22

Envuelto en las tinieblas accioné el interruptor de la pared y, tras un intervalo de varios segundos, empezaron a parpadear con un chasquido los fluorescentes del techo y una luz blanca inundó el almacén. Habría unos cien fluorescentes en total. El almacén era mucho más grande de lo que aparentaba visto desde fuera, pero, a pesar de ello, la intensidad de la luz era abrumadora. Cegado, cerré los ojos. Poco después, cuando los abrí de nuevo, la oscuridad había desaparecido y sólo quedaban el silencio y el frío.

El almacén parecía el interior de un enorme frigorífico, lo que, considerando la función del edificio, no dejaba de ser lógico. Las paredes sin ventanas y el techo estaban recubiertos de una brillante pintura blanca, pero había pegotes amarillos, negros y de colores indefinidos adheridos por todas partes. A simple vista, se apreciaba que los muros eran de un grosor enorme. Me daba la sensación de estar metido en una caja de plomo. De pronto, la idea de que quizá no pudiera salir de allí nunca más cruzó por mi cabeza y, aterrado, me volví, una y otra vez, hacia la puerta. No cabía imaginar un edificio más inquietante que aquél.

Mirándolo con gran benevolencia podía recordar una tumba de elefantes. Pero, en todo su campo visual, en vez de huesos blancos de elefantes con las patas dobladas se sucedían, en fila, sobre el suelo de hormigón, máquinas pinball. Plantado en lo alto de la escalera, me quedé con la vista clavada en aquella extraña visión bajo mis pies. Involuntariamente, deslicé ambas manos por las comisuras de mis labios y volví a metérmelas en los bolsillos.

Había muchísimas máquinas pinball. Exactamente setenta y ocho, ni más ni menos. Conté las máquinas repetidas veces, tomándome mi tiempo. Setenta y ocho, sin duda. Todas las máquinas estaban vueltas hacia el mismo lado, dispuestas en ocho filas verticales que llegaban hasta la pared del fondo del almacén. Parecía que las hubiesen alineado siguiendo unas rayas de tiza trazadas en el suelo, porque las filas no se desviaban un solo centímetro. Todo estaba tan inmóvil como una mosca atrapada en resina sintética. Ni el menor atisbo de movimiento. Setenta y ocho muertes, setenta y ocho silencios. En un acto reflejo, me moví. Porque me daba la sensación de que, si no lo hacía, incluso yo acabaría formando parte de aquel conjunto de gárgolas.

Hacía frío. Y, cómo no, olía a pollo muerto.

Bajé despacio los cinco escalones de la estrecha escalera de hormigón. Abajo, aún hacía más frío. A pesar de ello, yo estaba sudando. Era un sudor extraño. Saqué un pañuelo del bolsillo y me enjugué el sudor. Pero no podía hacer nada con el sudor que me empapaba las axilas. Me senté a los pies de la escalera, me fumé un cigarrillo con manos temblorosas… La «Space Ship» de tres flippers: yo no quería encontrarme con ella de aquel modo. Y lo mismo debía de sucederle a ella… Probablemente.

Una vez cerrada la puerta, no se oía el chirrido de ningún insecto. Un silencio total cubría la superficie de la tierra como si fuera una densa niebla. Las setenta y ocho máquinas pinball clavaban firmemente sus trescientas doce patas en el suelo y soportaban, impertérritas, aquel peso que no iba a ninguna parte. Una triste visión.

Sentado aún, silbé los cuatro primeros compases de Jumpin’ with Symphony Sid. Stan Getz y la Head Shaking and Foot Tapping Rhythm Section. En aquel frigorífico vacío, sin nada que los interceptase, mis silbidos resonaron con una belleza extraordinaria. Algo reconfortado, silbé los cuatro compases siguientes. Y, luego, los cuatro siguientes. Parecía que todos los objetos estuviesen aguzando el oído. Por supuesto, no había nadie que sacudiese la cabeza o que siguiera el ritmo con los pies. Sin embargo, mi silbido desapareció absorbido por cada uno de los rincones del almacén.

—¡Qué frío tan horrible! —Tras silbar un rato, murmuré estas palabras.

