CAPÍTULO XII
— ¡Traición!, ¡traición! — rugía frenético Pereira-. Esa bruja nos ha traicionado. El fuego causará nuestra ruina.
— ¡Ah!, ¿qué dices, canalla? — gritó nuevamente Nutria-. ¡Traición, traición!… ¿Y si los esclavos fuesen puestos en libertad? ¿Y si se derribaran las empalizadas?
— Los negreros, en número de un centenar, mudos de sorpresa y de espanto, miraban, alternativamente, como idiotizados, al enano cada vez más lejos, y el incendio cada vez más próximo. No tardaron en reaccionar y empezaron otra vez las increpaciones en todas las lenguas.
— ¡Matarle! ¡Matar a ese demonio! ¡Apoderaos del campamento de los esclavos! ¡A las empalizadas! ¡A las empalizadas!
Para muchos de ellos fue el grito supremo porque en el mismo instante se vio brillar un fogonazo, resonando el estampido del cañón, y seis libras de metralla barrieron la multitud en la que hizo un reguero de muertos y de moribundos. De todos lados se elevaron los lamentos y las quejas, tan doloridas y desgarradoras como nunca se oyeron semejantes ni en aquel lugar de tormento.
Tuvieron por eco las maldiciones y las blasfemias de los sobrevivientes y que ahora, locos de pánico, huían en todos sentidos, sin saber a dónde dirigirse.
…
Cuando los fugitivos lograron salir del puente levadizo ya estaba Juana cerca del cuerpo de guardia, de pie en medio de un grupo de servidores de Mavum.
— ¡A la pieza! ¡A la pieza¡ -ordenó Leonardo-. Dispararla baja; en seguida me reúno con vosotros.
Sostenido por Francisco y Nutria hizo un esfuerzo para alcanzar el parapeto donde estaba montado el cañón. Encontraron allí a Soa rodeada de otro grupo de hombres de Mavum, la cual, con la intrepidez de un artillero veterano se disponía a descargar de nuevo la pieza.
— ¡Wow! -exclamó el enano-. ¡Muy bien! No es tonta la vieja; ¡ha sabido aprovechar el tiempo!
Al ver a Juana, que iba inmediatamente después de Leonardo, Soa abandonó su puesto para ir a arrojarse a los pies de su joven ama, besándole las manos.
Leonardo pensó, con razón, que en una hora tan grave importaba mucho más conjurar el peligro que entregarse a vanos sentimentalismos.
Aunque literalmente agotado, y habiéndose deslizado en tierra por costarle trabajo estar de pie, seguía ojo alerta en todo, dando las órdenes oportunas.
— Los miserables han partido ha buscar sus armas. Dentro de poco tiempo van a volver a damos el asalto. ¿Está cargada la pieza, Piter?…
Hay que disparar cuando se aproximen. Soa, venga aquí; usted sabe apuntar mejor.
Como sólo disponía de cuatro fusiles, dos de ellos encontrados en el cuerpo de guardia, ordenó en seguida a los esclavos libertos que se armaran de picos, azadones, venablos, y cuantas herramientas encontraran a mano, asignándoles sus puestos en la defensa. Ya era tiempo de prepararse porque los negreros volvían a la carga provistos de largos tablones con los cuales esperaban poder atravesar el foso.
— ¡Atención! -gritó Leonardo-. Van a hacer una descarga cerrada sobre nosotros. Que todo el mundo se ponga al abrigo detrás del parapeto.
Una granizada de balas pasó silbando por encima de sus cabezas. Por suerte casi todos los hombres tuvieron la serenidad de obedecer en el acto, y sólo hubo un muerto y dos heridos entre los que por desidia o estupidez no se echaron, a tiempo en tierra.
Piter y Soa, que igualmente permanecieron en pie por indiferencia al peligro, se salvaron de milagro; el, primero tenía su calzón desgarrado con el roce de un proyectil, y a la segunda el arrebató una bala un mechón de sus cabellos canos; ninguno de los dos demostraba advertirlo.
