El galpón

Si se debiera juzgar del valor de los sentimientos por su intensidad, ninguno tan rico como el miedo. El amor y la cólera, profundamente trastornantes, no tienen ni con mucho la facultad absorbente de aquél, siendo éste por naturaleza el más íntimo y vital, pues es el que mejor defiende la vida. Instinto, lógica, intuición, todo se sublima de golpe. El frío medular, la angustia relajadora hasta convertir en pasta inerte nuestros músculos, lo horrible inminente, nos dicen únicamente que tenemos miedo, miedo; esto solo basta. Por otro lado, su reacción, cuando felizmente llega, es el mayor estimulante de energía física que se conozca. Un amante desesperado o un hombre ardiendo en ira forzarán al cuerpo humano a que entregue su último átomo de fuerza; pero a todos consta que si a aquéllos el paroxismo de su pasión es capaz de hacerles correr cien metros en diez segundos, el simple miedo les hará correr ciento diez.

Estas conclusiones habían sido sacadas por Carassale de charla al respecto y éramos cuatro en un café de estación: el deductor; Fernández, muchacho de cara maculada con opalinas cicatrices de granos y gruesa nariz, cuyos ojos muy juntos brillaban como cuentas en la raíz de aquélla; Estradé, estudiante de ingeniería casi siempre, y gran jugador de carreras cuando no sabía qué hacer, y yo.

Fernández conoce poco a Carassale. He dado a la consideración de éste un tono dogmático —forzado por razones de brevedad— de que está muy lejos el discreto amigo. Aun así, Fernández lo miró con juvenil y alegre impertinencia.

—¿Usted es miedoso? —preguntole.

—Creo que no, no mucho; a veces, de nada, pero otras, sí.

—¿Pero miedo, no?

—Sí, miedo.

Ahora bien; es también sabido que en amor y valor no son aquellos que se dicen ungidos de gracia los más afortunados. Mas Fernández era muy joven aún para tener discreción en lo primero, y ya sobrado viejo para ser sincero en lo otro. Estradé apoyó a Carassale.

—Sí, yo también. Por mi parte, a excepción de los miedos formidables como el de una criatura que abrazada a su madre siente forzar las cerraduras de la quinta asaltada, creo que los miedos reales pervierten mucho menos la inteligencia que aquellos absurdos. Uno de mis recuerdos más fuertes proviene de esto. En fin…

—No, no; cuente.

—Sería menester haberlo pasado; pero de todos modos ahí va.

»Ustedes saben que soy uruguayo. De San Eugenio, en el norte. Voy allá —o mejor dicho, iba— todos los veranos. Tengo allí dos hermanas solteras aún, que viven con mi tía. Creo que ahora la familia ha hecho edificar algo conveniente, pero entonces la casa era mísera. El cuarto que yo ocupaba en esas ocasiones estaba aislado y lejos del grupo, gracias a una de esas anomalías de las casas de pueblo, por las cuales la cocina queda sola y perdida en el fondo. De modo que como yo solía volver tarde de noche, y mis pasos no han sido nunca leves, prefería hacerlo por la barraca, lindante con la casa de familia, como es natural. Entraba así por atrás, sin incomodar a nadie. Mi tío hacía a menudo lo mismo, pero él por vía de reconocimiento final.

»La travesía era bastante larga. Primero el almacén, después el depósito, luego el sitio para los carros y por fin un galpón con cueros.

»Una noche volvía a casa a la una de la mañana. Excuso comprobarles el silencio de un San Eugenio a esa hora y sobre todo en aquella época. Había una luna admirable. Atravesé almacén y depósito a oscuras, pues conocía de sobra el camino. Pero en el galpón era distinto. Los cueros se caían a veces y las garras de los otros rozaban la cara mucho más de lo necesario.

»Abrí la puerta, cerrela y, como siempre, me detuve a encender un fósforo. Pero apenas brilló la luz, se apagó. Quedé inmóvil, el corazón suspenso. No había adentro el menor soplo de viento, ni mi mano había tropezado con nada. Estaba absolutamente aislado en oscuridad. Pero había tenido la sensación neta de que me habían apagado el fósforo; alguien había soplado la llama.

»Tenso, volví suavemente la cabeza a la izquierda, luego a la derecha: no veía nada, las tinieblas eran absolutas; apenas allá en el fondo y a ras del suelo filtraban entre las tablas finas rayas de luz.

»En el recinto, sin embargo, estaba el soplo que me había apagado el fósforo. ¿Por qué? Con un esfuerzo de serenidad, logré reaccionar y abrir de nuevo la caja para encender otro. Túvelo ya presto sobre el frotador. ¿Y si me lo soplaban de nuevo? Comprendí que el frío, el terrible frío en la médula me subiría hasta el pelo si me lo apagaban otra vez… Aparté la mano: ¡ya había admitido la posibilidad de que a mi frente, a mi lado, detrás de mí hubiera, en la oscuridad, un ser que en fúnebre familiaridad conmigo estaba ya inclinado para soplar de nuevo e impedirme que viera!

»No podía quedarme más; rompí la angustia avanzando a tientas. Supondrán la impresión que sentí al tocar con la mano algo como garra de cuero. Tropecé, arañeme la cara, pero después de veinte metros recorridos con esa lentitud de miedo que está ya a punto de ser disparada delirante, llegué a la puerta opuesta y salí, con un hondo suspiro. Entré en mi cuarto, leí hasta las tres y media, atento sin querer al mínimo ruido. Es una de las noches más duras que he tenido…»

—Sin embargo —lo interrumpió Carassale— la impresión fue corta.

—No tanto. A la noche siguiente mi tío fue muerto de una puñalada al entrar en el galpón. El hombre, que esperaba a mi tío, me había soplado el fósforo para que no lo viera.

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