21

El aire acondicionado dejó de funcionar de repente, y Carter se despertó. Quedó inmóvil, bajo las sábanas, atento al silencio de la oscuridad. Las cigarras interpretaban su canto sempiterno y, en la distancia, ladraba un perro. Se había producido un nuevo corte de luz. Era algo que solía suceder allí, en Luanda, día sí día no. Eran los secuaces de Savimbi, siempre a la expectativa de provocar el cese del suministro eléctrico en la capital. Y, claro, entonces se apagaba el aire acondicionado. Carter seguía sin moverse bajo las sábanas. En tan sólo unos minutos, el calor haría irrespirable el aire de la estancia. La cuestión era si sería capaz de levantarse y bajar a la habitación exterior, contigua a la cocina, y poner en marcha el generador. Por otro lado, no habría sabido decir qué le resultaba más insoportable, si el estruendo del generador o el calor sofocante que invadiría el dormitorio en un instante.

Giró la cabeza para ver la hora en el reloj. Eran las cinco y cuarto. Desde el interior de la casa oía los ronquidos de uno de los vigilantes nocturnos que dormía fuera. Sospechaba que sería José pero, mientras el otro vigilante, Roberto, se mantuviese despierto, aquello no tenía mayor importancia. Desplazó la cabeza sobre la almohada hasta que sintió la culata de la pistola que siempre tenía debajo. De hecho, pese a los vigilantes nocturnos y las vallas de que había rodeado la casa, era aquélla la única garantía de seguridad que le quedaba, en el caso de que cualquiera de los numerosos ladrones que poblaban la noche decidiese atacar. Él comprendía a la perfección que lo convirtiesen en el objetivo de sus desmanes. En efecto, él era blanco y estaba bien situado. Y en un país mísero y pobre como Angola, el crimen era algo natural. De haber sido él uno de los otros, uno de los pobres, se decía, se habría robado a sí mismo.

Entonces, el aire acondicionado volvió a ponerse en funcionamiento de forma tan repentina como se había apagado. Así solían ser los apagones, momentáneos. Pero en esos casos no eran consecuencia de la intervención de los bandidos, sino de algún fallo técnico. Los tendidos eléctricos eran muy antiguos, instalados por los portugueses durante la época colonial, e ignoraba cuántos años habían transcurrido desde entonces sin que nadie los supervisase.

Carter permaneció despierto en la negrura de la noche. Lo asaltó la idea de que pronto cumpliría los sesenta y que, en realidad, resultaba extraordinario el hecho de que hubiese vivido tanto, habida cuenta del modo en que había transcurrido su existencia, rica en experiencias y nada monótona, aunque sí llena de peligros.

Apartó las sábanas para que el aire frío le diese de lleno en todo el cuerpo. Le desagradaba despertarse al alba, pues era precisamente durante las horas que precedían a la salida del sol cuando más desprotegido se sentía. Eran horas en las que se encontraba solo con la oscuridad y los recuerdos. Horas en las que caía en la debilidad de excitarse y montar en cólera al revivir todas las injusticias. Y se veía incapaz de sosegarse hasta que no lograba concentrar todo su pensamiento en la venganza que se avecinaba. Pero lo normal era que, para entonces, hubiesen transcurrido varias horas y el sol se hubiese alzado ya sobre el horizonte. Los vigilantes nocturnos se habían puesto a charlar y el tintineo de los candados había empezado ya a llenar el aire, cuando Celina los abría para entrar en la cocina a prepararle el desayuno.

Volvió a cubrirse con la sábana. Cuando empezaba a picarle la nariz, sabía que no tardarían en sobrevenirle las ganas de estornudar. Y él detestaba los estornudos. Odiaba sus alergias. Para él eran claro indicio de una debilidad despreciable. En especial, porque solía estornudar a todas horas. Incluso había llegado al extremo de tener que interrumpir una intervención pública a raíz de una serie inacabable de estornudos continuados.

En otras ocasiones, las alergias se manifestaban bajo la forma de sarpullidos que le escocían o de un lagrimeo incontrolado e incontenible de los ojos.

