23

Wallander dejó a sus espaldas la calle de Malmövägen.

Después, pasó la de Apelbergsgatan y dejó el coche aparcado en la calle de Jörgen Krabbes Väg, desde donde no le llevó ni cinco minutos alcanzar la casa en la que había vivido Falk. No soplaba ya la menor brisa y el cielo estaba raso. Poco a poco, el clima se recrudecía. Pero el mes de octubre escaniano solía ser así: al tiempo parecía costarle decidirse.

El vehículo en que esperaban Elofsson y su colega estaba aparcado cerca de la casa de Falk, en la acera de enfrente. Cuando Wallander llegó a la altura del coche, la puerta trasera se abrió y el inspector se sentó en el interior, que olía a café. Pensó entonces en todas aquellas noches que él mismo había pasado luchando contra el sueño, o en pie y muerto de frío en cualquier calle perdida, con motivo de alguna de las desesperantes investigaciones en que había intervenido.

Intercambiaron un rápido saludo. El colega de Elofsson no llevaba en Ystad más de seis meses. Se llamaba El Sayed y era tunecino: el primer policía de origen extranjero destinado a Ystad y directamente enviado por la Escuela Superior de Policía. Al conocer la noticia, Wallander se había sentido preocupado por el hecho de que El Sayed fuese recibido con malevolencia o incluso intransigencia, pues no se hacía ilusiones sobre el modo en que muchos de sus compañeros interpretarían el tener que acoger en la comisaría a un colega de raza árabe. Y, en efecto, sus temores se habían visto confirmados. Comentarios malévolos, aunque velados, surgían aquí y allá. Lo que el inspector ignoraba era hasta qué punto el propio El Sayed lo habría notado o cuánto rechazo había esperado encontrar. Abatido por el cargo de conciencia, Wallander lamentaba de vez en cuando no haberlo invitado a su casa en alguna ocasión. Y no sabía de nadie que lo hubiese hecho hasta la fecha. Pese a todo, aquel joven de cálida sonrisa se había incorporado a la comunidad, por más que le hubiese llevado más tiempo del habitual. Y Kurt Wallander se preguntaba qué habría ocurrido si El Sayed se hubiese hecho eco de los comentarios y hubiese reaccionado ante ellos, en lugar de exhibir inquebrantable aquella sonrisa suya.

—Llegó de la zona norte —explicó Elofsson—, desde Malmö. Y ha pasado por aquí tres veces.

—¿Cuándo fue la última?

—Justo antes de que te llamase. Antes de hacerlo al móvil, lo intenté con el fijo, pero debes de dormir como un tronco.

Wallander no replicó.

—Bien, cuéntame.

—En fin, ya sabes lo que suele suceder; hasta que la misma persona no pasa dos veces, no te fijas.

—¿Qué coche era?

—Un Mazda azul oscuro.

—¿Notaste si aminoró la marcha al pasar por aquí?

—La primera vez no me di cuenta. Pero, la segunda, sin la menor duda.

En este punto, El Sayed terció en la conversación.

—La primera vez también frenó ligeramente.

Wallander notó que Elofsson se molestó con su intervención, como si no le agradase que el hombre que ocupaba el asiento de al lado hubiese visto más que él.

—Pero no llegó a detenerse, ¿no es así?

—No.

—¿Crees que descubrió vuestra presencia?

—Dudo mucho de que lo hiciera la primera vez. Pero probablemente la segunda, sí.

—¿Y después?

—Veinte minutos más tarde pasó de nuevo. Pero entonces no redujo la velocidad.

—Ya, en ese caso, lo único que pretendía era comprobar si seguíais aquí. ¿Visteis si había alguien más en el coche?

—Ya lo hemos comentado y, aunque no estamos seguros, nos dio la impresión de que iba solo.

—¿Habéis hablado con los colegas de la plaza de Runnerströms Torg?

—Sí, pero ellos no han visto el coche.