— ¡Son unos locos, baas! -exclamó Nutria que observaba al enemigo desde el parapeto-, ahora avanzan al descubierto.
En lugar de arrastrarse sobre la orilla del foso, como debieron hacerlo, los negreros, arrebatados por la cólera y la impaciencia, atravesaban el espacio libre Sin tomar precauciones. La densa nube de humo producida por su tiroteó les encubrió un poco, pero la necesidad de caminar en grupos para el transporte de las planchas les exponía al más grave de los peligros.
Soa, que resueltamente permanecía inalterable a las grandes emociones, esperaba al pie del cañón, vigilante y ansiosa, la orden de disparar.
— ¡Fuego! -mandó nuevamente Leonardo, juzgando el momento propicio.
Por segunda vez el cañón vomitó metralla que abriendo anchos huecos entre las filas de la vanguardia de los asaltantes rebotaba en seguida sobre el duro suelo y hacia nuevos estragos en los últimos grupos. El sólo hecho de hallarse los enemigos mucho más próximos fue causa de que los efectos de esta descarga fueran más mortíferos que los de las otras. Poseídos de irresistible pánico los que resultaron ilesos arrojaban a tierra las planchas para huir en desorden.
— ¡Recargad la pieza! ¡Recargad la pieza! -repetía Nutria llevando él mismo la pólvora a Soa-. ¡Atención! Ahora intentan derribar las fortificaciones con objeto de salir a campo raso y cortarnos la retirada.
Un nutrido grupo de negreros, provistos de un grueso tronco de árbol se había acercado a la cabaña de las ventas, intentando echar abajo la empalizada que allí protegía el recinto detrás del foso.
— ¡Pronto, pronto! -gritó Leonardo-. Hay que hacer girar el cañón o de lo contrario estamos perdidos.
Los bandidos prorrumpieron en un grito de triunfo al ver abierta una brecha en la empalizada, pero en el mismo instante la pieza hizo fuego, sembrando otra vez el pánico y la muerte.
— ¡Oh!… ¡oh!… ¡Miren allá! -exclamó Juana extendiendo el brazo hacia el Este.
El espectáculo que se ofrecía a las miradas en aquella dirección era efectivamente extraordinario. Impulsado por el viento, cada vez más fuerte y precedido de torbellinos de humo tan espesos que obscurecían el cielo, el incendio se propagaba con rapidez prodigiosa.
Ya el campamento se veía amenazado por la lluvia de chispas que empezó a caer sobre los techos.
— Es necesario prevenirse -advirtió Nutria-; el fuego va a alcanzar las barracas que se encuentran a nuestra espalda y los esclavos que hay todavía en ellas serán quemados vivos.
— Es exacto -asintió Leonardo-. Oiga padre Francisco si desea realizar una buena acción tome varios hombres, dándoles los cubos que sirven para distribuir el agua a los esclavos y hagan lo posible por apagar todos los conatos de incendio que se produzcan en los techos.
Con celo admirable, el sacerdote se apresuró a hacer lo que le pedían y obstinadamente se puso con varios hombres a combatir el fuego; unos, subidos en los techos, otros formando la cadena para transportar el agua extraída del foso. A las dos horas de diligentes esfuerzos el peligro quedaba conjurado.
— No se desarrollaron los acontecimientos con aspecto tan favorable en el campo de los negreros. Enfurecidos, huían ahora de los edificios donde creyeron encontrar un refugio eventual; su única alternativa era el ir a amontonarse contra la alameda de áloes, defensa del baluarte, o estacionar en los espacios libres donde los desalojaba la metralla.
