lo que quiere decir.

—Desde luego. Les he dicho a ustedes que el Di-Dial estaba esparcido por todo el aparato digestivo quedando todavía un poco en el estómago y que toda la escopolamina estaba en el estómago. De esto deduzco no solamente que la escopolamina fue tomada después del Di-Dial, sino que el Di-Dial no fue tomado en una sola vez. ¿Concuerda esto con los hechos que conocen ustedes?

—No, señor, ciertamente no; ¿podría usted darnos alguna idea de las horas a que fueron tomadas estas dosis?

—De una manera vaga, sí. Yo diría que una parte del Di-Dial fue tomada de diez a catorce horas antes de la muerte... ¿A qué hora murió?

—Sobre las nueve de la mañana.

—Bien, digamos, pues, que la primera dosis fue tomada entre las siete y las once de la noche anterior. La segunda, si es que no hubo más que dos, cuatro o cinco horas antes de la muerte... digamos de cuatro a cinco de la madrugada; he comprobado esto dos veces en forma que les explicaré. La escopolamina, me parece, fue tomada no más de dos horas antes de la muerte, quizás a las siete de la mañana. Parece una manera extravagante de darle veneno a uno, pero es así.

—¿Fija usted este horario por la localización del veneno en el cuerpo, doctor? —preguntó Poole—. ¿Por la distancia que había recorrido?

—En parte por esto y en parte por la hora de la muerte. Como he dicho, el interés de este caso reside en la hábil mezcla de los dos venenos. Quien ha hecho esto debía saber que los dos venenos no eran en sí suficientes para matar a nadie, y que sólo se volvían mortales al ser mezclados. Pero tenían que ser mezclados bastante aprisa. La escopolamina, por ejemplo, debía ser tomada máximo dentro de las tres horas del Di-Dial si debía producir un efecto mortal. Ésta es otra comprobación de la hora de la segunda dosis de Di-Dial. Entonces he tenido que fijar el límite de tiempo en el cual estos dos venenos combinados tenían que matar a la víctima; ha sido una dificultad, por lo inusitado, pero lo he fijado en dos horas. Si la muerte ha ocurrido a las nueve, partiendo de esta línea de cálculo, la escopolamina fue tomada a las siete y la segunda dosis de Di-Dal a las cuatro. ¿Se ajusta esto a su versión?

—¿Debo comprender, entonces, que la dosis administrada a las diez era completamente inofensiva?

—En sí misma, sí.

—¿Y que lord Grayle probablemente se despertó durante la noche?

—A la fuerza, para tomar la segunda dosis a las cuatro.

—Esto explica un punto que me tenía intrigado, doctor —dijo Poole refiriéndole el misterio de la fecha en la Biblia—. Yo partía de la base de que, según el dictamen médico, había pasado toda la noche en estado comatoso, pero ahora veo que debió leer este capítulo entre la primera y la segunda dosis. Pero... pero esta segunda dosis hace derrumbarse todo lo que hasta ahora habíamos establecido. Desde luego, la escopolamina también, pero éste es un factor enteramente nuevo y no lo habíamos buscado. Lo que me intriga es esta segunda dosis de Di-Dial. Por las pruebas que tenemos, pruebas bastante sólidas, sabemos que después de haberle suministrado la dosis a lord Grayle a las diez de la noche, éste se fue a la cama, pero pidió que dejasen el frasco de tabletas al lado de la cama; y que el número de tabletas que había esta mañana era el mismo que anoche después de habérsele administrado la dosis de las diez. ¿Cómo puede, pues, haber tomado otra dosis durante la noche?

—¿No podía tener otra reserva? —propuso Thurston.

—¿Por qué hubiera pedido que dejasen el frasco si tenía otra reserva?

—Quizás alguien le dio una segunda tableta durante la noche, no procedente del frasco.

—Parece que ha tenido que ser así, pero es sumamente inverosímil.

