CAPÍTULO XIX

JUANA TRIUNFA DE NAM

El silencio persistía, y la luna, continuando su ascensión en el cielo, no tardó en reflejarse en las aguas de la sima, esparciendo su claridad sobre todo el anfiteatro, del que sólo algunas partes, situadas en la vecindad inmediata de los muros, permanecieron sumergidas en la sombra.

La voz de Nam, siempre lejana, se hizo oír nuevamente. Leonardo acabó por descubrirle, en compañía de otros tres sacerdotes, posado como un águila sobre la palma de la mano izquierda del coloso.

Desde aquella vertiginosa altura arengaba a la multitud, y mirando a lo largo del pecho de la estatua, Leonardo sólo distinguía su brazo al gesticular y el rostro feroz cuyos ojos ávidos parecían querer hipnotizar a su auditorio.

— ¡Escuchadme, Habitantes de la Niebla, Hijos de la Sierpe! Vosotros habéis visto a vuestros antiguos dioses; vuestro Padre y vuestra Madre, volver para gobernaros y guiaros, a través de la guerra y de la paz, hacia la riqueza, el poderío y la gloria. Vosotros los veis actualmente a la única luz y en el solo lugar a que se os da derecho a contemplarlos.

Respondedme, ¿Tenéis fe en ellos, reconociéndolos por vuestros verdaderos dioses? Respondedme; respondedme todos. Fijad vuestra elección y responded.

Un rumor estruendoso, producido por millares de gargantas profiriendo las palabras al mismo tiempo, le respondió:

— Tenemos fe en ellos, reconociéndolos por nuestros verdaderos dioses.

— Muy bien -replicó Nam cuando el tumulto se hubo apaciguado-. Entonces escuchadme grandes dioses, ¡oh, Aca! ¡Oh, Jal! Inclinad vuestros oídos hacia mí y dignaos escuchar a vuestro sacerdote y vuestro servidor que os habla en nombre de vuestros hijos, el Pueblo de la Niebla. Sed reyes y gobernadnos. Aceptad la potencia y los sacrificios que os serán ofrecidos y sentaos sobre el trono de los monarcas. Nosotros os otorgamos toda autoridad sobre el país entero; la vida de todos los que la habitan os pertenece, sus ganados, sus cabras, la ciudad y el ejército, todo es vuestro. La sangre se derramará por vosotros sobre los altares y vuestros oídos podrán complacerse con los lamentos de vuestras víctimas. Veréis a aquel a quien fue confiada en otro tiempo por vosotros la guarda del lugar espantoso Y secreto, y se arrastrará a vuestros pies. Lo mismo que gobernasteis a nuestros padres nos gobernaréis a nosotros, según las reglas establecidas por vosotros para toda una eternidad. ¡Gloria a ti, oh Aca! ¡Gloria a ti, oh Jal! ¡Soberanos inmutables e inmortales!

Y en un clamor formidable que pareció desgarrar los cielos, la multitud inmensa respondía como un eco:

— ¡Gloria a ti, oh Aca! ¡Gloria a ti, oh Jal! ¡Soberanos inmutables e inmortales!

Entonces la voz del supremo sacerdote prosiguió:

— Que traigan aquí a la virgen, a la bonita joven destinada a la Sierpe para que pueda contemplarla y ver si le gusta como esposa. Que conduzcan igualmente a la que hace doce meses consagraron en casamiento con la Forma de piedra, a fin de que pueda despedirse de su señor.

Mientras hablaba Nam se oyó un ruido detrás del ídolo, y un instante después aparecieron de cada lado de la estatua una mujer y dos sacerdotes quienes las llevaron sobre el estrecho espacio de roca situado a los pies del ídolo y al borde del abismo. Siempre bajo la dirección de sus guardianes fueron colocadas una a la derecha y la otra a la izquierda del altar. Las dos eran altas y poseían la inquietante y lóbrega belleza peculiar a las mujeres del Pueblo de la Niebla. Sólo a esto se limitaba su parecido. La de la derecha, completamente desnuda no tenía más que una especie de delantal de piel de serpiente, sujetó en la cintura y la abundante cabellera esparcida sobre la espalda y coronada de una guirnalda de lirios rojos, semejantes al que se colocó en la mano de Juana. La de la izquierda, por el contrario, vestía un traje negro bordado con la imagen de una serpiente roja como la sangre y cuya cabeza parecía querer acariciarle el seno.

Leonardo observó que la actitud de aquella joven traicionaba el espanto más vivo, no cesando de temblar y de agitarse como si tratara de huir, mientras que en su compañera aparecía bien visible la expresión satisfecha y hasta de orgullo.