A las explosiones, crujidos y sonoridades siniestras de todas partes producidas por el incendio se unieron los clamores más discordantes; de una parte, los lamentos y suplicas de los negreros que corrían hasta el borde del foso para implorar piedad y a quienes, Nutria, en su implacable venganza recibía a tiros; de otra parte, los gritos de espanto de los esclavos temiendo perecer en las llamas, y que pugnaban en vano por romper sus cadenas.
— ¡Es un verdadero infierno! -exclamó Juana que se había tapado los oídos y ocultaba la cara en la hierba para no ver ni oír.
Poco antes de amanecer los gritos se apaciguaron y el incendio creció debilitarse a causa de la calma del viento y también por no tener nada que devorar. Los cañaverales y juncos de los pantanos quedaron consumidos en una superficie de varios centenares de metros cuadrados y el campamento no era más que un montón de ruinas humeantes y calcinadas llenas de cadáveres. Aparte de la casa de Pereira, cuyos muros permanecieron en pie; aparte del almacén, salvado del siniestro a causa de los materiales de su construcción, todo lo demás estaba enteramente destruido. Los primeros rayos del sol iluminaron aquella escena de muerte y de desolación.
Leonardo y sus compañeros se miraban estupefactos. El aspecto que ofrecían todos era verdaderamente lamentable. La pólvora y el sudor les ennegreció el rostro, y con los vestidos hechos jirones, como pingajos, se mostraron agotados por tan larga noche de horror. Sólo el enano que en aquel momento fue a reunirse con ellos, había conservado su vigor y ligereza habituales.
— ¿Hay alguna novedad, Nutria? — preguntó Leonardo.
— ¿Permite el baas que me lleve a esos hombres? -respondió el enano designando un grupo de esclavos libertos-. Quisiera conducirlos a registrar el campamento de una punta a otra, porque con toda seguridad, han escapado a la muerte muchos de esos demonios y no hay nada tan malo como una serpiente herida.
— Haz lo que te parezca -dijo Leonardo-. Únicamente deseo que no cometas imprudencias.
Partió Nutria, con varios hombres escogidos, y entre tanto Leonardo y sus compañeros empezaron por lavarse, distribuyendo luego el alimento a los esclavos y desayunando ellos mismos las raciones del centinela, encontradas en el cuerpo de guardia.
El enano regresó de su expedición de horas después. Había perdido cinco de los servidores de Mavum que le acompañaron, y en cambio encontró dos de los cuatro hombres enviados la víspera a prender fuego a los cañaverales; los otros dos sucumbieron en la empresa; uno devorado por un cocodrilo y su camarada ahogándose al caer en una ciénaga.
Nutria hizo un signo afirmativo con la cabeza.
— Los que no han muerto creen ahora que les persigue un ejército entero, pero no es eso todo, baas… Hemos conseguido capturar a uno de los sobrevivientes. Ven a verlo de cerca.
Seguido de sus compañeros, Leonardo subió los escalones del muelle, encontrando el grupo de auxiliares del enano, en medio de los cuales gemía y se lamentaba un hombre blanco sentado en tierra. A la llegada del inglés levantó la cabeza y Leonardo, poseído de súbita y emocionante sorpresa pudo comprobar que el prisionero era el Diablo Amarillo en persona.
— ¿Dónde estaba escondido? — preguntó a Nutria.
— En las ruinas del almacén. Allí lo encontré, al mismo tiempo que tu oro, numerosos fusiles y gran cantidad de pólvora. Se había encerrado, pero no tuvo valor para acabar de una vez haciendo saltar los restos del edificio.
Pereira no cesaba de gemir, suplicando que le llevaran algo de beber. Leonardo hizo una seña al sacerdote y dieron agua al cautivo. Entonces, por primera vez, el negrero se decidió a abrir los ojos y habiendo reconocido al inglés quiso pedirle piedad en el tono más humillado y humilde que le fue posible.