Esta noticia sorprendió a Wallander pues, si alguien mostraba interés por la residencia de Falk, era de esperar que también quisiese controlar el lugar donde tenía su despacho.

Reflexionó un instante hasta concluir que la única explicación plausible era que la persona que iba en el coche no conociese la existencia del despacho. Siempre que el policía que estaba de guardia en Runnerströms Torg no se hubiese dormido, una posibilidad que Wallander no se sentía inclinado a excluir por completo.

Elofsson se volvió hacia atrás y le dio a Wallander una nota con el número de matrícula del coche.

—Supongo que ya lo habréis comprobado en el registro, ¿no?

—Así es, pero, al parecer, hay algún problema con los ordenadores de la central, porque nos dijeron que teníamos que esperar.

Wallander sostuvo el trozo de papel contra la ventanilla del cristal para que quedase iluminado por la luz de la farola y leyó la matrícula, «MLR 331», antes de memorizarla.

—¿Cuándo calculaban que los ordenadores volverían a estar operativos?

—No lo sabían.

—Pero algo os habrán dicho, ¿no?

—Sí, que tal vez mañana.

—¿Cómo que mañana?

—Pues eso, que tal vez estuviesen operativos mañana.

Wallander hizo un gesto displicente con la cabeza.

—Pues necesitamos esta información lo antes posible. ¿A qué hora os llega el relevo?

—A las seis.

—Bien, pues antes de marcharos a dormir a casa quiero que escribáis un informe que dejaréis en el despacho de Hanson, o en el de Martinson. Para que alguno de ellos se encargue del asunto.

—¿Qué hacemos si vuelve?

—No lo hará —afirmó Wallander—. No mientras sepa que estáis aquí.

—Pero si, pese a todo, volviese a aparecer, ¿hemos de intervenir?

—No. Después de todo, no es delito pasearse en coche por la calle de Apelbergsgatan.

Wallander permaneció sentado en el coche unos minutos más.

—Si vuelve a presentarse, quiero que me llaméis. Pero al móvil.

Tras desearles suerte, regresó a la calle de Jörgen Krabbes Väg y, ya en el interior de su vehículo, se puso en marcha hacia la plaza de Runnerströms Torg. La situación no era tan catastrófica como él la había imaginado. De hecho, tan sólo uno de los policías estaba dormido. Pero no habían visto ningún Mazda azul.

—Mantened los ojos abiertos —ordenó Wallander al tiempo que les entregaba la nota con el número de matrícula.

Cuando iba de regreso a su coche, cayó en la cuenta de que llevaba las llaves de Setterkvist en el bolsillo. En realidad, era Martinson quien las necesitaba, puesto que él sería quien acompañase a Robert Modin para seguir hurgando en el ordenador de Falk. Sin saber muy bien por qué, abrió el portal y subió a la buhardilla. Antes de abrir, escuchó con atención junto a la puerta. Una vez dentro y ya con la luz encendida echó una ojeada a su alrededor, al igual que hizo la primera vez, por si veía algo que le hubiese pasado inadvertido en aquella primera ocasión tanto a él como a Nyberg. No halló nada nuevo, no obstante, de modo que se sentó en la silla contemplando la pantalla negra.

Robert Modin había mencionado una combinación de cifras relacionadas con el número veinte. Wallander comprendió enseguida que el joven había detectado algo; que, en lo que para Martinson y para él mismo no era más que una laberíntica sucesión de cifras, Robert Modin había sabido distinguir un patrón. Lo único que a él se le ocurría era que, en una semana, estarían a 20 de octubre, y que veinte era la primera mitad de la cifra del sugerente año 2000. Sin embargo, la cuestión seguía sin respuesta. ¿Qué podía significar aquello? Y, sobre todo, ¿significaría algo para la investigación que los tenía ocupados?

