Los corderos helados

La historia —de un extremo al otro— se desarrolló en un frigorífico, y durante varios meses míster Dougald vivió en perfecta perplejidad sobre la clase de ofensa que pudo haber inferido a su capataz. Pero una mañana del verano último la luz se hizo, y el gerente del frigorífico sabe ahora perfectamente por qué el odio y los cerrojos de Tagliaferro se volcaron tras su espalda.

Esa cálida madrugada de febrero, míster Dougald, que en mangas de camisa pasea su pipa por los muelles del frigorífico, ha visto llegar hasta él a la esposa de Tagliaferro.

—Buenos días, míster Dougald —ha dicho ella, deteniéndose a su frente.

—Buenos días —ha respondido él, dejándose enfrentar.

—He querido hablarle ahora, míster Dougald —prosigue ella con grata sonrisa—, porque más tarde es difícil… Es por mi hermanito, Giacomo… usted sabe.

Pero míster Dougald, que sin moverse fija la vista en la joven —rostro fresco y ojos cálidos— la interrumpe:

—Sí, sí… mala cabeza. Usted… linda cara.

—Sí, míster Dougald —se ríe ella—, ya sé… Pero no se trata de eso. Giacomo está mal aconsejado. La última huelga…

—Poca cosa… —corta él, sacudiendo la cabeza—. Pero usted… muy linda cara.

—Bueno, míster Dougald; sea más serio. Sabemos que usted es muy bueno, y Duilio lo reconoce… Él se acuerda siempre de que usted no lo echó después de aquello… Vea, míster Dougald; cambiando de taller a Giacomo…

—Imposible —corta de nuevo. Para agregar, considerando siempre los ojos de la joven, que se marean cada vez que él insiste—: Usted… muy linda boca.

Ella opta por reírse, y dar por fracasada su embajada matinal.

—Otro día le hablaré, cuando esté más bueno.

—Es que yo digo: usted es…

—¡Sí, muy linda, muy linda! Me lo ha dicho muchas veces, y mi Duilio no se cansa de hacérmelo ver… Pero tenga cuidado, míster Dougald, en no decírmelo en cualquier parte, cuando Duilio lo puede oír…

Esta vez la pipa baja lentamente de la boca:

—¿Yo le he dicho… a usted eso… otra vez?

—Sí, acuérdese… y me lo decía mucho más cerca que ahora.

Duilio oyó. Por eso hizo aquello.

—¡Ah, ah! —exclama el gerente, satisfecho— Ahora sí… sí… Hasta luego. Usted estaba… sí, sí… Su hermano, mala cabeza. Nada que hacer. Su cara… tan linda como antes.

Así, pues, míster Dougald ponía su ojo frío de gerente en todo. En los últimos rincones de las máquinas, puesto que era ingeniero; en el matadero, puesto que era capaz de desollar a la carrera a un primer premio de exposición; en las cámaras de frío, puesto que los planos —ecuaciones, mecánicas y demás— eran suyos. Después, cuarenta años y músculos tan sólidos como su dirección.

El destino quiso, sin embargo, que un atardecer de invierno bajara a las salas de congelación con la brújula de su vida fuertemente desviada. Míster Dougald recorrió las salas, examinó los corderos, los termómetros, y estuvo contento de sí mismo. Pero cuando quiso salir, halló que la puerta estaba cerrada. Tan bien cerrada, que después de ligero examen el gerente tuvo el convencimiento —tan pleno como si en él hubieran mediado algunas docenas de «azules»— de que la puerta había sido cerrada «a propósito tras él».

Ahora bien, las cámaras de frío de un frigorífico tienen esta particularidad: que son sordas como tumbas, y están tan aisladas del calor, del ruido, del mundo entero en general, que el zumbido de un moscardón haría estremecer por lo inesperado. Reina pues, en esas tumbas de frío, el más absoluto y blanco silencio. Están poderosamente iluminadas, con esa luz glacial de los arcos voltaicos. Por el techo corren las cañerías de frío. Del mismo techo penden en fila los corderos helados, cada uno cuidadosamente envuelto en su bolsa, como en un sudario. Ninguno se balancea, claro está. Todo está perfectamente inmóvil, iluminado, muerto. Luego, hay allí constantemente, ni una décima menos, un frío de veinte grados bajo cero.

Bien sabido es que esta temperatura es bien soportable haciendo la digestión sobre patines, o arrastrando trineos en el polo. Pero en un profundo sótano de frigorífico, teniendo a la espalda una puerta cerrada «intencionalmente» y arriba, muy arriba de los brazos, una red de caños blancos de hielo, en tal situación lo único real que hay allí para el espectador, fatal, inevitable, ineludible, es la muerte. Míster Dougald lo apreció así, y se decidió, por lo tanto, a esperar sosegadamente el día siguiente.

Eran las cinco de la tarde. Se quitó el sobretodo, luego el saco, y después el chaleco. Recogiose las mangas de la camisa, y presto ya, descolgó el primer cordero de la fila más próxima, y puso en su lugar el último de la misma serie. En el gancho de éste, colgó el primero que había desprendido. Era un cambio total de posición, pero que no alteraba en esencia las blancas filas de sudarios.

Descolgó el segundo cordero, y puso en su lugar el penúltimo; en vez de éste, el segundo; y así transportando en sus hombros los corderos amortajados, uno por uno, cambió todas las filas.

Sus pasos eran largos —terriblemente sonoros— pero las filas de cadáveres eran interminables. No sentía frío, claro está. Al fin, tratando siempre de identificar al hombre de la puerta, sacó el reloj: eran las ocho y media. Es decir, que le faltaban aún nueve horas para vivir la vida como todo el mundo, siempre que se apresurara a volver a sus corderos.

Cuántas veces cambió una fila por otra hasta la llegada del día, él mismo no podría decirlo. Pero sí está perfectamente probado que cuando a las seis y media de la tarde se abrió sigilosamente la puerta, y apareció la cara de Tagliaferro con una recelosa mirada al interior, míster Dougald empleó sus últimas fuerzas en un mudo puñetazo a los ojos de su capataz. No le dijo nada, pero le amartilló la cara satisfactoriamente.

Esa misma tarde hizo pasar los cerrojos de las puertas al interior, de modo que no pudiera asegurarse sino de adentro, y no pensó ni un momento en levantar inútil polvo echando a su capataz. Se contentó con llamarlo a su escritorio y boxearlo de nuevo.

En cuanto a los motivos de Tagliaferro para hacerle cambiar de lugar a los corderos por trece horas seguidas, ahora los conoce, y piensa a veces que el poder tener un poco más cerca aquellos ojos de madona bien valdría una hora más de corderos.

Cuentos escogidos
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