18 ¿POR QUÉ AHORA? ¿POR QUÉ ASÍ?

Poole se levantó inmediatamente y apartando al criado salió del comedor. Los gritos habían cesado, pero no necesitaba guía para llegar al teatro de la tragedia. Las criadas, asustadas, estaban reunidas en el comedor, delante de la puerta de la despensa.

El detective se abrió paso a la habitación y cerró la puerta. William, el segundo ayuda de cámara, estaba de rodillas al lado del cuerpo contorsionado del mayordomo que yacía bajo la mesa de la despensa. Al ver el rostro desencajado del caído, acudió a su mente la visión de Ivy Tuller, tal como la había visto horas antes, sollozando por la seguridad de aquel hombre, y se alegraba de que no pudiese verlo ahora.

Miró rápidamente a su alrededor. Sobre la mesa, al lado, se hallaban la bandeja, las copas de cóctel y la coctelera. Las tres copas estaban ahora vacías y una de ellas colocada sobre la mesa, fuera de la bandeja. Poole se inclinó y la olió, sin tocarla. El fuerte olor a almendra casi le mareó. Olió las otras; todas olían a almendra, el perfume del cóctel que él mismo había bebido, pero no con tanta intensidad como la tercera copa.

Se volvió hacia el ayuda de cámara que estaba contemplándolo con una mezcla de temor y fascinación.

—¿Cómo ocurrió, William? —preguntó—. ¿Estaba usted aquí?

—No, señor. Fuimos a la cocina a buscar el segundo plato. Míster Moode vino aquí solo. Le oímos gritar y acudimos corriendo. Acababa de caer, pero no estaba muerto todavía.

—¿Dijo algo?

—No, señor. Sólo esos espantosos gritos.

Al recordar aquella escena el pobre muchacho palidecía de horror.

Se abrió la puerta de la despensa y apareció lady Grayle. Su rostro estaba impasible.

—Espere fuera, William —murmuró Poole—. No diga nada a nadie. No deje que se queden en el corredor, pero espere usted allí.

Se volvió hacia lady Grayle que se había arrodillado al lado del cuerpo y trataba de encontrar el pulso.

—Creo que está muerto —dijo tranquilamente—, pero probablemente querrá usted mandar a buscar un médico.

Poole asintió y acercándose a la puerta le dijo dos palabras a William. Lady Grayle se había levantado y permanecía contemplando el cadáver. A Poole le pareció que su rostro estaba más joven, más suave, de lo que lo había visto antes; sus dedos jugueteaban con el encaje de un pañuelo que llevaba en la mano; por lo demás, permanecía inmóvil.

—¿No le sorprende a usted, lady Grayle? —preguntó el detective.

Ella movió la cabeza.

—Lo esperaba —dijo tranquilamente.

Poole permaneció un momento mirándola sin decir nada; después, con un estremecimiento, volvió a recobrar el dominio de sí mismo.

—Tengo que mandar a buscar al superintendente Clewth —dijo—. Me veo obligado a cerrar esta puerta hasta que llegue.

—Desde luego. Cuando venga el doctor, avíseme si precisa algo.

Lady Grayle salió de la despensa deteniéndose para decirle dos palabras de pésame a William, que esperaba fuera. Al pasar bajo un rayo de sol que entraba por la ventana, su figura apareció sorprendentemente joven y esbelta.

—No hay necesidad de que siga usted aquí, William —dijo Poole—. Váyase al vestíbulo y venga con el doctor Calladine en cuanto llegue.

Poole se dirigió al teléfono del corredor y pidió una comunicación. Al minuto oyó la voz del superintendente Clewth en el otro extremo del hilo.

—Poole al habla, desde «Tassart» —dijo el detective en voz baja—. Ha ocurrido lo que usted dijo... Sí, señor... el mayordomo. ¿Puede usted venir en seguida? ¿Le mando el coche? Lo más pronto posible, sí... ¡Ah, escuche...! ¿Puede usted traer un insuflador y el equipo de las impresiones digitales? Venga usted con el doctor Hawkes, ¿quiere? He mandado a buscar al doctor Calladine, pero el doctor Hawkes ha de venir también... No, no, he cerrado la puerta. No me moveré de aquí.