Durante sus años escolares, a Wallander no se le habían dado muy bien las matemáticas. Más aún, de todas aquellas asignaturas en las que había obtenido malos resultados a causa de la pereza, las matemáticas se distinguían porque, en el fondo, jamás las había comprendido, pese a haberlo intentado. Los números y las cifras conformaban un mundo en el que él jamás había conseguido penetrar.

De repente, el teléfono que había junto al ordenador empezó a sonar.

Wallander se llevó un tremendo sobresalto. El timbre resonaba en la habitación. Fijó la mirada en el sombrío aparato y, al séptimo tono, levantó el auricular y se lo llevó al oído.

Se oían interferencias, como si la línea quisiera conectarle con algún lugar remoto en el que alguien estaba a la escucha.

Wallander dijo «hola» una vez, dos veces… Pero lo único que pudo distinguir fue la respiración de alguien entremezclada con el ruido.

Después, se oyó un clic y la comunicación se cortó. Wallander colgó el auricular con el corazón acelerado. En efecto, ya había oído aquel ruido en otra ocasión: el día en que escuchó el contestador de Falk en el apartamento de la calle de Apelbergsgatan.

«Había alguien al otro lado del hilo telefónico», dedujo. «Alguien que quería hablar con Falk. Pero él está muerto y no puede contestar».

De repente, lo asaltó la idea de que existía otra posibilidad: que la persona que llamaba quisiese hablar con él. ¿No lo habría visto nadie subir al despacho de Falk?

Recordó que, aquella misma tarde, se había detenido en medio de la calle como si alguien lo estuviese siguiendo.

Un renovado desasosiego lo inundó enseguida. Hasta aquel momento, había logrado domeñar la amenaza de aquella sombra que le había disparado hacía tan sólo un par de días. Pero las palabras de advertencia de Ann-Britt resonaban en su mente: debía conducirse con cautela.

Se puso en pie y se encaminó hacia la puerta. Pero no se oía el menor ruido.

De modo que regresó junto al escritorio y, en un acto inopinado y distraído, levantó el teclado. Debajo halló, para su sorpresa, una tarjeta postal.

Enfocó la luz del flexo y se encajó las gafas. La postal llevaba allí, a juzgar por sus colores desvaídos, bastante tiempo y tenía por motivo una playa flanqueada de palmeras con un muelle, un mar salpicado de pequeños pesqueros y una hilera de altos edificios al fondo. Le dio la vuelta y comprobó que estaba dirigida a Tynnes Falk y a la dirección de Apelbergsgatan, de lo que dedujo que Siv Eriksson no recibía todo su correo. ¿Le habría mentido la mujer o simplemente no sabría que Falk recibía correo también en su domicilio? El texto de la misiva era corto, tanto como pudiera imaginarse, pues constaba tan sólo de una letra: la letra ce. Wallander intentó descifrar el matasellos. El sello estaba totalmente desgastado y no pudo distinguir en él más que las letras ele y de, lo que significaba que dos de las letras restantes serían, con toda probabilidad, vocales. No obstante, fue incapaz de distinguir de cuáles se trataba. Tampoco la fecha era legible ni había impresión alguna en el reverso que aclarase qué ciudad representaba la fotografía. Excepción hecha de la dirección y la consonante ce, no había nada más que una mancha que cubría la mitad de la dirección, como si alguien hubiese estado comiéndose una naranja mientras la escribía; o mientras la leía. El inspector se esforzaba por combinar las letras ele y de con algunas otras, más no logró componer ninguna palabra. En la imagen, también había algunas personas, perceptibles como puntos diminutos. Mientras contemplaba la fotografía, le vino a la mente aquella ocasión en que, hacía ya algunos años, emprendió su poco afortunado y no menos caótico viaje a las Antillas. Allí también había palmeras. Pero la ciudad le resultaba desconocida.

