32
Martinson recibió a Wallander con una de sus más amplias sonrisas.
—He estado llamándote. Aquí pasan cosas… —reveló el colega.
Presa de una gran tensión, Wallander había abierto la puerta del despacho en el que Martinson y Modin se afanaban visiblemente excitados sobre el ordenador de Falk. Lo que Wallander deseaba, en el fondo, era propinar a Martinson un buen puñetazo en la mandíbula antes de acusarlo abiertamente por su actitud falsa e intrigante. Pero Martinson le sonrió y orientó enseguida el interés de la conversación hacia las novedades que tenía que participarle, lo cual fue, según Wallander comprobó, un alivio para él mismo. En efecto, aquello le dio un respiro. Ya llegaría el momento adecuado para aclarar las cosas cuando, a solas él y Martinson, se viesen enfrentados al acuerdo que tarde o temprano, deberían alcanzar. Por otro lado, el inspector atisbó un rayo de esperanza, de posible declaración de inocencia del compañero, al ver su franca sonrisa. Así pues, cabía la posibilidad, pese a todo, de que Ann-Britt hubiese malinterpretado la situación. Martinson podía haber tenido razones del todo legítimas para entrar en el despacho de Lisa Holgersson y el modo algo torpe de expresarse que a veces tenía el colega podía inducir a desagradables malentendidos.
Pero, en su fuero interno, el inspector sabía que todo aquello era falso. Ann-Britt no había exagerado lo más mínimo y le había dicho la verdad en un tono de sincera indignación que no dejaba lugar a dudas.
Al mismo tiempo, Wallander intuía que aquel respiro que la actitud de Martinson le brindaba no era sino la salida de emergencia que él necesitaba en aquel momento y que el enfrentamiento se presentaría como ineludible el día en que ya no se viesen en la necesidad de posponerlo más o, simplemente, cuando ya no pudiesen aguantar por más tiempo.
Wallander se acercó hasta la mesa y saludó a Robert Modin.
—¿Qué es lo que ha pasado exactamente? —quiso saber el inspector.
—Robert está anulando las trincheras electrónicas —declaró Martinson ufano—. Lo que nos permite penetrar cada vez con mayor profundidad en el sorprendente y fascinante mundo de Falk.
Martinson le ofreció a Wallander la silla plegable, pero el inspector aseguró que prefería estar de pie. El colega empezó a hojear sus anotaciones mientras Robert Modin bebía un líquido que parecía zumo de zanahoria y que llevaba en una botella de plástico.
—Hemos logrado identificar cuatro instituciones más de las que figuran en la red de Falk. La primera es el Banco Nacional de Indonesia. Cuando Robert intenta verificar la identidad, se le deniega el acceso pero, aun así, nosotros sabemos que es el Banco Nacional de Yakarta. Eso sí, no me pidas que te explique por qué estamos tan seguros. Robert es un mago a la hora de hallar vías alternativas.
Martinson siguió hojeando.
—Después tenemos un banco de Liechtenstein, el Lyders Privatbank. A partir de ahí se complican las cosas. Si no vamos muy descaminados, las otras dos identidades codificadas que hemos logrado descifrar son una compañía francesa de telefonía y una empresa de comercialización de satélites de Atlanta.
Wallander frunció el entrecejo.
—Ya, pero ¿qué significa eso?
—Verás, la sospecha inicial de que el trasfondo es el dinero se sostiene, por más que resulte difícil explicar qué pintan aquí la telefonía francesa y los satélites de Atlanta.
—Nada aquí es casual —terció de pronto Robert Modin.
Wallander le dirigió una mirada inquisitiva.
—¿Podrías explicármelo de un modo medianamente inteligible?
—Todo el mundo ordena sus estanterías, sus archivadores o sus papeles en general de un modo particular. También en un ordenador se organizan según un modelo que puede identificarse. Este hombre ordenó el contenido de su aparato con un celo extremo. Todo limpio y bien dispuesto, nada de archivos superfluos ni de secuencias tradicionales por orden alfabético o numérico.
Wallander lo interrumpió.
—Eso tendrás que aclarármelo con más detalle.
—Bueno, la forma más usual de clasificar las cosas es el orden alfabético o el orden numérico. A antes que be, be antes que ce… O bien, el uno antes del dos, el cinco antes del siete… Pero aquí no hay simplezas de ese tipo.
—Y entonces, ¿qué es lo que hay?
—Pues otra cosa. Algo que me hace pensar que los órdenes alfabético y numérico carecen de significado.
Wallander empezaba a intuir a qué se refería Modin.
—Es decir, que aquí tenemos otro modelo de ordenación, ¿no es eso?
