9
Wallander desapareció de la comisaría de inmediato, sin poder determinar en su fuero interno si se trataba de una huida o si más bien lo hacía para intentar sosegarse. Por supuesto que él sabía que todo había sucedido tal y como lo había relatado. Pero Lisa Holgersson no lo había creído. Y aquello lo indignó.
Cuando salió de la comisaría, lanzó una maldición al verse sin coche, pues cuando algo lo irritaba, solía sentarse al volante y conducir hasta que lograba serenarse.
En aquella ocasión, bajó a pie hasta el Systembolaget[9], donde compró una botella de whisky. Hecho esto, fue directamente a su apartamento, desconectó el teléfono y se sentó ante la mesa de la cocina. Abrió la botella y bebió varios tragos. Aquello sabía muy mal. Pero, en su opinión, era justo lo que necesitaba. En efecto, nada lo hacía sentirse tan indefenso como una acusación injusta y, si bien era cierto que Lisa Holgersson no lo había acusado abiertamente, su actitud suspicaz no dejaba muchas alternativas de interpretación. Tal vez Hanson tuviese razón al afirmar que lo mejor era no tener de jefe a una mujer. Tomó otro trago. Ya se sentía mejor, ya empezaba a arrepentirse de haberse marchado a casa. De hecho, podrían interpretarlo como una especie de reconocimiento de culpabilidad por su parte. Volvió a conectar el teléfono y, presa de una impaciencia algo pueril, lo irritó el hecho de que nadie lo llamase. De modo que marcó el número de la comisaría. Irene respondió enseguida.
—Llamaba para comunicar que me he marchado a casa. Estoy resfriado.
—Hanson ha estado preguntando por ti. Y Nyberg. Y varios periódicos.
—¿Qué querían?
—¿Los periódicos?
—No, Hanson y Nyberg.
—Pues no lo dijeron.
«Seguro que tiene el periódico ante sí», se atormentaba Wallander. «Ella es como todos los demás. Lo más probable es que, en estos momentos, no se hable de otro tema en la comisaría de Ystad. Y seguro que habrá quien se alegre de que “ese maldito Wallander se vea en semejante apuro”».
Le pidió a Irene que lo pasase con Hanson, que tardó unos minutos en atender la llamada. Wallander sospechaba que Hanson estaba entregado a alguno de sus intrincados sistemas de apuestas, de aquellos que, cada vez, iban a proporcionarle un beneficio enorme, pero que nunca resultaban más que en lo comido por lo servido.
—¿Qué tal te va con los caballos? —preguntó Wallander.
Lo dijo para suavizar, para indicar que lo que habían publicado los periódicos no le había hecho perder los estribos.
—¿De qué caballos me hablas?
—¿No estás apostando a los caballos?
—Pues ahora mismo no. ¿Por qué?
—Olvídalo. Intentaba bromear. ¿Qué querías?
—¿Estás en tu despacho?
—No, estoy en casa con un buen resfriado.
—Bueno, quería que supieras que he comprobado a qué hora pasaron nuestros coches por aquella carretera. He estado hablando con los conductores. Ninguno de ellos vio a Sonja Hökberg, pese a que recorrieron aquel tramo cuatro veces en ambas direcciones.
—Bien. Entonces podemos estar seguros de que no fue a pie. Es decir, que alguien fue a buscarla. Lo primero que hizo cuando salió de la comisaría fue sin duda ir a un teléfono público. O a casa de alguien. Espero que Ann-Britt no pasase por alto hacerle esa pregunta a Eva Persson.
—¿Qué pregunta?
—Quiénes eran los demás amigos de Sonja Hökberg. Quién podía haberla llevado hasta allí en coche.
—¿Has hablado con Ann-Britt?
—No, aún no he tenido tiempo.
Entonces se produjo una pausa que Wallander decidió aprovechar para tomar la iniciativa.
—No es nada agradable la fotografía del periódico.
—No, no lo es.