Pensó entonces en la letra, la misma ce solitaria que había leído en el cuaderno de bitácora de Falk. Un nombre. Tynnes Falk sabía quién era el remitente y por eso había conservado la postal. En aquella habitación vacía, en la que, salvo el ordenador, no había más que unos planos de la central transformadora, había guardado aquella postal. Un saludo de Curt, o de Conrad… Wallander se guardó la postal en el bolsillo antes de proseguir su inspección mirando debajo del ordenador. Pero allí no había nada. Buscó luego bajo el teléfono. Sin resultado.

Permaneció sentado aún unos minutos, transcurridos los cuales se levantó, apagó las luces y abandonó el despacho.

De regreso en la calle de Mariagatan, notó que sentía una tremenda fatiga. Pese a todo, no pudo por menos de ir a buscar una lámpara, sentado a la mesa de la cocina, aplicarse a estudiar la postal una vez más. No obstante, no detectó nada que no hubiese visto ya.

Poco antes de las dos, se fue a la cama.

Enseguida lo venció el sueño.

La visita de Wallander a la comisaría el lunes por la mañana fue muy breve. Le dejó a Martinson las llaves del despacho de Falk y lo puso al corriente del coche que los agentes de guardia habían detectado durante la noche. De hecho, Martinson ya tenía sobre su mesa el correspondiente informe en el que figuraba el numero de matrícula. No obstante, prefirió reservarse el descubrimiento de la postal, no porque desease mantenerlo en secreto, sino porque tenía prisa y no quería enredarse en una prolongada discusión infructuosa. Antes de abandonar la comisaría, hizo dos llamadas telefónicas. La primera, a Siv Eriksson, para saber si el número 20 le sugería algo y si recordaba que Falk hubiese mencionado en alguna ocasión a alguna persona cuyo nombre o apellido comenzase por la letra ce. La mujer no fue capaz de responder de inmediato y le prometió que pensaría en ello. Entonces, el inspector le reveló el hallazgo de la postal que, si bien había aparecido en el despacho de Runnerströms Torg, estaba dirigida a la calle de Apelbergsgatan. La reacción de ella fue de tan sincera sorpresa, que Wallander no vio motivo para dudar de su veracidad. En efecto, la colaboradora del difunto Falk lo había creído sin reservas cuando éste le aseguró que todo el correo iría a parar a su dirección. Sin embargo, había algunas personas, entre las que se hallaba aquélla que se hacía llamar C., que se habían servido de la dirección de Apelbergsgatan. Y ella jamás tuvo conocimiento de tal circunstancia.

Wallander le hizo una descripción de la fotografía de la postal pero ni el motivo ni las dos letras que había logrado distinguir le sugerían nada a la mujer.

—Es posible que, pese a todo, tuviese varias direcciones —aventuró ella.

El inspector intuyó cierto tono de decepción en su voz, como si sintiese que Falk la había traicionado.

—Está bien, lo investigaremos —aseguró Wallander—. De hecho, cabe la posibilidad de que estés en lo cierto.

Siv Eriksson no había olvidado la lista que él le había pedido y le prometió que pasaría a dejarla en la comisaría a lo largo del día.

Concluida la conversación, Wallander constató que el simple hecho de oír su voz lo había puesto de buen humor. Sin embargo, no se abandonó a la deriva de ulteriores indagaciones sobre posibles estados de ánimo, sino que marcó sin dilación el segundo número, que no era otro que el de Marianne Falk. El recado que tenía para ella era muy breve: iría a verla media hora más tarde.

Después, hojeó rápidamente cuantos documentos aparecían amontonados sobre su mesa, entre los que halló algunos que habrían precisado su intervención inmediata. Sin embargo, no tenía tiempo para ello, de modo que, resolvió, habría que dejar crecer la montaña un poco más. Poco antes de las ocho y media, salía de la comisaría sin dejar dicho hacia dónde se dirigía.

