25
Más tarde, Wallander llegaría a convencerse de que, aquella tarde en que se prestó a escuchar las novedades que Ann-Britt tenía que contar, él había cometido uno de los mayores errores de su vida. En efecto, cuando ella le refirió su descubrimiento de que, después de todo, Sonja Hökberg sí que había tenido un novio, él debería haber comprendido en el acto que había algo muy extraño en aquella historia; que, en cierto modo, no era una verdad completa la que Ann-Britt había logrado desvelar, sino tan sólo una verdad a medias. Y a él no se le ocultaba que las verdades a medias tienen una tendencia lógica a transformarse en mentiras absolutas. En otras palabras, aquella tarde, el inspector no supo ver la evidencia. Simplemente, vio algo distinto de la evidencia; algo que, sólo de forma parcial, lo orientó en el sentido correcto.
En cualquier caso, aquel error le costó muy caro. En los peores momentos, Wallander pensaba que, de hecho, su torpeza había sido una de las causas coadyuvantes al hecho de que otra persona perdiese la vida. Además de haber estado a punto de contribuir a que se produjese otra catástrofe.
La mañana del lunes 13 de octubre, Ann-Britt había resuelto dedicarse a la localización de aquel novio que, sin duda, debía de existir en la vida de Sonja Hökberg. Comenzó retomando la cuestión con Eva Persson. El desconcierto general sobre cuál sería el modo más adecuado de retener a Eva Persson no se había extinguido. Sin embargo, a aquellas alturas, el fiscal y los servicios sociales habían logrado llegar al acuerdo de que la muchacha debía permanecer bajo vigilancia domiciliaria hasta nueva orden. A esta resolución había contribuido el suceso acontecido en la sala de interrogatorios, cuando el fotógrafo se las arregló para hacer aquella fotografía de consecuencias tan nefastas. En efecto, al menos en algunas esferas, se habrían dejado oír los gritos de alarma si Eva Persson hubiese quedado bajo arresto en la comisaría o en cualquier otra dependencia policial. Así pues, Ann-Britt estuvo hablando con la joven en su casa. Y había comenzado aclarándole la circunstancia de que ella, que ahora parecía menos fría y retraída, no tenía nada que temer por revelarle la verdad. Sin embargo, Eva había persistido en su afirmación de que ella, al menos, no conocía la existencia de ningún novio. A no ser el ya mencionado Kalle Ryss, con el que Sonja había estado saliendo hacía un tiempo. Ann-Britt seguía sin estar segura de que Eva Persson estuviese diciéndole la verdad, pero, en vista de que no sacaba nada en claro, se dio por vencida. Antes de irse, no obstante, habló un instante a solas con la madre de Eva Persson. En la cocina y con la puerta cerrada. Dado que la madre se había empeñado en hablar en un susurro apenas perceptible, Ann-Britt supuso que la mujer sospechaba que la hija andaba escuchando al otro lado de la puerta. En cualquier caso, tampoco ella tenía noticia de que Sonja Hökberg tuviese o hubiese tenido ningún novio. Y, comoquiera que fuese, la única culpable era Sonja: ella había asesinado al taxista. Su hija Eva era inocente y, por si fuera poco, se había visto expuesta a la agresión de aquel terrible miembro de la policía llamado Wallander.
Ann-Britt atajó la conversación con irritación apenas contenida antes de abandonar la casa, al tiempo que se imaginaba el intercambio de pareceres que madre e hija iniciarían de inmediato. En realidad, ¿qué era lo que la mujer le había dicho en la cocina?