—Me pregunto cómo pudo un fotógrafo invadir nuestros pasillos. Cuando hay conferencia de prensa, siempre los conducimos a todos en grupo.
—Es raro que no notases el reflejo del flash.
—Ya, pero con las cámaras de hoy en día, apenas si hace falta.
—Pero ¿qué fue lo que pasó exactamente?
Wallander le refirió lo ocurrido. Se expresó con las mismas palabras de que se había servido cuando habló con Lisa Holgersson, sin añadir ni eliminar nada.
—¿No hubo ningún testigo? —quiso saber Hanson.
—Aparte del fotógrafo, ninguno. Ni que decir tiene que él mentirá; de lo contrario, su fotografía carece de valor.
—Pues tendrás que dar la cara y contar lo sucedido.
—Eso es lo que estoy haciendo.
—Ya, pero debes hablar con el periódico.
—¿Y de qué crees que serviría? Un viejo policía contra una madre y su hija… Está sentenciado al fracaso.
—No olvides que, pese a todo, la chica ha cometido un asesinato.
Wallander se preguntaba si aquello le ayudaría. El que un policía abusase de su autoridad hasta aquel punto era algo muy grave. Él mismo opinaba así, por lo que de poco servía que hubiesen concurrido circunstancias especiales.
—Lo pensaré —aseguró antes de pedirle a Hanson que intentase pasarlo con Nyberg.
Cuando el técnico acudió por fin al teléfono, habían transcurrido varios minutos que Wallander había aprovechado para tomar algunos tragos más de la botella de whisky. El inspector empezaba a sentir los efectos del alcohol, pero la presión bajo la que se sentía al llegar a casa había cedido.
—Nyberg al habla.
—¿Has visto el periódico? —preguntó Wallander.
—¿Qué periódico?
—El de la foto de Eva Persson.
—Yo no leo la prensa vespertina, pero he oído hablar de ello. Aunque, si no me equivoco, la chica atacó a su madre.
—Sí, pero eso no se ve en la foto.
—¡Bah! ¿Y eso qué tiene que ver?
—Me traerá problemas. Lisa quiere abrir una investigación.
—Claro, lo que hace falta es que la verdad salga a la luz.
—Sí, pero la cuestión es si los periódicos se la creerán. ¿Qué vale un policía viejo comparado con una jovencísima asesina?
El tono de voz de Nyberg dejó traslucir su sorpresa:
—¿Desde cuándo te preocupa lo que digan los periódicos?
—Ya, pero nunca han sacado ninguna fotografía en la que aparezco yo golpeando a una niña.
—Bueno, pero la niña ha cometido un asesinato.
—Sí, pero a mí me preocupa bastante.
—Ya pasará. En fin, lo que yo quería era confirmarte que una de las huellas de neumático corresponde al coche de Moberg. Lo que implica que hemos identificado todas las huellas, salvo una. Pero la del coche desconocido ha resultado ser de un modelo estándar.
—En todo caso, ya tenemos la certeza de que alguien la llevó hasta allí. Y después se marchó en su vehículo.
—Hay otro detalle —advirtió Nyberg—. Sobre su bolso.
—¿Qué pasa con el bolso?
—He estado intentando comprender por qué lo hallamos donde lo hallamos, junto a la valla.
—Pues lo más probable es que quien la recogió en coche lo arrojase allí, ¿no crees?
—Sí, pero ¿por qué? No puede haber sido en la creencia de que no íbamos a encontrarlo.
Wallander comprendió que el razonamiento de Nyberg era correcto y que lo que acababa de decir era importante.
—Quieres decir que por qué no se lo llevó, si confiaba en que el cuerpo no pudiese ser identificado.
—Más o menos.
—¿Y qué respuesta se te ocurre?
—Bueno, ése es tu trabajo. Yo me limito a describir lo que veo. El bolso estaba a quince metros de la entrada a los transformadores.
—¿Alguna otra cosa?
—No. No logramos descubrir ninguna otra pista.