—O bien alguien deslizó una tableta por la mañana a fin de hacer la cuenta redonda. Pero no me pregunte usted por qué.

—Bien, de todos modos, todo esto son teorías. Ahora tendrá usted que averiguar los hechos, Poole. ¿Desea usted preguntarle algo más a sir Hulbert?

El detective permaneció un momento pensativo.

—Quisiera saber, doctor, cuáles serían los efectos de estos venenos tomados separadamente sin que se mezclasen. ¿El Di-Dial sólo hace dormir?

—Depende de la dosis, pero si cada una de ellas hubiese sido un grano, el efecto sería el siguiente: dormiría cinco o seis horas después de la primera dosis y mucho menos después de la segunda. Si ha estado tomando mucha cantidad, el efecto, desde luego, sería menor.

—¿Y la escopolamina?

—Con una dosis de medio grano, creo que el paciente caería rápidamente en coma, que duraría máximo veinticuatro horas, pero probablemente no tanto. Después vendría la dificultad respiratoria, la depresión, el rostro se desencajaría y las pupilas se dilatarían. ¿Es esto lo que deseaba usted saber?

—Aproximadamente, doctor. ¿Y se recuperaría gradualmente?

—Sí.

—¿Le quedarían muchos post-efectos?

—No... no muchos, a menos que la dosis fuese repetida.

Poole miró fijamente al doctor y abrió la boca para hacer otra pregunta, pero al parecer cambió de idea. Sir Hulbert se levantó.

—Bueno, si han terminado ustedes conmigo —dijo—, voy a ver si queda algo de mi fin de semana. Buena suerte.

—Gracias, doctor.

—Gracias.

Cuando sir Hulbert se hubo marchado, Poole y Turston pasaron media hora más discutiendo la importancia de aquel dictamen y después establecieron la línea de conducta a seguir. Poole informó al jefe de su intención de visitar a míster Steeple, hijo, aquella misma tarde y le refirió sus dos entrevistas con los directores de Bancos. El jefe de Policía estuvo conforme en que no debían tomarse todavía disposiciones para investigar la cuenta corriente de lady Grayle; si, según se presentase el caso, algo tendía en aquella dirección, podía cambiarse de parecer.

Poole llegó al despacho del notario en Lincoln's Inn a las tres y cuarto y se excusó de su infracción a las reglas del fin de semana. Míster Edward Steeple era un tipo de hombre muy diferente de su padre. No solamente era muy joven, sino que pertenecía a la escuela moderna; no tenía el aspecto ni el olor rancio; en su despacho había flores y fotografías de su esposa y de sus hijos, la ventana estaba incluso ligeramente entreabierta.

Míster Edward Steeple no perdió tiempo. Había supuesto sin duda lo que quería el detective, porque el testamento estaba sobre la mesa y sin decir palabra se lo tendió para que lo leyese.

Aun cuando el documento se mantenía dentro de las formas convencionales, no dejaba de ofrecer ciertas sorpresas. Sujeto a una renta vitalicia para su mujer, del interés de 40.000 libras, y ciertos legados a albaceas y servidumbre, lord Grayle dejaba la totalidad de sus propiedades y fortuna a su hijo que le sucedía ahora en el título nobiliario. Los albaceas eran el vizconde de Chessingham, su hijo; míster Edward Steeple, el notario; y sir Hugh Willborough (un viejo amigo de la Cámara de los Comunes); cada uno de estos dos recibía un legado de 1.000 libras. Los principales legados a los criados eran, 200 libras y una anualidad de 50 libras por año a Annie Spent, el ama de llaves; y 500 libras a cada uno, a Thomas Habble, caballerizo, y James Moode, mayordomo.

