10
El miércoles se acostó a las nueve de la noche y se despertó a las once. Después no pudo volver a conciliar el sueño de ninguna de las maneras. Algo le constreñía la cabeza como si llevase un sombrero dos tallas más pequeño. Era una sensación muy desagradable. Resignado, el Rata se levantó de la cama y, en pijama, fue a la cocina y se bebió un trago de agua helada. Después pensó en la mujer. De pie, junto a la ventana, contempló las luces de la ciudad, recorrió con los ojos el oscuro malecón, detuvo la mirada en la zona donde estaba su apartamento. Recordó el rumor de las olas que rompían contra las negras tinieblas, recordó el ruido de la arena al golpear las ventanas de su apartamento. Y sintió que estaba harto de sí mismo, que era incapaz de avanzar un solo centímetro pese a estar dándole vueltas y vueltas a los mismos pensamientos.
Desde que había empezado a verse con ella, la vida del Rata se había convertido en la repetición de una semana eterna. No tenía conciencia alguna de los días. ¿En qué mes estaba? Quizás octubre. No lo sabía… El sábado se veía con ella, y durante los tres días que iban del domingo al martes permanecía inmerso en su recuerdo. El jueves y el viernes, y medio sábado, los dedicaba a hacer planes sobre el inminente fin de semana. Sólo el miércoles perdía el rumbo y erraba por el espacio. No era capaz de avanzar, y tampoco podía retroceder. El miércoles…
Estuvo fumando durante unos diez minutos, distraído, luego se quitó el pijama, se puso un anorak sobre la camisa y bajó al garaje. Pasadas las doce de la noche apenas se veía un alma en la ciudad. Sólo las farolas bañando el negro asfalto de la calle. La puerta metálica del Jay’s Bar ya estaba bajada, pero el Rata la subió hasta la mitad, se escurrió en su interior y bajó las escaleras.
Jay había terminado de poner a secar una docena de toallas recién lavadas en el respaldo de las sillas y en aquel momento estaba sentado solo en la barra, fumándose un cigarrillo.
—¿Te importa que me tome una cerveza? Sólo una.
—No, claro que no —dijo Jay de buen humor.
Era la primera vez que iba al Jay’s Bar después de cerrar. Excepto las de la barra, todas las luces estaban apagadas, y tampoco se oía el ruido de los extractores ni del aire acondicionado. Sólo los olores que con el tiempo habían ido impregnando el suelo y las paredes flotaban aún, vagamente, en el aire.
El Rata se coló detrás de la barra, sacó una cerveza de la nevera, se la sirvió en un vaso. Sobre las mesas del bar, sumidas en las tinieblas, el aire se dividía en varias capas estancas. Cálido y húmedo.
—Hoy no pensaba venir —dijo el Rata a modo de disculpa—. Pero me he despertado, ¿sabes? Y me moría de ganas de tomarme una cerveza. Me iré enseguida.
Jay dobló el periódico sobre la barra, se sacudió la ceniza que le había caído en los pantalones.
—Tómatela despacio. Y, si tienes hambre, te prepararé algo de comer.
—No, gracias. No te preocupes. Con la cerveza es suficiente.
La cerveza estaba exquisita. Apuró el vaso de un trago y lanzó un suspiro. Luego se sirvió la mitad que le quedaba y miró fijamente cómo la espuma iba bajando.
—¿Te apetece tomarte una conmigo? —preguntó el Rata.
Jay sonrió con aire de apuro.
—Gracias. Pero no puedo beber ni una gota.
—No lo sabía.
—No tolero la cerveza.
El Rata asintió varias veces con la cabeza, bebió la cerveza en silencio y se sorprendió una vez más al constatar que apenas sabía nada sobre aquel barman chino. Claro que sobre Jay, nadie sabía nada. Era un hombre terriblemente callado. No contaba nada de sí mismo, y si alguien le preguntaba algo, se limitaba siempre a dar, con sumo cuidado, como si estuviera abriendo un cajón, una respuesta inocua e imprecisa.
Que Jay era un chino nacido en China, eso lo sabía todo el mundo, pero en la ciudad la presencia de extranjeros no era infrecuente. Cuando el Rata iba al instituto, en el club de fútbol había un delantero y un defensa chinos. Y nadie se sorprendía por ello.
—Sin música falta algo, ¿eh? —dijo Jay arrojándole al Rata la llave de la máquina de discos. El Rata escogió cinco melodías, volvió a la barra, se tomó la cerveza que le quedaba. Por los altavoces, empezó a sonar una vieja melodía de Wayne Newton.
—¿No tienes que volver pronto a casa? —preguntó el Rata mirando a Jay.
—Es igual. Tampoco me espera nadie.
—¿Vives solo?
—Sí.
El Rata se sacó un cigarrillo del bolsillo, lo alisó y lo encendió.
—Sólo tengo un gato —soltó Jay—. Un gato viejo. Pero, bueno, va bien para hablar.
—¿Habláis?
Jay asintió varias veces con la cabeza.
—Sí. Hace mucho que nos conocemos y nos entendemos muy bien. Yo sé cómo se siente el gato y el gato sabe cómo me siento yo.