Concluida la conversación, Wallander levantó de nuevo la botella de whisky, pero volvió a dejarla sobre la mesa enseguida. Ya estaba bien. Si seguía bebiendo, sobrepasaría el límite. Y no estaba dispuesto. Fue entonces a la sala de estar. Encontrarse en casa durante el día lo hacía sentirse muy extraño. ¿Acaso no sentiría lo mismo cuando se hubiese jubilado? La sola idea lo hizo estremecerse. Se colocó junto a la ventana y contempló la calle de Mariagatan. Atardecía. Pensó en el médico que lo había visitado y en el hombre que hallaron muerto junto al cajero automático. Decidió que, al día siguiente, llamaría al departamento de Patología para referirle la visita de Enander y su negativa a aceptar que la causa de la muerte de Falk hubiese sido un infarto. Cierto que aquello no cambiaría las cosas, pero al menos él habría cumplido su palabra transmitiendo la información. Y no debía dejarlo por más tiempo.
Entonces se puso a pensar en la observación de Nyberg acerca del bolso de Sonja Hökberg. En el fondo, no había más que una conclusión plausible. Y dicha conclusión tuvo la facultad de despertar todos sus instintos de detective. El bolso estaba allí porque alguien quería que ellos lo encontrasen.
Se sentó en el sofá con la intención de reflexionar sobre ello. «Un cuerpo puede carbonizarse hasta el punto de quedar irreconocible», se dijo. «En especial, si ha sido sometido a una fuerte descarga eléctrica que no se interrumpe de inmediato. Una persona ejecutada en la silla eléctrica se cuece por dentro hasta morir. Quien asesinó a Sonja Hökberg sabía que podía resultar difícil identificarla, y por esa razón dejó allí su bolso».
Sin embargo, aquello no explicaba por qué lo habían dejado junto a la valla.
Revisó los datos una vez más, pero la cuestión de la localización del bolso seguía sin quedar aclarada. Abandonó la pesquisa por el momento, pues intuía que iba demasiado rápido. En primer lugar, debían recibir la confirmación de que Sonja Hökberg había sido, efectivamente, víctima de un asesinato.
Volvió a la cocina y se preparó un café. El teléfono seguía sin sonar y eran ya las cuatro de la tarde, de modo que se sentó ante la mesa con la taza de café en la mano y marcó el número de la comisaría por segunda vez. Irene lo informó de que tanto los periódicos como las cadenas de televisión seguían llamando, pero que ella no les había proporcionado el número de teléfono de su domicilio, que era secreto desde hacía ya varios años. De nuevo lo asaltó la idea de que su ausencia se interpretaría sin duda como indicio de su culpabilidad o, al menos, de lo mal que se sentía por lo ocurrido. «Debería haberme quedado allí», se recriminó. «Debería haber aceptado las entrevistas con todos y cada uno de los periodistas y haberles contado lo sucedido y aclararles que tanto Eva Persson como su madre están mintiendo».
El momento de debilidad estaba superado y, en su lugar, apareció la indignación. Le pidió a Irene que lo pasase con Ann-Britt aunque, en realidad, debería haber comenzado por hablar con Lisa para desmentirlo todo con total firmeza y hacerle ver que no aceptaba sus sospechas.
Pero antes de haber obtenido respuesta se apresuró a colgar el auricular.
En efecto, en aquel preciso instante no deseaba hablar con ninguna de las dos. En cambio, marcó el número de Sten Widén. Fue una las chicas quien atendió la llamada y comprobó que, como era habitual en el picadero de Stjärnsund el personal que cuidaba los caballos cambiaba de forma constante. Wallander sospechaba que tal vez a Sten le costase dejar en paz a las chicas. Cuando su amigo acudió por fin al teléfono, Wallander estaba ya a punto de arrepentirse de haberlo llamado, pero, después de todo, estaba casi seguro de que Sten Widén no habría visto la fotografía del periódico.
—Pensaba pasarme por allí —anunció Wallander—. Pero tengo el coche en el taller.
—Si quieres puedo ir a buscarte.
