6

A Wallander no le llevó muchos minutos forjarse una idea clara de la situación.

Alguien había tenido una actitud negligente. De modo flagrante, alguien había contravenido todas las normas profesionales. Y, sobre todo, alguien había olvidado que Sonja Hökberg no era sólo una chica joven cuyo semblante inspiraba confianza sino que, hacía tan sólo unos días, había cometido un brutal asesinato.

El desarrollo de los acontecimientos no fue difícil de reconstruir. En efecto, Sonja Hökberg acababa de mantener una conversación con su abogado y debía ser conducida de nuevo a la celda. Mientras aguardaba, preguntó si podía ir a los servicios y al salir descubrió que el agente de guardia que la había acompañado le volvía la espalda al tiempo que charlaba con otro que se hallaba dentro de un despacho. De modo que la joven comenzó a alejarse del agente. Por el camino, nadie intentó detenerla, por lo que pudo pasar tranquilamente por la recepción y ganar la calle sin el menor inconveniente. Nadie la había visto. Ni siquiera Irene. Transcurridos cinco minutos, el agente de guardia entró en los servicios y comprobó que Sonja Hökberg no se encontraba allí. Volvió entonces a la habitación en la que se había entrevistado con su abogado y no dio la alarma hasta que comprendió que la muchacha no había vuelto. A aquellas alturas, Sonja Hökberg ya había dispuesto de diez minutos para desaparecer. Y fueron más que suficientes.

Wallander rugía retorciéndose de rabia en su interior. Volvía a dolerle la cabeza.

—He movilizado a todo el personal disponible —explicó Martinson—. Y he llamado a su padre. Me dijo que acababas de marcharte. ¿Averiguaste algo que pueda ayudarte a imaginar hacia dónde se dirige?

—Su madre está en Höör, en casa de una hermana —anunció al tiempo que le tendía a Martinson la nota con el número de teléfono.

—Pues hasta allí no puede ir a pie —observó Hanson.

—Ya, pero Sonja Hökberg tiene permiso de conducir —les recordó Martinson con el auricular contra la oreja—. Puede hacer autoestop o robar un coche.

—Bueno, lo más importante es que hablemos con Eva Persson —señaló Wallander—. De inmediato. Me da igual que sea menor de edad. Tiene que contarnos lo que sabe.

Hanson salía del despacho cuando, en la misma puerta, estuvo a punto de chocar con Lisa Holgersson. La comisaria jefe venía de una reunión que se estaba celebrando a las puertas de la comisaría y acababa de enterarse de que Sonja Hökberg se había dado a la fuga. Mientras Martinson hablaba por teléfono con su madre, Wallander le explicó cómo suponían que se había producido la fuga.

—¡Esto es inadmisible! —exclamó una vez que Wallander hubo concluido.

Lisa Holgersson estaba indignada. Y a Wallander le gustó, pues pensó enseguida en cómo su anterior jefe, Björk, habría empezado a inquietarse por el modo en que su propia imagen hubiese podido quedar deteriorada.

—Es inadmisible que ocurran estas cosas —repitió Wallander—. Pero ha ocurrido. Lo más importante es, pese a todo, dar con ella cuanto antes. Ya veremos después cuáles son las normas rutinarias que se han infringido. Y a quién debemos responsabilizar.

—¿Crees que cabe la posibilidad de que cometa un nuevo ataque violento?

Wallander pensó un poco antes de responder. Recreaba la imagen de aquella habitación repleta de muñecos de peluche.

—La información que poseemos sobre ella es mínima —admitió—. Pero no creo que sea del todo descabellado pensar que sí.

En ese momento, Martinson colgó el auricular.

—Bien, ya he hablado con la madre —declaró—. Y con los colegas de Höör, de modo que allí ya están al corriente.

—Pues yo no creo que ninguno de nosotros esté realmente al corriente —objetó Wallander—. Pero, en cualquier caso, quiero encontrar a esa chica lo antes posible.

—¿Creéis que tenía planeada la huida? —inquirió Lisa Holgersson.

—Según el agente de guardia, no es ése el caso —aclaró Martinson—. Yo creo que aprovechó la oportunidad en cuanto se le presentó.

—Por supuesto que lo había planeado —se opuso Wallander—. Estaba alerta a la menor ocasión. Ella quería salir de aquí. ¿Alguien ha hablado con el abogado? Tal vez él pueda ayudarnos.