Durante un momento las dos mujeres quedaron inmóviles, expuestas a las miradas del pueblo; después a una señal de Nam, la que estaba coronada de flores fue conducida ante el altar, donde por tres veces dobló la rodilla en reverencia al ídolo, o mejor dicho, a Nutria sentado en su trono un poco más arriba. Todos los ojos permanecieron ahora fijos en el enano que miró a la joven sin hacer ninguna demostración, lo cual era muy lógico, puesto que no tenía la menor idea del objeto de la ceremonia. Y fue lo más curioso que el negro no pudo portarse con más juicio, en interés de la «novia», porque en aquel país, como en otras partes, el silencio equivalía a un consentimiento.

— ¡Ya veis, el dios acepta! -exclamó Nam-; la belleza de esta virgen es agradable a sus ojos. Apártate, Saga, para que el pueblo admire y conozca a la elegida. ¡Gloria a ti, esposa de la Sierpe!

Con sonrisa de triunfo, la joven volvió a su sitio, al lado del altar, mirando a su pueblo con expresión altanera.

Entonces la multitud gritó:

— ¡Gloria a ti, la elegida de la Sierpe! ¡Gloria a ti, la elegida del dios!

No se había calmado el tumulto cuando la joven vestida de negro fue impulsada hacia adelante, y al restablecerse el silencio se posternó también a la vista del ídolo.

— ¡Que vaya a reunirse con su señor en el lugar que habita! -vociferó Nam.

Y antes de que Juana tuviera tiempo de intervenir; antes de que lograra decir una palabra, porque no lo olvidemos era la única en condiciones de comprender la finalidad del acto, los dos sacerdotes arrancaron el traje de la joven y cogiéndola por los brazos de común acuerdo, fueron a arrojarla a lo lejos en el abismo.

Dando un grito desgarrador la víctima caía en medio del torbellino de las aguas, sobre las cuales flotó algunos segundos, sacudida de un lado a otro por los remolinos donde reverberaban los rayos de la luna. Todos los asistentes, ocupando en sitio desde donde era posible verla, se inclinaron para presenciar su fin, y Leonardo mismo, atraído por irresistible fascinación, se puso boca abajo, para alargar el cuello más allá de la estrecha plataforma y seguir con la mirada los esfuerzos desesperados de la infeliz que se ahogaba.

De improviso, en el agua más tranquila que corría inmediatamente debajo de los pies del ídolo, se produjo un movimiento semejante al que causa un pez de gran tamaño al saltar sobre su presa. A los pocos segundos surgía de la superficie una forma enorme y obscura, y la cabeza de un cocodrilo asomó bruscamente.

Un cocodrilo, sí: pero un cocodrilo extraordinario, como nunca se hubiera imaginado que existiese; un cocodrilo cuya cabeza sólo era más ancha que el pecho de un atleta, cuyos ojos inexpresivos eran gruesos como el puño, cuyos dientes amarillos eran semejantes, a los de un león, cuya mandíbula inferior estaba guarnecida de tentáculos o masas de carne blanca, que a distancia le hacía parecer barbudo como un macho cabrío; un cocodrilo, en fin, que medía lo menos quince metros de largo y un metro de ancho, con el cuerpo cubierto de excrecencias rojizas y grises, haciendo recordar el liquen que crece sobre los viejos muros.

Leonardo ignoraba a qué especie podía pertenecer el monstruo, limitándose a atribuir su origen a la más remota antigüedad.

Al choque que produjo en el agua la caída del cuerpo de la joven, el reptil habla salido de la caverna que habitaba, situada debajo del coloso, poniéndose en acecho de su alimento habitual, constituido por las víctimas humanas que le arrojaban de tiempo en tiempo. Irguiendo la horrorosa cabeza dirigió una mirada a su alrededor y varios segundos después el monstruo y su captura desaparecieron juntos en las profundidades tenebrosas de su antro.

Leonardo, aterrorizado, levantó la cabeza para mirar a Juana. Esta se hallaba encogida en el fondo de su trono de marfil y tenía los ojos cerrados, sea porque sufriese un desmayo, sea para no ver la escena horrible desarrollada a sus pies. Quiso entonces observar la impresión de Nutria. Contemplando con fijeza al agua, el enano estaba tan inmóvil como la estatua de piedra; evidentemente, en toda su vida, nunca había asistido a nada comparable a tan odioso espectáculo.

