CAPÍTULO XVIII
Dominado por tristes preocupaciones, Leonardo se despidió de Juana marchando en busca de los hombres de la expedición a los que no veía desde la víspera.
Los encontró en un acomodo materialmente aceptable; es decir, bien alimentados y con amplio alojamiento, pero, por el contrario en plena desmoralización, poseídos de pánico a la vista de los sacerdotes y de los guerreros, de aspecto terrorífico, que parecían acecharlos como los gatos acechan a los ratones. Al verle entrar corrieron todos a recibirle, sujetándole desesperadamente para que no les abandonara, pues los infelices temían que los asesinaran de un minuto a otro. Leonardo los tranquilizó como mejor pudo prometiendo vigilar y protegerlos en la medida de sus fuerzas.
El resto de la jornada fue muy pesado. Poco a poco la niebla que hacia las diez pareció disiparse, se hizo por el contrario más densa y la sala de los dioses, a donde había vuelto Leonardo iba quedando en obscuridad casi completa. La conversación languidecía cada vez más, hasta el extremo de interrumpirse en absoluto, oyéndose entonces la voz monótona de los sacerdotes, recitando interminables oraciones delante de la puerta.
No pudiendo aguantar más tiempo, Leonardo se levantó declarando que iba a salir. Su primer cuidado fue visitar de nuevo a los hombres para prodigarles palabras de consuelo. De allí, con ciertas precauciones, pudo aproximarse a las grandes empalizadas que cerraban el patio del palacio, y se puso a mirar a través de ellas. Ligeramente esclarecida la niebla le era fácil distinguir las puertas del templo, a cada lado de las cuales se erguían murallas ciclópeas. Hacíanse ya los preparativos de una ceremonia, y de una ceremonia importante a juzgar por la muchedumbre aglomerada en las inmediaciones y el movimiento extraordinario de sacerdotes y de guerreros. Sin embargo, no logró averiguar más, porque los centinelas le impidieron el paso, al pretender acercarse al pasillo. Volvió entonces a su puesto de observación hasta ocultarse el sol que se reunía con sus compañeros refiriéndoles lo que acababa de presenciar.
Una hora después, los cortinajes se abrieron bruscamente, viéndose entrar un grupo compuesto de doce sacerdotes llevando gruesos cirios de sebo con Nam, su jefe, al frente.
Todos se prosternaron presurosos delante de Juana y del enano, que dando inmóviles y mudos como estatuas.
— Hablad -pronunció Juana, después de esperar en vano bastante tiempo.
— Venimos aquí, ¡oh, Madre!, ¡oh, Sierpe! -dijo el gran sacerdote Nam -para conduciros al templo donde el pueblo espera contemplar a sus dioses.
— Muy bien -respondió Juana-; llevadnos.
— Pero es necesario antes, ¡oh, Madre!, que te cubras con el ropaje adecuado -replicó Nam-. Fuera del templo nadie debe fijar sus miradas en la divinidad, a excepción de tus sacerdotes.
Extrajo entonces un traje negro del saco de paja que llevaba uno de sus acólitos. Aquel ropaje era de forma muy curiosa. Cerrado por delante con botones de asta, parecía tejido de una sola pieza con el pelo más fino de cabras negras. Las mangas largas, de modo que sólo dejaran ver las manos, y terminando en lo alto con una especie de capucha provista de tres hendiduras, dos para los ojos y una para la boca.
Juana se retiró a su sala para colocarse la lúgubre vestimenta por encina de su traje blanco, y reapareció un instante después con el aspecto de un monje de los tiempos de la inquisición.
Los sacerdotes le entregaron dos lirios, uno blanco y uno rojo que debía llevar, el uno en la mano derecha y el otro en la mano izquierda. Es timando bien adornada a la diosa se ocuparon de preparar a Nutria, al cual pusieron en la frente una franja de cabellos rojos para ocultarle los ojos y en la mano un cetro de marfil que parecía remontar a una época muy remota, representando una serpiente erguida sobre su cola.