Se cubrió la boca con la sábana y consiguió, en esta ocasión, salir vencedor y combatir el estornudo, que murió antes de nacer. Permaneció inmóvil, pensando en los años transcurridos y en todas aquellas circunstancias que habían concurrido para conducirlo a acabar tumbado en la cama de aquella casa, en Luanda, la capital de Angola.

Hacía ya más de treinta años que había empezado a trabajar como joven economista para el Banco Mundial, en Washington. Por aquel entonces tenía el convencimiento inquebrantable de que las posibilidades del banco para mejorar el mundo o, al menos, hacerlo más justo eran reales. Los enormes créditos que precisaban los países pobres y que ni los bancos privados ni las naciones podían conceder de forma individual fueron la causa de la creación del Banco Mundial, que nació en una reunión celebrada en Bretton Woods. Y pese a que muchos de sus compañeros de la universidad californiana en la que había cursado sus estudios aseguraban que había equivocado la elección pues, según ellos, en las oficinas del Banco Mundial jamás se gestaría ninguna solución plausible a los problemas económicos del mundo, él se había mantenido firme en su decisión. Él no era, en absoluto, menos radical que los demás. Y había participado en las mismas manifestaciones, incluidas las celebradas en contra de la guerra de Vietnam. Sin embargo, nunca se dejó convencer por la idea de que la desobediencia civil pudiese, por sí sola, conducir a un mundo mejor. Como tampoco había sucumbido a la debilidad de depositar su confianza en los partidos socialistas, demasiado raquíticos y limitados en su capacidad de intervención. Así, él había llegado a la conclusión de que debía operar en el seno de las estructuras existentes, pues para derribar el poder era preciso mantenerse en sus esferas.

Por otro lado, él guardaba un secreto que lo había movido a dejar Nueva York y la Universidad de Columbia para trasladarse a California. En efecto, había participado en la guerra de Vietnam durante un año. Y le había gustado. Durante aquel tiempo, formó parte de una célula de combate destinada en An Khe, desplegada a lo largo de aquella carretera tan vital que discurría por el oeste desde Qui Nhon. Y sabía que, en el transcurso de aquel año, había matado a varios soldados enemigos sin haber dudado, en ningún momento, de que, en el fondo, no se arrepentía lo más mínimo. De modo que, en tanto que sus compañeros habían caído en el mundo de la droga, él supo conservar su disciplina de soldado. Asimismo, no lo abandonó ni por un instante la convicción de que él sobreviviría, de que jamás atravesaría el océano para regresar a casa en un saco de plástico. Y fue entonces, durante las noches sofocantes que pasaban patrullando en medio de la selva, cuando adquirió aquella convicción. Uno debe estar del lado del poder, en sus inmediaciones, para lograr destruirlo. Y el mismo convencimiento lo dominaba aquella noche, tendido mientras aguardaba el despuntar del alba angoleña. La sensación de hallarse en una jungla, bajo un calor sofocante, y de tener tanta razón ahora como hacía treinta años.

Se dio cuenta enseguida de que quedaría un puesto libre de responsable del banco en Angola, de modo que comenzó a estudiar portugués. El ascenso en su carrera había sido veloz y carente de obstáculos. A sus superiores no se les ocultaba su enorme capacidad y, pese a que se habían presentado aspirantes cuyos méritos eran superiores o al menos, más numerosos que los suyos, fue él el elegido, sin vacilación, para ocupar la dirección de Luanda.

Era aquélla la primera ocasión en que visitaba África; la primera vez que ponía el pie en un país verdaderamente pobre y arruinado de la mitad sur del planeta. El tiempo que había servido como soldado en Vietnam no contaba, pues allí no había sido sino un enemigo no deseado. En Angola, en cambio, sí fue bien recibido. Al principio se dedicó a escuchar, mirar y conocer. Y recordaba su admiración ante una alegría y una dignidad incapaces de sucumbir a toda aquella miseria profunda.