— La Sierpe ha aceptado el sacrificio -gritó de nuevo Nam-; la Sierpe acaba de llevarse a la que era su esposa y habitará con él en su morada sacrosanta. Preparemos ahora las otras ofrendas, porque éste no es más que el primer fruto. Que Olfan, el antiguo rey sea ofrecido en holocausto. Que se arrojen igualmente al dios los servidores blancos de la Madre. Que se apoderen de los esclavos, encontrados con ella en la llanura y los ofrezcan también a la Sierpe como regalo. Que se le entreguen todos los cautivos. Que el sacrificio de la Coronación de los Reyes sea cumplido según el uso para que se apacigüe el dios cuyo nombre es Jal, para que atienda de modo favorable las súplicas de la Madre, para que la abundancia se extienda en nuestras campiñas y la paz reine en el país.

Aunque Leonardo no comprendiera el sentido exacto de las palabras de Nam, adivinó en sus gestos lo que se proponía y no pudo evitar que se le erizaran los cabellos, sintiendo la sangre helarse en sus venas. El instinto le dijo que corrían todos actualmente el más grave peligro. Observando a los dos sacerdotes que le guardaban, creyó ver en sus miradas intenciones hostiles y amenazadoras. Entonces quiso reaccionar y sacudir el pánico. Después de todo, tenía su fusil para defender caramente su vida. A menos de ser un diablo metería una bala en el cuerpo al primero que intentara sujetarle.

Entretanto, los sacerdotes que estaban debajo se apoderaron del rey Olfan arrastrando el cuerpo gigantesco hacia la piedra del sacrificio; pero de pronto, por primera vez, Juana dirigió la palabra al pueblo y se hizo completo silencio en el templo y en todo el auditorio.

Su voz, procedente de aquella gran altura, parecía lejana y ténue, aunque cada palabra se destacaba claramente en la calma de la noche.

Escuchadme Pueblo de la Niebla -empezó diciendo- y vosotros, sacerdotes de la Sierpe. Aca ha vuelto y Jal ha vuelto, y vosotros le habéis restituido su antiguo poder, al cabo de tantas generaciones, y en ellos reside la vida de cada uno de vosotros. Son tales como la venerable tradición había decretado que serían; la Madre y el Hijo: la una deslumbrante y blanca, símbolo de la belleza y de la abundancia; el otro negro y horroroso, símbolo de la muerte y del mal. Y vosotros queréis ofrecer sacrificios a Jal con el exclusivo objeto, según la ley antigua, de que pueda apaciguarse y se digne escuchar las súplicas de la Madre cuando le pida que la abundancia reine en el país. Ahora os digo que no es así como Jal llegaría a la calma, ni tampoco porque le sacrifiquen hombres ha de rogarle la Madre que prodigue sus bienes.

«Porque, sabedlo bien; la ley antigua ha sido abolida y nosotros os traemos hoy una ley nueva. Ha sonado la hora de la reconciliación; ha sonado la hora en que la Vida y la Muerte marchen de la mano, porque, con el tiempo, la dulzura y la benevolencia, dominan en el corazón de Aca y de Jal y ya no exigen la sangre de los hombres en ofrenda a su majestad. Lo que vosotros le ofreceréis en lo sucesivo, serán los frutos y las flores y no la vida de los hombres. Ved, yo tengo en mis manos los lirios de invierno, uno rojo como la sangre, el otro blanco como la nieve. La flor roja, simboliza el sacrificio y la matanza; la estrujo y la tiro. La flor blanca, representa el amor y la paz; la llevo sobre mi seno. Es un hecho; la ley antigua deja de serlo. Ved como cae en el lugar habitado por la Sierpe y que es su morada: pero la ley nueva florece sobre mi corazón y en mi corazón. ¿No os parece que debe ser así, hijos del Pueblo de la Niebla? ¿No aceptaréis la misericordia y el amor que os traigo como los más preciados dones?

La multitud vio la flor roja rota, que, pasando sucesivamente en la sombra y en la luz, caía con lentitud hacia la superficie espumosa del torbellino; después, dirigieron sus miradas a la diosa que tema el lirio blanco colocado sobre su seno aún más blanco. Y en acuerdo unánime todos los asistentes se levantaron con estruendo semejante al de un viento de huracán y gritaron:

— ¡La alegría de la sangre y del sacrificio ha dejado de ser! ¡Ha venido el día de la paz! Gracias te sean dadas, ¡oh, Madre! y aceptamos tu misericordia y tu amor.

Hubo una pausa y por segunda vez resonó el estruendo de viento huracanado cuando volvían a colocarse en sus asientos de piedra.

