CAPÍTULO VIII

EL PLAN DE LEONARDO

El camino que seguían Leonardo y sus compañeros les condujo hasta la orilla del canal principal; el situado más al Sur, que comunicaba directamente con la guarida de Pereira. Temiendo a los centinelas, que pudieran hacerles preguntas difíciles de responder, Nutria desvió la marcha hacia la izquierda, a través de los espesos matorrales que cubrían la margen exterior del foso, y se detuvo casi enfrente del ángulo sudoeste del campamento de los esclavos, refugiándose en un macizo de sauces.

— Ya ves, baas -dijo el negro-, que llegamos al término del viaje y he sido un buen guía. La caja de madera que puedes distinguir allá abajo es la morada del Diablo Amarillo Ahora sólo falta atraparlo o libertar a la joven.

El semblante de Leonardo expresó profunda consternación. ¿Cómo era posible que ellos tres, dos hombres y una mujer, pensaran por ningún medio en apoderarse de un campamento fortificado, que defendían Dios sabe cuántos temibles bandidos? ¿Cómo confiar en introducirse? De lejos, a pesar de todo, la empresa les pareció realizable; pero ahora…

— ¡Nunca lo conseguiremos! -se lamentó Leonardo en voz alta con acento desesperado.

En seguida, bajo la influencia de una reacción de energía, dijo dirigiéndose al enano:

— Escúchame bien Nutria; no se dirá que hemos hecho un viaje tan largo y penoso para perderlo todo. Juré que iría hasta el fin y debo cumplir mi promesa. ¡He de ir hasta el fin aunque me cueste la vida!… Veamos, mujer. ¿Cómo crees: que debemos operar para que se salve tu ama? ¿Soltamos a los esclavos? Ellos se encargarán del exterminio de sus verdugos. Has asegurado que habrá entre los cautivos cincuenta hombres de Mavum; respondo de que combatirán bien, provistos de armas…

— El fuego -insinuó el enano- es un buen amigo de los hombres que disponen de poca fuerza y han de luchar con numerosos adversarios. Los cañaverales de allá lejos están secos, y el viento que viene del mar comienza ahora y sopla con fuerza a la medianoche… Todas las habitaciones de los negreros tienen techos de rastrojo y la brisa impulsa las llamas hacia aquel lado… Pero ¿Puede un ejército estar al mando de dos generales al mismo tiempo? Tú eres nuestro Jefe; ordena y te obedeceremos.

— Mi plan es éste -respondió Leonardo-. Vamos a entrar en el campamento mientras dura la obscuridad de la noche; es decir, antes de que salga la luna. Conocemos la contraseña y creo que el centinela nos dejará pasar sin dificultad. En caso contrario hay que librarse de su presencia sin hacer ruido. Es preciso deslizarse entre la casamata aislada y el muro bajo, casi al borde del canal que separa el recinto de Pereira del campamento de los esclavos. Si el puente levadizo está levantado y no queda otro medio, atravesaremos el foso a nado, haciendo callar al segundo centinela como al primero, y una vez dentro se pueden quitar los hierros a varios esclavos, enviándolos a través del jardín hasta los pantanos para que prendan fuego a los cañaverales. Entre tanto, yo me presentaré audazmente ante Pereira, manifestándole que soy un traficante de esclavos, que mi dhow espera en la desembocadura del río, y que he venido a comprarle un lote de negros y sobre todo a adquirir la joven blanca. Es una suerte disponer de oro en abundancia lo que ha de inspirarle confianza.

— Se hará como tú mandas, baas; ahora vamos a comer algo porque esta noche tendremos necesidad de todas nuestras fuerzas.

Preocupados por las dificultades y riesgos de la osada aventura que se proponían realizar, comieron en silencio, esperando pacientemente que llegara la hora de la acción.

Cuando la obscuridad fue bastante densa, los tres se levantaron, acercándose paso a paso a la orilla del canal, guiados por Nutria. Era allí donde estaban amarradas las barcas y piraguas con destino a los tratantes de esclavos para trasladarlos al puerto secreto, situado seis millas más lejos y donde en los dhows procedían a estivar el cargamento humano.

Permanecieron unos minutos inmóviles, prestando atención a los diversos sonidos que llegaban hasta ellos; alegres clamores de francachela del lado del recinto de Pereira; lamentos y gemidos de dolor en el de los esclavos.