La agente fue directamente a la ferretería en la que trabajaba Kalle Ryss. Halló al joven en el almacén, donde, entre cajas de clavos y sierras de motor, estuvieron hablando de lo ocurrido. A diferencia de Eva Persson, que no parecía capaz sino de mentir constantemente, Kalle Ryss respondía de forma sencilla y directa a sus preguntas y, en el fondo, le dio la sensación de que el muchacho aún seguía albergando profundos sentimientos por Sonja, pese a que su relación había visto su fin hacía ya más de un año. El joven la echaba de menos, lamentaba su muerte y lo sucedido lo llenaba de temor. Sin embargo, poco pudo decirle sobre la vida de la muchacha a partir del momento en que sus caminos se separaron y, por más que Ystad fuese una ciudad pequeña, no solía uno cruzarse con sus conocidos todos los días. Por si fuera poco, Kalle Ryss tenía por costumbre pasar los fines de semana en Malmö, donde vivía su actual pareja.
—De todos modos, yo creo que hay un chico… —reveló de pronto el muchacho—. Uno con el que salía Sonja.
Pero los datos que Kalle Ryss poseía acerca de su rival eran escasos. De hecho, nada en absoluto, salvo que se llamaba Jonas y que vivía solo en un chalet de la calle de Snapphanegatan, y aunque no sabía el número, sí creía que se encontraba en la esquina con la calle de Friskyttegatan según se subía desde el centro, y en la acera de la izquierda. Finalmente, tampoco estaba enterado de cómo se ganaba la vida el tal Jonas Landahl ni de a qué se dedicaba.
Ann-Britt partió enseguida hacia la dirección indicada. La primera de la izquierda era una casa moderna muy hermosa. Cruzó la verja e hizo sonar el timbre. Sin saber muy bien por qué, le dio la impresión de que la vivienda estaba abandonada. De hecho, nadie acudió a abrir la puerta, pese a haber llamado varias veces antes de dirigirse a la parte posterior. Tras aporrear con insistencia la puerta trasera e intentar ver el interior a través de las ventanas, volvió a la parte delantera donde, de la forma más imprevista, se encontró con que un hombre en bata y botas altas de goma la observaba desde el otro lado de la verja. Fue aquélla una aparición ciertamente extraordinaria, la del hombre que, de aquella guisa, se presentaba en la calle aquella fresca mañana otoñal. El sujeto la puso al corriente de que él vivía en la casa de enfrente, desde donde la había visto llegar. Acto seguido, se presentó como Yngve, sin apellidos. Yngve a secas.
—Aquí no hay nadie —aseveró con convicción—. Ni siquiera el chico.
La charla que allí mantuvieron fue, aunque corta, bastante productiva. Sin asomo de duda, Yngve era un hombre que mantenía a sus vecinos bajo constante vigilancia y la informó al punto de que, antes de jubilarse hacía ya unos años, había sido jefe de seguridad de los servicios de salud en Malmö. La familia Landahl, le reveló, era una pareja de lo más rara que se había instalado en el barrio con su hijo hacía unos diez años. Le habían comprado la casa a un ingeniero del Ayuntamiento que se trasladó a Karlstad. Yngve ignoraba cuál pudiera ser la ocupación del señor Landahl. Cuando llegaron con su mudanza, ni siquiera se preocuparon de presentarse a sus vecinos. Simplemente, metieron sus muebles y a su hijo en su nuevo domicilio y cerraron las puertas tras de sí. Por lo demás, rara vez se dejaban ver. Al niño, que tendría unos doce o trece años cuando llegaron, solían dejarlo solo en casa mientras los padres partían de viaje, a menudo por espacios de tiempo prolongados, Dios sabía adonde. De vez en cuando, regresaban para, enseguida, volver a marcharse y dejar solo al muchacho. Él saludaba, eso sí, en tono afable, pero era bastante reservado en general. Compraba la comida justa, recogía el correo y se iba a la cama a horas más que intempestivas. En una de las casas vecinas vivía una maestra de la escuela a la que iba el chico, quien según ella aseguraba, era buen estudiante. Y así habían seguido hasta la fecha. El niño creció y los padres continuaron emprendiendo sus viajes con destino desconocido. Hubo un tiempo en que se rumoreaba que habían ganado un buen pellizco en las quinielas, o quizás en la lotería. El caso es que ninguno de los dos parecía ligado a ningún trabajo. Y, sin embargo, dinero sí que había. La última vez que alguien los vio por allí había sido en septiembre. Desde aquella fecha el hijo, que ya era mayor, había estado solo. Pero, hacía unos días, había llegado un taxi y se lo había llevado a él también.