—Pues yo no creo que haya tenido mucho tiempo de pensar en lo ocurrido —objetó Martinson—. De hecho, se marchó tan pronto como hubo finalizado la entrevista con ella.

Wallander se puso en pie.

—Yo hablaré con él.

—¿Y la conferencia de prensa? —quiso saber Lisa Holgersson—. ¿Qué hacemos?

Wallander miró su reloj de pulsera. Eran las once y veinte minutos.

—Se celebrará en el momento fijado pero me temo que, por más que nos pese, no nos quedará más remedio que darles la noticia.

—Supongo que mi presencia será necesaria —comentó Lisa Holgersson.

Wallander no replicó sino que se dirigió a su despacho. Le zumbaba la cabeza.

Y le dolía la garganta al tragar.

«Debería estar en casa guardando cama», se dijo. «En lugar de andar por ahí persiguiendo a jovencitas que se dedican a matar a los taxistas a golpes».

En uno de los cajones de su escritorio encontró unos pañuelos de papel que usó para enjugarse el sudor del pecho. Tenía fiebre y transpiraba copiosamente. Después llamó al abogado Lötberg y le refirió lo sucedido.

—¡Vaya! Eso sí que ha sido algo imprevisible —aseguró Lötberg una vez que Wallander hubo terminado.

—Sí, pero sobre todo ha sido nefasto —precisó Wallander—. ¿Podrás ayudarme?

—La verdad, no lo creo. Estuvimos hablando de lo que iba a suceder y le recomendé que tuviese paciencia.

—¿Está en condiciones de ser paciente?

Lötberg reflexionó un instante antes de pronunciarse.

—Si he de ser sincero, no lo sé. No es fácil comunicarse con ella, A juzgar por las apariencias, estaba tranquila, pero ignoro qué se oculta bajo esa imagen.

—¿No mencionó que tuviese novio o alguien que pudiese venir a visitarla?

—No.

—¿Nadie en absoluto?

—No. Tan sólo preguntó por Eva Persson.

Wallander prosiguió, tras haber meditado la siguiente pregunta.

—¿No quiso saber de sus padres?

—Pues, la verdad, no dijo nada.

A Wallander le resultó muy llamativo. Tan extraño como su habitación. Todo aquello no hacía sino fortalecer su sensación de que había algo misterioso en torno a la persona de Sonja Hökberg.

—Como es natural, si se pusiera en contacto conmigo, yo os llamaría de inmediato —prometió Lötberg.

En ese punto, finalizaron la conversación. En la memoria de Wallander seguía patente la imagen de la habitación de la joven. «Es la habitación de una niña pequeña», concluyó. «No la de una joven de diecinueve años. Un dormitorio apropiado para una niña de diez. Es decir, que la habitación dejó de crecer, mientras que Sonja se hacía mayor».

En realidad, era incapaz de precisar las consecuencias de su razonamiento; pero estaba convencido de que era importante.

A Martinson no le llevó ni media hora preparar el encuentro entre Eva Persson y Wallander, que quedó perplejo al ver a la muchacha. En efecto, era de baja estatura y no aparentaba más de doce años. Observó con atención sus manos, pero, por más que se esforzaba, no logró imaginársela sosteniendo un cuchillo que, además, fue a clavar con violencia en el pecho de un semejante. Pero no tardó en descubrir que existía una característica de su persona que recordaba a la de Sonja Hökberg. En un primer momento, no pudo identificar cuál podía ser el rasgo común. Pero lo detectó enseguida.

Eran los ojos, la misma indiferencia en la mirada.

Martinson los dejó solos. Wallander habría preferido contar con la presencia de Ann-Britt Höglund durante la entrevista con Eva Persson, pero la colega se encontraba fuera coordinando las acciones de búsqueda de Sonja Hökberg con objeto de potenciar al máximo su eficacia.

La madre de Eva Persson, que también estaba presente, tenía los ojos enrojecidos. Wallander experimentó enseguida un profundo sentimiento de compasión hacia ella, atormentado él mismo ante la idea de lo que la mujer estaría pasando en aquellos momentos.

No obstante, fue derecho al grano.

—Sonja se ha fugado. Así que quiero que me digas si sabes adónde ha podido ir. Piénsalo bien antes de responder, y hazlo con total sinceridad. ¿Entendido?

Eva Persson asintió.

—Bien, en ese caso, ¿adónde crees que ha podido irse?

—Pues supongo que se habrá marchado a casa. ¿Adónde, si no?