Inmediatamente, la voz de Nam, rugía de nuevo, furibunda, frenética, desgarrando el aire como una trompeta guerrera.

— ¿Qué acaban de escuchar mis oídos? ¿Habéis perdido la razón, Habitantes de la Niebla? ¿ Habla acaso la Madre bajo la influencia de un hechizo? ¿El culto antiguo cambiado en un plazo tan perentorio? No, eso no será, porque ni los dioses tienen derecho a modificar su culto. Continuad los sacrificios, sacerdotes, continuad los sacrificios o de lo contrario sufriréis también vosotros una muerte espantosa.

Los sacerdotes, intimidados por la amenaza proferida contra. ellos, se apoderaron del rey que pugnaba por desasirse colocándolo tendldo sobre la piedra de sacrificio.

Entonces Juana, expresándose en inglés, llamó a Leonardo usando por primera vez este nombre -lo que hizo reflexionar al joven a pesar de la hora trágica- pero sin mirarle con el fin de que nadie pudiera adivinar a quien se dirigía.

— ¡Leonardo, Leonardo! -exclamó-; los sacerdotes van a degollaros a todos y sólo respetarán a Nutria y a mí. Si usted puede, cuando le haga una seña con la mano, dispare contra el que se dispone a sacrificar al rey… Ahora, por precaución no me responda ni una palabra.

Leonardo comprendió perfectamente lo que Juana le decía, y apoyándose contra el pulgar de la estatua fue a cambiar de sitio, de modo insensible, hasta tener a los de abajo en su rayo visual, y con la mirada fija en Juana que se puso a hablar en el lenguaje del Pueblo de la Niebla.

— Cuidado, ministros de sangre -dijo ella- si os negáis a obedecerme sucumbiréis Seguramente de muerte espantosa, de la muerte desconocida. Atiende, tú, mi servidor que se nombra Libertador y se inclinó hacia adelante para mirar a Leonardo. Si uno de ellos se atreve a poner la mano sobre el hombre que está allí abajo, mátalo rápidamente por el medio que tú sabes.

— ¡Herid! -replicó Nam iracundo-; ¡herid y no tengáis ningún temor!

La mayoría de los sacerdotes retrocedieron aterrorizados; pero uno de ellos, más audaz que los otros levantó su cuchilla para herir al rey. En el mismo instante, Juana lo designó con la mano extendida. Entonces Leonardo, apuntando su fusil, todo lo bien que le permitía la luz incierta quiso herir en el pecho al sacerdote. Inconsciente del peligro, el ejecutor se puso a refunfuñar una invocación y cuando Iba a dejar caer su cuchillo sobre la garganta de Olfan, un relámpago brilló por encima de él, inmediatamente seguido de una detonación que despertaba todos los ecos del vasto recinto. Alcanzado en pleno corazón el sacerdote hizo una pirueta en el aire, cayendo muerto sobre la plataforma.

A la vista de aquella escena trágica y para ellos inexplicable, un terror loco se apoderó de la gente sentada en las gradas.

— ¡Los dioses hablan con el rayo y el trueno! -exclamó uno de los gigantes-. ¡La llama de fuego es la muerte!

— ¡Silencio, perros! -aulló Nam-. Os han embrujado. Vosotros, los que estáis en lo alto, apoderaos del hechicero que se nombra Libertador, y vamos a ver quien lo salva de la muerte sobre la piedra.

Uno de los sacerdotes más próximos hizo un movimiento para atrapar a Leonardo y precipitarle en el abismo, pero su compañero, lleno de espanto, no se atrevía a moverse. Antes de que alargara su mano, el inglés le apuntaba a bocajarro y un segundo disparo repercutió en el templo.

Mortalmente herido, el sacerdote abría los brazos para caer de espalda sobre el basamento de piedra que había debajo, quedando inerte con la cabeza y las manos sobresaliendo en el vacío.

Nutria, por primera vez, se dejó dominar de su emoción. Empinado sobre las rodillas del gnomo, y agitando el cetro, mostraba a los dos muertos, al mismo tiempo que se puso a gritar hasta desgañitarse:

— ¡Bravo, baas, bravo!… Ahora, apresúrate a descolgar al viejo de su percha; hace rato que me viene fastidiando con sus continuos berridos.

El efecto producido en los espectadores por las voces de Nutria fue todavía mayor, si esto es posible, que el causado por la muerte de los sacerdotes. El hecho de que un dios, cuyo nombre era Silencio, empezara de repente a gritar, y a gritar en una lengua desconocida, de la que ellos no comprendían ni una palabra, constituía la prueba de la violencia de su cólera.