—En otras palabras, la casa está vacía —concluyó Ann-Britt.
—Así es. No hay nadie.
—¿Cuándo vino el taxi a buscarlo?
—El miércoles pasado, por la tarde.
A Ann-Britt no le costaba imaginar cómo aquel jubilado llamado Yngve registraba, desde la ventana de su cocina, cada uno de los movimientos de sus vecinos. «Cuando no hay trenes a los que ver pasar, uno se dedica a mirar la pared o a espiar a los vecinos», resolvió la agente.
—¿Recuerdas a qué compañía de taxis pertenecía el vehículo?
—No.
«Sí señor, claro que te acuerdas», desmintió ella para sí. «Es posible que incluso grabases en tu memoria la marca y hasta la matrícula. Lo que quieres evitar es que yo sospeche lo que ya sé: que te dedicas a espiar a los vecinos».
Finalmente, no le quedaban ya más preguntas, de modo que le advirtió:
—Te agradecería que nos avisases si alguno de ellos aparece por aquí.
—¿Qué ha hecho el chico?
—Nada en absoluto. Pero tenemos que hacerle algunas preguntas.
—¿Sobre qué?
La curiosidad de aquel hombre no parecía conocer límites, pero la agente negó con la cabeza y, aunque él no insistió, era evidente que se sentía contrariado, como si ella hubiese quebrantado alguna norma corporativa.
De vuelta en la comisaría, trató de averiguar con qué compañía de taxis había viajado el joven y, de hecho, tuvo suerte, pues no le llevó ni quince minutos localizar incluso al taxista que había ido a recogerlo en la calle de Snapphanegatan. El hombre se dirigió a la comisaría. Ella se sentó en el asiento del acompañante para hablar con él. El taxista que se llamaba Östensson y que rondaría la treintena, llevaba una cinta negra en señal de luto en torno a una de las mangas de la chaqueta. Después, Ann-Britt comprendió que era por la muerte de Lundberg.
Ella le preguntó por la carrera y el joven dio muestras de gozar buena memoria.
—Llamaron poco antes de las dos. El nombre era Jonas.
—¿No dijeron el apellido?
—Bueno, yo pensé que ése sería el apellido. La gente se llama cualquier cosa hoy día.
—¿Cuántos pasajeros había?
—Sólo uno. Un chico joven bastante educado.
—¿Llevaba mucho equipaje?
—No, una maleta pequeña, con ruedas. Eso era todo.
—¿Adónde quería ir?
—Al transbordador.
—Entonces, iría a Polonia, ¿no?
—Los únicos transbordadores que salen son los que van a Polonia que yo sepa.
—¿Qué impresión te causó?
—Ninguna, sólo que era un chico educado.
—¿Parecía nervioso?
—No.
—¿Hizo algún comentario durante el trayecto?
—No, iba en el asiento trasero, en silencio y mirando por la ventanilla. Pero recuerdo que dejó propina.
Östensson no recordaba ningún otro detalle, de modo que Ann-Britt le dio las gracias y, acto seguido, decidió pedir una orden de registro para entrar en la casa de la calle de Snapphanegatan. Fue a hablar con el fiscal, que la escuchó en silencio y le expidió el documento en cuestión.
Pero, cuando iba camino de la casa, la llamaron de la guardería donde se encontraba el menor de sus hijos. El pequeño estaba vomitando, de modo que se lo llevó a casa, donde se vio obligada a pasar las siguientes horas. Comoquiera que fuese, los vómitos cesaron de improviso y aquella enviada de Dios que era su vecina y que, siempre que podía, le cuidaba a los niños estaba en casa y disponible. Así pues, cuando regresó a la comisaría, se encontró con que también Wallander estaba allí.