Acordaron que se verían hacia las siete. Wallander echó una ojeada a la botella de whisky, pero no la tocó.
En ese momento llamaron a la puerta. El inspector se llevó un sobresalto, pues no recibía visitas salvo en contadísimas ocasiones. Pensó que, con toda probabilidad, se trataría de algún periodista que había logrado dar con su dirección. Guardó la botella en un armario y fue a abrir la puerta. Pero, ante su sorpresa, no era ningún periodista quien lo buscaba, sino Ann-Britt Höglund.
—¿Vengo en mal momento?
Él la invitó a pasar al tiempo que procuraba mantener la boca alejada de la colega, de modo que ésta no pudiese percibir el olor a alcohol. Se sentaron en la sala de estar.
—Estoy resfriado —se excusó Wallander—. No tengo fuerzas para trabajar.
Ella asintió, aunque el inspector sospechaba que no lo creía. En realidad, tampoco tenía motivos, pues todos sabían que Wallander solía cumplir con su trabajo, aunque fuese aquejado por la fiebre o por cualquier dolor.
—¿Cómo estás? —inquirió ella, solícita.
«Bien, aunque el momento de flaqueza esté superado, aún quedan los vestigios de la reciente debilidad», se dijo. «Pero están anclados en lo más profundo de mi ser y no pienso consentir que salgan a la luz».
—Si te refieres a la fotografía, comprenderás que me parece terrible. ¿Pudo un fotógrafo colarse y pasar inadvertido hasta las salas de interrogatorios?
—Lisa está muy preocupada.
—Ya, pero debería prestar más atención a lo que le digo en lugar de dar crédito inmediato a lo que dicen en el periódico.
—Pero es que resulta muy difícil negar la fotografía.
—Claro, ni yo lo pretendo. Lo cierto es que la golpeé, puesto que ella agredió a su madre.
—Sí, pero sabrás que ellas sostienen otra versión.
—Pues están mintiendo. Claro que tal vez tú sí des crédito a lo que ellas dicen.
La colega negó con un gesto.
—Yo creo que la madre está aprovechando las circunstancias, que ve en ellas una posibilidad de desviar la atención de lo que hizo su hija. Por otro lado, puesto que Sonja Hökberg está muerta, ahora pueden acusarla de ser la única responsable.
—Bueno, salvo en lo tocante al cuchillo ensangrentado, que pertenece a Eva.
—Hasta eso. Aunque lo hallamos gracias a las indicaciones de Eva, ella siempre podría decir que fue Sonja quien acuchilló a Lundberg.
Wallander comprendió que Ann-Britt estaba en lo cierto. Los muertos no podían prestar testimonio. Lo que sí había era una fotografía de gran tamaño en la que se veía cómo un policía derribaba a una niña de un golpe. La resolución no era muy buena, pero no cabía la menor duda de lo que representaba.
—El fiscal ha solicitado una investigación por procedimiento abreviado.
—¿Cuál de ellos?
—Viktorsson.
A Wallander no le gustaba aquel fiscal. Había llegado a Ystad en agosto, pero él ya había tenido varios encuentros desagradables con él.
—Será su palabra contra la mía.
—Ya, pero ellas son dos.
—Lo más curioso de todo es que Eva Persson desprecia a su madre —comentó Wallander—. Lo vi claramente cuando estuve hablando con ella.
—Sí, pero a estas alturas ya habrá comprendido que las cosas van a irle bastante mal. Aunque sea menor y no pueda ir a la cárcel. Y por eso habrá decidido firmar una tregua provisional con su madre.
De repente, Wallander se sintió incapaz de seguir hablando del asunto. Al menos, no en aquel momento.
—¿Por qué has venido?
—Me dijeron que estabas enfermo.
—Ya, pero no estoy moribundo. Mañana mismo volveré al trabajo. Me gustaría que me contases lo que sacaste en claro de la entrevista con Eva Persson.
—Verás, resulta que ha cambiado su versión.
—De acuerdo, pero es imposible que ella sepa que Sonja Hökberg ha muerto.