Colgó el receptor y entró en la despensa cerrando la puerta por dentro. Volviendo al cuerpo, sin moverlo, registró sus bolsillos. Las manos estaban medio cerradas y no tenía nada en ellas. A gatas buscó alrededor del cuerpo, bajo el vertedero, las mesas, las sillas, en el apagado hogar. Se levantó frunciendo el ceño, miró de nuevo la mesa, la bandeja que había sobre ella, la levantó ligeramente y allí, oculto por su borde, yacía una pequeña ampolla de cristal.

El rostro de Poole se relajó pero no tocó la ampolla. Alguien movió el picaporte de la puerta y después llamó. Dejando caer su pañuelo sobre la ampolla, Poole se acercó a la puerta y la abrió. El doctor Calladine y William estaban en el umbral.

—Entre usted, doctor —dijo Poole apartándose.

El doctor Calladine entró, cerrando la puerta tras él. Poole que, cosa curiosa, no conocía todavía al doctor Calladine, quedó sorprendido de la dureza y ansiedad de su expresión. El doctor estaba visiblemente impresionado por aquella segunda tragedia en su demarcación.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Inspector detective Poole, de Scotland Yard, doctor. Estaba investigando la muerte de lord Grayle desde hace unos días y me encontraba aquí casualmente cuando esto ocurrió.

El doctor Calladine se arrodilló al lado del cuerpo y lo examinó cuidadosamente sin alterar su posición.

—Si está usted investigando la muerte de lord Grayle, ¿cómo no ha venido a verme? —preguntó—. Yo era su médico.

—Creí entender que el superintendente Clewth ya tuvo con usted una detallada entrevista y al que dio usted toda la información que le fue posible.

El doctor Calladine husmeó, pero no hizo ningún otro comentario. Prosiguió su examen.

—¿Viene el médico forense? —preguntó.

—Sí, señor; está en camino.

—Entonces no lo tocaré. Está muerto, desde luego —se inclinó sobre el cadáver y olió sus labios—. ¡Ah, ácido cianhídrico, supongo! Y mucho, además.

Miró las copas sobre la mesa.

—¿Qué había ahí? —preguntó.

—Cócteles. Ésta que tiene usted más cerca creo que contenía el ácido cianhídrico. No la toque, por favor, doctor.

—No nací anteayer —contestó el doctor Calladine—. ¿Quiere usted que espere?

—Si no tiene inconveniente, doctor... Para el caso en que el doctor Hawkes o el superintendente Clewth quisieran hacerle alguna pregunta.

A Poole le pareció que no era el momento oportuno para interrogar al doctor respecto a su armario de venenos, pero sería probablemente necesario hacerlo un momento u otro. Afortunadamente, antes de que el silencio se hiciera angustioso llegó el coche de la Policía con el superintendente Clewth y el doctor Hawkes. Mientras Poole le explicaba a Clewth en voz baja las circunstancias del caso, los dos médicos se arrodillaron y examinaron el cuerpo.

—¿Podemos moverlo, Clewth? —preguntó el doctor Hawkes.

Poole susurró algo al oído de su colega. El superintendente asintió.

—No hay inconveniente, doctor —dijo.

En dos minutos el reconocimiento había terminado.

—No puedo decir nada con certeza todavía —dijo el doctor Hawkes—. Se trata probablemente de un envenenamiento por ácido cianhídrico, pero es necesaria la autopsia antes de estar seguro. Si ha sido administrado por sí mismo o no, ustedes son quienes tienen que decidirlo; en esto no puedo ayudarles.

—Una sola pregunta quisiera hacerle, doctor —dijo Poole—. Después de beber el veneno, ¿cuánto tiempo pasó hasta sentir sus efectos?

—¿Los efectos? Casi instantáneamente, aunque no debió morir hasta al cabo de dos o tres minutos.

—¿Pudo volver a colocar el vaso sobre la mesa tal como lo ve usted?

El doctor Hawkes miró el vaso reflexionando la respuesta.

—Sí, lo creo posible. ¿Qué le parece a usted, Calladine?

—No había visto nunca una muerte por ácido cianhídrico, pero los libros dicen que generalmente la víctima es capaz de realizar un acto voluntario como éste.

—Los dedos, doctor, ¿no hubieran apretado con fuerza la copa automáticamente?

—Desde luego, no ha ocurrido así.

—No, señor, no ha ocurrido. Pero... no sería esto el resultado natural... ¿Qué esperaba usted encontrar?

