CAPÍTULO X
En el momento de la llegada de Leonardo y Nutria, el Diablo Amarillo se disponía a pronunciar una arenga, de modo que todos los asistentes le miraban con curiosa atención y nadie advirtió la presencia de los intrusos.
— Vamos, amigos míos, abridme paso -gritó de improviso Leonardo, expresándose en portugués-. Deseo saludar a vuestro jefe.
Una docena de individuos volvieron la cabeza vivamente.
¿Quién es usted? -preguntaron al comprobar que era extranjero.
— Si tienen la amabilidad de dejarme pasar lo explicaré en seguida -protestó Leonardo abriéndose un hueco con los codos.
— ¿Quién es ese hombre? -vociferaba Pereira con voz ronca y vinosa-. Dejadlo pasar.
— Esta vez se apartaron las filas y Leonardo y Nutria consiguieron avanzar entre los grupos, que seguían observándolos con desconfianza.
— Le saludo, señor — dijo sonriente Leonardo que había llegado con su compañero al pie de la escalinata.
— ¡La peste se lleve sus saludos! ¡Por el infierno, lo que me interesa es saber quienes son!
— No soy más que un humilde miembro de vuestra honorable corporación, que viene a saludarles y espera realizar algunos negocios fructíferos -respondió Leonardo con la más perfecta sangre fría.
— ¡Ah! ¿es eso cierto? Pues le declaro que se dudaría mucho al verle. Tiene usted más bien todo el aspecto de un inglés que no sabe una palabra del comercio. Y ese aborto ¿quién es? -añadió Pereira indicando al enano-. ¿Quiere usted conocer mi opinión? Sencillamente que estoy convencido de que es usted un vulgar espía, y si es así, por todos los santos, que va a pagarlo bastante caro.
— Es decir; ¿cree usted seriamente -replicó Leonardo prorrumpiendo en una carcajada -que sería tan idiota de venir aquí a entregarme con la cabeza baja, si no fuese de los suyos? Hay en esta reunión alguien muy recomendable, me refiero al señor Javier, que puede responder de mí. ¿No fue él quien avisó a cierto capitán Pedro, procedente de Madagascar y cuyo dhow se encuentra fondeado en el puerto? Ese capitán Pedro, correspondiendo a la invitación que le hicieron, acaba de llegar a este campamento, salvando dificultades innumerables. Permítanme decir que por la forma descortés con que se le recibe, empieza a lamentar de todas veras el haber abandonado su barco.
— Es exacto, Pedro -confirmó Javier, un grueso portugués que tenía sangre de negro en las venas-. Yo rogué al señor que viniera. Ya lo he dicho.
— En tal caso más la convenía haberse quedado tranquilo -gruñó Pereira-. Su amigo tiene una cabeza que no me convence y todo el aspecto de un comandante de la marina de guerra inglesa.
Leonardo comprendió el mal giro de la situación y la urgencia de dar un golpe efectista.
Montando en repentina cólera, que le parecía la mejor táctica, dijo dirigiéndose a la multitud.
— ¡El diablo cargue con usted y con su abyecta desconfianza! -exclamó-; Repito que mi dhow se encuentra fondeado en el puerto y que soy medio inglés, medio criollo… Al primero que ponga en duda mi palabra le hundo esta hoja hasta el puño en la garganta.
Y al mismo tiempo dio; resueltamente un paso adelante, llevando la mano sobre la empuñadura de su sable, e irguiendo la cabeza para dirigir una mirada de desafío a los grupos de negreros.
El efecto producido por su actitud enérgica y amenazadora fue instantáneo. Los asistentes retrocedieron instintivamente y se vio al mismo Pereira, palidecer bajo el amarillo de su piel, porque como todos los hombres crueles era profundamente cobarde.
— Vuelva el acero a la vaina -dijo Pereira en un tono que se esforzaba por parecer de indiferencia-. La había dicho todo eso para probarle y ahora veo que se puede tener confianza en usted. Venga a estrechar mi mano y en adelante me considera como un amigo, porque el viejo Antonio no hace las cosas a medias.
— Será preferible impulsar la prueba algo más lejos -insinuó un joven que se hallaba al lado de Pereira-; envíele a buscar un esclavo y empleemos el método antiguo… es todavía el mejor.
Pereira parecía pensativo y Leonardo sintió la sangre helarse en sus venas.
— Escuche, amigo -gritó más furiosamente que nunca revolviéndose hacia el importuno-. Yo he cortado la garganta a tantos hombres, que excede en mucho a su cuenta de latigazos a los esclavos; pero si le hace falta una prueba estoy a su disposición. Baje aquí, gallito, y encontrará con quien hablar.