El cielo empezó poco a poco a iluminarse en las lejanías del horizonte.

— Ha llegado el momento -dijo Leonardo en voz baja-; ahí tenemos una piragua que nos ayudará admirablemente.

Apenas si había terminado de hablar, cuando oyóse un rumor de remos y vieron una embarcación que atracaba veinte metros más lejos.

— ¿Quién vive? -preguntó el centinela en portugués-. Conteste pronto o disparo.

— No tenga tanta precipitación en tirotear a los amigos -respondió una voz irritada-. ¿Quién vive? ¡Eh, demonio! Es Javier, un honrado comerciante que abandona sus plantaciones de la costa para venir a anunciaros una buena noticia.

— Perdón, señor -contestó el centinela-. ¿Qué quiere usted? Es usted tan grueso y hay tanta oscuridad, que no le reconocía. Dígame la noticia; vienen ya los dhows?

— Baja a ayudarme para amarrar esta maldita barca y te explicaré de lo que se trata. Tu sabes donde se encuentra la estaca y nosotros la buscamos inútilmente.

Mientras el centinela descendía, el hombre que dijo llamarse Javier, prosiguió:

— La noticia es que los dhows están a la vista, pero no pueden entrar esta noche en el puerto a causa de la resaca y del viento en contra, mañana os espera una gran jornada para embarcar todos vuestros pájaros. A propósito, se me olvidaba decirte que quizá llegue antes uno de los dhows… es muy pequeño y viene de Madagascar. Su capitán es un extranjero, un diablo de francés que se llama Pedro, aunque acaso sea inglés, no estoy muy cierto. Al pasar mi barca, hablamos un poco y trae sus papeles en regla; lo que no pude fue verle la cara en la obscuridad. Le previne del acto que va a celebrarse dentro de unas horas; prueba de generosidad de mi parte, ya que puede disputarme la mercancía que deseo comprar.

— ¿Vendrá ese señor esta noche? Necesito saberlo para no descuidar mi vigilancia.

— No lo sé positivamente; me respondió que haría todo lo posible… Ahora, háblame algo de la Joven Inglesa. Desde luego la subastan hoy ¿verdad?

— ¡Oh, sí, señor! Cuando alumbre bien la luna tendremos una gran algarabía con las pujas de los que se disputan a la muchacha, tan pronto adjudique a la Joven, el padre Francisco debe casarla con el afortunado comprador. Pereira lo exige porque se ha vuelto muy supersticioso desde que tiene en su poder a la inglesa.

— ¿No hablas en broma? -preguntó Javier prorrumpiendo en una carcajada-. Decididamente envejece ese pobre Pereira. Después de todo, ¿qué nos importa? Entre nosotros el divorcio es fácil; no dejaré a nadie que se lleve a la joven, aunque me cueste cien onzas de oro y este dinero lo traigo en mi bolsa por si hace falta pagarla al contado.

— ¡Cien onzas de oro por una mujer! Es muy caro, señor, y sólo puede desprenderse de una suma tan grande un hombre rico como usted.

No es como nosotros, infelices hampones, que cargamos con todo el trabajo sin provecho alguno.

La barca quedó amarrada y sacaron de ella diversos fardos, sin duda provisiones y bagajes. Acto seguido Javier y el centinela, entraron en el recinto, cerrándose las puertas detrás de ellos.

— Muy bien -murmuró Leonardo, poco después-: la conversación de esa gente viene en ayuda de mis planes. Entérate, Nutria; en adelante yo seré Pedro, el traficante de esclavos llegado de Madagascar y tú serás mi criado. Vamos a ceñirnos los sables que hemos traído de la barca de los negreros. Soa debe pasar como intérprete, guía o lo que tú quieras. Entraremos en el recinto, pero el verdadero Pedro no debe penetrar nunca y esto sólo se consigue quitando de en medio al centinela que abre la puerta. ¿Te atreves con él, Nutria, o quieres que lo haga yo?

— Si te parece, baas, me quejaré de haber olvidado algo importante en la piragua, rogando al centinela que me ayude a buscarlo, cuando tú ya te encuentres dentro. Lo que siga será muy sencillo; yo soy rápido, fuerte y silencioso.

— Rápido, fuerte y silencioso son evidentemente las tres cosas que hacen falta. El más leve ruido nos perdería… Ten cuidado de no arrastrar el sable.