—No, no. La primera sensación de la víctima sería de terror; seguramente dejaría la copa antes de que empezasen los espasmos. En todo caso, usted mismo puede ver lo que ocurrió. ¿Adónde va a parar?

—Se lo pregunto sólo como información, doctor —dijo Poole fríamente.

—Aquí está la ambulancia —dijo Clewth—. Será mejor que nos llevemos el cuerpo en seguida. ¿No lo necesita usted ya, Poole?

—No, gracias, superintendente. Sólo las impresiones digitales.

—¿Puede usted hacer en seguida la autopsia, doctor?

—Sí, ya me arreglaré —dijo Hawkes—. ¿Viene usted conmigo, Calladine?

—¿Para qué? —dijo éste—. ¿Mandarán los órganos directamente a Londres como la última vez, supongo?

—Supongo que sí; ¿verdad, Clewth? No obstante, esto es diferente de un hipnótico; hay quemaduras en la boca, y casi seguro gas en el cerebro y las cavidades pleurales. No carece de interés, Calladine.

—Lo dejo en sus manos —dijo el médico rural amargamente—. Si han terminado ustedes conmigo, me marcharé. Tengo pacientes a quienes atender.

Salió de la habitación. El doctor Hawkes movió la cabeza.

—A este hombre hay algo que le preocupa —dijo—. Solía ser bastante alegre...

Con la ayuda de un tampón y unas cartulinas se obtuvieron unas excelentes impresiones digitales del muerto. El cuerpo fue colocado en la ambulancia y cuando el médico forense se hubo marchado en el coche del superintendente (había otro auto de la Policía en «Tassart»), Clewth se volvió hacia el detective.

—¿Por qué su interés por este vaso? —preguntó.

—Sólo quiero saber si el veneno ha podido ser bebido en él.

—¿Pero, no me dijo usted que sí?

—Dije que había veneno en él. Es posible que alguien hubiese vertido un par de gotas en él para hacer creer que fue absorbido de esta forma.

—¿De qué otra forma pudo ser tomado?

—Directamente de la ampolla, tal vez —dijo Poole levantando su pañuelo de la mesa—, a la fuerza, posiblemente.

—¿No creerá usted eso?

—No, señor, pero si la acción de los dedos hubiese sido una presión instantánea e involuntaria, probablemente lo hubiera creído.

Clewth movió la cabeza.

—Es usted muy mal pensado, amigo mío, ¿sabe usted? Ya se lo dije otra vez.

Comenzó a destornillar el tapón de la coctelera.

—No encontrará usted nada aquí, estoy seguro —dijo Poole.

—¿Por qué?

—Porque lo que yo he bebido ha salido de aquí.

—¿Eh? ¿Cómo?

Poole le explicó las circunstancias del almuerzo y del cóctel que le precedió.

—Vi a lady Grayle verter el contenido en los tres vasos —dijo—. Yo tomé uno y ella tomó otro; miss Hollen no tomó el suyo. Vi también cómo se llevaban la bandeja; el veneno debió de ser vertido después de esto. Por otra parte, hay la ampolla.

—¿Dónde fue llevada la bandeja?

—Aquí, supongo, pero lo averiguaremos.

Se acercó a la puerta. El fiel William estaba fuera.

—Entre usted, William. Háblenos de esta bandeja. Fue usted quien la sacó del vestíbulo, ¿verdad?

—Sí, señor. La traje directamente aquí y la dejé tal como la ve usted.

—Había una copa llena en la bandeja. ¿La ha probado usted?

—¡Oh, no, señor!

En la voz de William había un tono de indignación.

—¿Por qué, no? ¿Es que no le gusta a usted?

—No tocamos nunca nada, señor. Si queda algo es siempre míster Moode quien lo bebe.

—¿Siempre?

—Sí, señor, siempre.

Miss Hollen tenía razón, por lo visto.

—Cuando míster Moode anunció el almuerzo, James, el primer ayuda de cámara, fue a la cocina a buscar el plato de huevos; los platos estaban ya en el comedor, en la estufa. Estuvimos los dos allí mientras se sirvió el primer plato; cuando terminaron retiramos todo el servicio, lo trajimos aquí para ser lavado y fuimos a la cocina a por el segundo plato. Mientras íbamos a la cocina, míster Moode entró aquí. Entonces fue cuando le oímos gritar.

—¿De manera que mientras estaban ustedes tres en el comedor, la bandeja estuvo aquí, sola, durante cosa de diez minutos?

