Juan Polti, half-back

Cuando un muchacho llega, por a o b, y sin previo entrenamiento, a gustar de ese fuerte alcohol de varones que es la gloria, pierde la cabeza irremisiblemente. Es un paraíso demasiado artificial para su joven corazón. A veces pierde algo más, que después se encuentra en la lista de defunciones.

Tal es el caso de Juan Polti, half-back del Nacional de Montevideo. Como entrenamiento en el juego, el muchacho lo tenía a conciencia. Tenía, además, una cabeza muy dura, y ponía el cuerpo rígido como un taco al saltar: por lo cual jugaba al billar con la pelota, lanzándola de corrida hasta el mismo gol.

Polti tenía veinte años, y había pisado la cancha a los quince, en un ignorado club de quinta categoría. Pero alguien del Nacional lo vio cabecear, comunicando en seguida a su gente. El Nacional lo contrató, y Polti fue feliz.

Al muchacho le sobraba, naturalmente, fuego, y este brusco salto en la senda de la gloria lo hizo girar sobre sí mismo como un torbellino. Llegar desde una portería de juzgado hasta un ministerio es cosa que razonablemente puede marear: pero dormirse forward de un club desconocido y despertar half-back del Nacional, toca en lo delirante. Polti deliraba, pateaba, y aprendía frases de efecto: «Yo, señor presidente, quiero honrar el baldón que me han confiado».

El quería decir blasón, pero lo mismo daba, dado que el muchacho valía en la cancha lo que una o dos docenas de profesores en sus respectivas cátedras.

Sabía apenas escribir, y se le consiguió un empleo de archivista con cincuenta pesos oro. Dragoneaba furtivamente con mayor o menor lujo de palabras rebuscadas, y adquirió una novia en forma, con madre, hermanas y una casa que él visitaba.

La gloria lo circundaba como un halo. «El día que no me encuentre más en forma», decía, «me pego un tiro».

Una cabeza que piensa poco, y se usa, en cambio, como suela de taco de billar para recibir y contralanzar una pelota de fútbol que llega como una bala, puede convertirse en un caracol sopanto, donde el tronar de los aplausos repercute más de lo debido. Hay pequeñas roturas, pequeñas congestiones, y el resto. El half-back cabeceaba toda una tarde de internacional. Sus cabezazos eran tan eficaces como las patadas del cuadro entero. Tenía tres pies: ésta era su ventaja.

Pues bien: un día, Polti comenzó a decaer. Nada muy sensible; pero la pelota partía demasiado a la derecha o demasiado a la izquierda; o demasiado alto, o tomaba demasiado efecto. Cosas éstas todas que no engañaban a nadie sobre la decadencia del gran halfback. Sólo él se engañaba, y no era tarea amable hacérselo notar.

Corrió un año más, y la comisión se decidió al fin a reemplazarlo. Medida dura, si las hay, y que un club mastica meses enteros: porque es algo que llega al corazón de un muchacho que durante cuatro años ha sido la gloria de su campo.

Cómo lo supo Polti antes de serle comunicado, o cómo lo previó —lo que es más posible—, son cosas que ignoramos. Pero lo cierto es que una noche el half-back salió contento de casa de su novia, porque había logrado convencer a todos de que debía casarse el 3 del mes entrante, y no otro día. El 2 cumplía años ella, y se acabó.

Así fueron informados los muchachos esa misma noche en el club, por donde pasó Polti hacia medianoche. Estuvo alegre y decidor como siempre. Estuvo un cuarto de hora, y después de confrontar, reloj en mano, la hora del último tranvía a la Unión, salió.

Esto es lo que se sabe de esa noche. Pero esa madrugada fue hallado el cuerpo del half-back acostado en la cancha, con el lado izquierdo del saco un poco levantado, y la mano derecha oculta bajo el saco.

En la mano izquierda apretaba un papel, donde se leía:

Querido doctor y presidente: Le recomiendo a mi vieja y a mi novia. Usted sabe, mi querido doctor, por qué hago esto.

¡Viva el club Nacional!

Y más abajo, estos versos:

Que siempre esté adelante

el club para nosotros anhelo.

Yo doy mi sangre por todos mis compañeros,

ahora y siempre el club gigante.

¡Viva el club Nacional!

El entierro del half-back Juan Polti no tuvo, como acompañamiento de consternación, sino dos precedentes en Montevideo. Porque lo que llevaban a pulso, por espacio de una legua era el cadáver de una criatura fulminada por la gloria, para resistir la cual es menester haber sufrido mucho tras su conquista. Nada, menos que la gloria, es gratuito. Y si se la obtiene así, se paga fatalmente con el ridículo, o con un revólver sobre el corazón.

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