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Voy a hablar de la ciudad. La ciudad donde nací, crecí y donde, por primera vez, me acosté con una chica.
Tiene delante el mar; detrás, la montaña; al lado, un enorme barrio portuario. Es una ciudad muy pequeña. Mientras conduzco por la carretera nacional de regreso del puerto jamás fumo. Y es que para cuando hubiese acabado de prender una cerilla ya habría dejado la ciudad atrás.
La población asciende a poco más de setenta mil habitantes. Esta cifra apenas ha cambiado en cinco años. La mayoría vive en casas de dos plantas con jardín y tiene automóvil; algunos hogares poseen incluso dos.
Estos datos no son fruto de mi imaginación: se basan en las estadísticas que el ayuntamiento publica escrupulosamente a finales del año fiscal.
El Rata vivía en una casa de tres plantas y, en la azotea, tenía incluso invernadero. El sótano, excavado en la pendiente, se usaba como garaje, y en su interior convivían en armonía el Mercedes Benz del padre y el Triumph TR-3 del Rata. Sorprendentemente, el garaje era la parte más acogedora de la casa. En el garaje, tan amplio que podía albergar una avioneta, se amontonaban objetos que habían quedado anticuados o que habían caído en desuso, como televisores, neveras, sofás, juegos de mesa y sillas, aparatos estéreos o alacenas, y nosotros pasábamos allí muy buenos ratos mientras nos tomábamos unas cervezas.
Apenas sé nada sobre el padre del Rata. Nunca lo he visto. Cuando le pregunté al Rata cómo era su padre, me respondió con desparpajo que era una persona mucho mayor que él y que, además, era un hombre.
Se decía que, en el pasado, el padre del Rata había sido muy pobre. Justo antes de la guerra adquirió con grandes esfuerzos una fábrica de productos farmacéuticos y lanzó al mercado un ungüento para repeler insectos. Se generaron muchas dudas respecto de su eficacia, pero tuvo la suerte de que el frente se extendiera hacia el Pacífico sur y que, gracias a ello, las ventas del ungüento se dispararan.
Al acabar la guerra arrojó el ungüento al fondo del almacén y lanzó al mercado unas sospechosas pastillas reconstituyentes; luego, en la época en que terminó la guerra de Corea, sustituyó las pastillas por detergentes de uso doméstico. Se rumorea que todos ellos tenían la misma fórmula y es muy posible.
Hace veinticinco años, en Nueva Guinea, había montañas de cadáveres de soldados japoneses embadurnados con aquel ungüento para repeler insectos; hoy en día, en los cuartos de baño de todos los hogares puede encontrarse, de la misma marca, un producto para limpiar las cañerías.
Así se hizo rico el padre del Rata.
Por supuesto, también tuve un amigo que procedía de una familia pobre. Su padre era conductor de autobuses municipales. Es posible que haya conductores de autobús ricos, pero el padre de mi amigo pertenecía al grupo de los conductores pobres. Yo solía ir a jugar a casa de mi amigo, pues sus padres no solían parar por ella. El padre se pasaba el día conduciendo el autobús o iba al hipódromo; y, en cuanto a la madre, que tenía un trabajo de media jornada, tampoco estaba nunca.
Éramos compañeros de clase en el instituto, pero nos hicimos amigos a raíz de una bobada.
Un día, en la pausa del mediodía, yo estaba orinando en los lavabos y él se puso a mi lado. Se bajó la cremallera de los pantalones y, sin hablar apenas, terminamos de orinar a la vez y nos lavamos juntos las manos.
—¡Eh! ¡Mira! Tengo algo bueno.
Me lo dijo secándose la mano en la parte trasera de los pantalones.
—¿Ah, sí?
—¿Te lo enseño?
Extrajo una fotografía de su cartera y me la pasó. Era la fotografía de una mujer desnuda, con las piernas abiertas de par en par y una botella de cerveza plantada en medio.
—Alucinante, ¿no?
—¡Y tanto!
—Si vienes a casa, tengo fotos aún más fuertes —me dijo.
Y así fue como nos hicimos amigos.
En la ciudad viven muchos tipos de gente distinta. A lo largo de los dieciocho años que viví en ella, realmente aprendí mucho. La ciudad ha echado profundas raíces en mi corazón y la mayor parte de mis recuerdos están ligados a ella. Sin embargo, la primavera en que ingresé en la universidad sentí un alivio tremendo.
Cada vez que llegan las vacaciones de verano y de primavera regreso a la ciudad, pero me paso la mayor parte del tiempo bebiendo cerveza.