Wallander fue incapaz de dilucidar si la respuesta de la joven era sincera o si respondía a un alarde de soberbia. Por otro lado, el dolor de cabeza le impedía controlar su impaciencia.

—Si se hubiese marchado a casa, ya la habríamos atrapado —explicó en un tono de voz tan elevado que la madre de la joven se encogió en la silla.

—No sé dónde puede estar.

Wallander abrió un bloc escolar.

—¿Quiénes son sus amigos? ¿Con quién suele salir? ¿Conoce a alguien que tenga coche?

—Solemos salir juntas, las dos solas.

—Ya, pero, debe de tener otros amigos.

—Bueno, Kalle.

—¿Cuál es su apellido?

—Ryss.

—¿De verdad se llama Kalle Ryss?

—Sí.

—No quiero oír ni una sola palabra que no sea verdad, ¿está claro?

—¿Por qué coño me gritas, viejo de mierda? Te digo que se llama así, Kalle Ryss.

Wallander estuvo a punto de explotar, pues no le agradaba lo más mínimo que lo llamasen «viejo».

—¿Y quién es?

—Hace windsurfing y pasa la mayor parte del tiempo en Australia, pero ahora está en Suecia y trabaja con su padre.

—¿Dónde?

—Tienen una herrería.

—Así que Kalle es uno de los amigos de Sonja.

—Bueno, estuvieron saliendo.

Wallander siguió con sus preguntas, pero a Eva Persson no se le ocurría ninguna otra persona con la que Sonja hubiese podido ponerse en contacto. Tampoco sabía adonde había podido encaminarse. En un último esfuerzo por obtener algún dato del que partir, Wallander dirigió sus preguntas a la madre de Eva Persson.

—Yo no la conocía —confesó la mujer en un tono tan bajo que Wallander se vio obligado a inclinarse sobre la mesa para descifrar sus palabras.

—¡Cómo! ¿No conocías a la mejor amiga de tu hija?

—No, no me gustaba.

Veloz como un rayo, Eva Persson se volvió y golpeó a su madre en el rostro. Todo ocurrió tan deprisa que Wallander no tuvo tiempo de reaccionar. La mujer empezó a gritar mientras Eva Persson no cesaba de golpearla al tiempo que profería a gritos palabras soeces. Wallander recibió un mordisco en la mano, pero logró al fin, no sin esfuerzo, separar a Eva Persson de su madre.

—¡Saca de aquí a esta vieja! —estalló la niña—. ¡No quiero verla más!

En ese preciso momento, Wallander perdió el control. Y propinó a Eva Persson una fuerte bofetada. El golpe fue tan intenso que la chica cayó de espaldas. Wallander salió trastabillando de la sala, con la mano dolorida. Lisa Holgersson, que encaminaba hacia ellos su paso apresurado, clavó una mirada atónita en el espectáculo que se ofrecía a su vista.

—Pero… ¿qué ha pasado aquí?

Wallander no respondió. Simplemente, se miraba la mano, que le ardía tras el golpe.

Ahora bien, ninguno de ellos había reparado en el periodista de un diario vespertino que había llegado con tiempo a la conferencia de prensa. Durante el tumulto y provisto de una pequeña y discreta cámara fotográfica, había accedido inadvertido hasta el lugar de los hechos. Una vez allí, tomó varias fotografías sin dejar de anotar cuanto vio y oyó. Un sustancioso titular comenzó a fraguarse en su mente. Satisfecho, regresó veloz a la recepción.

La conferencia de prensa no comenzó hasta media hora más tarde de lo previsto. Lisa Holgersson conservó hasta el último minuto la esperanza de que alguna patrulla hubiese encontrado a Sonja Hökberg antes de comenzar. Pero Wallander, que no se había hecho la menor ilusión al respecto, quería respetar la hora acordada desde un principio. Esto se debía en parte al hecho de que consideraba que Lisa Holgersson estaba equivocada. Sin embargo y en la misma medida, era consecuencia del resfriado en el que estaba ya a punto de caer de lleno.

Al final logró convencerla de que no había motivo alguno por el que seguir esperando. Por otro lado, la hizo reparar en el detalle de que, con el retraso, sólo conseguirían poner nerviosos a los periodistas y, de hecho, las cosas estaban ya bastante difíciles.

—¿Y qué quieres que les diga? —inquirió antes de entrar en la gran sala de reuniones en que iba a celebrarse la conferencia de prensa.

—Nada —repuso Wallander—. Yo me ocuparé. Tan sólo quiero tu presencia y tu apoyo.