Una vez allí, le llevó dos años comprender que lo que el banco estaba intentando hacer era totalmente erróneo. En efecto, en lugar de favorecer medidas propicias para la independencia del país y facilitar la reconstrucción tras la ruina acarreada por la guerra, las medidas de la entidad bancaria contribuían, en el fondo, a permitir que medrasen aquéllos que ya pertenecían a la clase más rica. En razón de su posición de poder, se encontraba a diario con personas que se doblegaban temerosas. Tras la verborrea radical no halló otra cosa que corrupción, cobardía y mal disimulados intereses. Ni que decir tiene que había otros —intelectuales independientes y algún que otro ministro— tan clarividentes como él mismo. Pero éstos se hallaban siempre en inferioridad de condiciones y ningún oído, salvo el suyo, se les ofrecía presto a escuchar sus razones.

Finalmente, no pudo soportarlo por más tiempo. Se había esforzado por explicarles a sus jefes que las estrategias del banco no eran en modo alguno las adecuadas. Pero nadie se hacía eco de sus puntos de vista, pese a los constantes viajes que emprendía a través del Atlántico con objeto de ejercer su influencia sobre los responsables de la sede principal. Les hizo llegar un sinnúmero de serios informes que no recibieron más que amable indiferencia por respuesta. En una de aquellas reuniones experimentó la sensación de que habían empezado a considerarlo como un elemento molesto, como alguien que estaba a punto de rebasar los márgenes permitidos. Preocupado, habló una noche con el más antiguo de sus mentores, un analista financiero llamado Whitfield que había seguido su trayectoria desde la universidad y que había contribuido a su contratación. Se vieron en un pequeño restaurante de Georgestown, y Carter le preguntó sin preámbulos si estaba convirtiéndose en una persona incómoda; si no había, en verdad, nadie que comprendiese que él estaba en lo cierto y que la postura del banco era equivocada. Whitfield respondió a sus indagaciones con total sinceridad: había formulado mal la pregunta. El hecho de que él tuviese o no razón era secundario. Lo verdaderamente importante era que el banco se había decantado por una política que había de aplicarse, con independencia de su bondad.

Carter voló de regreso a Luanda la noche siguiente. Pero, durante el viaje en su cómodo asiento de primera clase, una determinación empezó a forjarse en su mente.

A partir de ahí, invirtió una serie de noches de vigilia en definir qué quería con exactitud.

Y fue también entonces cuando conoció al hombre que acabaría por persuadirlo del todo de que él tenía razón.

Después de aquello, Carter empezó a pensar que lo más importante en la vida de una persona solía ser el resultado de una combinación de decisiones conscientes y de sucesos fortuitos. Por ejemplo, las mujeres a las que había amado habían llegado a su vida por las vías más extraordinarias. No era menos cierto que lo habían abandonado del mismo modo.

Y una noche de marzo a mediados de los años sesenta, sumido en lo más profundo de aquel periodo insomne durante el que buscaba una solución a su dilema, se sintió tan agitado que decidió bajar a visitar uno de los restaurantes del paseo portuario de Luanda. El restaurante se llamaba Metropol, y solía visitarlo porque sabía que era más que improbable toparse allí con ninguno de los demás empleados del banco ni, en general, con ninguna de las personas que constituían la élite del país. En el Metropol podía estar tranquilo. Esa noche, en la mesa contigua vio a un hombre que hablaba mal el portugués. El inglés del camarero tampoco parecía suficiente, de modo que Carter intervino para prestarles su ayuda.

Después, empezaron a charlar. De este modo, se enteró de que el hombre era de nacionalidad sueca y que se hallaba en Luanda para realizar un trabajo para el Estado como asesor en telecomunicaciones, un sector en el que el país adolecía de un retraso considerable. Carter nunca acertó a determinar después qué fue en realidad lo que despertó su interés por aquel individuo. De hecho, en condiciones normales, él solía guardar las distancias con respecto a los demás. Pero había algo en aquella persona que enseguida llamó su atención. Carter era un ser desconfiado y, cuando conocía a alguien, presuponía, de entrada, que se trataba de un enemigo.