— Todo está dispuesto -anunció Nam.
— Entonces conducidnos -repitió Juana-, pero que se permita acompañarnos a todos nuestros servidores, debiendo quedar aquí solamente la mujer anciana, con objeto de que prepare lo que necesitaremos a nuestro regreso.
Soa había manifestado a su ama el deseo de permanecer en el palacio cuando fueran al templo, y Juana lo consultó con Leonardo. Este le dijo que su criada debía tener muy buenas razones para no dejar mostrarse en público y que, además, en caso de conflicto no les sería de ningún socorro, arriesgando, en cambio, verse abrumados por ella.
— Tus servidores esperan -respondió Nam-; todo está dispuesto para ellos también.
Y al pronunciar estas palabras, se dibujó en su rostro arrugado una sonrisa satánica, pareciéndole a Leonardo de mal augurio. ¿Qué sombría significación atribuirle?
No tuvo tiempo de reflexionar porque se les hizo salir al patio, donde los guerreros, cubiertos con pieles de cabra, esperaban guardando las dos literas. Allí Leonardo vio a sus hombres, bastante inquietos, a pesar de que les dejaron sus armas, por estar rodeados de una cincuentena de gigantes, con escudos y lanzas.
Juana y Nutria subieron a las literas, y Leonardo, llevando a su lado a Francisco, se puso al frente de su pequeña tropa. Cada uno de sus hombres tenía el fusil en la mano y el revólver en la cintura; nadie se preocupó de quitárselos, cosa natural en un país donde las armas de fuego eran en absoluto desconocidas.
El cortejo se puso en marcha con gran acompañamiento de sacerdotes que cantaban sus letanías, agitando las antorchas. Iba precedido y seguido por sombrías filas de gigantescos guerreros cuyos hierros de lanza despedían en la obscuridad relámpagos siniestros.
En las puertas del templo, abiertas de par en par, Nutria y Juana descendieron de las literas y se apagaron todas las antorchas. Leonardo sintió que le cogían de la mano para llevarle a alguna parte, pero no hubiera podido decir en qué dirección, a causa de la obscuridad que ni le permitía vislumbrar los rasgos de su conductor. Los rumores que resonaron a su alrededor le convencieron de que todos eran guiados en igual forma. En una o dos ocasiones se hizo oír la voz de uno de sus hombres para manifestar el sufrimiento o el espanto, pero en seguida restablecía el silencio un fuerte bofetón administrado sin duda por el sacerdote o el guerrero acompañante.
Al cabo de cierto tiempo, Leonardo advirtió que habían abandonado el espacio descubierto sobre el cual avanzaron antes, porque el aire era menos puro resonando los pasos de ese modo particular que los distingue en los pasadizos de bóveda. También empezaba a tener serios temores por su seguridad.
Recorrieron así unos ciento cincuenta pasos. Al principio le pareció bajar una cuesta, y luego de subir algún tiempo sobre un suelo plano, llegados a cierto sitio, se les hizo subir una escalera. Leonardo quiso contar los escalones; había sesenta y dos, teniendo cada uno, aproximadamente, veinticinco centímetros de altura. Continuaron su marcha, a través de un corredor tan bajo que era necesario encorvarse, hasta salir al aire libre por una estrecha abertura junto a una plataforma de piedra.
Rodeado de tinieblas muy densas, Leonardo advirtió la imposibilidad absoluta de averiguar dónde se encontraban. Bajo sus pies, bastante lejos, le parecía escuchar silbidos persistentes de agua rugiente, y mezclados con ellos una especie de murmullo confuso como de millares de personas cuchicheando todas al mismo tiempo. De cuando en cuando también corría un zumbido semejante al que se oye en un bosque a la sacudida del soplo de ligera brisa o casi igual a los susurros singulares que produce el roce de los trajes de numerosas mujeres.