—¿Tenemos las llaves de la casa? —quiso saber el inspector.
—No, había pensado llevarme a un cerrajero.
—¡Qué coño vamos a llevarnos a nadie! ¿Eran puertas blindadas?
—No, sólo cerraduras de seguridad, de las normales.
—Pues con ésas me las arreglo yo sólito.
—Supongo que sí, pero creo que deberías saber que un sujeto en bata y botas de agua de color verde estará observando todos nuestros movimientos desde la ventana de su cocina.
—En ese caso, te vas y hablas con él. Compón una buena historia; dile que, gracias a su vigilancia, hemos podido obtener la ayuda que necesitábamos. Pero adviértele que debe seguir prestándonos sus servicios asegurándose de que nadie nos acecha por la espalda y que, como es natural, no debe revelar a nadie una sola palabra de cuanto hacemos: es posible que haya más de un vecino curioso.
Ann-Britt estalló en una sonora carcajada.
—¡Sí, él es precisamente de la clase de personas capaces de tragarse algo así!
Pusieron rumbo a la calle de Snapphanegatan. Fueron en el coche de Ann-Britt y, como de costumbre, Wallander constató en silencio que la colega conducía mal y como a trompicones. Había pensado aprovechar el trayecto para hablarle del álbum de fotos al que había dedicado aquella mañana, pero fue incapaz de concentrarse en otra cosa que en la esperanza de que no se estrellasen con otro vehículo.
Mientras Wallander la emprendía con la puerta, Ann-Britt fue a hablar con el vecino. Al igual que ella, también al inspector le sobrevino la sensación de que la casa estaba abandonada. Cuando Ann-Britt volvió, él acababa de abrir la cerradura.
—El hombre de la bata acaba de entrar a formar parte de la patrulla de vigilancia —lo informó ella irónica.
—No le habrás dicho nada de que buscamos al chico por lo del asesinato de Sonja Hökberg, ¿verdad?
—¡Ésa sí que es buena! Me gustaría saber qué opinión tienes de mí, en realidad.
—La mejor posible.
Wallander abrió la puerta y ambos entraron en la casa cerrando tras de sí.
—¡Hola! ¿Hay alguien aquí? —gritó Wallander.
Sus palabras se apagaron en el silencio y quedaron sin respuesta.
De forma pausada pero bien programada se dispusieron a inspeccionar toda la casa. Todo aparecía, según advirtieron, limpio y ordenado y, pese a que el muchacho recibió aviso de salir de forma repentina, no detectaron el menor indicio de que hubiese abandonado la casa atropelladamente. Reinaba allí, en efecto, un orden ejemplar. Tanto los muebles como los cuadros parecían tocados de un halo de impersonalidad. Como si lo hubiesen comprado todo al mismo tiempo y, después, lo hubiesen colocado con el fin de rellenar una serie de habitaciones vacías. Excepción hecha de la fotografía de una pareja joven con un recién nacido que adornaba una estantería, no había más recuerdos personales en toda la vivienda. Sobre una de las mesas había un teléfono con contestador, cuyo testigo relucía intermitente. Wallander pulsó el botón. Una compañía de material informático de Lund comunicaba que ya habían recibido el módem solicitado. Después, la llamada de alguien que se había equivocado de número. El mensaje de alguien que no dejó su nombre y, por último aquello que Wallander más ansiaba escuchar.
La voz de Sonja Hökberg.
Wallander la reconoció en el acto. A Ann-Britt le llevó unos segundos identificarla.
«Volveré a llamar más tarde. Es muy importante. Volveré a llamar».
Tras el mensaje, el sonido del auricular al colgar.
Wallander logró dar con la tecla para guardar los mensajes antes de reproducirlo de nuevo.
—Bien. Ahora ya podemos estar seguros de que Sonja tenía contacto con el joven que vivía aquí. Ni siquiera dejó su nombre.