Wallander entró a los servicios y se enjuagó la cara con agua fría antes de entrar en la sala. Una vez allí, se sobresaltó: en efecto, había muchos más periodistas de los que él había imaginado. Subió a la tarima seguido de cerca por su jefa. Una vez que hubieron tomado asiento, Wallander echó una ojeada a la concurrencia. Algunos de los rostros le resultaban familiares y conocía incluso el nombre de unos cuantos periodistas, pero la mayor parte de ellos le eran totalmente desconocidos.

«¿Qué digo yo ahora?», se preguntó. «Por más que uno se lo proponga al final nunca contamos toda la verdad».

Lisa Holgersson dio la bienvenida a los periodistas antes de ceder la palabra a Wallander.

«¡Cómo odio todo esto!», exclamó en silenciosa resignación. «No es que no me gusten, es que, por muy necesarios que sean, odio estos encuentros con los medios de comunicación».

Contó mentalmente hasta tres, antes de comenzar.

—Hace unos días, un taxista resultó atracado y agredido aquí en Ystad. Como ya sabéis, falleció, por desgracia, a causa de las heridas. Hemos podido relacionar con el delito a dos personas que, además, se han confesado culpables. Dado que uno de los delincuentes es menor de edad, no podemos dar su nombre en esta conferencia de prensa.

Uno de los periodistas alzó la mano.

—¿Por qué dices «uno de los delincuentes», cuando sabemos que se trata de dos muchachas?

—Ya lo explicaré más tarde, si tienes un poco de paciencia —atajó Wallander.

Era un periodista joven y tenaz.

—La conferencia de prensa estaba prevista para la una, y ya es más de la una y media. ¿No tiene la policía ningún respeto por nuestro tiempo?

Wallander pasó por alto la pregunta con un largo silencio elocuente.

—En otras palabras, se trata de un homicidio —prosiguió—. En concreto, robo y agresión con resultado de muerte. En realidad, no hay razón alguna para ocultar que fue un crimen especialmente brutal y despiadado. Por lo que, claro está, resulta bastante satisfactorio el que hayamos aclarado lo acontecido con tanta rapidez.

Dicho esto tomó aliento, pues se sentía como si estuviese a punto de sumergirse en un mar sin saber si había escollos ocultos.

—Por desgracia, la situación se ha complicado por la huida de una de las acusadas. Aunque, por descontado, esperamos poder atraparla en breve.

Un profundo silencio reinó en la sala durante un segundo, transcurrido el cual todas las preguntas se sucedieron en aluvión.

—¿Cómo se llama la acusada que se ha fugado?

Wallander miró inquisitivo a Lisa Holgersson, que asintió enseguida.

—Sonja Hökberg.

—¿De dónde escapó?

—De aquí, de la comisaría.

—¿Cómo pudo suceder tal cosa?

—En estos momentos estamos investigando cómo ocurrió.

—¿Qué quiere decir eso, exactamente?

—Pues exactamente lo que acabo de decir, que estamos investigando cómo pudo huir Sonja Hökberg.

—Es decir, que quien ha huido de la comisaría es una mujer peligrosa.

Wallander vacilaba, pero al final convino.

—Así es. Aunque no es del todo seguro que lo sea.

—A ver, convendrás conmigo en que o bien es peligrosa, o bien no lo es. ¿No puedes pronunciarte en un sentido o en otro?

Entonces, y por enésima vez aquel día, Wallander perdió el control. Deseaba acabar con todo aquello lo antes posible para irse a casa y meterse en la cama.

—Siguiente pregunta.

Pero el periodista no se rendía.

—Quiero una respuesta: ¿es peligrosa o no?

—Acabo de darte la única respuesta que puedo ofrecer. Siguiente pregunta.

—¿Va armada?

—No, que nosotros sepamos.

—¿Cómo fue asesinado el taxista?

—Con un cuchillo y un martillo.

—¿Habéis encontrado las armas del crimen?

—Sí.

—¿Podemos verlas?

—No.

—¿Por qué no?

—Por razones técnicas de la investigación. Siguiente pregunta.

—¿Está en búsqueda y captura a escala nacional?

—Por el momento, es suficiente con la alarma regional. Es cuanto teníamos que decir por ahora.

El modo en que Wallander dio a entender que daba por finalizada la conferencia de prensa fue acogido con airadas protestas. El inspector sabía que al auditorio le quedaban aún un sinnúmero de preguntas más o menos importantes por formular. No obstante, se puso en pie al tiempo que casi arrancaba a Lisa Holgersson de su silla.