—Sí, señor.

—¿Y cualquiera pudo entrar aquí durante estos diez minutos?

—Así lo supongo, señor.

—Bien, William; eso es todo. Ni una palabra a nadie, ¿entendido?

—Si hay que creer a William, esto ofrece muchas posibilidades —dijo Poole, cuando la puerta se hubo cerrado tras el ayuda de cámara—. Puedo responder de lady Grayle, de miss Hollen y de mí mismo, pero cualquiera pudo venir aquí y envenenar el cóctel.

—¿Para qué quiere usted buscar a nadie más? —preguntó el superintendente Clewth—. ¿Es que la cosa no está suficientemente clara?

—Sí, creo que sí; pero quizás es porque tengo una mentalidad un poco inquisitiva. Me gusta ver qué posibilidades hay. De todos modos, las impresiones digitales lo aclararán.

—¿Sobre las copas? Sí.

—Y sobre la ampolla —dijo Poole.

Los dos policías se sentaron para proceder a comprobar las impresiones digitales de los diversos objetos. Se extendió una fina capa de polvo sobre cada una de las copas y la ampolla, y después de haber soplado levemente, quedaron unas impresiones perfectamente visibles sobre cada uno de los vidrios.

—¿Es usted técnico en la lectura de estas cosas? —preguntó Clewth.

—Pues... todos nosotros tenemos que tener nociones de ello, desde luego. Conozco los fundamentos y he hecho un poco de práctica, pero, desde luego, no soy un técnico, sería incapaz de identificar una impresión digital entre miles de ellas y reconocerla con certeza, pero espero poder identificar la que necesitamos aquí.

Examinaron ante todo la copa aislada, en la que aparentemente se había tomado el veneno. Mostraba claras huellas de un pulgar y dos dedos, huellas que coincidían claramente con las tomadas al muerto. Se veían también unas huellas borrosas en la varilla del pie de la copa que Poole creyó debían ser del ayuda de cámara al preparar la bandeja, pues como un perfecto sirviente no ponía los dedos sobre el cáliz de las copas.

En una de las copas había las huellas de Poole, sobre otras que parecían en la parte baja del cáliz.

—Deben de ser las de lady Grayle —dijo—. Me tendió el vaso.

En la tercera copa había unas huellas similares a las de la parte baja de los cálices de las otras dos, y en las varillas de estas dos, otras impresiones que correspondían a las de las varillas de la primera copa.

—Ahora la ampolla —dijo Clewth—. Éste es el punto crucial.

Allí, con toda seguridad, estarían las mismas impresiones que en la primera copa, un pulgar en un lado, dos dedos en el otro; los dedos del muerto.

El superintendente Clewth lanzó un suspiro de satisfacción.

—Esto lo aclara todo —dijo—, suicidio después de asesinato.

Sin ningún comentario, Poole sacó la pipa de su bolsillo, y separando la boquilla de la cazoleta, la limpió cuidadosamente con su pañuelo; después, sosteniéndola como si fuese una ampolla, fingió verter su contenido en la copa. Con la otra mano agarró la boquilla por el extremo y vertió polvos sobre la parte brillante que había tocado con dos dedos. Las marcas aparecieron claramente en la fingida ampolla y una cuidadosa comparación de su posición con las de la verdadera ampolla demostró que ésta correspondía casi exactamente.

El superintendente Clewth siguió la operación con interés.

—¿Convencido? —preguntó.

—Sí, señor. Todo coincide.

—Bien; supongo que por mera fórmula debemos comprobar las huellas de lady Grayle y las del ayuda de cámara, ¿verdad?

—¿Quiere usted que me ocupe de ello? —preguntó Poole.

Clewth se echó a reír.

—Veo un poco difícil que acepte usted el almuerzo de lady Grayle y después le pida usted sus impresiones digitales —dijo—. No, amigo mío, ya haré yo el trabajo duro; usted siga pensando.

Poole se preguntó si aquella observación implicaba un reproche por haber aceptado la hospitalidad de lady Grayle, pero el sarcasmo era tan poco habitual en el superintendente que desechó la idea.