Aquella impresión enervante del salto de agua misterioso y de una multitud invisible, era en extremo singular y terrorífica y le pareció que sus facultades humanas se habían desarrollado súbitamente hasta adquirir la consciencia de que los espíritus de innumerables difuntos rondaban alrededor de ellos. Sin hacerse sentir en forma material, avisándoles su presencia, hablándoles sin proferir ningún sonido, tocándoles sin rozar sus dedos.
Leonardo, tan flemático de costumbre, no tardó en ser presa de violenta excitación nerviosa y tuvo que hacer un enorme esfuerzo de voluntad para no gritar.
No era el único en este caso; poco tiempo después oyeron que alguien se agitaba como si estuviera bajo el dominio de una crisis de nervios. La voz de un sacerdote reclamó imperiosamente silencio, pero en convertirse en verdaderos aullidos. Entonces, de improviso, se pudo escuchar el rumor de un golpe seco, seguido de un lamento y del estrépito de una caída… De nuevo el oído sólo percibió los murmullos y cuchicheos misteriosos que Leonardo suponía producidos por una multitud invisible.
— Alguien acaba de morir -le dijo Francisco en voz baja-. ¿Quién será la víctima?
Leonardo se estremeció, pero sin responder nada, porque una mano muy gruesa tapaba su boca para significarle que callara.
Poco tiempo después, el sonido de una voz, turbó la calma inquietante que les sobrecogía.
Era la voz de Nam, el gran sacerdote.
Las palabras que pronunció se destacaron claramente en el silencio, pero como parecían provenir de muy lejos, las oyeron muy debilitadas.
Juana hizo uno una traducción a sus compañeros, cuando hubo concluida la ceremonia. He aquí lo que dijo Nam:
— Oídme, Hijos de la Sierpe, antiguo Pueblo de la Niebla, oídme. ¡Os habla Nam, el sacerdote de la Sierpe!… Hace de eso innumerables generaciones, en el comienzo de los tiempos, la diosa Madre que nosotros adoramos desde la época más remota, descendió del cielo y vino entre nosotros; le acompañaba la Sierpe, su hijo. Ahora bien; durante su estancia en el país el crimen de los crímenes fue perpetrado. La Obscuridad mató a la Luz del Día, huyendo ésta de aquí no se sabe dónde. A partir de aquel momento la comarca era invadida por la niebla y desde entonces nuestro pueblo ha vivido siempre en medio de la bruma, porque es el que se nombra Obscuridad quien ahora le gobierna, y responde con la muerte a sus lamentos. En castigo de su crimen, la Sierpe tuvo que sufrir la pena de renunciar a la carne de los hombres y bajar a este lugar sagrado de las aguas, donde como todos sabemos y como nuestros padres lo supieron antes que nosotros, su símbolo permanece eternamente y recibe en holocausto las vidas humanas.
»Sin embargo, mucho antes de que se consumara el crimen, la Madre había dirigido a su pueblo la promesa siguiente: -Voy a morir a manos del que he llevado en mis entrañas, porque el destino dispuso que así sea; pero no os abandono por siempre, ni la Sierpe será tampoco condenada por siempre a no revestir la carne de los fiambres. Cuando pasen muchas generaciones volveremos él y yo entre vosotros; a gobernaras de nuevo, y se disipara la niebla que envuelve vuestra patria, y seréis grandes entre los demás países. Hasta que esto suceda elegíos reyes y dejad que ellos os gobiernen; únicamente conservadme el mismo culto, procurando que el altar de la Sierpe sea siempre regado con sangre y que no le falte nunca el alimento de su gusto, os daré una señal gracias a la cual llegaréis a reconocerme cuando los destinos se hayan cumplido y la hora del perdón esté próxima.