Apenas si habían intercambiado algunas frases cuando Carter ya había comprendido que aquel hombre que ocupaba la mesa contigua y que no tardaría en cambiarse a la suya era muy inteligente. Por si fuera poco, no era un técnico estrecho de miras y con un elenco de intereses reducido; antes al contrario, resultó ser un hombre muy leído y bien informado tanto sobre la historia colonial de Angola como sobre la intrincada situación política del momento.

El individuo en cuestión se llamaba Tynnes Falk, según él mismo se había presentado aquella noche, poco antes de que se despidiesen. Fueron los últimos clientes del restaurante, donde no quedaba ya más que un adormilado camarero que aguardaba junto a la barra. A la puerta del local, los esperaban sus respectivos chóferes. Falk se alojaba en el hotel Luanda y decidieron que se verían la noche siguiente.

Falk permaneció en Luanda durante tres meses. Hacia el final de su estancia en la capital angoleña, Carter le ofreció un nuevo trabajo de asesoría aunque, en el fondo, no fue más que una excusa que le brindaría la posibilidad de regresar y de retomar sus charlas.

Falk regresó dos meses más tarde. En aquella segunda visita, le confesó que no estaba casado. Carter tampoco lo estaba, aunque había vivido durante años con diversas mujeres, de las que tenía cuatro hijos, tres niñas y un niño, a los que prácticamente no veía. Además, tenía dos amantes negras en Luanda, que solía alternar. Una era profesora de la universidad y la otra la exmujer de un ministro. Como era habitual, mantenía sus relaciones en el más absoluto secreto para todos, salvo para el servicio doméstico. Por otro lado, había procurado evitar mantener relaciones con empleadas del banco. Dado que Falk parecía sufrir un alto grado de soledad, Carter le facilitó la oportuna compañía de una mujer llamada Rosa, hija de un comerciante portugués y la sirvienta negra de éste.

Falk empezó a encontrarse a gusto en África. Carter le había ayudado a localizar una casa con jardín y vistas al mar, junto al hermoso golfo de Luanda. Por si fuera poco, había redactado un contrato conforme al cual Falk recibía un salario altísimo por el escaso trabajo que, en realidad, llevaba a cabo.

Continuaron entregándose a sus conversaciones y no tardaron en comprobar que, cualquiera que fuese el tema en que se centrasen durante las largas y calurosas noches africanas, ellos dos compartían en gran medida sus opiniones, ya fuesen de índole política o moral. Aquello llevó a Carter a pensar que, por primera vez en su vida, había dado con una persona a la que poder confiarse sin reservas. Otro tanto pensaba Falk. Se dedicaban a escucharse mutuamente, con creciente interés y con un asombro nacido del descubrimiento de que sus pareceres fuesen tan similares. De hecho, aquel radicalismo traicionado no era lo único que los unía. Ninguno de los dos había sucumbido a una amargura pasiva e introvertida. Hasta el instante en que la casualidad hizo que se cruzasen sus caminos, cada uno de ellos había hallado su vía de escape particular. Ahora podrían adoptar una común. Así, enumeraron unas cuantas condiciones sobre las que no cabía el menor desacuerdo entre los dos. ¿A qué podían recurrir, más allá de las ya obsoletas ideologías al uso, en medio de aquel inextricable bullir de personas y de ideas nacidas en un mundo que cada vez se les antojaba más corrupto? ¿Cómo construir un mundo verdaderamente mejor? ¿Acaso era posible llevar a término aquel cometido, mientras siguiesen en pie los viejos cimientos? Poco a poco, llegaron a la conclusión, incitándose el uno al otro, de que tal empresa apenas si sería posible a menos que se diese una condición absoluta para ello: la destrucción total de cuanto existiese hasta el momento.