Wallander pasó las horas siguientes sentado en el sofá de Marianne Falk mientras ésta le hablaba del hombre con el que había estado casada. El inspector decidió empezar por el principio, por lo que le preguntó cuándo se habían conocido, dónde, qué impresión le había causado él entonces… Marianne Falk resultó ser una mujer con muy buena memoria que rara vez se trababa o tardaba en encontrar las respuestas. Pese a haber tomado la precaución de llevarse uno de sus blocs escolares, Wallander no hizo muchas anotaciones, pues tan sólo una ínfima parte de la información que Marianne Falk le estaba proporcionando aquella mañana precisaría de ulterior investigación. En efecto, no se hallaba aún más que en los preliminares, en su primera aproximación a una visión general de la historia personal de Tynnes Falk.

Marianne Falk explicó que Tynnes había crecido en una finca situada a las afueras de Linköping, de la que el padre era administrador. Era hijo único y, tras completar sus estudios de bachillerato en aquella ciudad, prestó el servicio militar en el regimiento de infantería de Skövde, antes de emprender sus estudios universitarios en Uppsala. Al parecer, se había sentido algo perdido e indeciso al principio pues, por lo que ella sabía, había estudiado tanto Derecho como Historia de la Literatura. No obstante, tras aquel primer año en Uppsala, se trasladó a Estocolmo y se matriculó en la facultad de Empresariales. Y fue precisamente entonces, durante una fiesta de estudiantes, cuando se conocieron.

—A Tynnes no le gustaba bailar —aseguró ella—. Pero, aun así, allí estaba. Alguien nos presentó y recuerdo que, al principio, pensé que era un aburrido. Vamos, que no puede decirse que fuese amor a primera vista. Al menos, no por mi parte. Pocos días después, me llamó. Yo ni siquiera sabía cómo había conseguido mi número de teléfono. Dijo que le gustaría que nos viéramos de nuevo; pero no para dar un paseo o para ir al cine… Su propuesta me dejó atónita.

—¿Ah, sí? ¿Y qué quería?

—Pues quería que fuésemos al aeropuerto de Bromma para contemplar los aviones.

—¡Vaya! Y eso, ¿por qué?

—Porque le gustaban los aviones. De modo que fuimos allí. Lo sabía casi todo acerca de los aparatos que se alineaban en los hangares. Y sobre los que aterrizaron o despegaron mientras estuvimos allí. La verdad es que a mí me parecía un poco raro. De hecho, no era así como yo había imaginado conocer al hombre de mi vida.

Aquello sucedía en 1972, Wallander dedujo que Tynnes había sido muy persistente, en tanto que Marianne había adoptado una postura bastante más escéptica ante aquella relación. Y la sinceridad de que ella hizo gala al referirle este asunto sorprendió no poco a Wallander.

—Su conducta era de una contención modélica —confesó la mujer—. En realidad, creo que le llevó más de tres meses caer en la cuenta de que tal vez debiera besarme. Y, de no haberlo hecho, estoy segura de que yo me habría cansado y lo habría dejado. Lo más probable es que él se diese cuenta de ello, y entonces se dejó caer con aquel beso.

Durante el tiempo transcurrido entre 1973 y 1977, ella llevó a cabo sus estudios de enfermería. En realidad, Marianne soñaba con ser periodista, pero no pudo entrar en la Escuela Superior de Periodismo. Sus padres vivían en Spånga, a las afueras de Estocolmo, donde su padre poseía un pequeño taller de mecánica.

—Tynnes jamás hablaba de sus padres —aseguró ella—. Tuve que sacarle con cuentagotas cualquier dato sobre su infancia. Ni siquiera estaba segura de que estuvieran vivos. Lo único que sí sabía es que no tenía hermanos. Y yo tengo cinco…, así que me llevó una eternidad convencerlo para que viniese a casa a conocer a mis padres. Era muy tímido o, al menos, lo parecía.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que era un hombre muy seguro de sí mismo. Yo creo que en el fondo, sentía un profundo desprecio por gran parte de la humanidad. Por más que él sostuviese lo contrario.