Poole no hizo alusión alguna a este último extremo, pero naturalmente le interesó. Lo que más le impresionó, no obstante, fue la módica renta anual de lady Grayle inferior a 2.000 libras, sin el menor control del capital. No había viudedad de residencia ni previsión alguna en este sentido. Todo tenía que salir de las 2.000 libras anuales, suma que, como Poole sabía por el examen de la contabilidad de lord Grayle, lady Grayle estaba acostumbrada a gastar en trajes, limosnas y diversiones. Verse ahora obligada a reducir enormemente los gastos de vivienda, servidumbre y en general todas las necesidades de la vida, sería para lady Grayle un rudo cambio en su existencia. Poole creyó útil saber la opinión del notario sobre este punto.

—Esto representa un gran cambio para lady Grayle —dijo.

Steeple se limitó a asentir con la cabeza.

—Desde luego —añadió—, y no es una mujer a quien sea fácil resignarse a vivir en una casa modesta.

—¿Es bastante mezquino, no cree? —preguntó Poole con una sonrisa.

—Pues... desde luego; depende de lo que decida suprimir. Si se viste en un sitio barato y deja las cacerías de Melton puede sostener la casa muy decentemente.

—¿Con tal, naturalmente, de que reduzca las apuestas a sumas más módicas? —dijo el detective un poco avergonzado de sí mismo.

—¡Ah!, ¿también sabe usted esto? —dijo Steeple mirando a Poole con creciente interés— ¿Sabe usted cuánto ha perdido?

—No, ¿lo sabe usted?

—Tampoco, pero he oído decir que no es ninguna bagatela. Desde luego, también habrá que suprimir esto.

—En todo caso, no parece que lady Grayle se beneficie con la muerte de su marido. ¿Sabe usted si conoce ya el contenido del testamento?

Míster Steeple reflexionó un momento.

—Sí, estoy casi seguro de que sí. Recuerdo haber oído a lord Grayle decirle a mi padre que no es leal dejar que la mujer ignore lo que le espera. La idea de lord Grayle era que «Tassart» debía ser sostenido por el cabeza de familia y en estos tiempos sólo es posible si se dispone prácticamente de la totalidad de las rentas. Trató de dar a su esposa la mejor vida posible mientras «Tassart» fue suyo, pero en el bien entendido de que a su muerte la cosa cambiaría. No, lady Grayle está muy lejos de beneficiarse de la muerte de su marido. Si tenía usted algo parecido en la cabeza, inspector, puede quitárselo, aparte del efecto del testamento. Conozco a lady Grayle muy bien; bajo muchos aspectos es una mujer dura y antipática, pero adoraba a su marido. De esto estoy seguro.

—Gracias, señor —dijo Poole—. Celebro conocer su opinión. Debo decirle que confirma cuanto había oído decir hasta ahora. Quisiera, no obstante, tener algunos informes más exactos respecto a su... origen. Tengo entendido que viene de una familia del Leicestershire; su padre habló de nobleza...

Míster Steeple se echó a reír.

—Es nieta de una condesa italiana —dijo—. El padre de lady Grayle era párroco en el Leicestershire. Se había casado con una muchacha irlandesa, hija de un pequeño terrateniente irlandés, quien, a su vez, estaba casado con una condesa italiana, Ravignani, creo que se llamaba. Como seguramente sabe usted, todos los hijos de los nobles italianos son nobles a su vez y ostentan títulos, de manera que abundan de una manera sorprendente, y generalmente son pobres. Lady Grayle siempre presume mucho de su sangre italiana, pero por lo demás no le ha sido de gran utilidad. Ni un céntimo por este lado, ni por el propietario irlandés, ni por el párroco del Leicestershire... La penuria financiera, como ocurre muchas veces.

—Sí, ya comprendo. Temo que esto sea un mal porvenir para ella —dijo Poole—. A propósito, míster Steeple, ¿podría usted darme alguna indicación que pudiese serme útil? Espero comprenderá usted que hay que tener en cuenta las posibilidades de un asesinato. ¿Conoce usted a alguien que pudiese tener interés en quitar a lord Grayle de en medio?