»Me veréis reaparecer bajo la forma de una bella y blanca joven, mientras que la Sierpe, a causa de su crimen, reaparecerá bajo una forma semejante al que tiene su sede en vuestro templo, y tendrá el rostro odioso y la tez negra. Esta vez saldremos de la tierra y vosotros nos reconoceréis y os diremos nuestros nombres sagrados, los que desde la hora presente hasta la de nuestro regreso, no han de pronunciarse nunca en voz alta. Sobre todo vigilad de no dejaros inducir en error por dioses falsos que intentaran establecerse entre vosotros, porque en este caso seréis víctimas de las peores calamidades y el sol velaría la faz para siempre.
»Así, Hijos de la Niebla, habló la Madre en aquel tiempo al que era entonces supremo sacerdote. Y éste grabó con hierro las palabras de la diosa sobre la piedra que me soporta en este momento, pero nadie puede hoy descifrar esta inscripción, porque el secreto se ha perdido para nosotros aunque nos queda el enunciado de la profecía.
»Ahora que los tiempos se han cumplido, soy yo a quien por casualidad y a la vejez, corresponde el vigilar que el destino siga su curso.
»Los tiempos se han cumplido y esta noche misma la promesa del pasado será realizada., porque, Pueblo de la Niebla, los dioses inmortales, cuyos nombres son sagrados, acaban de reaparecer y vuelven a gobernar a sus hijos. Llegaron ayer; vosotros les habéis visto, vosotros les habéis oído pronunciar en alta voz los nombres sacrosantos. Han vuelto, el uno bajo la forma de una joven, bella y blanca, y el otro bajo la forma de un enano horroroso y negro. Y la joven se llama Aca y el enano se llama Jal.
El gran sacerdote no dijo mas y los últimos ecos de su voz fueron a extinguirse a lo lejos, en las partes mas retiradas del vasto templo. De nuevo se restableció el silencio, turbado solamente por el silbido de las aguas bulliciosas y el murmullo incesante de una muchedumbre invisible.
Leonardo permaneció un momento inmóvil, intentando luego avanzar sin ruido con el deseo de descubrir dónde se encontraban. A los primeros pasos era castigada su curiosidad; no había andado un metro cuando su pie derecho quedó en el vacío, y sólo a costa de un gran esfuerzo pudo restablecer el equilibrio.
Al hallarse a plomo sobre sus dos piernas, hizo por acercarse insensiblemente a Francisco, dándole el juicioso consejo de que no se moviera de su sitio si en algo apreciaba su vida.
En el mismo instante, las tinieblas empezaron a atenuarse poco a poco invadidas por la claridad naciente de la luna, todavía oculta. Ya al efecto de sus rayos el cielo y las montañas se esclarecieron y emanaba una reverberación que llegó a ser cada vez más fuerte y cada vez más límpida. Leonardo distinguió entonces muy cerca, a su izquierda, una enorme mole negra, que se erguía a gran altura, y a lo lejos, más abajo, veíase brillar algo semejante a la espuma del agua agitada.
Estaba todavía absorto en la contemplación del salto de agua -si en realidad era agua y no otra cosa- cuando una exclamación ahogada de Francisco, le hizo levantar los ojos. El disco de la luna había asomado por encima de la muralla del templo, y la claridad esparcida sobre todo el panorama le reveló un espectáculo inolvidable descubierto poco a poco. Sería muy difícil describirlo, tal como lo viera, y por esto reasumiremos su conjunto.
Frente a él y debajo se extendía un vasto edificio desprovisto de techo y abierto al Este. Debía ocupar una superficie de cerca de una hectárea de terreno y las murallas titánicas que lo cercaban lo menos quince de altura. Tenía la situación y la forma de un anfiteatro romano cuya arena; sin embargo, a excepción del espacio situado inmediatamente debajo de Leonardo, estuviese ocupada por asientos de piedra, continuando en gradas superpuestas hasta el mismo muro. Todas las gradas estaban llenas de centenares de hombres y de mujeres, y prescindiendo del extremo más lejano no había ni una plaza vacante.