El joven se puso lívido de coraje haciendo ademán de lanzarse contra su adversario, pero sin duda le arredraron la varonil actitud de Leonardo y su musculatura poco común, porque pareciendo tranquilizarse súbitamente se limitó a responderle con una sarta de injurias.
Nadie hubiera podido predecir cómo iba a terminar el altercado si en aquel momento no se decide Pereira a intervenir y en forma perentoria.
— ¡Hágase la paz! -exclamó con su gruesa voz de toro y tan arrebatado qué se erizaron sus cabellos-. He dicho a este hombre que sería mi amigo y lo será. ¡No faltaba más que oyera discutir mis actos por jóvenes mocosos de tu calaña! No vuelvas a pronunciar ni una palabra o te mando a la barra.
El imprudente no insistió; tal vez le convenía tener un pretexto para evitar el encuentro con el inglés. Entonces Pereira, después de estrechar la mano de Leonardo y de haber dado orden a una esclava que le trajera de beber, hizo un gesto a la concurrencia, de que reanudaba su arenga interrumpida.
— Ahora, corderitos, tengo que hablaros de otra cosa. Durante el último viaje cayó en nuestro poder la hija de un maldito inglés. La he conducido aquí y como soy su protector os he convocado esta noche con objeto de poder elegir un marido.
»¿A quién entregaré esta dulce y encantadora jovencita? Entre tantos hombres honorables reunidos a mi alrededor, ¿cuál es el mejor y más digno esposo para ella? La elección me resultaría muy espinosa y prefiero dejarla al azar. He decidido que el dichoso mortal será el que me ofrezca un regalo más espléndido. Notad bien que digo el regalo más espléndido y no el de más alto precio, sin embargo creo mejor; que la valoración se efectúe en la forma habitual, es decir, que se proceda a las pujas en onzas de oro.
»Por último, amigos míos, impongo una condición ineludible. Para proceder en todo y por todo de manera regular, el afortunado deberá casarse en el acto a presencia nuestra. Disponiendo aquí de un sacerdote, ¿no es conveniente y justo que cumpla su sagrado ministerio? Vamos, hijos míos, prepararse porque la hora avanza. ¡Que traigan en seguida a la joven inglesa!»
Sería un grave error creer que el discurso de Pereira fue pronunciado de un tirón, tal como acaba de leerse. Repetidas veces, por el contrario, le interrumpieron con bromas, sarcasmos, mordacidades y carcajadas; solamente se restableció la calma al dar orden de conducir a Juana, preocupados los asistentes en lo que iban a presenciar y en lo que pudiera ocurrir.
Momentos después Juana Rodd aparecía vestida de blanco y escoltada de varios hombres armados. Con paso ligero y rápido, la cabeza erguida y sin mirar una sola vez ni a la derecha ni a la izquierda, la joven avanzó deteniéndose delante de la escalinata. Leonardo pudo ver que a pesar de su estatura, superior a la media, tenía el cuerpo muy esbelto: Su tez muy pura, sus miembros delicadamente modelados y la cabellera, espesa y bella, anudada en una sola trenza notable, el atractivo soberano de su rostro eran los ojos, dos ojos inmensos y límpidos, al mismo tiempo dulces y audaces, y cuyo color indefinible iba del gris al azul, según las sombras reflejadas en ellos.
— ¿Qué quiere usted de mí, don Antonio Pereira? — preguntó con voz firme y clara.
— Paloma mía -respondió con el acento irónico e hiriente que le era habitual -no te irrites contra tu esclavo. Te he prometido un esposo y acabo de reunir a todos mis valientes amigos para elegir uno entre ellos.
— Por última vez le conjuro, don Antonio Pereira. Ya que le falta razón para odiarme, no se encarnice conmigo, tenga compasión de mi debilidad y déjeme partir en paz.
— ¡Que te deje partir en paz! Nadie piensa aquí en hacerte daño, paloma mía. Nuestra intención es únicamente darte un marido.
— Y yo le digo de una vez para siempre que no quiero un esposo elegido por usted ni por ninguno de sus hombres. Obre como le parezca, pero nunca me forzarán a casarme contra mi voluntad. Aunque haga usted lo imposible no le temo, porque sé que Dios vendrá en mí socorro. Tenga cuidado al no atender mis súplicas, tenga cuidado don Antonio; usted y todos los que se dicen sus amigos. Tantas iniquidades recibirán el castigo que merecen. La muerte acecha a los asesinos y ni aun después de muertos escaparán a la venganza celeste.
Estas palabras fueron pronunciadas con voz tranquila, pero con acento de convicción, de energía y de dignidad que los regresos de corazón más endurecidos se sintieron emocionados.