Edward Steeple permaneció golpeando el papel secante medio minuto antes de contestar.

—No sé más que usted, inspector —dijo—; en realidad, sé mucho menos. He visto el testamento... como usted; eso es todo.

Los dos hombres permanecieron mirándose. Poole esperando mayor aclaración a esta frase; Steeple, por lo visto contentándose con ella; en todo caso no añadió nada a lo dicho. El detective le pidió permiso para tomar nota de dos o tres detalles del testamento y después de haberle dado efusivamente las gracias, se marchó.

En su deseo de no estropear el fin de semana de los demás, Poole no había almorzado. Decidió, pues, aprovechar el intervalo hasta la salida de su tren tomando un par de huevos fritos y una taza de café en un restaurante económico, entreteniéndose en observar los diferentes tipos que le rodeaban. Era difícil imaginar que entre toda aquella gente hubiese alguien que pudiera vivir otra vida, aparte de la que aparentaba, y no obstante, ¿quién podía decir si entre ellos no se encontraba algún futuro o presente envenenador? Después de todo, los envenenadores debían tener el mismo aspecto que los demás, fuese cual fuere su mentalidad.

Poole tuvo la suerte de viajar solo en el compartimiento, porque el alud de los sábados había salido ya. Pasó el tiempo revisando lo que había averiguado aquella tarde. El dictamen del analista había sido ya desmenuzado con el jefe Thurston, pero el testamento era un terreno virgen.

En primer lugar, parecía que lady Grayle, la viuda lady Grayle, debía estar exenta de toda sospecha. Era inconcebible que una mujer de sus gustos caros, casi insoportables, se privase voluntariamente de toda posibilidad de sostenerlos. Cabía desde luego la remota posibilidad de que una mujer apasionada, ¡nieta de una condesa italiana!, fuese capaz de hacer este sacrificio en aras a una pasión o venganza, pero a los cincuenta y cinco años (Poole no sabía todavía gran cosa de la vida) debía poderse eliminar la pasión; por otra parte, todo el mundo, fuera cual fuere la opinión que tuviesen de las demás cualidades de lady Grayle, estaba conforme en convenir en que aquel auténtico y profundo cariño que sentía por su marido era una de sus principales características.

La actitud de míster Steeple parecía insinuar que podía hallarse el móvil del asesinato en el testamento. El verdadero beneficiario era lord Chessingham, el nuevo conde. También aquí, si el carácter contaba para algo, parecía que aquel débil y enfático político difícilmente podía ser sospechoso de parricidio. Su esposa, desde luego, se beneficiaba con él, y hasta el nuevo aspecto revelado por el análisis de sir Hulbert Lemuel, había figurado en primer lugar de la lista de «oportunidades», pero todo esto estaba destruido ya, y en todo caso, Poole, oriundo también del Oeste, no se sentía inclinado a creer que una mujer, perteneciente a una de las grandes familias de la región, por ambiciosa que fuese, empujase a su marido hacia el condado y el Gobierno por encima del cadáver de su suegro. La idea era absurda.

Quedaban los beneficiarios menores. El propio míster Edward Steeple y sir Hugh Willborough, ninguno de los cuales estaba en la casa aquel día; el ama de llaves, el mayordomo y el jefe de cuadras. A mistress Spent y a Thomas Habble no los conocía todavía y decidió conocerlos; en todo caso, difícilmente aparecían como posibles asesinos. Pero el mayordomo, Moode, estaba en diferente situación; a primera vista, la suma de 500 libras no parecía suficiente para que nadie arriesgase el pescuezo por ella, aun cuando se hubiesen cometido crímenes por cantidades inferiores; pero al llegar al punto de la «posibilidad», el análisis químico arrojaba una nueva y más siniestra luz sobre el mayordomo, porque sir Hulbert había fijado la hora de administración de la escopolamina en «las siete de la mañana», y Moode, según confesión propia, había estado en el dormitorio de lord Grayle a las siete y media.