—¿En qué sentido?

—Verás, cuando lo pienso, me doy cuenta de que nuestra relación fue muy extraña en realidad. Él vivía solo, en una habitación alquilada en la plaza de Odenplan. Yo, por mi parte, me quedé en casa de mis padres, en Spånga. No tenía mucho dinero y no me atrevía a pedir más créditos para los estudios. Pero a Tynnes jamás se le ocurrió sugerir siquiera que nos fuésemos a vivir juntos. Nos veíamos tres o cuatro noches a la semana y, aparte de estudiar y contemplar los aviones, yo ignoraba por completo lo que hacía con su tiempo…, hasta el día en que empecé a hacerme una serie de preguntas.

Marianne Falk recordaba aquella tarde de un jueves de abril o tal vez primeros de mayo, unos seis meses después de que se hubiesen conocido. Precisamente aquel día no habían acordado verse. Tynnes tenía, según dijo, una clase muy importante a la que en modo alguno podía faltar. De modo que ella aprovechó para hacerle algunos recados a su madre. Camino de la estación central, se vio obligada a detenerse antes de atravesar la calle de Drottninggatan debido al paso de una manifestación a favor del Tercer Mundo. Las pancartas y las banderas hablaban del Banco Mundial y de las guerras coloniales portuguesas. Por su parte, ella no había sentido nunca especial interés por la política, pues procedía de un hogar socialdemócrata en el que reinaba la estabilidad, ni se había dejado arrastrar por la creciente ola izquierdista. En cuanto a Tynnes, tampoco él había manifestado otra orientación que un radicalismo generalizado, aunque siempre había sabido ofrecer respuestas determinantes a cualquiera de sus preguntas. Por otro lado, él parecía no poder sustraerse a la tentación de impresionar con sus conocimientos teóricos sobre política. Y, pese a todo, ella no podía dar crédito a sus ojos cuando, de repente, lo vio en medio de la manifestación, portando una pancarta que rezaba «Viva Cabral». Marianne averiguó más tarde que Amílcar Cabral era el líder del movimiento de liberación de Guinea Bissau. Pero allí, en la calle de Drottninggatan, quedó tan atónita que, al verlo, retrocedió unos pasos, de modo que él no la descubrió.

Después, Marianne le había hecho algunas preguntas, y cuando Tynnes comprendió que ella, confundida con la gente que se agolpaba en las aceras, lo había visto desfilar sin que él se hubiese percatado, estalló en un ataque de cólera: el primero de que ella era testigo. No obstante, se calmó enseguida, sin que ella llegase a comprender nunca el porqué de aquella reacción tan violenta. Aunque sí tomó conciencia de cuántas cosas ignoraba acerca de Tynnes Falk.

—En el mes de junio le dije que quería dejarlo —prosiguió Marianne—. Y no porque hubiese conocido a otro hombre, no. Simplemente, no albergaba la menor esperanza de éxito para nuestra relación; en cierta medida, a causa de su ataque de cólera de aquel día.

—¿Cuál fue su reacción cuando se lo dijiste?

—No lo sé.

—¡¿Cómo?!

—El caso es que nos vimos en una cafetería del parque de Kungsträdgården. Yo le dije lo que pensaba sin rodeos, que quería dejar la relación y que pensaba que no tenía ningún futuro. Él me escuchó con atención. Después, se puso en pie y se marchó.

—¿Y eso fue todo?

—Así es. No dijo ni una palabra. Recuerdo su rostro impávido, totalmente inexpresivo, mientras yo hablaba. Cuando hube terminado se marchó sin más. Eso sí, no sin antes dejar sobre la mesa el dinero para pagar el café.

—¿Qué sucedió después?

—Pues que no lo vi durante varios años.

—¿Cuántos, exactamente?

—Cuatro.

—¿A qué se dedicó durante aquellos cuatro años?

—No lo sé.

La perplejidad de Wallander crecía por momentos.