—¿Crees que ésta es la conversación por la que nos preguntábamos? ¿Qué ésta es la llamada que hizo cuando huyó?
—Con toda probabilidad.
Wallander fue a la cocina y, de allí, al lavadero, hasta llegar a la puerta del garaje. Al abrirla, comprobó que había allí un coche. Un Golf de color azul oscuro.
—Llama a Nyberg —ordenó el inspector—. Quiero que examinen este vehículo a conciencia.
—¿Será éste el coche que la condujo a su propia muerte?
—Quién sabe. En cualquier caso, no podemos excluir esa posibilidad.
Ann-Britt se dispuso a localizar a Nyberg por teléfono mientras Wallander proseguía con su examen en el piso de arriba. Había cuatro dormitorios, de los que tan sólo dos parecían haber sido utilizados: el de los padres y el del muchacho. El inspector abrió las puertas del armario de los padres, que estaba lleno de ropa bien colocada, cuando oyó los pasos de Ann-Britt en la escalera.
—Nyberg está en camino —anunció la colega.
Entonces, también ella comenzó a observar las distintas prendas.
—¡Vaya! —exclamó—. Esta gente tiene buen gusto. Y mucho dinero.
Wallander había encontrado una cadena de perro y un pequeño látigo de piel en el fondo del armario, que ahora mostraba a su compañera.
—Sí, y tal vez tengan también otros gustos no tan corrientes… —comentó reflexivo.
—Bueno, dicen que esas cosas están de moda —aseguró Ann-Britt resuelta—. Se ve que se folla mejor si te pones una bolsa de plástico en la cabeza y juegas a la danza de la muerte.
Wallander se sobresaltó, atónito ante la manera de expresarse de su colega. De hecho, se sintió abochornado, aunque, por supuesto, nada dijo al respecto.
Dejaron la habitación de los padres para entrar en el dormitorio del muchacho, donde los sorprendió lo austero de la decoración: paredes limpias, una cama y un escritorio enorme sobre el que descansaba un ordenador.
—Esto tendrá que verlo Martinson —afirmó Wallander.
—Si quieres, puedo encenderlo.
—No, ya lo haremos luego.
Volvieron a la planta baja, donde Wallander se puso a revolver entre los papeles que halló en un cajón de la cocina, hasta dar con lo que buscaba.
—No sé si te diste cuenta, pero no había ninguna placa con el nombre en la puerta. Lo cual es, cuando menos, poco habitual. Pero aquí sí que hay algunos folletos publicitarios enviados a nombre de Harald Landahl, que debe de ser el padre de Jonas.
—¿Quieres que pidamos una orden de búsqueda? —inquirió ella—. Me refiero al chico.
—No, aún no. Primero hemos de averiguar algo más.
—¿Sospechas que fue él quien la mató?
—No es seguro, pero está claro que ese viaje suyo tan precipitado podría interpretarse como una tentativa de huida.
Mientras aguardaban la llegada de Nyberg, se dedicaron a revisar los cajones y los armarios. Ann-Britt encontró una serie de fotografías de una casa de nueva construcción en Córcega.
—¿Será allí adonde van los padres?
—Puede ser.
—Habría que preguntarse de dónde sacarán el dinero, ¿no?
—Por ahora, quien nos interesa es el hijo.
En ese momento, llamaron a la puerta. Nyberg y sus técnicos habían llegado y Wallander los condujo hasta el garaje.
—Huellas dactilares —ordenó—. A ser posible, algunas que coincidan con las que ya tenemos, por ejemplo, del bolso de Sonja Hökberg o del apartamento de Tynnes Falk. O del despacho de la plaza de Runnerströms Torg. Pero, ante todo, quiero que busques indicios de si este coche ha estado en las proximidades de la central transformadora y de si Sonja Hökberg viajó en él.
—En ese caso, empezaremos por los neumáticos —decidió Nyberg—. Es lo más rápido. Supongo que recordarás que había una huella de neumático que no pudimos identificar.
