22
Sonó el teléfono.
Había vuelto de la piscina y estaba refrescándome el rostro enrojecido por el sol con loción de calamina. Tras dejar sonar el teléfono diez veces me quité, resignado, los algodones que tenía dispuestos sobre la cara dibujando un bonito damero, me levanté y cogí el auricular.
—Hola. Soy yo.
—Hola —dije.
—¿Estabas haciendo algo?
—No, nada.
Me enjugué el rostro, que me escocía, con la toalla que llevaba enrollada en torno al cuello.
—Ayer me lo pasé muy bien. Hacía mucho tiempo que no me divertía tanto.
—¡Qué bien!
—… ¿Te gusta el estofado de ternera?
—Sí.
—He hecho estofado y yo sola, para comérmelo todo, tardaría una semana. ¿Te apuntas?
—Pues, no es mala idea.
—¡OK! Ven en una hora. Si tardas, lo arrojaré todo al cubo de la basura. ¿Entendido?
—Oye…
—Es que odio que me hagan esperar. Sólo eso —dijo y colgó sin dejarme abrir siquiera la boca.
Volví a tumbarme en el sofá, me quedé unos diez minutos con la mirada perdida en el techo mientras escuchaba los 40 Principales y, luego, tras meterme en la ducha y afeitarme bien con agua caliente, me puse unas bermudas recién llegadas de la lavandería. Era un atardecer muy agradable. Conduje por el paseo que discurría junto al mar contemplando el sol del ocaso y, antes de coger la carretera nacional, compré dos botellas de vino blanco y una cajetilla de tabaco.
Mientras ella recogía lo que había sobre la mesa y, acto seguido, disponía encima una vajilla blanquísima, yo estuve intentando descorchar la botella de vino con la punta de un cuchillo de postre. El vaho del estofado hacía que dentro de la habitación reinara un calor sofocante.
—No esperaba que hiciera tanto calor. Parece que estemos en el infierno.
—En el infierno hace más calor.
—Lo dices como si hubieras estado allí.
—Me lo han contado. Allí, cuando por culpa del calor están a punto de volverse locos, los llevan a un lugar algo más fresco. Y cuando se han recuperado un poco, los devuelven al sitio de antes.
—Como una sauna. Igual.
—Exacto. Pero algunos enloquecen y ya no pueden volver.
—¿Y qué hacen con ellos?
—Los llevan al cielo. Y les obligan a pintar las paredes. Es que las paredes del cielo siempre tienen que estar blanquísimas. No puede haber ninguna mancha. Daría muy mala imagen. Por eso están pintando siempre, todos los días, de la mañana a la noche; y, entonces, claro, la mayoría tiene problemas respiratorios.
Ella no me preguntó nada más. Tras retirar con cuidado las briznas de corcho del interior de la botella llené las dos copas de vino.
—Vino frío y corazón caliente —dijo al brindar.
—¿Eso qué es?
—Un anuncio de la tele. «Vino frío y corazón caliente». ¿No lo has visto nunca?
—No.
—¿No ves la tele?
—Poco. Hace tiempo veía mucha tele. Mi programa favorito era Lassie. La serie original, claro.
—Porque te gustan los animales, ¿no?
—Sí.
—Pues yo, en cuanto puedo, me paso el día entero viendo la tele, cualquier cosa. Ayer, sin ir más lejos, estuve viendo un debate con biólogos y químicos. ¿Lo viste tú también?
—No.
Tras beber un sorbo de vino sacudió levemente la cabeza, como si de repente se acordara de algo.
—¿Sabes que Pasteur tenía intuición científica?
—¿Intuición científica?
—… Es decir, los científicos normales razonan de la siguiente manera: A es igual a B, B es igual a C. Por consiguiente, A es igual a C. QED. ¿No?
Asentí.
—Pero Pasteur era distinto. Lo que él pensaba era que A era igual a C. Sólo eso. Sin demostración alguna. Pero la historia ha corroborado que sus teorías eran correctas. Pasteur hizo innumerables descubrimientos muy valiosos para la vida humana.
—La vacuna de la viruela.
Ella depositó la copa de vino sobre la mesa y me lanzó una mirada llena de estupor.
—Oye, ¿el de la vacuna de la viruela no fue Jenner? Y tú, ¿cómo has conseguido entrar en la universidad?
—… Pues entonces fueron los anticuerpos contra la rabia y, también, la pasteurización, ¿no?
—Correcto.
Tras sonreír con aire satisfecho, sin mostrar los dientes, se bebió de un trago el vino de la copa y se la volvió a llenar.
—En el debate de la tele, a esta capacidad la llamaban «intuición científica». ¿Tú la tienes?
—Apenas.
—¿Te gustaría tenerla?