La voz del eco no recordaba, en absoluto, a mi voz. Reverberó en el techo y descendió, bailando, hasta posarse en el suelo. Con el cigarrillo entre los labios lancé un suspiro. No podía permanecer sentado allí eternamente haciendo mi one man show. Si no me movía, el aire helado acabaría metiéndoseme hasta los tuétanos junto con el olor a pollo. Me puse en pie, me sacudí con la mano la tierra helada que tenía adherida a los pantalones. Apagué el cigarrillo en la suela del zapato, lo arrojé dentro de una vasija de lata que había allí cerca.

La pinball…, la pinball. ¿Acaso no era por eso por lo que había ido hasta allí?

El frío había estado a punto de embotar, incluso, mi mente. ¡Piensa! Máquinas pinball. Setenta y ocho máquinas pinball… ¿Vale? Un interruptor. En alguna parte del edificio tiene que haber un interruptor de alimentación para accionar las setenta y ocho máquinas pinball… Un interruptor. ¡Búscalo!

Con las manos embutidas en los bolsillos de los vaqueros, caminé despacio a lo largo de los muros del edificio. De las desnudas paredes de hormigón pendían, arrancados de cualquier modo, restos de instalación eléctrica y tuberías de plomo de cuando aún se utilizaba como frigorífico. Diversos aparatos, contadores, cajas de conexiones e interruptores habían sido arrancados de cuajo por una fuerza descomunal y habían dejado grandes boquetes en las paredes. Éstas eran mucho más lisas y suaves de lo que parecían desde lejos. Como si una enorme babosa acabara de arrastrarse por encima. Al recorrer el edificio pude comprobar sus enormes dimensiones. Era anormalmente grande para ser un almacén frigorífico de una granja avícola.

Justo enfrente de la escalera por la que había descendido, había otra igual. Y, arriba, otra puerta de hierro idéntica. Todo, absolutamente todo, se parecía tanto que me asaltó la ilusión de haber dado una vuelta completa. Empujé la puerta con la mano para ver qué pasaba, pero no se movió ni un centímetro. No tenía echado ni el cerrojo ni la llave, pero no cedía lo más mínimo, como si estuviese sellada con pintura. Aparté la mano de la puerta y, con un gesto involuntario, me enjugué el sudor del rostro con la palma de la mano. Olía a pollo.

El conmutador estaba junto a la puerta. Era un conmutador grande, tipo palanca. Cuando tiré de él, un rugido sordo que parecía brotar del centro de la tierra se extendió, a un tiempo, por todo el recinto. Me dieron escalofríos. Acto seguido, se oyó una especie de aleteo, como si una bandada de decenas de miles de pájaros batiera las alas. Me volví, miré el almacén frigorífico. Era el rumor de las setenta y ocho máquinas pinball succionando electricidad y arrojando millares de ceros en los marcadores. Cuando cesó aquel estrépito, sólo quedó un sordo zumbido eléctrico que recordaba un enjambre de abejas. Y el almacén se llenó de la efímera vida de setenta y ocho máquinas pinball. Todas ellas hacían parpadear luces de diversos colores en el campo de juego, lucían sus sueños en el tablero del marcador.

Descendí las escaleras, caminé despacio entre las setenta y ocho pinball como si pasara revista a las tropas. Algunas de ellas eran máquinas vintage que sólo había visto en fotografías; otras, unos modelos que me resultaban familiares por haberlos visto en la sala de juegos. También había máquinas que se habían desvanecido en el tiempo sin que nadie las recordara. ¿Cómo se llamaría el astronauta dibujado en el tablero del marcador de aquella «Friendship-7», de Williams? ¿Glenn…? Era de principios de los sesenta. Y la «Grand Tour», de Bally, con su cielo azul, la torre Eiffel, el feliz viajero americano… Y la «Kings and Queens», de Gottlieb, un modelo con ocho carriles de roll-over. El rostro optimista, de bonitos bigotes recortados, del jugador del Lejano Oeste, el as de espadas escondido en la liga del calcetín…