La parte del templo situada al Oeste se distinguía por una estatua gigantesca, de veinte a veinticinco metros de altura, tallada sin duda en plena roca. Detrás del coloso, a cien pasos apenas, se elevaba la montaña abrupta que escalonando unas sobre otras sus escarpas y sus precipicios, concluía en la base de un picacho cubierto de nieve. Era el que nuestros viajeros observaron desde la llanura, a través de la niebla, y la estatua, la mole sombría que tanto les intrigara.
El estupendo coloso estaba moldeado a imagen de un gnomo de rasgos terroríficos, con los brazos hacia adelante y las palmas de las manos vueltas en el aire como para soportar el cielo, tenía su asiento sobre una ancha plataforma de roca de igual altura que las murallas del anfiteatro, y a menos de cuatro pasos de la base, constituida por la cabeza en ligera inclinación de la estatua, y sus manos alargadas, dominándola perpendicularmente, se abría una sima circular, de unos treinta metros de diámetro, en la cual hervían las aguas en furia. Le fue imposible ver dónde se formaba el salto ni en qué sitio iba a vaciarse, pero Leonardo descubrió más tarde, que era la fuente del río que remontaron durante tantos días hasta llegar al Pueblo de la Niebla. Ahuecando conductos subterráneos a través de la montaña, el torrente corría ramificado al rodear el recinto de la ciudad, yendo a constituir su cauce en la llanura.
Entre los pies de la estatua y las paredes pulimentadas de la sima estaba situado un altar, o mejor dicho una piedra de sacrificio. Sobre el estrecho saliente, de dimensiones tan reducidas como una habitación pequeña, aparecía tendido, delante del altar un hombre, cargado de ligaduras en quien Leonardo reconoció al rey Olfan. Los sacerdotes, desnudos hasta la cintura y provistos de cuchillos se hallaban rodeando al que fue su soberano. Por último, detrás del grupo, pudo observar a los hombres de su tropa, todos lívidos y trémulos de legítimo espanto, porque uno de los suyos, mortalmente herido, yacía en tierra; era el mismo que sufrió en la obscuridad una crisis nerviosa y a quien asesinaron para hacerle callar.
Todos esos detalles, como se ha explicado, los vio Leonardo uno a uno, pero hubo otro, del que nada hemos dicho, y que, sin embargo, fue el primero en revelarse. Mucho tiempo antes iluminar el anfiteatro, los rayos de la luna habían reflejado en la cabeza del gigantesco ídolo. En lo alto de la vertiginosa terraza formada por la cumbre del cráneo del coloso, dominando desde trescientos metros el torbellino de las aguas rugidoras, estaba sentada Juana en persona, sobre un trono de marfil. Libre de la vestimenta negra, aparecía ahora en su traje de blancura inmaculada, descotado el pecho y oprimido el talle por un cinturón. Flotante su cabellera de ébano tenía en una de sus manos el lirio rojo y en la otra el lirio blanco, ostentando en su frente el rubí semejante a una estrella sangrienta.
El resplandor de la luna había iluminado primero la joya preciosa que ornaba su cabeza, luego su bello rostro pálido con los ojos desorbitados por el horror y el espanto, después los brazos y el seno de nívea blancura, los pliegues de su ropaje, y por último, la siniestra cara de demonio pavoroso que soportaba su trono.
Ninguna criatura espiritual hubiera podido superar en belleza a aquella admirable: joven, tan singularmente colocada en medio de su sanguinario y terrorífico dominio. En la fantástica claridad que la envolvía, ¿no presentaba, por otra parte, todas las apariencias de un verdadero espíritu, del espíritu de la belleza triunfante de los horrores del infierno, de un ángel de luz hollando con sus pies al demonio y sus obras?