Embarcaron en la piragua, y el negro, armado de un remo la hizo deslizar suavemente en la orilla más de cincuenta metros. Después viró en redondo, dando comienzo a la comedia que se proponían representar.

— Pero, ¿a dónde vas, imbécil? -gritó Leonardo con voz colérica al negro y sirviéndose del árabe degenerado que es el lenguaje más empleado en aquella región de la costa-. ¿No ves que arriesgas encallar en el fango? ¡Malditos sean el viento y la obscuridad! Más despacio animal, perro de negro; deben estar próximas las puertas de que habla la carta… Aguanta con el bichero, ¿me entiendes?

— En lo alto, sobre el muelle, se abrió un ventanillo, resonando la voz del centinela con el acostumbrado «¿Quién vive?»

— ¡Un amigo, un amigo! -se apresuró a decir Leonardo en portugués-; un extranjero que desea presentar sus respetos a vuestro jefe don Antonio Pereira y que viene a verle para negocios.

— ¿Cómo se llama usted? -preguntó receloso el guardián.

— Mi nombre es Pedro y perro el que doy al enano, mi criado. A la vieja que nos acompaña bautícela como le parezca.

— Déme la contraseña. Nadie puede entrar aquí de otra manera.

— ¿La contraseña?… Es verdad, don Javier me la indicó y… ¿cómo era?… «¡Demonio!»… No, no es eso… ¡Ah!, ya recuerdo, es «¡Diablo!»

— ¿De dónde viene usted?

— De Madagascar, donde hay en este momento compradores para la mercancía que aquí se vende. Abra pronto, pues no es cosa de pasar la noche al relente.

El hombre había empezado a desatrancar la puerta cuando, de improviso, se detuvo expresando una nueva duda.

— Usted no es de los nuestros -objetó-; habla el portugués como un maldito inglés.

— ¿Qué está usted diciendo?… ¡Un «maldito inglés»!… tenga en cuenta que soy hijo de un mílord y de una criolla francesa y que he nacido en la isla Mauricio. Trate de ser más diplomático; ya sabe usted que cuando corre en las venas una mezcla de sangre como la mía, se acaba pronto la paciencia.

El centinela se decidió a abrir, aunque a regañadientes, y Leonardo, seguido de sus dos compañeros, después de ascender la escalinata y atravesar el umbral, dijo de pronto, golpeando a Nutria:

— ¿Dónde tienes la cabeza, perro? Has olvidado traer el barril de aguardiente que quiero regalar al señor Pereira. Vuelve corriendo a buscarlo…

— Perdón, jefe -respondió Nutria- pero soy pequeño y el barril muy pesado para cargarlo yo solo… ¡Sí usted se dignara echarme una mano, porque la vieja es débil…

— ¿Cómo te atreves? ¿Me tomas por un cargador? -protestó Leonardo indignado.

Acercándose al centinela le dijo:

— ¿Quiere usted ayudarle, amigo? Le haré un regalito por su trabajo y también va a probar el aguardiente, porque hay una espita en el tonel.

— A sus órdenes, señor -asintió el guardián bajando presuroso los escalones del muelle.

Apenas hubo vuelto la espalda, el enano y su amo cruzaron una mirada atrozmente significativa, y Nutria descendió también, con la mano puesta sobre la empuñadura del sable árabe de que iba armado. Solos en lo alto, Leonardo y Soa continuaron prestando atención, y oyendo el ruido de los zapatones del centinela y el rumor de los píes desnudos del negro que se alejaban en la obscuridad.

— ¿Dónde está el barril? -preguntó la voz del guardián-. No lo veo.

— Inclínese, señor, inclínese -contestó Nutria-; se encuentra en la popa de la piragua. Espere a que yo le ayude.

Hubo una breve pausa que pareció interminable a los que acechaban. Después se oyó un choque seguido de un rumor de salpicaduras de agua. Ansiosos, Leonardo y Soa esperaron algo más pero sólo oyeron los latidos de su propio corazón y fragmentos de canciones voceadas a lo lejos por los bebedores en el interior de las cabañas.

Tres segundos más tarde Nutria se reunía con ellos.

Aunque su aspecto no se manifestara agitado, Leonardo observó la fijeza de su mirada y un leve estremecimiento en las aletas de su enorme nariz.

— EI golpe ha sido rápido, el brazo estuvo fuerte y el hombre quedará silencioso para siempre -murmuró el enano-. La voluntad del baas está cumplida.