Se puso a reflexionar sobre las consecuencias que los últimos acontecimientos implicaban. Evidentemente, el miedo de la detención. Pero, ¿por qué ahora? Probablemente había sido advertido de las crecientes averiguaciones de la Policía en sus asuntos. ¿Sabía Ivy Tuller desde un principio quién era y dónde vivía? ¿Le habría escrito para avisarle de la visita que la Policía le había hecho? ¿Habría incluso venido personalmente a «Tassart», aprovechando, por ejemplo, la noche, para avisar a su amante del peligro? No sería difícil averiguarlo.

¿O había visto Moode a miss Hollen —a los dos, incluso, quizá—, comprobando el inventario y examinando los muebles? ¿Pudo esto, unido a lo que su mujer le había dicho, ser suficiente para advertir al asesino de que la red iba cerrándose a su alrededor?

¿Y respecto al veneno? ¿Por qué un veneno diferente? ¿Fue la modesta cantidad de escopolamina que, combinada con el Di-Dial había sido suficiente para causar la muerte del pobre lord Grayle, toda la que el asesino pudo procurarse? ¿Todo lo que fue capaz de destilar de la Deadly Nightshade? No era de presumir que hubiese podido preparar él mismo el ácido cianhídrico, ¿o tal vez lo había conseguido? Poole ignoraba cómo se hacía y su composición. Pero parecía mucho más probable que el asesino hubiese obtenido los dos venenos de algún farmacéutico o doctor. Doctor... sí, debía hablar de ello con el doctor Calladine.

Pero, además, si debía ser un veneno diferente, ¿por qué el ácido cianhídrico? ¿Por qué una muerte tan dolorosa? ¿Por qué...?

En aquel momento sus meditaciones fueron interrumpidas por la llegada del superintendente Clewth.

—Cuatro series completas —dijo éste dejando cuatro tarjetas sobre la mesa de la despensa.

—¿Cuatro?

—Sí, los dos ayudas de cámara, lady Grayle y la secretaria; ésta parecía tener interés en que le tomasen las suyas; es una muchacha muy simpática.

—Mucho —contestó Poole descuidadamente.

—Me ha preguntado si era verdad que las condenadas llevaban el pelo rapado.

—Vamos a comprobar estas impresiones —dijo Poole precipitadamente, inclinándose para examinar las tarjetas. No estaba muy seguro hasta dónde habían llegado las investigaciones de Irene Hollen.

Las impresiones digitales probaron lo que Poole ya suponía; las de lady Grayle estaban en la misma copa que las suyas y sobre la tercera copa; las de William en la varilla del pie de las tres copas. Las de miss Hollen no aparecían por ninguna parte.

—Todo esto concuerda perfectamente —dijo el superintendente Clewth—. Ahora podemos terminar ya la primera instrucción y hacer ésta acerca de Moode; todo quedará aclarado y usted podrá regresar a Londres con otra pluma en su sombrero.

—¿Otra pluma en mi sombrero? ¿Después de haber dejado que este hombre se suicidara? ¿Después de que usted me puso en guardia, superintendente?

—Vamos, vamos, muchacho —dijo Clewth gentilmente—. No podía usted prevenirlo. Estoy de acuerdo con usted en que no tenía pruebas suficientes para detenerle. Pero ya casi lo tenía usted; andaba pegado a su cola; merece usted toda clase de felicitaciones.

Poole movió la cabeza.

—Es usted muy amable al decir esto —dijo—, pero no estoy satisfecho. No sé sobre este caso ni la mitad de lo que debería saber.

—¡Válgame Dios, hombre! ¿Qué mosca le ha picado? ¿Qué es lo que no sabe usted?

—No sé por qué lo ha hecho —dijo Poole obstinado—; ni cómo lo ha hecho.

—¿Por qué se ha suicidado?

—No; por qué mató a lord Grayle. No sé cómo obtuvo el veneno; no sé cómo sabía lo de la combinación de Di-Dial y escopolamina, ni cómo sabía que lord Grayle tomaría una segunda dosis de Di-Dial en el momento oportuno y... ¡no tengo la menor idea de por qué mató a lord Grayle!

—¡Para heredar las quinientas libras del testamento!

—No lo creo. Moode estaba gastando dinero a tontas y a locas, y a menos que me equivoque, sacaba todo el dinero que quería de «Benborough», por más que no sé por qué tenían que dárselo. No le he hablado todavía del asunto de los muebles, superintendente, pero hay un lío muy grande en este asunto. Moode sacaba dinero a «Benborough», estoy seguro; ¿por qué tenía que meter la cabeza en el lazo por quinientas miserables libras?