—¿Quieres decir que estuvo desaparecido durante cuatro años, sin que tú supieses dónde estaba ni qué hacía?

—Sí, ya sé que resulta difícil de creer, pero así es. De hecho, una semana después de nuestra cita en Kungsträdgården pensé que, pese a todo, quizá debería llamarlo por teléfono. Pero, cuando lo hice, me dijeron que se había trasladado sin dejar la nueva dirección. Algunas semanas más tarde, logré localizar a sus padres en la finca de las afueras de Linköping, pero tampoco ellos conocían el paradero de su hijo. De modo que estuvo desaparecido durante cuatro años, sin la menor noticia. Además, había terminado sus estudios en la facultad de Empresariales y nadie sabía nada de él…, hasta que apareció de nuevo.

—¿Cuándo fue eso?

—Pues lo recuerdo muy bien. Fue el 2 de agosto de 1977. Yo acababa de empezar en mi primer trabajo como enfermera en el hospital Sabbatsberg. Y, un buen día, se presentó allí, a la entrada del hospital, con un ramo de flores en la mano y una amplia sonrisa en el rostro. Durante aquellos cuatro años, yo había vivido una relación que había terminado en fracaso y, al verlo, la verdad, me alegré. En realidad, me encontraba en un periodo en el que me sentía sola y desorientada, para colmo de males, mi madre había fallecido no hacía mucho.

—Es decir, que empezasteis a salir de nuevo.

—Él propuso que nos casásemos tan sólo unos días después.

—Pero algo te contaría acerca de lo que había estado haciendo durante aquellos cuatro años, ¿no?

—Pues no. Decía que él no me haría preguntas sobre mi vida si yo no las hacía sobre la suya. Es decir, como si aquellos cuatro años no hubiesen existido.

Wallander la miró inquisitivo.

—¿Notaste algún cambio en su persona?

—Nada, aparte de su bronceado.

—¿Cómo? ¿Estaba moreno?

—Así es. Pero, por lo demás, era el mismo. Finalmente, me enteré de dónde había estado durante aquellos años por casualidad.

En aquel punto del relato, sonó el teléfono de Wallander, que dudó un instante antes de contestar hasta que, al final, sacó el aparato del bolsillo y atendió la llamada para oír la voz de Hanson.

—Martinson me dejó anoche el encargo de buscar el número de matrícula. Los ordenadores están raros, pero registré una entrada de la matrícula en el fichero de robos.

—¿Qué es lo que se robó, el vehículo o la matrícula?

—La matrícula. Pertenecía a un Volvo que estaba estacionado en las inmediaciones de la plaza de Nobeltorget, en Malmö, La semana pasada.

—Bien, en ese caso, ya sabemos algo —constató Wallander—. Así que Elofsson y El Sayed tenían razón: aquel coche se paseaba por allí para controlar la situación.

—La verdad, no sé muy bien qué más he de hacer con este asunto.

—Ponte en contacto con los colegas de Malmö. Quiero que den la alarma de búsqueda de ese vehículo a escala regional.

—¿De qué es sospechoso el conductor?

Wallander reflexionó un instante.

—Bueno, en parte, de estar relacionado con el asesinato de Sonja Hökberg. Y, además, quizá sepa algo del disparo de que fui víctima.

—¿Crees que fue él quien disparó?

—No necesariamente, pero pudo ser testigo —repuso Wallander evasivo.

—¿Dónde estás?

—En casa de Marianne Falk. Luego te llamo.

La mujer sirvió unos cafés de una hermosa cafetera blanca con decoraciones en azul y al inspector le vino a la memoria otra, similar a aquélla, que había en su casa cuando él era niño.

—Bien, sigamos con lo que estabas contándome —la invitó él cuando ella se hubo sentado de nuevo.