De modo que, durante aquellas tertulias nocturnas, comenzó a forjarse el plan. Muy despacio, fueron indagando hasta hallar el punto en que poder aunar sus conocimientos y experiencias. Carter escuchaba con creciente fascinación los asombrosos relatos que Falk le refería acerca del mundo de la electrónica y la informática en el que él se desenvolvía. Gracias a su nuevo amigo sueco llegó a comprender que, en verdad, nada era imposible. Aquéllos que dominaban los entresijos de la comunicación electrónica eran los auténticos dueños del poder. Y con no menos excitado interés escuchaba Carter cómo Falk describía las guerras del futuro. Según él, las tecnologías de la información supondrían para los conflictos actuales e inminentes lo que el tanque durante la primera guerra mundial o la bomba atómica en la segunda. En efecto, el arsenal del enemigo podría verse furtivamente invadido de bombas de relojería compuestas simplemente de virus informáticos programados con antelación. Sus mercados de acciones y sus sistemas de comunicaciones se verían reducidos a la ruina tan sólo mediante impulsos eléctricos. Las nuevas técnicas harían que el poder sobre el futuro no se decidiese en los ámbitos más sofisticados, como sería de suponer, sino ante unos teclados de ordenador o en laboratorios. La era de los submarinos nucleares no tardaría en ser historia. La verdadera amenaza la constituían ahora los cables de fibra óptica que tejían sus redes, cada vez más densas, a lo largo de toda la superficie terrestre.

El gran plan comenzó a fraguarse paulatinamente, en el transcurso de aquellas cálidas noches africanas. Desde el principio, ambos se mostraron resueltos a tomarse todo el tiempo necesario; a no precipitarse nunca. Un buen día, llegaría el gran momento. Y entonces ellos estarían preparados.

Además, sus personalidades y conocimientos se complementaban. Carter disponía de los contactos adecuados; sabía cómo funcionaba el Banco Mundial y conocía con detalle los sistemas financieros, por lo que era bien consciente de la fragilidad de la economía mundial. Lo que muchos no dudaban en calificar de fortaleza, el hecho de que todas las economías del mundo avanzasen para entrelazarse, podría convertirse en su antítesis. Y Falk era el técnico capaz de diseñar el modo en que las diversas ideas podrían convertirse en realidad.

Durante muchos meses, cada noche, se reunieron para perfilar los detalles del gran golpe.

Después, mantuvieron el contacto de forma regular durante más de veinte años, pues sabían que aún no era el momento. Pero ese momento llegaría y, entonces, atacarían. El día en que la electrónica contase con las herramientas necesarias y que el mundo financiero internacional fuese tan interdependiente que un único golpe fuese capaz de deshacer el nudo; ése sería el gran día.

Un ruido vino a arrancar de su reflexión a Carter que, instintivamente, echó mano de la pistola que guardaba bajo la almohada. Hasta que comprendió que tan sólo era Celina, que zarandeaba los candados de la entrada a la cocina. Irritado, pensó que debería despedirla. Alborotaba demasiado cada mañana, mientras le preparaba el desayuno. Además, los huevos nunca estaban como a él le gustaban. Celina era fea, gorda, tonta. No sabía ni leer ni escribir y tenía nueve hijos, además de un marido cuya única labor, cuando no estaba borracho, era tumbarse a parlotear a la sombra de un árbol.

Hubo un tiempo en que Carter confió en que serían precisamente aquellas personas quienes crearían el nuevo mundo. Pero ya había mudado de parecer, de modo que tanto daba si desaparecían con el orden existente, si todo quedaba reducido a despojos.

El sol se afirmaba ya sobre el horizonte, pero Carter permaneció aún un instante bajo las sábanas, pensando en lo sucedido. Tynnes Falk estaba muerto. Aquello que tanto temían, había sucedido a pesar de todo. Ellos siempre lo habían tenido presente en el proceso de elaboración de su plan. Siempre habían contado con la posibilidad de que sucediese algo inesperado, algo que no fuese posible prever ni controlar. De hecho, lo tenían calculado y habían construido sistemas defensivos y soluciones alternativas. Sin embargo, jamás imaginaron que uno de ellos dos pudiese morir de una muerte tan absurda y accidental. Y, pese a todo, eso fue, precisamente, lo que ocurrió. El día en que Carter recibió la llamada telefónica de Suecia, se resistió a dar crédito a lo que le decían. Su amigo estaba muerto. Tynnes Falk había dejado de existir. Aquella circunstancia, además de venir a arruinar los proyectos de ambos, le causaba un profundo dolor. Por otro lado, había ocurrido en el peor momento imaginable, justo antes de que diesen el golpe decisivo. De modo que ahora tan sólo a él se le concedería participar del gran momento. Aun así, sabía de sobra que la vida no estaba conformada únicamente por decisiones conscientes y planes bien elaborados. La vida también contenía las casualidades.