—Pues eso es lo extraño.
A Wallander le llevó unos minutos comprender el alcance de las palabras de Ann-Britt, hasta que al fin lo vio claro. Clavó en la colega una mirada elocuente.
—Tienes alguna hipótesis, ¿me equivoco?
—A ver, ¿por qué habría de modificar su versión? Ella se confiesa culpable de un delito cometido junto con otra persona. Todo encaja. Lo que dice la una cuadra a la perfección con lo que refiere la otra. ¿Por qué habría de retractarse ahora?
—Exacto, ¿por qué? Pero tal vez sea más importante preguntarse ¿cuándo?
—Sí, en realidad, ésa es la razón por la que estoy aquí. Es imposible que Eva Persson supiera que Sonja Hökberg estaba muerta cuando yo empecé a interrogarla, pero, pese a todo, modificó por completo su declaración anterior. Ahora resulta que Sonja Hökberg fue la responsable de todo y que ella es inocente, que no pensaban atracar al taxista y que no tenían intención de ir a Rydsgård, sino que Sonja le había sugerido que visitasen a un tío suyo que vive en Bjäresjö.
—¿Existe ese tío?
—Sí, y lo llamé. Asegura que no ha visto a Sonja desde hace cinco o seis años.
Wallander reflexionó un instante.
—Entonces no hay más que una explicación posible —resolvió Wallander—. Eva Persson no habría podido desmentir la primera versión y fraguar una mentira semejante a menos que estuviese segura de que a Sonja Hökberg le resultaría imposible negarla.
—Exacto, a mí tampoco se me ocurre otra explicación plausible para ello. Comprenderás que le pregunté por qué su declaración anterior había sido totalmente distinta.
—Ya. ¿Y qué respondió?
—Que no quería que Sonja cargase con toda la culpa.
—¿Porque eran amigas?
—Eso es.
Ambos sabían lo que aquello significaba. En efecto, la única explicación posible era que Eva Persson conociese la circunstancia de que Sonja Hökberg estaba muerta.
—¿Qué te parece a ti? —quiso saber Wallander.
—Pues que hay dos opciones. Es posible que Sonja llamase a Eva tras haber huido de la comisaría para decirle que pensaba suicidarse.
Wallander rechazó aquella sugerencia con un gesto.
—No me parece muy convincente.
—Ni a mí. Y tampoco creo que Sonja llamase a Eva Persson. Sospecho que llamó a otra persona.
—Que después llamó a Eva Persson y le dijo que Sonja estaba muerta, ¿cierto?
—Así es. Eso es lo que yo creo.
—En tal caso, Eva conoce la identidad del asesino de Sonja, si es que fue asesinada.
—¿Y tú crees que puede no haber sido asesinato?
—No. Pero pienso que debemos esperar a conocer los resultados de los certificados forenses.
—Sí. Intenté conseguir que me proporcionasen un resultado preliminar, pero parece que el trabajo con cuerpos carbonizados es muy lento.
—Espero que sepan que es muy urgente.
—Bueno, siempre lo es, ¿no?
La joven miró el reloj antes de ponerse en pie.
—Mis hijos me esperan en casa.
Wallander pensó que debería decirle algo, pues sabía por propia experiencia lo difícil que resultaba una ruptura matrimonial.
—¿Cómo va el divorcio?
—Bueno, tú mismo tuviste ocasión de sufrirlo y supongo que sabes que es un infierno, desde el principio hasta el final.
Wallander la acompañó hasta la puerta.
—Tómate un whisky —lo animó la colega—. Te sentará bien.
—No, si ya lo he hecho… —replicó Wallander.
A las siete de la tarde, Wallander oyó que alguien tocaba la bocina del coche desde la calle. Miró por la ventana de la cocina y comprobó que se trataba de la oxidada furgoneta de Sten Widén, de modo que metió la botella de whisky en una bolsa de plástico y bajó la escalera.