—Sí, sucedió aproximadamente un mes después de que Tynnes reapareciese. Se había comprado un coche en el que solía venir a recogerme y uno de los médicos de la planta donde yo trabajaba lo vio saludarme en una ocasión. Al día siguiente, me preguntó si no se había confundido y si el hombre al que había visto era Tynnes Falk. Cuando le dije que así era, me aseguró que lo había conocido el año anterior. Pero no en un lugar cualquiera, sino en África.

—¿Dónde, exactamente?

—En Angola. El médico había trabajado allí como voluntario, inmediatamente después de la independencia de Portugal. Una noche, bastante tarde, cuando se hallaba en un restaurante, se topó con otro sueco. Estaban sentados en mesas separadas, pero me contó que, cuando Tynnes se disponía a pagar, sacó su pasaporte sueco, en el que tenía guardado el dinero. El médico se dirigió a él y Tynnes lo saludó y se presentó, pero no le reveló mucho más. El voluntario aún lo recordaba, tanto más cuanto que le había resultado de lo más extraño el que Tynnes se mostrase tan reservado, como si en realidad le hubiese molestado que lo identificasen como ciudadano sueco.

—Ya, y entonces tú le preguntarías qué había estado haciendo allí, ¿no?

—Bueno, verás, lo pensé muchas veces. Me decía que debería averiguar a qué se había dedicado y por qué se había ido allí, precisamente. Pero, puesto que nos habíamos prometido no indagar sobre aquellos cuatro años, intenté recabar la información por otras vías.

—Ya, ¿qué vías?

—Pues llamé a varias organizaciones que destinaban a sus colaboradores a África, pero no obtuve ningún resultado hasta que no hablé con un representante de SIDA[16]. Y, ciertamente, Tynnes había estado en Angola durante dos meses, para prestar su colaboración en la instalación de una serie de torres de emisión radiofónica.

—Ya, pero estuvo desaparecido cuatro años —precisó Wallander—. Y eso no explica más que la ausencia de dos meses.

La mujer permaneció un rato en completo silencio, sumida en una reflexión que Wallander no deseaba estorbar.

—Nos casamos y tuvimos dos hijos. Pero, aparte del trabajo en África, no tengo ni idea de lo que hizo durante aquellos años. Y jamás le pregunté. De hecho, hasta ahora, después de su muerte y mucho tiempo después de nuestra separación, no lo he sabido.

Marianne Falk se levantó y salió de la habitación para regresar al momento con un paquete que, envuelto en un plástico rasgado, dejó sobre la mesa ante Wallander.

—Cuando Tynnes murió, bajé al sótano, pues sabía que guardaba allí una caja de acero que estaba cerrada con llave. Forcé la cerradura y, salvo un montón de polvo, no hallé más que este paquete.

Dicho esto, le hizo señas al inspector de que lo abriese. Wallander apartó el plástico dejando al descubierto un álbum de fotos de piel marrón. Manuscrita con rotulador aparecía en la portada la siguiente leyenda: «Angola 1973-1977».

—Estuve mirando las fotos —comentó ella—. En realidad, no sé qué pensar, pero creo que es fácil deducir que la estancia de Tynnes en Angola no se redujo a aquellos dos meses en los que trabajó como asesor para SIDA. Al parecer, estuvo prácticamente cuatro años.

Wallander no había abierto el álbum todavía cuando, de repente, se le ocurrió una idea.

—Disculpa mi ignorancia, pero ni siquiera sé cuál es la capital de Angola…

—Luanda.

Wallander asintió y extrajo la postal que había hallado bajo el teclado de Falk y que aún guardaba en el bolsillo. En efecto, había detectado en ella dos consonantes, la ele y la de.

«De modo que la postal fue enviada desde Luanda», resolvió. «Pero ¿qué sucedió allí?».

»¿Y quién es el hombre o la mujer cuyo nombre comienza por la letra ce?».

El inspector se limpió las manos con una servilleta.

Después, se inclinó sobre el álbum y lo abrió, dispuesto a ver su contenido.