Modin asintió al tiempo que señalaba la pantalla. Los dos agentes se inclinaron sobre el aparato.
—Hay dos componentes que aparecen de forma constante —prosiguió Modin—. El primero que detecté fue el número veinte. He hecho pruebas añadiendo un par de ceros o cambiando el orden de los valores indicados para ver qué pasaba. Y la reacción es muy interesante.
Dicho esto, señaló en la pantalla el dos y el cero.
—Y ahora, mirad bien.
Modin tecleó, seleccionó la cifra y ésta desapareció.
—Se comportan como astutos animales que corretean y, de pronto, se esconden. Como si alguien los enfocase con una potente luz. Entonces se precipitan hacia la oscuridad. Pero si los dejo y no hay nada más, aparecen de nuevo en el mismo lugar.
—¿Cómo interpretas tú ese comportamiento?
—Eso quiere decir que son importantes, aunque no sé por qué. Pero hay otro componente que presenta un comportamiento similar.
Modin volvió a señalar la pantalla, pero, en esta ocasión, se trataba de una combinación de consonantes: «JK».
—El resultado con ellas es el mismo —explicó—. Si pretendes marcarlas, se ocultan.
—Sí, y aparecen constantemente; cada vez que logramos identificar una institución, allí están. Pero Robert ha descubierto algo más interesante todavía.
Wallander mantuvo las gafas a cierta distancia, mientras las limpiaba.
—Si intento tocarlas con el puntero, se ocultan, ¿lo ves? —indicó Modin—. Pero si las dejo, se mueven.
El joven señaló de nuevo.
—El primer código que desciframos figuraba el primero en el orden establecido por Falk. Y entonces estos animales nocturnos estaban en la primera columna.
—¿Qué animales nocturnos?
—Hemos llamado así a esas combinaciones de cifras y consonantes —aclaró Martinson—. Pensamos que les iba bien.
—Venga, sigue.
—La segunda identidad que logramos desvelar aparece en segundo lugar, en la segunda columna. Y entonces los códigos se movieron hacia la derecha y hacia abajo. Si seguimos con la lista, verás que sus movimientos son muy regulares. Parece que sepan adonde tienen que ir. Y se dirigen hacia la esquina inferior derecha.
Wallander estiró la espalda.
—Ya, pero esto no nos dice nada de lo que queremos saber, en realidad.
—Bueno, aún no hemos terminado —le advirtió Martinson—. Ahora es cuando empieza lo interesante, quizás incluso espeluznante.
—Así es. Encontré un esquema temporal —continuó Modin—. Estos «animalitos» han estado en movimiento desde ayer. Lo que significa que aquí dentro hay instalado un reloj invisible que avanza sin cesar. Me entretuve en hacer un cálculo: si partimos del hecho de que la esquina izquierda representa el cero y de que hay setenta y cuatro identidades en esta red, y de que el número veinte representa una fecha, por ejemplo, el 20 de octubre, entonces ocurre lo siguiente…
El joven comenzó a teclear y un nuevo texto apareció en la pantalla. Wallander leyó el nombre de la empresa de satélites con sede en Atlanta. Modin señaló los dos componentes.
—Este nombre ocupa el cuarto lugar si contamos desde el final —afirmó—. Y, si no me equivoco, hoy estamos a 17 de octubre.
Wallander asintió despacio.
—¿Quieres decir que el desenlace se producirá este lunes? O sea, que estos bichos habrán alcanzado entonces la meta de su carrera, constituida por un punto llamado «Veinte».
—Bueno, es una posibilidad.
—Ya, pero ¿y el otro componente, las consonantes «JK»?
Ninguno de los dos supo qué contestar, de modo que Wallander prosiguió.
—A ver, el lunes 20 de octubre, ¿qué sucederá entonces?
—No lo sé —confesó Modin sin ambages—. Pero está claro que está desarrollándose un proceso, una especie de cuenta atrás.
—¿Y si desenchufamos el cable, sin más? —sugirió el inspector.
—Bueno, estamos ante una terminal, de modo que eso no serviría de nada —objetó Martinson—. Tampoco tenemos acceso a toda la red, con lo que ignoramos si son varios los servidores que nos proporcionan la información o si es sólo uno.
—A ver, figurémonos que alguien pretende hacer estallar algún tipo de bomba —propuso Wallander—. ¿Desde dónde se controlaría, si no desde aquí?
—Desde otro lugar. Ni siquiera tiene por qué tratarse de una estación de control.
Wallander reflexionó un instante.
—Bien, eso significa que empezamos a comprender algo, por más que no tengamos ni idea de qué es lo que empezamos a comprender.