Se pusieron en marcha hacia la finca y, al llegar, Wallander quiso comenzar su visita, como ya era habitual, con un recorrido por los establos. Había muchos compartimentos vacíos y una chica, de unos diecisiete años, que estaba colgando una silla de montar. La muchacha se marchó y los dos amigos se quedaron a solas. Wallander se sentó sobre un fardo de heno mientras que Sten Widén se quedaba apoyado contra la pared.
—Me voy —anunció—. La finca está a la venta.
—¿Quién crees que puede estar interesado en comprarla?
—Alguien que esté lo suficientemente loco como para creer que sea rentable.
—¿La venderás bien?
—No, pero será suficiente, supongo. Si no cometo excesos, podré vivir de las rentas.
Wallander quería saber cuánto dinero podría obtener de aquella venta, pero no se atrevió a preguntar.
—Primero tengo que venderla; después decidiré adónde ir.
Wallander sacó la botella de whisky y Sten tomó un trago.
—Jamás vivirás a gusto sin los caballos —le advirtió Wallander—. ¿Qué piensas hacer?
—No lo sé.
—La bebida acabará contigo.
—O todo lo contrario. Quién sabe si no la dejaré por completo.
Salieron de los establos y atravesaron el jardín en dirección a la casa. Hacía fresco aquella tarde. Wallander se sintió de nuevo invadido por una envidia corrosiva. Su viejo amigo Per Åkeson, el fiscal, se encontraba en Sudán desde hacía ya varios años y Wallander había empezado a sospechar que nunca volvería a Suecia. Y ahora le tocaba el turno a Sten, que emprendía el viaje hacia algo desconocido pero diferente. Entretanto, él aparecía en un periódico vespertino por haber golpeado a una niña de catorce años.
«Suecia se ha convertido en un país del que la gente huye», concluyó. «Al menos, aquéllos que pueden permitírselo. Y los que no, sacan el dinero de donde pueden para poder unirse a las filas de los emigrantes. ¿Cómo hemos podido llegar a esto? ¿Qué es lo que ha sucedido exactamente?».
Una vez en la casa, se sentaron en la desordenada sala de estar, que también hacía las veces de oficina. Sten Widén se sirvió una copa de coñac.
—Estoy pensando en convertirme en trabajador de algún teatro —declaró por fin.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que oyes. Podría ir a La Scala de Milán y pedir trabajo como ayudante de escenario.
—¡Qué cojones! No creerás que los telones todavía se suben y se bajan de forma manual, ¿verdad?
—Supongo que algún que otro componente del escenario sí que habrá que trasladarlo a mano. ¿Te imaginas? Estar allí, detrás del escenario todas las noches… Y escuchar las óperas, claro, sin tener que pagar ni un céntimo. Incluso podría ofrecerme a trabajar gratis.
—¿Y eso es lo que has decidido hacer?
—No. La verdad es que se me han ocurrido muchas ideas. A veces incluso me pregunto si no debería irme hacia el norte, a Norrland. Y enterrarme en un montón de nieve frío y desagradable de verdad. No lo sé aún. Lo único de lo que estoy seguro es de que venderé la finca y me marcharé. Pero, en fin, ¿qué es de ti?
Wallander se encogió de hombros sin contestar. Había bebido demasiado y comenzaba a sentirse abotargado.
—¿Continúas persiguiendo la destilación clandestina de alcohol?
Wallander percibió el sarcasmo en el tono de su voz y se enfureció.
—Persigo a asesinos —atajó—. Gente que mata a sus semejantes a martillazos. Me figuro que habrás oído hablar de la muerte del taxista ¿no?
—Pues no.
—Dos chicas jovencísimas lo mataron la otra noche a golpes y a cuchilladas. Ése es el tipo de gente a la que yo persigo. No a los que destilan alcohol en sus casas.
—No comprendo cómo lo aguantas.
—Yo tampoco. Pero es un trabajo que hay que hacer y, al parecer yo lo hago mejor que otros.
Sten Widén le dedicó una sonrisa burlona.
