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El Rata no volvió a ver a la mujer. También dejó de contemplar las luces encendidas de su casa. Incluso dejó de acercarse a la ventana. Igual que el hilillo de humo blanco que se eleva tras apagar de un soplo una vela, algo en su corazón flotó en el aire durante unos instantes y se desvaneció. Luego se produjo un oscuro silencio. El silencio. ¿Qué le quedaría a él después de que le hubiesen quitado capa tras capa de fina piel? Ni el mismo Rata lo sabía. ¿El orgullo?… Metido en la cama, el Rata se contempla muchas veces las manos. Sin una pizca de orgullo quizás una persona no pueda vivir. Pero no tener nada más que eso es muy triste. Demasiado triste.
Separarse de ella resultó fácil. Dejó de telefonearla un viernes por la noche. Simplemente. Quizás ella estuvo esperando la llamada hasta medianoche. Al Rata le dolía pensarlo. Tuvo que refrenar varias veces el impulso de alargar la mano hacia el auricular. Se puso los cascos y estuvo escuchando un disco tras otro con el volumen alto. Sabía que ella no llamaría, pero ni siquiera quería oír el sonido del timbre.
Ella tal vez estuvo esperando hasta las doce y, probablemente, desistió. Se lavó la cara, se cepilló los dientes y se metió en la cama pensando que tal vez él la llamaría por la mañana. Apagó la luz y se durmió. El sábado por la mañana, tampoco sonaría el timbre del teléfono. Ella abriría la ventana, se prepararía el desayuno, regaría las plantas. Esperaría hasta mediodía y, entonces sí, desistiría de verdad. Mientras se cepillaba el pelo frente al espejo, intentaría dibujar varias veces una sonrisa, como si estuviera ensayando. Y pensaría que, al fin y al cabo, había pasado lo que tenía que pasar.
Cada uno de aquellos minutos, el Rata lo pasó en su habitación, con las persianas bajadas y los ojos clavados en el reloj colgado en la pared. No corría ni una gota de aire. La somnolencia se había adueñado de su cuerpo varias veces. Las agujas del reloj ya no tenían ningún sentido. Sólo los matices de la oscuridad repitiéndose una y otra vez. El Rata había visto cómo su propia carne había ido perdiendo sustancia, cómo había ido perdiendo peso, cómo había ido perdiendo sensibilidad. «¿Cuánto tiempo, cuántas horas llevaré así?», pensó. La pared blanca que tenía ante sus ojos había vibrado despacio al compás de su respiración. El espacio había cobrado una densidad que había comenzado a infiltrarse en su carne. Cuando el Rata vio que había llegado a un punto en que ya no podía seguir soportándolo más, se levantó, se metió en la ducha y, en un estado semiinconsciente, se afeitó. Luego se secó, se bebió un zumo de naranja de la nevera. Se puso un pijama limpio, se metió en la cama y se dijo a sí mismo: «Aquí acaba todo». Y un profundo sueño lo inundó. Un sueño probablemente muy profundo.