—¡Hemos terminado! —casi gritó.

—¿No deberíamos quedarnos un poco más? —musitó Lisa Holgersson.

—Sí, pero entonces tendrás que encargarte tú. Ya les hemos dicho cuanto necesitan saber. De todos modos, ellos suelen arreglárselas para rellenar lo que les falta sin ayuda.

La radio y la televisión querían hacer algunas entrevistas, de modo que Wallander se abrió paso como pudo a través de una multitud de cámaras y micrófonos.

—Esto te lo dejo a ti —declaró mirando a Lisa Holgersson—. O díselo a Martinson. Yo tengo que irme a casa.

Ya habían alcanzado el pasillo y Lisa Holgersson lo miró sin comprender.

—¿A casa?

—Si lo deseas, te doy permiso para que me pongas la mano en la frente. Estoy enfermo. Tengo fiebre. Aquí hay otros policías que pueden dedicarse a buscar a Sonja Hökberg y contestar a todas esas malditas preguntas.

Y, dicho esto, La dejó allí sin aguardar respuesta. «No estoy haciéndolo bien», se recriminó. «Debería permanecer aquí e imponer algo de orden en este caos. Pero en estos momentos me siento incapaz».

Así pues, entró en su despacho, y no había terminado de ponerse el chaquetón cuando llamó su atención una nota que había sobre la mesa y en la que reconoció la letra de Martinson.

«Según los médicos, Tynnes Falk murió de causas naturales. No hay delito. Es decir, que podemos archivar el caso».

A Wallander le llevó varios segundos caer en la cuenta de que la nota se refería al hombre que había sido hallado muerto ante un cajero de la zona comercial.

«Vaya, un problema menos», se dijo aliviado.

Abandonó la comisaría por el garaje, con objeto de evitar toparse con algún periodista. Soplaba un recio viento al que opuso resistencia mientras, encogido, se encaminaba hacia el coche. Cuando, ya en el interior del vehículo, giró la llave del contacto, no sucedió nada. Lo intentó varias veces, pero el motor no reaccionó.

Desabrochó el cinturón de seguridad y salió del automóvil sin molestarse en cerrarlo con llave. De camino hacia la calle de Mariagatan, recordó de pronto el libro que había prometido ir a recoger en la librería. Pero resolvió que aquello podía esperar. Todo podía esperar. Lo único que deseaba hacer en aquellos momentos era dormir.

Cuando despertó, lo hizo como si, en precipitada carrera, pretendiese huir de una ensoñación.

En el sueño se vio a sí mismo otra vez en la conferencia de prensa que se celebraba en la casa adosada donde vivía Sonja Hökberg. Wallander no fue capaz de responder a una sola de las preguntas de los periodistas. Después vislumbró, de repente, la figura de su padre que, impasible, se había acomodado entre las cámaras de televisión para pintar su recurrente motivo del paisaje otoñal.

Entonces, despertó. Permaneció tumbado inmóvil y atento. El viento golpeteaba presionando los cristales de la ventana. Volvió la cabeza y comprobó en el reloj de la mesita que eran las seis y media. Había estado durmiendo durante casi cuatro horas. Intentó tragar saliva, pero notó que la garganta seguía inflamada y dolorida. Sin embargo, parecía que le había bajado la fiebre. Supuso que aún no habrían dado con el paradero de Sonja Hökberg. De lo contrario, le habrían avisado por teléfono. Se levantó y se dirigió a la cocina, donde halló la nota en la que había apuntado que debía comprar jabón y a la que añadió el libro que tenía que recoger en la librería. Se preparó algo de té y buscó, aunque en vano, un limón en su frigorífico. En efecto, en el cajón de las verduras no había más que unos tomates ya sin color y un pepino medio podrido que arrojó a la basura. Se fue a la sala de estar, con la taza de té en la mano. Había polvo acumulado en todos los rincones, de modo que volvió a la cocina y anotó también las bolsas para la aspiradora.

En realidad, lo que debía hacer era, por supuesto, comprar una aspiradora nueva.

Atrajo hacia sí el teléfono y marcó el número de la comisaría. Hanson fue el único a quien pudo localizar.

—¿Qué tal va la cosa?

—No hay ni rastro de ella —declaró Hanson con un eco de cansancio en la voz.

—¿No la ha visto nadie?

—Nada. El director general ha llamado para preguntar qué ha sucedido y cómo ha podido suceder.