—Bueno, bueno, no te lo tomes así, hombre. Estoy seguro de que eres un buen policía. Siempre lo he creído. La cuestión es si te quedará tiempo para hacer otra cosa en la vida.
—Yo no soy de los que huyen.
—¿Quieres decir como yo?
Wallander guardó silencio. Entre ellos acababa de abrirse un abismo, aunque, de repente, no supo si no habría existido desde hacía ya tiempo sin que ellos mismos se hubiesen percatado de ello. Hubo un tiempo, cuando eran jóvenes, en que fueron buenos amigos. Después, sus vidas discurrieron por senderos diferentes. Cuando se encontraron, muchos años más tarde, echaron mano de los lazos de amistad que antaño los habían unido. Pero tal vez no hubiesen sabido ver que las circunstancias eran ya muy distintas. En aquel momento Wallander comprendió cuál era la situación real y lo más probable era que también a Sten Widén se le hubiesen abierto los ojos.
—El padre de una de las chicas que mataron al taxista es adoptivo —explicó Wallander—. Erik Hökberg.
Sten Widén lo miró perplejo.
—¿En serio?
—En serio. Y lo más seguro es que ahora ella también haya sido asesinada. Así que me temo que no tengo tiempo para marcharme, aunque quisiera.
Volvió a guardar la botella de whisky en la bolsa de plástico.
—¿Puedes llamar a un taxi?
—¿Ya te vas?
—Sí, creo que será lo mejor.
Una pincelada de decepción se reflejó en el rostro de Sten Widén. También Wallander fue presa del mismo sentimiento. Los lazos de la amistad de antaño se habían roto o, más bien, por fin habían descubierto que aquello se había terminado hacía ya mucho tiempo.
—Está bien, te llevaré a casa.
—No —rechazó Wallander—, has bebido.
Sin replicar, Sten Widén llamó para pedir un taxi.
—Estará aquí dentro de diez minutos.
Dicho esto, salieron a una clara tarde otoñal en la que no se dejaba sentir la menor brisa.
—En realidad, ¿qué nos creíamos cuando éramos jóvenes? —inquirió de pronto Sten Widén.
—Yo ya no me acuerdo. Pero, a decir verdad, tampoco suelo volver atrás la mirada. Ya tengo bastante con lo que sucede en el presente. Y con las preocupaciones por el futuro.
En ese momento, llegó el taxi.
—Bueno, escríbeme y me cuentas qué decides al fin.
—No te preocupes, lo haré.
Wallander se acomodó en el asiento posterior y el vehículo partió hacia Ystad hendiendo la oscuridad.
Acababa de entrar en su apartamento cuando sonó el teléfono.
—¡Vaya, ya estás en casa! —oyó ironizar a Ann-Britt—. Llevo toda la tarde intentando localizarte. ¿Por qué nunca llevas el móvil?
—¿Qué ha sucedido?
—Hice un nuevo intento de que me adelantasen alguna novedad en el departamento de Patología de Lund. Al final hablé con ellos y se negaron a confirmar nada, pero me revelaron que habían descubierto algo interesante. Sonja Hökberg presentaba una fractura en la parte posterior del cráneo.
—Es decir, que estaba muerta cuando le sobrevino la descarga.
—Puede que no. Pero no cabe duda de que estaba inconsciente.
—¿No pudo herirse ella misma?
—La forense está totalmente segura de que es imposible que ella misma se hubiese causado tal fractura.
—Bien, en tal caso, ya sabemos que fue asesinada —concluyó Wallander.
—¿Acaso no lo hemos sabido desde el principio?
—No —negó categórico el inspector—. Lo sospechábamos, pero no lo sabíamos. Hasta ahora.
Al fondo empezó a oírse el llanto de un niño y la colega se apresuró a concluir la conversación, no sin antes haber acordado que se verían a las ocho de la mañana siguiente.
Wallander se sentó ante la mesa de la cocina pensando en Sten Widén, en Sonja Hökberg y, sobre todo, en Eva Persson.
«Ella lo sabe. Ella tiene que saber quién es el asesino de Sonja Hökberg».