El compañero Iván

Una fría tarde de septiembre cruzábamos con Isola la Chacarita. En una cruz de hierro, igual y tan herrumbrada como todas las de más, leí al pasar:

IVAN BOLKONSKY

Nada más. El apellido me llamó la atención, y se lo hice notar a Isola.

—El mismo que la madre de Tolstoy —le dije—. Pero éste seguramente no era conde —agregué, considerando la plebeya uniformidad de las cruces a ras de tierra.

Isola se volvió vivamente, miró un rato la cruz, y me respondió:

—No, no era conde, pero era de la estirpe de los Tolstoy. ¡Pobre Iván! Yo creo que nunca le he hablado de él.

—Creo que no —le respondí—. No me acuerdo.

—Seguramente —agregó pensativo—. No nos conocíamos entonces… Sentémonos un momento… Me ha hecho acordar de tantas cosas… ¡Pobre Iván! ¡El amor que le he tenido! Teníamos todos una admiración profunda por él. Y ¡tras! Falló, como cualquiera de nosotros…

—Cuente —le dije.

—¡Pst! —se sonrió tristemente Isola, despejándose la frente, una bella frente de muchacho, por lo demás—. En pocas palabras se cuenta eso. Figúrese que jamás le conoció nadie más que por Iván. Todos sabíamos su apellido, pero para todos era Iván, nada más. Llegó a Buenos Aires, no sé de dónde, porque en todas partes había estado. Había algo de admiración religiosa en ese llamado por el nombre, y tengo la seguridad de que hubiera llegado a ser algo más que un simple compañero. Usted sabe que yo era compañero entonces. No he dejado de serlo, pero de un modo distinto… Iván también lo era, desde luego. Lo conocí en un taller de vitraux. Yo aprendía entonces el oficio y él era mi maestro. ¿Usted sabe manejar el diamante? Figúrese que él sacaba una espiral íntegra de un solo golpe. Frecuentaba la redacción de nuestro diario, y yo hacía allí mismo mis primeras letras, también de gratuito colaborador. Los artículos de Iván no creo hoy que fueran gran cosa; pero el hombre, su gran cultura, su serenidad moral, su estupenda bondad, eran extraordinarias. De la inextricable mezcla de amor y odio que hay en todos nosotros, él no sentía más que el amor; viejos obreros en la calle, obreras encintas, criaturas muriéndose de tuberculosis, en fin, todas las iniquidades de la injusticia. Ganaba un buen jornal, y jamás tenía un centavo; todo lo daba a quienes necesitaban más que él. No le cabía una pizca de odio. Tenía toda la madera de un Jesucristo. Supóngaselo ahora alto, rubio, joven, y con una clara sonrisa. Y no crea que le hago una historia: pregúntele a cualquier compañero del 1900, y verá si exagero.

»Así como hay individuos que por su inmensa tolerancia pierden del todo la personalidad, creíamos que Iván, a fuerza de amor y ternura por todo lo que es sufrimiento, sería inaccesible a la mujer. Nada en particular nos hacía suponer esto; pero había en sus ojos tal luz de sencilla y cariñosa renuncia al goce personal mientras sus centavos pudieran evitar la pulmonía de una criatura mediante un saquito abrigado, que el hecho nos sorprendió. Yo fui con él varias veces a casa de Borissoff, y no sospeché lo más mínimo. Verdad es que fue al principio. Yo era casi una criatura entonces, y tenía por Iván esa admiración tumultuosa y ciega que no es raro encontrar en los muchachos por algún condiscípulo mayor. Borissoff era decorador, y se habían conocido con Iván en Europa, cuando la mujer de Borissoff era una criatura. Iván se fue después a los Estados Unidos, y aquí se había hallado de nuevo con Borissoff, ya casado. Iván reconoció apenas a su pequeña amiga de antes, y la amistad se estrechó de nuevo.