Superhéroes, monstruos, college girls, fútbol, cohetes, y mujeres… Todas y cada una de ellas eran sueños cotidianos, normales y corrientes, descoloridos y destrozados en oscuras salas de juego. Diferentes héroes y mujeres me sonreían desde el tablero. Rubias, rubias platino, morenas, pelirrojas, mexicanas de negra cabellera, colas de caballo, hawaianas con la melena hasta la cintura, Ann-Margret, Audrey Hepburn, Marilyn Monroe… Todas ellas proyectaban hacia delante su pecho exuberante, exhibiéndolo con orgullo. Algunas, bajo finas blusas desabrochadas hasta la cintura; otras, bajo bañadores de una pieza; y otras, bajo sujetadores de copas puntiagudas… Todas ellas conservarían el pecho eternamente erguido mientras la realidad haría que sus colores palidecieran. Y hacían parpadear las luces al compás del latido de sus corazones. Setenta y ocho máquinas pinball: un cementerio de viejos sueños. Tan viejos que era imposible recordarlos. Yo fui pasando despacio por su lado.

La «Space Ship» de tres flippers se hallaba al final de una de las filas, esperándome. Flanqueada por compañeras con llamativos maquillajes, parecía terriblemente tranquila. Igual que si me estuviera esperando sentada sobre una piedra plana en el bosque. Me planté frente a ella, contemplé el añorado tablero del contador. El espacio de color azul cobalto, un tono de azul que recordaba la tinta vertida. Y las blancas estrellas. Saturno, Marte, Venus… En primer plano flotaba la nave espacial de una blancura inmaculada. Las ventanas estaban iluminadas y hasta dirías que, en su interior, se veía una escena de vida familiar. Unas estrellas fugaces trazaban líneas en la oscuridad.

El campo de juego también era el mismo que antes. El mismo color azul oscuro. Las dianas me sonreían con su blanquísima dentadura. Las diez bonus light de color amarillo limón que se disponían en forma de estrella hacían fluctuar lentamente, arriba y abajo, sus luces. Los dos kick-out holes, Saturno y Marte; la lotto target, Venus… Todo sumido en una paz absoluta.

«Hola», dije… No, puede que no lo dijera. En todo caso, puse las dos manos sobre el cristal del campo de juego. Estaba frío como el hielo y el calor de mi mano empañó la superficie y dejó una huella blanca con la forma de mis diez dedos. Como si despertara, ella me sonrió al fin. Su añorada sonrisa. Yo también sonreí.

«Me da la sensación de que hacía mucho tiempo que no nos veíamos», me dice ella.

Simulo que pienso, doblo los dedos.

«Pues hará unos tres años. ¿Quién lo diría? ¡Qué rápido ha pasado el tiempo!».

Asentimos los dos y permanecemos unos instantes en silencio. En la cafetería habría sido el momento de tomar unos sorbos de café o de toquetear con los dedos las cortinas de encaje.

«He pensado mucho en ti, ¿sabes?», le digo. Y, entonces, siento una gran compasión por mí mismo.

«¿Las noches en que no podías dormir?».

«Sí. Las noches en que no podía dormir», repito.

Ella no borra la sonrisa de sus labios.

«¿No tienes frío?», me pregunta.

«Sí, tengo frío. Mucho frío».

«Es mejor que no te quedes mucho rato. Aquí hace demasiado frío para ti».

«Quizá sí», digo. Con las manos algo temblorosas, me saco el tabaco del bolsillo, enciendo un cigarrillo y le doy una calada.

«¿No juegas?», me pregunta ella.

«No», respondo yo.

«¿Por qué?».

«Mi mejor resultado fue de 165.000. ¿Te acuerdas?».

«Claro que me acuerdo. Ése fue también mi mejor resultado».

«Pues no quiero ensuciarlo», digo.

Enmudeció. Sólo continuó haciendo parpadear lentamente, arriba y abajo, las diez bonus light. Yo fumaba con los ojos clavados en el suelo.

«¿Por qué has venido?».

«Tú me llamabas».

«¿Te llamaba?». Dudó unos instantes y sonrió con timidez. «Sí. Es posible. Es posible que te llamara».