Wallander aguardaba impaciente, pero a Nyberg no le llevó ni diez minutos proporcionarle la respuesta que él deseaba obtener.
—Pues sí, estas huellas coinciden —declaró el técnico, tras haberlas comparado con las fotografías tomadas en la central transformadora.
—¿Estás totalmente seguro?
—Por supuesto que no. Hay miles de neumáticos que son prácticamente iguales. Sin embargo, si te fijas en éste, el posterior izquierdo le falta aire. Además, el interior está muy desgastado, pues las ruedas no están bien equilibradas. Todo ello incrementa de forma decisiva las posibilidades de que se trate de este coche precisamente.
—En otras palabras, que sí estás seguro.
—Tanto como uno pueda estarlo.
Wallander salió del garaje. Ann-Britt estaba examinando la sala de estar, de modo que él se fue a la cocina. «¿Estoy haciendo lo correcto o debería pedir la orden de búsqueda de inmediato?», se preguntó. Impulsado por un repentino desasosiego, subió de nuevo a la planta superior, se sentó ante el escritorio del muchacho y miró a su alrededor. Entonces, se levantó y fue a mirar en el armario, pero nada de lo que allí vio llamó su atención. De puntillas, tanteó las baldas superiores y comprobó que no había nada en ellas. Regresó a la silla. Y allí estaba el ordenador. Movido por un impulso, levantó el teclado, pero tampoco allí encontró nada. Reflexionó un instante antes de salir al rellano y llamar a Ann-Britt, que entró con él en el dormitorio. Wallander señaló el ordenador.
—¿Quieres que lo encienda?
El inspector asintió.
—¿O sea, que no esperamos a Martinson?
Wallander percibió un inconfundible retintín irónico en su voz y se preguntó si no se habría ofendido antes, cuando él propuso que aguardasen al colega. Pero, en tal caso y en aquel preciso momento, no le importaba lo más mínimo que así hubiese sido. De hecho, ¿en cuántas ocasiones no se había sentido él mismo humillado durante todos los años que llevaba en la policía? Por otros colegas, por los delincuentes, por los fiscales y por los periodistas y, ¿cómo no?, también por «el público».
La agente se sentó ante el ordenador y pulsó el botón de encendido. El aparato emitió un sonido agudo y la pantalla se encendió. Cuando abrió el disco duro, aparecieron varios iconos.
—¿Qué quieres que busque?
—No lo sé.
Ella hizo clic sobre uno de los iconos, al azar. Pero, a diferencia de lo ocurrido con el ordenador de Falk, éste no opuso la menor resistencia. El único problema era que el fichero que acababa de abrirse estaba vacío.
Con las gafas encajadas, Wallander se inclinaba sobre el hombro de su colega.
—¿Qué significa eso? —inquirió.
—Que está vacío.
—O que lo han vaciado. Bueno, sigue.
Ella continuó, icono tras icono, pero siempre con el mismo resultado.
—¡Vaya! Es un tanto extraño —exclamó al fin—. Pero lo cierto es que aquí no hay nada de nada.
Wallander echó una ojeada en busca de algún disquete o de un disco duro adicional, pero no vio ninguno.
Ann-Britt tecleó en busca de la información sobre el contenido del ordenador.
—La última vez que se utilizó el aparato fue el 9 de octubre —anunció.
—Eso fue el jueves pasado.
Ambos agentes se miraron extrañados.
—¿Un día después de que se marchase a Polonia?
—Si nuestro vecino y detective privado está en lo cierto. Y yo estoy segura de que lo está.
Wallander se sentó en la cama.
—A ver, explícamelo.
—Bueno, por lo que sabemos, esto sólo puede significar dos cosas: o que el joven ha regresado, o que aquí ha estado husmeando otra persona.
—Y esa persona puede haber borrado toda la información del ordenador, ¿no es así?
—Sí, claro, sin la menor dificultad, puesto que este aparato no está protegido por ningún sistema de bloqueo.
