CAPÍTULO XIV
Tres meses habían transcurrido desde el día en que Juana notificó a Leonardo su inquebrantable resolución de partir con él a la conquista de los tesoros del Pueblo de la Niebla.
Era el atardecer, y nuestros tres viajeros, acompañados de Soa, de Nutria y de Piter, el jefe de la granja del difunto Mavum, con quince de sus hombres, habían acampado a la orilla del río, en medio de una llanura desolada:
Durante aquellos tres meses avanzaron casi sin detenerse, en dirección Norte, guiados por Soa. Después de seguir más de dos semanas, en sus piraguas, el curso del Zambezé, hicieron su entrada en uno de los afluentes del gran río, el Mavuaé que corre al pie de una larga cadena de montañas, el Mang-Anja. Poco pudieron progresar a causa de las numerosas cataratas que les obligaban con frecuencia a recorrer grandes distancias, transportando las embarcaciones en un terreno desigual y muy dificultoso. Por último, encontraron una cascada de tan largo recorrido que fue necesario abandonar las piraguas y continuar la ruta a pie.
Múltiples peligros afrontaron al realizar tan prolongado trayecto en el río, pero eran mucho más temibles los que le acechaban ahora, ya que el Marengí, la nueva región que iban a atravesar es un país completamente deshabitado, y lleno en cambio de fieras de todas las especies.
Las planicies sucedieron a las planicies con monotonía desesperante, y hubo semanas en que caminaron sin verles nunca el fin.
Poco a poco, no obstante, la temperatura llegó a ser más fresca, porque atravesaban al presente una porción de la meseta inexplorada que separa el África del Sur del África Central. La desolación que reina en aquellos lugares salvajes es de tal modo profunda que los cargadores comenzaron a murmurar, diciendo que no se debía ir más lejos por haberse llegado al extremo del mundo.
Dos cosas solamente estaban en su favor; la primera, que en razón de la altura a que habían llegado fueron protegidos contra los ataques de la fiebre; la segunda, que les era casi imposible extraviarse, pues según las afirmaciones de Soa iban remontando un río que tomaba su fuente en pleno territorio del Pueblo de la Niebla.
Sus aventuras se multiplicaron de tal forma que sería muy prolijo referirlas todas. Una vez, por falta de caza, tuvieron que ayunar tres días. En otra ocasión, una tribu de salvajes los acribilló de flechas envenenadas; hubo dos muertos, entre sus hombres auxiliares, y la pequeña tropa pudo continuar su marcha, gracias al terror inspirado por las armas de fuego que los enemigos atribuían a instrumentos de magia.
Después de haber escapado a los caníbales tuvieron que internarse en la selva llena de antílopes, pero también de leones, de los que se defendían durante la noche, manteniéndolos en respeto con grandes hogueras. En seguida atravesaron una comarca pedregosa en la que los cantos puntiagudos les molestaban mucho al andar y de ochenta a cien millas del triste veldt, donde sentían los pies, enredados a cada paso en las altas y espesas hierbas, ya secas por los fríos del invierno.
Tanta perseverancia y encarnizamiento no quedaron sin recompensa,
Y al llegar a los confines del veldt, distinguieron por fin, cortándoles el paso, el baluarte que marcaba los límites del territorio ocupado por el Pueblo de la Niebla.
Allí, delante de ellos, a menos de una milla de distancia, se erguía una muralla de roca, o si se prefiere una cortadura gigantesca, hendiendo la llanura hasta perderse de vista como un escalón colosal, cuya altura, variable según los lugares, podía alcanzar doscientos a trescientos metros y cuya superficie estaba cubierta de una sucesión de cataratas magníficas formadas por las aguas del río.
Los tres blancos acababan de comer la carne de gamo que constituía su cena, cuando Soa, seguida de Nutria vino a sentarse en el suelo, frente a ellos.
Los rayos pálidos de la luna daban al gran cuerpo descarnado y a la melancólica fisonomía de la vieja una apariencia todavía más impresionante que de costumbre. Nutria se colocó junto a ella, y aun estando de pie, y Soa acurrucada, las dos cabezas se presentaron casi al mismo nivel.
— ¿Qué hay Soa? -preguntó Leonardo con acento de indiferencia.