Él ya había asignado en su cabeza un nombre a aquella gran operación: «La ciénaga de Jakob».

Aún recordaba cómo en una ocasión excepcional en que había bebido demasiado vino, Falk comenzó a hablar de su niñez, que había transcurrido en una finca donde su padre era una especie de administrador; algo así como el capataz de las antiguas plantaciones portuguesas de Angola. Allí, en los aledaños de un bosque cercano, había una ciénaga. La flora que por allí se prodigaba era, a decir de Falk, desconcertante y caótica, pero hermosa. Los juegos de su niñez habían tenido aquella ciénaga por escenario; allí había visto volar las libélulas y había pasado los mejores momentos de su vida. Aquel lugar se llamaba La Ciénaga de Jakob porque, según supo contar, un hombre llamado Jakob, víctima de un amor no correspondido, se había ahogado en ella hacía ya muchos años.

Cuando Falk alcanzó la edad adulta, el pantano cobró otro significado para él; en especial cuando conoció a Carter y ambos comprendieron que compartían una profunda experiencia del auténtico sentido de la vida. El pantano y sus inmediaciones se convirtieron en un símbolo del caos del mundo en que vivían, un mundo en que la solución última a la que acogerse no era sino ahogarse en sus aguas pantanosas. O, por lo menos, hacer que otros desapareciesen en sus profundidades.

«La ciénaga de Jakob». Sin duda; si la operación que pretendían emprender necesitaba un nombre, aquél era de lo más adecuado. Ahora, se convertiría en un homenaje póstumo a la memoria de Falk; un homenaje cuyo alcance y significado sólo él conocería.

Se quedó tendido unos minutos más, entretenida la mente con los recuerdos de Falk. Sin embargo, tan pronto como tomó conciencia de que comenzaba a sentir nostalgia, se levantó como un rayo, se dio una ducha y bajó a la cocina para desayunar.

Tenía planes de pasar el resto de la mañana en la sala de estar, escuchó algunos compases de música para violín de Beethoven, hasta que el trastear de Celina en la cocina lo hizo desesperar. De modo que bajó hasta la playa para dar un paseo por la orilla. A pocos pasos de él, justo detrás, lo seguía su chófer, Alfredo, que también hacía las veces de guardaespaldas. Cada vez que Carter viajaba por Luanda y contemplaba la decadencia, las montañas de basura, la pobreza y la miseria, se reafirmaba en la idea de que estaba haciendo lo correcto. Falk había estado con él casi hasta el final, pero, ahora, se veía obligado a hacerse cargo del resto él solo.

Caminaba por la orilla del mar sin dejar de contemplar la ciudad en descomposición. Sentía una gran paz interior: lo que quiera que surgiese de las cenizas fruto del incendio que él estaba a punto de provocar sería, sin lugar a dudas, algo mucho mejor que lo que existía.

Poco antes de las once, ya estaba de vuelta en su residencia. Celina ya se había marchado a casa. Carter se tomó un café y un vaso de agua antes de subir a su despacho, situado en la segunda planta. Lo conmovía el espectáculo de las vistas al mar, pero, aun así, corrió las cortinas. En realidad, lo que más le hacía disfrutar eran los atardeceres africanos o el ambiente que se creaba cuando la luz del sol entraba tamizada por las finas cortinas, menos ofensiva entonces para sus delicados ojos. A continuación se sentó ante el ordenador y comenzó a repasar todas las rutinas de forma casi mecánica.

En algún lugar impreciso del mundo electrónico, un reloj invisible emitía su tictac. Un reloj que Falk le había confeccionado según sus instrucciones. Era domingo, 12 de octubre. Estaban a tan sólo ocho días del momento fijado.

Hacia las once y cuarto, ya había comprobado el sistema.