Wallander se esforzaba por servirse de los escasos conocimientos y términos informáticos que, de forma del todo autodidacta, había logrado adquirir.
—¿Quiere eso decir que, de haber existido algún código de acceso, también habrían podido borrarlo?
—Naturalmente. Quien abrió el disco duro también pudo borrar el código.
—¿Y dejar el ordenador limpio?
—Así es, pero pueden quedar huellas —aseguró ella.
—¿A qué te refieres?
—Es algo que me explicó Martinson.
—¡Pues explícamelo tú a mí!
—Veamos. Si nos imaginamos que el ordenador es como una casa de la que sacamos todos los muebles, siempre quedarán señales. La pata de una silla puede haber dejado arañazos en el parquet, o la madera puede estar más o menos clara en las superficies sobre las que no haya incidido la luz del sol.
—Ya, como cuando quitamos un cuadro que ha estado colgado de la pared durante mucho tiempo, ¿no es eso?
—Exacto. Martinson decía que los ordenadores tienen un sótano en el que quedan los vestigios de lo que dejó de existir. En realidad, nada desaparece por completo, a menos que se destruya el disco duro. Es decir, que puede reconstruirse lo que se supone que ya no está; lo que se ha borrado sigue existiendo de alguna manera.
Wallander hizo un gesto con la cabeza.
—Bueno, sí, aunque no lo entienda, lo entiendo —afirmó—. Pero a mí lo que más me interesa en estos momentos es el hecho de que alguien haya utilizado el ordenador el día 9, hace nada.
La agente se volvió de nuevo a la pantalla.
—A ver, déjame que examine los juegos que tenía por aquí —pidió antes de empezar a activar aquellos iconos que no había tocado hasta entonces—. ¡Mira! Aquí hay un juego del que jamás había oído hablar —se extrañó—. La ciénaga de Jakob.
Ann-Britt hizo clic sobre el icono y movió la cabeza, decepcionada.
—Aquí no hay nada en absoluto. ¿Por qué habrán dejado el icono?
Decidieron entonces buscar por toda la habitación, por si encontraban algún disquete, pero no tuvieron éxito. Wallander tenía plena confianza en su intuición de que aquel acceso al ordenador con fecha del 9 de octubre podía resultar decisivo para la investigación. Alguien había hecho desaparecer el contenido del aparato, ya hubiese sido el propio Jonas Landahl u otra persona.
Finalmente, se dieron por vencidos. Wallander bajó al garaje y le pidió a Nyberg que diese una batida por toda la casa en busca de algún disquete. Aquél sería, le advirtió, su principal objetivo una vez finalizada la revisión del vehículo.
De nuevo en la cocina, se encontró con que Ann-Britt estaba hablando por teléfono con Martinson. Ella le pasó el auricular.
—¿Cómo va eso?
—Verás, Robert Modin es un caballero muy enérgico —explicó Martinson—. A la hora de almorzar, se atiborró de una especie de empanada bastante curiosa, pero, cuando yo no había llegado ni a pedir el café ya quería volver manos a la obra.
—Ya, pero ¿tiene algún resultado?
—Él se empeña en que el número veinte es importante. Dice que aparece constantemente, de una forma u otra. Pero aún no ha logrado atravesar el muro.
—¿Y qué quiere decir eso?
—Es lo que dice él. Significa que no ha conseguido desbloquear las barreras. Aunque asegura que está persuadido de que se trata de dos palabras o de la combinación de una cifra y una palabra. Pero no me preguntes cómo ha llegado a esa conclusión.
Wallander le refirió brevemente dónde se encontraba y las novedades que se habían producido hasta entonces y, concluida la conversación, le pidió a Ann-Britt que fuese a hablar otra vez con el vecino para preguntarle si estaba totalmente seguro de la fecha y si no había visto a nadie merodear por la casa el día 9.