«Te he buscado por todas partes».

«Gracias», dice. «Cuéntame algo».

«Han cambiado muchas cosas, ¿sabes?», digo. «La sala de juegos donde estabas se ha convertido en una tienda de donuts de esas que están abiertas las veinticuatro horas. Hacen un café espantoso».

«¿Tan malo es?».

«En las películas antiguas de Disney sobre animales, las cebras moribundas bebían un agua fangosa, ¿sabes? Pues el café tiene exactamente el mismo color».

Ella soltó una risita sofocada. Su risueña faz me parecía adorable.

«Era una ciudad odiosa», dice ella con un gesto serio. «Todo era tan rudo, tan sucio…».

«Es la época».

Ella asintió muchas veces.

«¿Y qué estás haciendo ahora?».

«Traduzco».

«¿Novelas?».

«¡Qué va!», exclamé. «Sólo cosas insustanciales del día a día. Voy pasando el agua de una alcantarilla a otra. Nada más que eso».

«¿No es divertido?».

«No sé qué decirte. Jamás me lo he planteado».

«Y las chicas, ¿qué tal?».

«Pues quizá no te lo creas, pero ahora vivo con unas gemelas. Hacen un café estupendo».

Aún con la sonrisa en los labios, dirigió unos instantes la mirada hacia el vacío.

«No sé por qué, pero todo es muy extraño. Parece que nada de esto haya ocurrido en realidad».

«Sí, ha ocurrido todo. Sólo que ya ha pasado».

«¿Es duro?».

«No». Sacudí la cabeza. «Las cosas que han nacido de la nada han vuelto a su lugar de origen. Sólo eso».

Enmudecimos otra vez. Lo único que teníamos en común era un fragmento de tiempo que había muerto en el pasado. Sin embargo, algunos cálidos recuerdos seguían errando, como una vieja luz, por mi corazón. Y esa luz me acompañaría en mi tránsito por el tiempo efímero hasta que la muerte me atrapara y me arrojara, de vuelta, al crisol de la nada.

«Es mejor que te vayas ya», dijo ella.

Ciertamente el frío se había intensificado hasta hacerse casi insoportable. Tiritando, apagué el cigarrillo de un pisotón.

«Gracias por venir a visitarme», me dijo. «Tal vez no volvamos a vernos más. Cuídate».

«Gracias», dije. «Adiós».

Crucé las hileras de pinball, subí las escaleras, bajé la palanca del conmutador. Como si se les hubiera retirado el aire, la corriente eléctrica de las pinball se apagó y el silencio absoluto y el sueño se adueñaron del recinto. Durante el largo tiempo que me llevó volver a atravesar el almacén, subir las escaleras, apagar las luces y cerrar la puerta a mis espaldas, no me volví. No me volví ni una sola vez.

Era poco antes de medianoche cuando llegué a casa en un taxi que había parado por el camino. Justo en aquel momento, las gemelas estaban en la cama, a punto de acabar el crucigrama de una publicación semanal. Yo estaba terriblemente pálido y mi cuerpo despedía olor a pollo congelado. Arrojé toda la ropa que llevaba puesta en la lavadora y me di un baño caliente. Tras permanecer unos treinta minutos sumergido en el agua, recobré la conciencia de una persona normal, pero, con todo, no pude sofocar el frío que se me había metido hasta los tuétanos.

Las gemelas sacaron una estufa de gas del armario empotrado y la encendieron. A los diez minutos, el temblor había cesado y, tras darme un respiro, me calenté una lata de sopa de cebolla y me la tomé.

—Ya estoy bien —dije.

—¿De verdad?

—Aún estás frío —me dijo con aire preocupado una de las gemelas, agarrándome la muñeca.

—Enseguida entraré en calor.

Nos metimos en la cama y completamos las dos últimas palabras del crucigrama. Una era «trucha-arcoíris» y, la otra, «avenida». Enseguida entré en calor y los tres, al unísono, nos sumimos en un profundo sueño.

Yo soñé con Trotski y con los cuatro renos. Los cuatro renos llevaban calcetines de lana. Hacía un frío espantoso en aquel sueño.