Y, a punto estaba de salir de la habitación cuando, de repente, vio algo que lo dejó helado. Un diminuto punto de luz había empezado a brillar intermitente en una de las esquinas de la pantalla. Los impulsos eléctricos eran regulares: dos cortos, uno largo, dos cortos. Sacó entonces el manual que Falk le había proporcionado para identificar el código.

Al principio pensó que se había equivocado de código, pero, al final, no pudo por menos de admitir que no se trataba de ningún error. En Suecia, en la pequeña ciudad de Ystad, de la que Carter tan sólo había visto alguna que otra fotografía, alguien acababa de romper la última barrera de códigos de seguridad del ordenador de Falk.

Clavó la mirada en la pantalla, reacio a dar crédito a lo que veía: Falk le había asegurado que nadie podría jamás atravesar su sistema de seguridad.

No obstante, era evidente que alguien lo había logrado.

Carter empezó a transpirar, pero enseguida se recuperó y se obligó a mantener la calma. Falk tenía activadas un sinnúmero de funciones de protección, y el núcleo más recóndito de su sistema, los imperceptibles misiles informáticos de dimensiones microscópicas quedaban ocultos detrás de pantallas de refuerzo y de toda una serie de cortafuegos insalvables.

Pese a todo, alguien estaba intentándolo.

Carter estudió la situación. Inmediatamente después de la muerte de Falk, él había enviado a Ystad a una persona con la misión de observar lo que sucedía y mantenerlo informado. Y ya se habían producido varias situaciones de peligro, pero, hasta aquel momento, Carter había creído que todo estaba bajo control, dado que su reacción había sido siempre inmediata y decidida.

Por último, pensó que seguían dominando la situación, si bien no podía desentenderse del hecho de que alguien hubiese irrumpido o, al menos, intentado irrumpir en el ordenador de Falk. Aquello constituía un hecho innegable y un incidente que requería su inmediata intervención.

La mente de Carter se esforzaba febrilmente. ¿Quién había podido ser? En efecto, le costaba creer que se tratase de alguno de los agentes de policía que, según los informes que había recibido, investigaban, dando palos de ciego, tanto la muerte de Falk como parte de los demás sucesos.

Pero, en ese caso, ¿quién era?

A pesar de haber estado meditando sentado ante el ordenador hasta que la luz del atardecer comenzó a bañar la ciudad de Luanda, no halló ninguna respuesta. Cuando, finalmente, se puso en pie con la intención de dar por terminadas sus comprobaciones, aún mantenía la calma.

No obstante, se había producido un contratiempo. Y ahora se veía en la necesidad de averiguar cuál era su naturaleza exacta para, lo antes posible, estar en disposición de adoptar las medidas oportunas.

Poco antes de la medianoche, volvió a sentarse ante el aparato.

De repente, tomó conciencia de que añoraba a Falk como nunca hasta entonces.

Acto seguido, efectuó su llamada al ciberespacio.

Tras un minuto aproximadamente, obtuvo respuesta.

***

Wallander se había situado junto a Martinson mientras que Robert Modin ocupaba el asiento ante el ordenador. La pantalla se mostraba plagada de cifras que, a una velocidad inusitada aparecían y desaparecían en vertiginosas columnas. Después, la imagen quedó inmóvil congelada en la pantalla. Unas cifras compuestas de unos y ceros centellearon en la pantalla antes de que ésta quedase a oscuras. Robert Modin lanzó una mirada a Martinson, que asintió con gesto elocuente. El joven prosiguió introduciendo sus comandos en el ordenador. Nuevos ejércitos de cifras desfilaron veloces por la pantalla. Después se detuvieron de forma repentina y los dos agentes se inclinaron para ver mejor.

—No tengo ni idea de qué puede ser esto —confesó Robert Modin—. Es la primera vez que veo nada semejante.

—Puede que sean cálculos de algo, ¿no crees? —propuso Martinson.

Robert Modin negó con un gesto.

—Lo dudo. Más bien parece un sistema numérico que precisa de otro comando.

En esta ocasión, fue Martinson quien movió la cabeza.

—¿Puedes ser algo más explícito? —le rogó el inspector.