Al dejar de hablar, su mirada encontró por primera vez la de Leonardo Outram, se había inclinado éste para escucharla mejor y aquella infeliz joven, tan sola y abandonada le produjo vivo sentimiento de amargura y compasión, hasta el extremo de que olvidando por completo su papel inconscientemente, acababa de recobrar su fisonomía la expresión de perfecto gentleman inglés, un poco austera quizás, pero llena de noble franqueza.
Era la primera vez que se veían y tuvieron pocos segundos para observarse, pero había en su mirada, del uno como del otro, tal deseo de hacerse comprender que las más elocuentes palabras hubieran sido impotentes para expresar mejor sus intenciones recíprocas; la de Juana que imploraba del desconocido ayuda y protección; la de Leonardo que prometía a la afligida doncella defenderla contra todos y dedicarse con febril empeño a restituirle la libertad.
Alrededor de ellos el silencio se prolongaba. La impresión causada por la orgullosa respuesta de la joven había sido enorme y todos los asistentes, empezando por el propio Pereira se sentían aterrorizados, al pensar en la venganza inminente con que la joven les amenazara. Parecía dominarles un miedo supersticioso y Antonio, incapaz de contestar una sola palabra, se dejó caer lleno de consternación sobre el sillón de ébano con incrustaciones de marfil en el que se sentaba como si fuera un trono.
Tan profundo era el silencio, que Leonardo pudo oír el débil maullido de un gatito que deslizándose fuera de la galería vino a frotarse contra los pies de Juana. Esta también le oyó y recogiendo al animal lo oprimía cariñosamente contra su pecho.
— ¡Que la suelten! -gritó una voz entre la multitud-. Es una bruja y atraerá la desgracia sobre nosotros.
Aquella exclamación despertó a Pereira del embotamiento en que había caído, y profiriendo una horrible blasfemia fue a precipitarse furioso contra la inocente joven, bajando la escalinata de un brinco.
— ¡Miserable! -aulló-. ¿Crees que vas a intimidarme con tus bravatas? Que Dios venga en tu ayuda si puede. Aquí no hay más que un Dios y es el Diablo Amarillo. Si continúas en tu actitud haré de ti, cuando me plazca, lo que hago de este animal.
Y arrancando a Juana el pobre gatito lo arrojó con tuerza a sus pies.
— Ya lo veis -agregó-. ¿Acaso ha venido Dios en socorro de este gato? No; ¿verdad? Pues bien, para ti será lo mismo… Vamos, pongamos ahora de manifiesto lo que va a venderse.
Al mismo tiempo, antes que ella hubiese podido prevenir o solamente adivinar su gesto, Pereira empujo con violencia el traje de la joven, a la altura de su pecho, desgarrándolo de arriba abajo.
Juana trató de ocultar con una mano su vestido hecho jirones, y con la otra se puso a buscar febrilmente en su opulenta cabellera. Leonardo, estremecido de angustia, había adivinado que quería tomar el veneno.
Entonces, por segunda vez la miró de frente intentando hacerla comprender el pensamiento que no podía expresarle de viva voz, y Juana se limitó a desanudar sus cabellos y esparcirlos sobre los hombros para cubrir como un manto la desnudez de la abertura del traje. Leonardo había advertido que conservaba la mano derecha constantemente cerrada no dudando que retuviese en ella el veneno a prevención.
— Cuando suene su última hora, don Antonio Pereira -profirió Juana con voz vibrante y serena- recuerde los dos actos que acaba de realizar.
Y le mostró el gatito en las convulsiones de la agonía y su traje hecho pedazos.
A una señal del portugués varios esclavos avanzaron hacia ella dispuestos a despojarla completamente de su vestido, pero los negreros protestaron indignados del ultraje de que acababan de ser testigos.
— Déjela tranquila -decían-; ya sabemos que es bella y perfecta por todos conceptos.
Había tanta firmeza en la actitud de los asistentes que los esclavos retrocedieron y Pereira no se atrevió a reiterar la orden.
Volviendo a subir la escalinata fue a colocarse de pie contra su sillón y tomando en la mano una copa vacía para utilizarla como si fuera el martillo que se usa en los remates de una subasta, dijo en voz alta:
— Señores, voy a ofrecerles un bocado de rey, un modelo raro y único que se subasta esta noche exclusivamente. Dicho modelo consiste en una joven de sangre medio inglesa, medio portuguesa. Es devota y bien educada; en lo que se refiere a su docilidad no puedo decir ni una palabra; eso queda de cuenta del marido. No me cansaré en describiros los encantos con que la ha dotado la naturaleza; están: a vuestra vista. Admirad esa figura, esa cabellera, esos ojos. ¿Habéis contemplado nunca nada que pueda serle comparable?