El Rata, con un cigarrillo en los labios, soltó un gruñido. La máquina de discos pasó, con un sonido metálico, a MacArthur Park.
—Oye, ¿y en qué piensan los gatos?
—En muchas cosas. Igual que tú y que yo.
—¡Pobres! —exclamó el Rata, riéndose.
Jay también se rió. Luego hizo una pausa mientras frotaba la superficie de la barra con la yema de los dedos.
—Es manco.
—¿Manco? —repitió el Rata.
—El gato. Está cojo. Ocurrió en invierno, hará unos cuatro años. Volvió a casa ensangrentado. Tenía la almohadilla de una pata completamente aplastada, parecía mermelada de naranja.
El Rata dejó el vaso que sostenía en la mano sobre la barra y clavó los ojos en Jay.
—¿Qué le pasó?
—No lo sé. Primero pensé que lo había atropellado un coche. Pero, incluso en ese caso, la herida era demasiado grande. El neumático de un coche no podía haberle dejado la pata de aquella manera. Era como si le hubiesen hecho presión con un tornillo. Y que se la hubiesen aplastado del todo. Es posible que fuera una gamberrada.
—¡Qué dices! —El Rata sacudió la cabeza con aire de incredulidad—. ¿Quién le haría eso a un gato…?
Jay, tras golpear varias veces los dos extremos del cigarrillo sin filtro sobre la barra, se lo puso en la boca y lo encendió.
—Ya. ¿Qué necesidad había de aplastarle la pata a un gato? Es un gato muy tranquilo, no molesta a nadie. Además, chafarle la pata a un gato no beneficia a nadie. Es algo absurdo, cruel. Pero ¿sabes?, en este mundo se cometen muchísimas acciones viles, sin sentido como ésta. Yo no puedo entenderlo. Tú tampoco lo puedes entender. Pero existen, no cabe la menor duda. Quizá se podría decir, incluso, que estamos rodeados de ellas.
El Rata volvió a sacudir la cabeza sin apartar los ojos del vaso de cerveza.
—Pues yo, la verdad, no lo entiendo.
—Bien. Algo así, mucho mejor que no lo entiendas.
Diciendo estas palabras, Jay exhaló el humo del cigarrillo hacia las mesas oscuras y desiertas. Y no apartó la vista hasta que el humo blanco se hubo desvanecido por completo en el aire.
Ambos permanecieron largo tiempo en silencio. El Rata se quedó absorto en sus pensamientos, Jay siguió frotando la barra con las yemas de los dedos, como solía hacer. La máquina de discos empezó a desgranar la última melodía. Una dulce balada de soul en voz de falsete.
—¿Sabes, Jay? —dijo el Rata sin apartar la mirada del vaso—. He vivido veinticinco años, pero me da la impresión de que no he aprendido nada de nada.
Jay permaneció en silencio unos instantes, mirándose las yemas de los dedos. Luego se encogió de hombros.
—Pues yo he tardado cuarenta y cinco años en comprender una sola cosa. A saber, que el ser humano, si se esfuerza, siempre puede aprender algo. De la cosa más banal, más mediocre, seguro que puede aprender algo. En alguna parte leí que en cualquier maquinilla de afeitar se encierra la filosofía. De hecho, si no fuera así, nadie podría sobrevivir.
El Rata asintió, apuró los tres centímetros de cerveza que quedaban en el vaso. La melodía terminó, la máquina de discos dejó escapar un crujido y el local se sumió en un silencio total.
—Creo que entiendo a qué te refieres. —El Rata iba a añadir: «Sin embargo», pero se tragó sus palabras. Era una de esas cosas que, en cuanto las formulas, te das cuenta de que no valía la pena haberlo hecho. Después se levantó sonriendo y dijo—: ¡Gracias! ¿Te llevo a casa en coche?
—No hace falta. Vivo cerca y, además, me gusta andar.
—Entonces, buenas noches. Recuerdos al gato.
—Gracias.
Subió las escaleras y salió a la noche, que olía a frío otoño. Dando golpecitos con el puño a todos los árboles que bordeaban la calle, el Rata caminó hasta el garaje y, después de mirar sin más el parquímetro, montó en el coche. Tras dudar unos instantes, condujo hacia el mar y se detuvo en un punto del paseo marítimo desde el que se veía el apartamento de la mujer. En la mitad de las ventanas todavía brillaban luces. También se veían sombras a través de algunas cortinas.
La habitación de la mujer estaba a oscuras. La luz de la mesilla de noche también estaba apagada. Ya debía de estar durmiendo. Se sintió terriblemente solo.
Parecía que el rumor del oleaje había ido ganando intensidad, poco a poco. Se diría que, de un momento a otro, las olas fueran a sobrepasar el rompeolas y a llevarse el coche a algún lugar lejano. El Rata puso la radio, reclinó el asiento mientras escuchaba el parloteo absurdo de un disc-jockey y, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, cerró los ojos. Su cuerpo estaba exhausto y, por ello, diversos pensamientos innombrables fueron desvaneciéndose sin llegar a ningún destino. Tras lanzar un suspiro de alivio, aún con la cabeza recostada y sin pensar en nada, siguió escuchando la voz del disc-jockey mezclada con el rumor de las olas. Y el sueño vino despacio.