Leonardo estaba en situación muy crítica para ocuparse del negro, y rápidamente hizo cara al segunde sacerdote. Este último, sin embargo, no parecía decidido a morir de una muerte tan espantosa. Arrojándose de rodillas a los pies del inglés, le suplicó con voz humilde y con gestos todavía más elocuentes, que se dignara concederle el perdón.

Aprovechando la sorpresa general, Juana se dirigió otra vez a la multitud:

— Ya veis, Pueblo de la Niebla, que cuando amenazo no es en vano.

¿Dónde están ahora los que me han desobedecido? La lengua de fuego los ha devorado y de la misma muerte que ellos, perecerán todos los que intenten contrariar mis órdenes o las de Jal. Vosotros reconocéis que somos dioses y nos acabáis de coronar para ser vuestros reyes. A pesar de todo, no tengáis miedo, porque sólo contra los rebeldes se desencadena el azote de nuestra cólera. Respóndenos, Nam, ¿estás dispuesto a ejecutar nuestros mandatos? ¿Prefieres morir como han muerto tus servidores?

Nam miró desesperadamente a su alrededor. Sus ojos sondearon con ansiedad las filas apretadas de la multitud, sin encontrar un signo, un detalle, una manifestación cualquiera que le revelaran apoyo o benevolencia. Comprendió que el pueblo, que desde hacía tantos años temblaba a su presencia, acababa de renacer de improviso a la esperanza viendo producirse una potencia más grande que la suya, y aunque lograra recobrarlo más adelante, por el momento al menos rompía su yugo. Quiso buscar refugio en los sacerdotes, no descubriendo tampoco ni un indicio alentador; con aspecto abatido y temeroso habíanse agrupados, juntos unos contra otros, como tímidas ovejas, sin apartar las miradas de los cadáveres de sus compañeros, víctimas de una muerte tan extraña y repentina. Por último, pensó acogerse al recurso supremo de Nutria; el dios de la sangre y del mal le atendería gozoso. Lleno de confianza le hizo un llamamiento.

— La Madre ha hablado -dijo-. Pero la Madre no es el Hijo. Dime, ¡oh, Jal! ¿cuál es tu voluntad?

Nutria no respondió, lo que se explica puesto que no comprendía ni una palabra.

Juana se apresuró a responder en su lugar.

— Yo soy la boca de Jal como Jal es mi brazo. Cuando hablo es Jal quien habla en mí. Cúmplase su voluntad y la mía, desobediente servidor o mueres al instante.

Era la hez del caliz. Nam, vencido por primera vez en su vida, había encontrado sus amos, y los había encontrado precisamente en los dioses por él descubiertos y cuyo regreso aclamara.

— ¡Hágase así! -respondió con semblante contristado-. La ley antigua pasa y la ley nueva viene. ¡Hágase así! ¡Hágase tu voluntad, oh Aca! ¡Hágase tu voluntad, oh Jal! He combatido por vuestra gloria, he colmado de ofrendas vuestros altares y en cambio rechazáis mis pretensiones y me amenazáis de muerte. Sacerdotes, libertad a ese hombre que fue rey. Pueblo, obra como tú crees deber obrar; olvida la vía en la cual marchabas no ha mucho y reconoce esa flor blanca de la paz que te ofrecen… y prepárate a morir. He dicho.

Su voz a medida que hablaba se hizo más hueca y al concluir, sacudiendo por última vez sus puños descarnados sobre su cabeza cana, desapareció de la vista de todos.

Entonces los ejecutores desataron al ex rey Olfan, que se levantó ligero de la piedra de sacrificio.

— Olfan -le dijo Juana desde lo alto de su trono- a ti que fuiste rey, nosotros que hemos tomado posesión de tu soberanía, te otorgamos la vida y la libertad y con ella el honor; pero cuida,.en cambio de servirnos lealmente si no quieres verte de nuevo sobre la piedra que acabas de abandonar. ¿Estás decidido a prestarnos juramento de fidelidad?

— Juro seros fiel por siempre. Lo juro por vuestras cabezas sagradas -respondió Olfan.

— Muy bien. Nosotros delegamos en ti el mando de los ejércitos de este pueblo. Reúne a tus jefes y guerreros y ordena a los que nos condujeron aquí el regreso a nuestra morada, y organízanos una guardia para que nadie nos importune. Y tú, ¡oh pueblo! despídenos por el momento.

Anda en paz y quédate en paz al amparo de nuestra potencia.