Ella obedeció mientras el inspector se acomodaba en el sofá, dispuesto a reflexionar. Sin embargo cuando, veinte minutos más tarde, ella regresó de sus pesquisas con el vecino, Wallander no había llegado a ninguna conclusión.
—¡Ese hombre lleva una especie de diario, con anotaciones! La verdad, es inaudito. ¿Es a eso a lo que puede aspirarse tras la jubilación? En fin, el caso es que está totalmente seguro de lo que dice: el joven se marchó el miércoles.
—¿Y el día 9?
—Nadie se acercó a la casa pero, claro está, ha admitido que tampoco se pasa el día entero pegado a la ventana de la cocina.
—Bien, pues ya sabemos algo —afirmó Wallander—. Pudo haber sido el chico, pero también otra persona. Lo único que hemos podido constatar es que todo esto sigue constituyendo un enigma difícil de descifrar.
Habían dado ya las cinco y Ann-Britt se marchó para ir a recoger a sus hijos, no sin antes ofrecerse a volver en algún momento de la noche. Wallander le prometió que la llamaría si se producía algún suceso inesperado o urgente.
Por tercera vez, volvió al dormitorio del muchacho, donde se agachó para mirar bajo la cama. Ann-Britt ya lo había hecho, pero él quería ver con sus propios ojos que no había nada.
Entonces, se tumbó en la cama.
«Supongamos que tenga algo importante escondido en la habitación», pensó. «Algo que quiere ver tan pronto como se despierta por la mañana». Wallander paseó la mirada por las paredes. Nada. Pero cuando ya estaba a punto de sentarse de nuevo, descubrió que la librería que había junto al armario estaba algo inclinada. Desde la cama se veía claramente, pero, al sentarse, comprobó que dejaba de percibirse la inclinación. Se acercó a la librería y se puso en cuclillas. La base del mueble estaba montada sobre dos cuñas apenas perceptibles. Tanteó con una mano debajo de la estantería. El espacio no podía ser mayor de tres centímetros, pero él notó enseguida que había un objeto bajo la última balda. Logró sacarlo y, al ponerlo a la luz, supo inmediatamente de qué se trataba: era un disquete. Aún no había alcanzado el escritorio cuando ya había marcado un número de teléfono en su móvil. Martinson respondió de inmediato. Wallander le explicó la situación y él tomó nota de la dirección. Robert Modin tendría que quedarse solo ante el ordenador de Falk por un tiempo.
Un cuarto de hora más tarde, Martinson se presentó en la casa. Encendió el ordenador e introdujo el disquete. Cuando apareció en la pantalla, Wallander se acercó para leer el nombre del archivo: La ciénaga de Jakob. Entonces recordó vagamente que Ann-Britt había dicho que se trataba de un juego. Un profundo sentimiento de decepción le invadió enseguida. Martinson abrió el disquete, que no contenía más que un fichero. Había sido modificado por última vez el día 29 de septiembre. Martinson volvió a hacer clic.
Llenos de asombro, leyeron el texto que apareció en la pantalla «Los visones han de ser liberados».
—¿Y qué quiere decir eso? —inquirió Martinson.
—No lo sé —admitió Wallander—. Pero lo cierto es que, con esta frase, acaba de establecerse una nueva conexión, entre Jonas Landahl y Tynnes Falk, para ser exactos.
Martinson lo observó sin comprender.
—¿No habrás olvidado que, hace algunos años, Falk fue condenado al pago de una multa por haber participado en un ataque contra una granja de visones, verdad? —le recordó Wallander. Entonces, Martinson se acordó.
—Y me pregunto —prosiguió Wallander— si Jonas Landahl no sería una de aquellas personas que lograron escapar al abrigo de las sombras y que la policía nunca logró atrapar.
Martinson seguía atónito.
—¿Quieres decir que todo este asunto va de visones?
—No —sentenció Wallander—. Te apuesto lo que quieras a que no. Pero tengo el presentimiento de que lo más sensato sería encontrar a Jonas Landahl lo antes posible.