—No creo que se trate de ningún cálculo, pues no son fórmulas lo que utilizan. Por otro lado, las cifras no tienen más referente que ellas mismas. En mi opinión, estamos más bien ante un código cifrado.

Wallander experimentó un ligero grado de insatisfacción. Cierto que no sabía bien qué esperaba obtener de aquel intento, pero, desde luego, no aquello ante lo que ahora se hallaban: un barullo de cifras sin sentido.

—¿No dejaron de utilizarse las claves tras la segunda guerra mundial? —preguntó sin obtener respuesta.

Continuaron con la mirada clavada en las cifras.

—Esto tiene algo que ver con el número veinte —resolvió de pronto Robert Modin.

Martinson se acercó de nuevo a la pantalla, aunque Wallander permaneció en la misma posición, pues había empezado a dolerle la espalda. Robert Modin comenzó a explicarle lo que veía al tiempo que señalaba las columnas de cifras. Y Martinson lo escuchaba con atención, en tanto que Wallander dejaba vagar su pensamiento en otro sentido.

—¿Es posible que guarde relación con el año 2000? —inquirió Martinson—. ¿No dicen que los ordenadores perderán el control y que reinará el caos ese año?

—No tiene nada que ver con el año 2000 —se empecinó Robert Modin—. Es el número veinte. Además, no son los ordenadores sino las personas quienes pierden el control.

—Dentro de ocho días —auguró Wallander pensativo, sin saber mi bien por qué.

Robert Modin y Martinson continuaron intercambiando opiniones. Aparecieron nuevas combinaciones de dígitos en la pantalla. Wallander tuvo ocasión de aprender qué era un módem exactamente. Lo único que sabía hasta el momento era que se trataba de un aparato capaz de conectar un ordenador con el resto del mundo a través de líneas telefónicas. El inspector comenzaba a impacientarse. Al mismo tiempo, intuía que lo que Robert Modin estaba haciendo podía revestir no poca importancia para el caso.

De pronto, el teléfono, que había dejado en el bolsillo de la cazadora, comenzó a sonar. Se apartó unos metros y se colocó junto a la puerta de entrada antes de responder para comprobar que era Ann-Britt.

—Creo que he encontrado algo —anunció la colega.

Wallander salió a la escalera.

—¡Vaya! ¿Qué es?

—¿No te dije que pensaba profundizar en la vida de Lundberg? —le recordó ella—. Bien, lo primero que tenía intención de hacer era hablar con sus dos hijos. El mayor se llama Carl-Einar Lundberg. De pronto, tuve la impresión de que había visto ese nombre con anterioridad, en algún sitio. Sólo que no recordaba cuándo ni en qué contexto.

Aquel nombre no le decía nada a Wallander, que guardó silencio y la dejó proseguir.

—Así que hice una búsqueda del nombre en nuestros registros informatizados.

—¡Ah!, ¿sí? Y yo que creía que el único capaz de hacer esas cosas era Martinson…

—Más bien eres tú el único que no es capaz de hacer esas cosas…

—Ya, bueno. ¿Y qué has encontrado?

—Pues fíjate que di con él. Carl-Einar Lundberg se vio involucrado en un juicio, hace unos años, creo que durante el largo periodo en el que tú estuviste de baja.

—¡Interesante! ¿Y qué había hecho?

—Al parecer, nada de nada, porque resultó absuelto. Pero lo habían acusado de violación.

Wallander quedó pensativo.

—Bien… tal vez merezca la pena investigarlo —decidió por fin—, pero no es fácil de encajar en todo este asunto. En especial, en lo que a Falk se refiere, aunque también me cuesta ver la relación con Sonja Hökberg.

—Sí, es cierto, pero yo creo que seguiré indagando —opuso Ann-Britt—. Eso es lo que acordamos, ¿no?

Concluida la conversación, el inspector Wallander volvió junto al ordenador.

«Nada, nuestras pesquisas no nos conducen a ningún lugar», tuvo que admitir en un arrebato de abatimiento. «No tenemos la menor idea de qué es lo que andamos buscando. Nos hallamos inmersos en el más absoluto vacío».