¿Podemos asombrarnos si cuando su belleza fue progresivamente desvelada, con el realce del esplendor etéreo que recibía de la luna, el pueblo feroz y bárbaro se pusiera a suspirar como lo hacen los cañaverales a la caricia del viento? ¿Podemos también asombrarnos si a partir de aquella noche Leonardo se impresionara hasta el extremo de considerarla en la sucesivo bajo otro aspecto muy distinto al de las demás mujeres?
En condiciones tan ventajosas, toda mujer, un poco favorecida por la Naturaleza, hubiera parecido espléndidamente bella. Juana resultó más todavía; daba la sensación de ser divina.
A medida que el astro ascendía en el cielo y que su luz argentada borraba las últimas sombras que buscaron refugio en las partes inferiores del edificio, Leonardo las siguió observando atento para no perder detalle de lo que pudieran revelarle. Poco tiempo después conseguía descubrir a Nutria. El enano, enteramente desnudo, aparte el paño sujeto a la cintura, y la banda roja que le ocultaba los ojos, tenía en su mano el cetro de marfil que le dieran los 'sacerdotes, hallándose también sentado sobre un trono, con la diferencia de que el suyo era de ébano y erigido a unos doce metros por debajo del de Juana.
Examinado todo el panorama, Leonardo se fijó en su propia situación y en la de Francisco, convenciéndose de que era sencillamente horrible. La sacudida experimentada al formarse idea exacta, por primera vez, pudo costarle la vida. En compañía de dos sacerdotes de la Sierpe, se encontraban de pie sobre la palma de la mano derecha del ídolo, especie de plataforma de menos de dos metros cuadrados, a la cual llegaron, en la obscuridad, atravesando un túnel abierto en el interior del brazo de piedra.
Estaban en realidad suspendidos en el espacio, sin pretil ni soporté de ninguna clase para protegerlos, y por delante, a cada lado, expuestos a una caída de veinticinco metros sobre el agua que bullía debajo o a despeñarse a quince metros sobre la piedra de la plataforma. Leonardo, al observar claramente lo peligroso de su situación, sintió un aturdimiento provocado por el vértigo y colocando la culata de su fusil sobre la piedra tuvo que apoyarse en el cañón para recobrar ánimos. Fue una gran suerte para él haber ignorado que marchaba sobre el abismo cuando perdió el pie, pues de saberlo es seguro que no logra salvarse.
De pronto pensó en Francisco, abriendo los ojos que había instintivamente cerrado para no ver la sima espantosa. Era tiempo de socorrerle, porque el cura, ante el horror del peligro iba a perder el conocimiento; en el instante de acudir el inglés, sus rodillas flaquearon cayendo hacia adelante.
Rápido como el relámpago, Leonardo alargó la mano derecha, atrapándole por la sotana, encorvándose con ayuda de la otra mano sobre su fusil. Haciendo un esfuerzo de todos sus músculos para sostener el cuerpo inerte, conseguía desviarlo de manera que en lugar de precipitarse en el vacío lo rodaba de.lado en la plataforma. Entonces, soltando su fusil, cogió a su compañero, bajo los dos brazos, arrastrándolo hacia la boca del túnel.
Todo el episodio se había desarrollado en el espacio de muy pocos segundos. Los dos sacerdotes de la Sierpe, que parecían tan a gusto en la plataforma como en medio de una llanura, asistieron a la escena sin hacer el menor movimiento, pero Leonardo, creyó notar en sus labios una siniestra sonrisa, sintiéndose de improviso, dominado por terrible angustia. ¿Quién sabe si no esperaban una señal para precipitarlos en la sima? Era esto muy verosímil y ya sabía bastante de sus ritos para adivinar lo sanguinario de una religión tan propicia a los sacrificios humanos.
Temblando de los pies a la cabeza, próximo a desfallecer, no quiso seguir de pie, deslizándose hasta sentarse completamente, con la espalda apoyada contra el pulgar del ídolo.