«Ya he dicho que la pongo a disposición del que me ofrezca un regalo más espléndido. Tendrá derecho a llevársela: en el acto y no le he de escatimar por cierto mis plácemes y bendiciones. Insisto en que el elegido ha de celebrar su casamiento con la inglesa, según los ritos, por un sacerdote que será el padre Francisco, aquí presente.
Designó con el gesto a un hombre de rostro melancólico y afeminado, vestido con una sotana raída, y medio oculto en las últimas filas de la multitud.
— Ahora -prosiguió- otra cosa, señores; he de advertir que para no perder tiempo se rechazan las pequeñas pujas y fijo como punto de partida el precio de treinta onzas.
— ¿De plata? -preguntó una voz.
— ¿De plata?… Ciertamente que no. ¿Cómo se te ocurre ni pensarlo, idiota? ¿Te imaginas que se trata de una negra? Treinta onzas de oro, buen mozo; ¡treinta onzas de oro!… ¡Ya verás que me quedo muy corto!
— Treinta y cinco -apuntó un hombrecito, raquítico y desmedrado cuya figura parecía más bien esperar un entierro que una boda.
— Cuarenta — respondió en seguida un árabe de pura raza y de presencia magnífica.
— Cuarenta y cinco — pujó el hombrecito enfermizo.
De cinco onzas en cinco onzas, la lucha se prosiguió entre los dos hombres que parecían ser hasta el presente los únicos compradores eventuales, pero al llegar a la suma de setenta onzas, el árabe dijo en voz baja: «¡Alá!», abandonando completamente la partida.
— Adjudicádmela -gritó el hombrecito-, es mía.
— Espere un poco, mi buen amigo -intervino Javier, el gigante portugués-. Ahora me toca a mí y ofrezco ochenta onzas.
— ¡Noventa! -aulló el rival.
— ¡Cien! -exclamó Javier triunfante.
Su adversario, vencido, no hizo nueva puja, y la concurrencia prorrumpía en gritos frenéticos, creyendo a Javier victorioso.
— Me adjudica usted a la joven, ¿verdad, Pereira? -preguntó el rico negrero fingiendo mirar a Juana con indiferencia.
— Un minuto -interrumpió Leonardo que tomaba la palabra por primera vez-. Yo también soy un amador… ¡Ciento diez!
Nuevas aclamaciones surgieron de la multitud. Decididamente era cada vez más enconada la lucha por la posesión de Juana, y Javier se mordía los dedos mirando a Leonardo con rabia.
— Entonces -dijo Pereira satisfecho -amigo Javier, ¿permite usted que adjudique esta belleza, al capitán Pedro? Si encuentra caro el precio fíjese que, en realidad, es irrisorio. Le ruego que la mire mejor y vea que vale mucho más… únicamente, atención a esto. Advierto que no concederé ni una onza de crédito.
— Ciento quince -pronunció Javier con esfuerzo como un hombre que ofrece sus últimos recursos.
— Ciento veinte -respondió flemáticamente Leonardo.
Pero él también acababa de comprometer todo su haber, y si Javier quería pujarle, iba a verse obligado a renunciar a Juana o proponer en pago el rubí que le cediera Soa, costándole mucho trabajo desprenderse de la joya, sin contar que nadie consentiría en admitir la autenticidad de una piedra de semejante tamaño.
Decidido a acabar se acercó a su rival preguntando:
— ¿Consiente usted en quedar en la última puja?
— ¡Sí, sí, y que la peste le lleve! Puedo pasar sin esa belleza. ¡Ni por ella, ni por ninguna mujer del mundo estoy dispuesto a dar más!
Leonardo, sonriente, miró a Pereira.
— Entonces, señor -dijo este último- estamos de acuerdo; ¿adjudico la blanca Juana al capitán Pedro por el precio de ciento veinte onzas de oro?… ¡A la una!… ¡A las dos!… Veamos, Javier; ¿va usted a dejar que se la arrebaten?… Lo lamentará usted toda su vida… Decídase que todavía es tiempo… ¡A la una!… ¡A las dos!…
Hizo una pausa levantando en alto la mano que sostenía la copa.
Javier avanzó un paso, y Leonardo, jadeante, le veía entreabrir los labios como si fuera a hacer una nueva puja, pero casi en el acto, cambiando de opinión, el gigante, al retroceder, se puso de espalda a la concurrencia.
— ¡Adjudicada! -exclamó Pereira con su voz ronca, bajando su mano tan fuertemente sobre el brazo del sillón que la copa rodó hecha pedazos.