—Ya me lo imagino. Pero yo sugiero que nos despreocupemos de ello, por ahora.

—Me dijeron que estabas enfermo.

—Mañana ya estaré bien.

Hanson lo puso al corriente del modo en que se había organizado la búsqueda, que Wallander aceptó sin objeciones. Habían dado la alarma regional y la nacional estaba preparada. Hanson le prometió que lo llamaría en cuanto se produjese alguna novedad.

Finalizada la conversación, Wallander se hizo con el mando a distancia del televisor, persuadido de que, al menos, le convendría ver los informativos. No le cabía la menor duda de que la huida de Sonja Hökberg sería la noticia protagonista de la siguiente emisión del canal regional Sydnytt. Tal vez incluso la estimasen digna de ser tratada en el ámbito nacional. No obstante, volvió a dejar el control remoto sobre la mesa y puso el disco de La Traviata, de Verdi. Acto seguido, se tendió en el sofá y cerró los ojos. Lo asaltaron entonces las imágenes de Eva Persson y de su madre, la imprevista reacción violenta de la chica y la imperturbabilidad de su mirada… En ese momento, sonó el teléfono. Se incorporó, bajó el volumen de la música y atendió la llamada.

—¿Kurt?

Reconoció la voz en el acto. Era Sten Widén, el más antiguo de sus escasos amigos.

—¡Vaya! ¡Cuánto tiempo!

—Sí, como siempre que hablamos. ¿Qué tal te encuentras? Me dijeron en la comisaría que estabas enfermo.

—¡Bah! Un dolor de garganta. Nada del otro mundo.

—Pues yo había pensado que podíamos quedar.

—Ya, bueno, no es éste el mejor momento. ¿No has visto las noticias?

—Ya sabes que yo ni veo las noticias ni leo los periódicos, salvo los resultados de las carreras de caballos y el tiempo.

—Tenemos a una persona huida y debo dar con su paradero y atraparla. Cuando lo haya conseguido, podremos vernos.

—Bueno, el caso es que pensaba despedirme.

Wallander sintió que se le hacía un nudo en el estómago. ¿Estaría enfermo su amigo? Tal vez la bebida hubiese destrozado su hígado por completo.

—¿Cómo que pensabas despedirte? ¿Y eso por qué?

—Quiero vender el picadero y largarme de aquí.

En efecto, durante los últimos años, Sten Widén había manifestado en múltiples ocasiones su deseo de romper con todo. La finca que había heredado de su padre había ido convirtiéndose paulatinamente en una inevitable carga cada vez menos rentable. Durante las largas noches en que se reunían, Wallander había sido testigo de sus sueños de comenzar una nueva vida antes de que la edad se lo impidiese. Wallander nunca se tomó los sueños de Widén más en serio que los suyos propios. Pero era evidente que se había equivocado. Cuando estaba ebrio, su amigo era capaz de exagerar hasta el extremo. Mas ahora parecía sobrio y lleno de energía, y el habitual tono de desidia de su voz sonaba ahora distinto.

—¿Hablas en serio?

—Así es. Salgo de viaje.

—¿Adónde?

—Eso aún no lo he decidido. Pero me iré pronto.

El nudo en el estómago había cedido ya a un sentimiento de envidia. No en vano, los sueños de Sten Widén habían resultado ser más viables que los suyos propios.

—Iré a verte en cuanto pueda. En el mejor de los casos, dentro de un par de días.

—Estaré en casa.

Tras aquella conversación, a Wallander le sobrevino una apatía total y prolongada. No podía negar hasta qué punto envidiaba a su amigo. Sus propias ilusiones de romper un día con la profesión de policía se le antojaban remotas. Y él jamás sería capaz de emprender lo que Sten Widén estaba a punto de llevar a cabo con su vida.

Apuró el resto del té y llevó la taza a la cocina. El termómetro que tenía fijado en el marco de la ventana indicaba que estaban a un grado de temperatura. Hacía demasiado frío para ser primeros de octubre.

Volvió al sofá. La música era apenas perceptible. De nuevo tomó el control remoto, que dirigió hacia el equipo de música.

En ese preciso momento, se fue la luz.

Al principio creyó que podía tratarse de un fusible. Sin embargo, cuando, a tientas, logró alcanzar la ventana, comprobó que las farolas de la calle también estaban apagadas.

Decidió regresar al sofá, dispuesto a aguardar sumido en la oscuridad.

Wallander ignoraba, ciertamente, que una gran parte de Escania había quedado a oscuras.