Martinson asintió.
—En resumen, tenemos que averiguar en qué coinciden estos bancos y compañías telefónicas…, e intentar identificar un denominador común a todos ellos.
—Bueno, en realidad no tiene por qué tratarse del 20 de octubre —advirtió Modin—. Eso no era más que una propuesta de interpretación.
De repente, a Wallander le sobrevino la sensación de que iban por un camino totalmente equivocado.
En efecto, aquella creencia de que la clave se ocultaba en el ordenador de Falk, ¿no sería errónea? De hecho, ahora sabían que Sonja Hökberg había sido violada y el homicidio de Lundberg bien podía ser una venganza desesperada e indirecta. Asimismo, Tynnes Falk podría haber fallecido por causas naturales. Y quién sabía si todos los demás sucesos, incluida la muerte de Landahl, no responderían a causas que, si bien ahora se les ocultaban, podrían más tarde revelarse como perfectamente lógicas.
Wallander se sentía inseguro, presa de una duda sin paliativos.
—Bien, yo creo que hemos de revisarlo todo de nuevo, de principio a fin —resolvió.
Martinson lo observó perplejo.
—¿Quieres que paremos?
—En mi opinión, deberíamos volver a analizarlo todo desde la base. Por otro lado, se han producido algunos acontecimientos de los que aún no estás al corriente.
Ambos agentes salieron al rellano de la escalera, donde Wallander le expuso una síntesis de las conclusiones a las que habían llegado a propósito de Carl-Einar Lundberg. El inspector notó la falta de seguridad que ahora experimentaba en compañía de Martinson, pero se esforzó por ocultarla en la medida de lo posible.
—En otras palabras, que será mejor que dejemos a Sonja Hökberg a un lado, por el momento —concluyó Wallander—. Me inclino a creer que la causa de su muerte fue que alguien temía que ella supiese algo de otra persona.
—Y entonces, ¿cómo explicas la muerte de Landahl?
—Bueno, habían sido novios, de modo que cabe la posibilidad de que él supiese lo que se suponía que Sonja sabía. Y todo ello guarda relación, de un modo u otro, con la persona de Falk.
El inspector le contó lo acontecido en la casa de Siv Eriksson.
—Todo ello puede encajar con el resto de las piezas —observó Martinson.
—Ya, pero eso no explica lo del relé. Ni tampoco que el cuerpo de Falk fuese trasladado del depósito. Ni que Hökberg y Landahl hayan aparecido muertos en una estación de transformadores y en la sentina de un transbordador, respectivamente. Hay un rasgo de desesperación en todo esto, no exenta de frialdad y premeditación. Un plan tan detallado como despiadado. ¿Qué clase de personas son capaces de actuar de este modo?
Martinson sopesó la respuesta.
—Los fanáticos —declaró—. Gente convencida que pierde el control sobre sus convicciones. Los sectarios presentan ese tipo de comportamiento.
Wallander señaló hacia el interior del despacho de Falk.
—Pues ahí dentro hay un altar en el que un hombre se adoraba a sí mismo. Y, además, ya comentamos que había algo de ritual en la muerte de Sonja Hökberg.
—Verás, a mi entender, todo esto nos conduce de nuevo a la información contenida en ese ordenador —apuntó Martinson—. Se está desarrollando un proceso, al cabo del cual algo ocurrirá.
—Robert Modin ha realizado un trabajo excelente —admitió Wallander—. Pero creo que ha llegado el momento de acudir a los expertos de la brigada de Estocolmo. No podemos arriesgarnos a que este lunes suceda algo que alguno de los informáticos de la capital hubiese podido analizar y prever.
—¿Dejaremos a Robert fuera de todo esto?
—Creo que será lo mejor. Quiero que te pongas en contacto con Estocolmo de inmediato. Lo mejor sería que enviasen a alguien hoy mismo.
—¡Pero si es viernes!
—Eso no importa. Lo único que debe preocuparnos es que el próximo lunes será día 20.
Regresaron al despacho, donde el inspector prodigó sus alabanzas al brillante trabajo de Modin antes de explicarle que ya no lo necesitaban. Wallander se percató de que el joven quedaba algo decepcionado, aunque no elevó la menor protesta, sino que empezó a cerrar los programas enseguida.
Tanto Wallander como Martinson volvieron la espalda mientras, en un susurro, discutían el modo de recompensar a Modin por su colaboración. Wallander prometió que él mismo se encargaría de ello.
Y ninguno de los dos advirtió que, mientras ellos hablaban, Modin se apresuraba a copiar todo el material disponible en su propio ordenador.