—Pues quizá sirva para algo. Quizá sea útil en el momento en que te acuestas con una chica.
Ella se dirigió a la cocina sonriendo y volvió con una cazuela de estofado, un bol de ensalada y unos panecillos. Por la ventana abierta de par en par entraba, al fin, un poco de aire.
Comimos tranquilamente escuchando discos. Mientras tanto, ella me estuvo haciendo preguntas sobre la universidad y sobre la vida que llevaba en Tokio. No era una charla muy interesante. Le hablé de los experimentos con gatos. (Mentí diciendo que no los matábamos, estaría bueno. Que, en su mayor parte, eran experimentos de carácter psicológico. Sin embargo, lo cierto era que yo, en dos meses, había matado treinta y seis gatos de todos los tamaños). Le hablé de las manifestaciones, le hablé de las huelgas. Y le enseñé uno de mis incisivos, que me había roto, de un golpe, un policía antidisturbios.
—¿Te gustaría vengarte?
—¡Qué dices! —exclamé.
—¿Por qué no? Yo, en tu lugar, buscaría a ese poli y le partiría algunos dientes con un martillo.
—Yo soy yo y, además, ya ha pasado todo. En primer lugar, todos los de antidisturbios tienen la misma cara, así que resulta imposible encontrar a uno en particular.
—Entonces, ¿qué sentido tiene todo eso?
—¿Sentido?
—El que hayan llegado al extremo de romperte un diente.
—Ninguno —dije.
Tras lanzar un gruñido con expresión aburrida, comió un bocado de carne estofada.
Después de comer nos tomamos un café y, tras fregar los dos juntos los platos en la pequeña cocina y volver a la mesa, nos encendimos un cigarrillo y escuchamos un disco de MJQ.
Ella llevaba una fina blusa que dejaba ver claramente la forma de sus pezones y unos pantalones cortos de algodón holgados por la cintura. Además, bajo la mesa, nuestros pies se encontraban sin cesar y yo, cada vez, me ruborizaba un poco.
—¿Estaba bueno?
—Mucho.
Ella se mordisqueó el labio inferior.
—¿Por qué no dices nunca nada hasta que te preguntan?
—¡Uf! Pues… Es una mala costumbre. Siempre me olvido de decir las cosas esenciales.
—¿Puedo darte un consejo?
—Adelante.
—Corrígete, porque si no saldrás perdiendo.
—Quizá. Pero eso es como un coche escacharrado. En cuanto arreglas una cosa, llama la atención otra que también está mal.
Ella se rió y puso un disco de Marvin Gaye. Las agujas del reloj casi señalaban las ocho.
—¿Hoy no tienes que limpiar zapatos?
—Los limpiaré por la noche cuando me haya lavado los dientes.
Ella mantenía sus finos codos hincados en la mesa, la barbilla cómodamente apoyada en las palmas de las manos mientras hablaba mirándome de hito en hito. Esto me hacía sentir incomodísimo. Intenté rehuir varias veces sus ojos encendiendo un cigarrillo o fingiendo echar un vistazo por la ventana, pero, en cada una de las ocasiones, ella me miró con extrañeza.
—Oye, me lo creo, ¿sabes?
—¿Qué?
—Que tú, el otro día, no me hiciste nada.
—¿Por qué lo dices?
—¿Quieres oírlo?
—No —respondí.
—Sabía que contestarías eso —dijo. Con una risilla sofocada me llenó la copa de vino y luego clavó los ojos en la ventana oscura como si estuviera reflexionando. Entonces me preguntó—: A veces, ¿sabes?, pienso en lo maravilloso que sería vivir sin molestar a nadie. ¿Crees que eso es posible?
—Pues no lo sé.
—Oye, a ti no te molesto, ¿verdad?
—Tranquila.
—Ahora, quiero decir.
—¿Ahora?
Alargó la mano por encima de la mesa, la puso suavemente sobre la mía y, tras dejarla así unos instantes, la retiró.
—Mañana salgo de viaje.
—¿Adónde?
—Aún no lo he decidido. Pienso ir a un lugar tranquilo y fresco. Una semana.
Asentí.
—Cuando vuelva, te llamaré.
* * *
En el camino de vuelta, dentro del coche, me acordé súbitamente de la chica con la que había tenido mi primera cita. Hacía ya siete años.
Durante la cita, desde el principio hasta el fin, creo que no paré de preguntarle: «Oye, ¿no te aburres?».
Vimos una película que protagonizaba Elvis Presley. El tema principal decía lo siguiente:
Me peleé con ella.
Así que le escribí.
Lo siento. Yo tuve la culpa.
Pero me devolvieron la carta.
Destinatario desconocido.
El tiempo transcurre demasiado rápido.