— Libertador -respondió la vieja, aplicándole el epíteto que le daban los indígenas hace algunos meses, cuando usted quería encontrar el oro en el lugar de las tumbas, concluimos un pacto obligándose usted a salvar a mi ama y yo a conducirle al país donde hallará piedras preciosas como una que le entregué de muestra para probarle la verdad de mi aserto. Mi ama ha sido libertada; Mavum, su padre, ya no existe, y usted tiene perfecto derecho a reclamar su deuda. Si sólo se tratara de mí le mandaría a paseo, porque sólo hice la promesa para lograr mis fines, pero la Pastora se niega a oír razones y exige que lo acordado en su nombre se cumpla puntualmente. Ahora respóndame, Libertador: ¿su intención sigue siendo la de penetrar en el Pueblo de la Niebla?
— ¿Para qué imagina usted que he venido aquí, Soa?
— Entonces, escúcheme bien. Lo que le he contado es verdad, sí; solamente que no dije toda la verdad. Más allá de esa muralla hay un pueblo cuyos hombres son gigantes y feroces; un pueblo cuya costumbre es inmolar a los extranjeros para entregarlos como ofrenda a sus dioses. Si se introduce usted entre ellos le matarán, como dieron muerte a todos los que se han aproximado a sus dominios.
— ¿Qué quiere usted decir, mujer?
— Quiero decir que si en algo estima su vida y la de mi ama, dé media vuelta en cuanto amanezca y regrese al país de donde ha venido. No le mentí asegurándole que en ese territorio se encuentran las piedras preciosas, pero acuérdese de que la muerte espera a los que intenten robarlas.
— Muy bien, todo eso es sensato y agradezco que lo advierta, pero sería un Imbécil, después de tan largo viaje, volver atrás a la vista del puerto. Abandónenme todos si así lo desean; por mi parte iré hasta al final.
— Tiene usted completa razón, señor Outram -aprobó Juana- y en lo que a mí se refiere prefiero morir cien veces a retroceder en este momento. Déjate de recriminaciones, Soa, y explícanos de una manera precisa lo que debemos hacer para conciliamos la buena voluntad de tus compatriotas a los que desde tan lejos venimos a despojar de sus bienes. No olvides, Soa -agregó con un relámpago en sus ojos pardos- que nadie se burla de mí impunemente. En esta empresa los intereses del Libertador son los míos. Cualquiera que sea la suerte que el porvenir nos reserve la compartiremos juntos y si es la muerte para el uno será la muerte para el otro. Mucho cuidado, Soa, y desgraciada de ti si nos abandonas o nos traicionas.
— Está bien, Pastora -respondió la vieja- tu voluntad será cumplida, porque es a ti a quien yo amo y odio a los otros.
— Al decir esto dirigió Soa una mirada malévola a Leonardo y al enano.
— Voy a explicarte -prosiguió- cual es la ley de mi pueblo; todo extranjero sea, quien sea, que entre en su territorio, debe ser ofrecido en sacrificio a Aca, la madre, si el hecho se produce en verano y a Jal, el hijo, si se está en invierno, porque los habitantes de la Niebla tienen horror a las gentes extrañas. Sin embargo, existe una profecía según la cual, cuando hayan pasado muchas generaciones, Aca, la madre y Jal el hijo, volverán al país bajo el aspecto de seres humanos, en carne y hueso; la diosa en una forma como la tuya, Pastora, y el dios como ese negro perro de enano. Entonces, la madre y el hijo llegarán a ser los únicos amos del país, y los reyes cesaran de ser reyes, los sacerdotes de la Sierpe serán sus servidores, y su regreso marcará una era de paz y de prosperidad que no ha de tener fin.
»Pastora, tú conoces el lenguaje del Pueblo de la Niebla, porque yo te lo he enseñado cuando eras una niña. Conoces igualmente el canto sagrado, el canto del Nuevo Advenimiento, el que ha de entonar Aca cuando vuelva, y que yo aprendí por ser la hija del gran sacerdote, destinada a desposar con la Sierpe y a una muerte segura de no haber huido.
Ven aparte conmigo, Pastora, y tú también, negro; tengo que instruir a los dos para el día en que se encuentren frente a frente con el Pueblo de la Niebla.