»Qué tiempo demoró Iván en enamorarse de ella, no sé; pero sí debió ser largo el plazo transcurrido hasta darse cuenta, bien plena y cabal, de que amaba a la mujer de su amigo, y de que ella lo amaba también.

»Ahora, dado el hombre que le he pintado, Iván no soñó un instante en engañar a Borissoff. Resistió cuanto pudo, ella hizo lo mismo, pero llegó un instante en que ambos no pudieron más. Tuvieron una conferencia en casa de ella, con Borissoff delante, y resolvieron hacer su nido juntos al día siguiente.

»El trance es serio; pero Iván era ruso; ella, lo mismo, y Borissoff, también. Los tres tenían un concepto tal de la honradez, la justicia, la lealtad, que se hubieran sentido sucios de infamia al no proceder así. Y estos tipos de leyenda han vivido aquí en Buenos Aires, uno en un taller de vitraux, y el otro decorando cielorrasos. No son los únicos, por cierto; la cuestión es hallarlos. Y hallé a Iván, y por él supe todo.

»Lo cierto es que mientras tomaban el té, mirándose bien a los ojos con lealtad, sintiéndose los tres más dignos uno del otro, al no dejar deslizar entre ellos la más leve sombra de deshonor, decidieron la cosa. Como los fondos de Iván no eran suficientes para comprar algún mueble, Borissoff le dio cien pesos que tenía. Hablaron tranquilamente y se despidieron con un buenas noches. Ella se puso a arreglar su ropa en el baúl, y Borissoff la ayudó él mismo. Aun bajó dos veces a la calle a comprarle alguna zoncera indispensable. Lo que Borissoff debía sufrir, cualquiera lo sufre, y ella lo sentía más que nadie. Pero dado el estado de las cosas, cualquier otro proceder hubiera sido vil. Así es que se acostaron juntos por última vez, con un nuevo buenas noches de paz.

»Al día siguiente, muy temprano, recibí dos líneas de Iván. Fui a verlo, y llegué en el momento en que salía.

»—Lo mandé llamar —me dijo— para que nos ayude… Se mató anoche.

»—¿Qué? —le dije espantado.

»—Sí, anoche… Vamos.

»Fuimos, y la vi, tendida en la cama. Borissoff estaba tranquilo, caminaba en puntas de pie, aunque no creo que se fijara mucho en las cosas. A mí, por lo menos, no me reconoció. Tuvo una triste sonrisa para Iván, y se pusieron a hablar en voz baja.

»Pasaron cinco días sin que viéramos a Iván. Al fin apareció una noche en el diario. Estaba como siempre, habló de todo con nosotros, y prometió un artículo para el día siguiente. Me llevó a tomar café, y en el camino se detuvo sonriendo:

»—Es que no tengo plata —me dijo—. ¿Usted tiene?

»Me habló de sus proyectos, entre ellos uno sobre las criaturas —su flaco de siempre— hacinadas en un cuarto goteando agua todo el día en invierno, porque están revocados con arena de mar, muriéndose una tras otra de bronconeumonía. Y todo ello con la honda ternura de siempre. No hizo la menor alusión al pasado.

»Bueno —pensé—. Se ha salvado. Es el mismo Iván de siempre, el de antes.

»A la noche siguiente trajo el artículo a la redacción, y me dijo:

»—Mañana me voy al Rosario por un par de días. ¿Quieres corregirme eso?

»La misma noche se pegó un tiro. También esta vez fui el primero que llegué, y le aseguro que sufrí por él, por nosotros, por cuanto tiene de bueno la especie humana, al ver aquel gran muchacho, caído como cualquiera de nosotros.

»Luchó, sin duda, luchó lo indecible, como había luchado ella, y estoy seguro de que él mismo creía haberse salvado.

»Y aquí tiene la historia —concluyó Isola levantándose y arrojando hacia la cruz la ramita que tenía en la mano—. Una sencilla historia de amor entre personas todo vergüenza y todo amor… Con muchísimo menos, otros son bien felices.»

Cuentos escogidos
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