— Escúcheme bien, Pereira -respondió Leonardo-. Dios ha permitido que realicemos en una sola noche una misión que creíamos superior a nuestras fuerzas. Si quiere usted que le socorran diríjase a El y quizá le mire con ojos de misericordia; por mi parte no espere perdón. Será usted tratado como se merece y es todo cuanto puedo decirle.
Pereira dejó de gemir apareciendo en su rostro una odiosa expresión de ferocidad.
— ¡Ah, amigo mío! -balbució-; ¡si lo hubiese sabido!
Volviendo la cara a Juana le dijo:
— ¿Y usted, joven, olvida mis atenciones? ¡No intercederá en mi favor, ahora que estoy vencido?
Juana no se dignó responderle. Acababa de mirar su traje desgarrado de arriba abajo por el bárbaro negrero, y dando media vuelta fue a situarse lejos de su presencia.
— Baas -intervino Nutria-, ¿me dejas hablar?
— Habla -respondió Leonardo.
— Oyeme, Diablo Amarillo -dijo el enano-. Hace diez años hiciste de mí un esclavo y todavía conservo en mis puños las huellas de los grilletes. ¡Ah! tú has olvidado al enano negro; tal vez nunca llamara tu atención, pero él te recordaba a todas horas. ¿Quién no se acuerda de ti, Diablo Amarillo, después de haber vivido bajo tu yugo? Conseguí evadirme y al efectuar la fuga juré que a ser posible me vengaría de ti. Pasaron los años y por fin la hora ha sonado. Soy yo quien condujo al baas aquí y esta mañana te he vuelto a encontrar. ¡Ajustemos nuestras cuentas, Diablo Amflrillo! El enano Nutria va a presidir tu castigo… Baas Leonardo, te pido que nos sea entregado este hombre para juzgarlo con arreglo a nuestras leyes y a nuestras costumbres. Fueron los negros las principales víctimas de sus crímenes y es muy justo que rescate con su sangre toda la sangre de los nuestros que ha vertido cruelmente.
— ¿Cómo? -aulló Pereira-. ¿Quieren ahora entregarme a esos negros perros? ¡Piedad! ¡Piedad!… Francisco, interceda por mí.
Y se arrastró en el polvo a los pies del sacerdote y del inglés.
— No está en mi poder el salvarle -respondió el sacerdote estremeciéndose-, pero voy a rezar por usted.
Ya los antiguos esclavos, sedientos de venganza, se precipitaban sobre Pereira para llevarlo a rastras, cuando Leonardo se interpuso y los detuvo con un gesto.
— Os prohíbo formalmente realizar ningún acto de crueldad con este hombre -declaró en tono terminante-. Sólo consentiré que se le fusile.
No obstante, era superfluo inquietarse de la suerte del siniestro negrero, porque no estaba destinado a morir de mano de los hombres. En el preciso momento de ir a sujetarle Nutria, se puso lívido, levantando los brazos en alto, y cayó de repente exhalando un débil gemido.
Leonardo se inclinó a examinarle comprobando que acababa de sucumbir de una embolia provocada por la emoción de verse condenado a muerte.
— La Pastora había profetizado la verdad exacta -observó el enano- porque los cielos vienen a frustrar nuestra venganza. ¡Woow!, es verdaderamente una lástima; siempre nos quedará el consuelo de pensar que en adelante no puede causarnos daño.
— ¡Que se lleven ese cuerpo de aquí! -ordenó Leonardo impresionado por los rasgos horriblemente convulsos del muerto.
Después, dirigiéndose al negro, como si nada hubiera ocurrido, prosiguió:
— Nutria, corre con esos hombres a libertar los esclavos que siguen todavía encadenados; repárteles todos los fusiles, todas las municiones y todos los víveres que puedas encontrar y haz que se concentren en las inmediaciones de los desembarcaderos. Debemos alejamos cuanto antes de estos lugares; los bandidos van a buscar la ayuda de los tratantes que tripulan los dhows y volverán a la carga contra nosotros.