Ya en la calle, se despidieron bajo la lluvia. Martinson llevaría a Modin a Löderup.
Wallander le estrechó la mano y le dio las gracias.
Después puso rumbo a la comisaría. Las ideas acudían pertinaces a su cabeza. Aquella misma noche, Elvira Lindfeldt iría a visitarlo desde Malmö. Y aquella circunstancia le infundía tanto entusiasmo como inquietud. Pero, antes de su llegada, él tenía que haber revisado de nuevo todo el material de la investigación, pues estaba persuadido de que la violación había modificado las premisas de análisis de forma radical.
Al ver entrar a Wallander en la recepción, un hombre que aguardaba sentado en un sofá se puso en pie de inmediato, se dirigió hacia él y se presentó como Rolf Stenius. A Wallander le resultaba familiar el nombre, pero no cayó en quién era hasta que el hombre mencionó que había sido el contable de Tynnes Falk.
—Ya sé que tendría que haber llamado antes de presentarme aquí —se excusó Stenius—. Pero tenía que venir a Ystad de todos modos para acudir a una reunión que luego han suspendido y…
—Por desgracia, no es el mejor momento, pero puedo dedicarle unos minutos —accedió Wallander.
El inspector lo condujo a su despacho. Rolf Stenius era un hombre de constitución delgada, cabello escaso y aproximadamente de su misma edad. En alguna nota suelta de las que inundaban su mesa Wallander había visto apuntado que Hanson se había puesto en contacto con él. El hombre sacó del maletín una funda de plástico llena de papeles.
—Ni que decir tiene que yo ya estaba al corriente de la muerte de Falk cuando la policía se puso en contacto conmigo.
—¿Quién te lo comunicó?
—Su exmujer.
Wallander le hizo un gesto animándolo a que continuase.
—He elaborado un resumen de la contabilidad de los dos últimos años, en el que he incluido algunos otros datos que pueden resultar de interés.
Wallander tomó la carpeta sin mirarla.
—¿Puede decirme si Falk era un hombre rico? —inquirió.
—Bueno, eso depende de lo que uno considere que es una gran cantidad de dinero. Por lo que yo sé, Falk poseía bienes por valor de unos diez millones.
—En tal caso, y en mi opinión, puede decirse que era un hombre rico. ¿Tenía deudas?
—Alguna que otra, pero insignificantes. Además, tampoco tenía demasiados gastos.
—Y sus ingresos procedían de los diversos trabajos que realizaba como asesor, ¿no es así?
—Ahí tiene la lista —informó el contable al tiempo que señalaba la carpeta.
—¿Tenía clientes especialmente generosos a la hora de pagar?
—Bueno, recibía algunos pedidos de Estados Unidos y, aunque allí pagaban bastante bien, tampoco eran sumas demasiado llamativas.
—¿Qué clase de trabajos le pedían?
—De asesoría para una cadena nacional de agencias publicitarias, Mosesons and Sons. Al parecer, mejoró algunos de los programas gráficos que utilizaban.
—¿Alguno más?
—Un importador de whisky llamado DuPont. Si no recuerdo mal, en este caso se trataba de la elaboración de un complejo programa de mantenimiento de almacén.
Wallander reflexionó un instante, aunque le costaba concentrarse.
—¿Se ralentizó el incremento de su capital en los últimos años?
—No, más bien todo lo contrario. Siempre invertía su dinero de forma muy sensata y no solía poner todos los huevos en la misma cesta. Tenía títulos en fondos suecos, en todo el norte de Europa y en Estados Unidos. Una reserva monetaria de cierta importancia, en verdad. Le gustaba tener liquidez. También tenía acciones, sobre todo en Ericsson.
—¿Quién le aconsejaba dónde invertir?
—Él mismo.
—¿Sabes si tenía alguna propiedad en Angola?
—¿Perdón?
—Si disponía de algunos bienes inmuebles en Angola —repitió Wallander.
—No, que yo sepa.
—¿Y es posible que lo tuviese sin que tú lo supieras?
—Por supuesto que sí. Pero no lo creo.
—¿Y por qué no?
—Tynnes Falk era un hombre muy honrado. Era de los que opinaban que pagar los impuestos constituye un deber cívico ineludible. De hecho, yo le propuse en una ocasión que se registrase como residente en algún país extranjero, dada la elevada presión fiscal de nuestro país. Pero él rechazó siempre la idea con disgusto.
—¿Cómo reaccionó entonces?
—Se enojó y me amenazó con cambiar de contable si volvía a sugerir nada semejante.
Wallander no podía más con aquel asunto.
—Leeré los documentos en cuanto pueda —anunció concluyente.
—Una pérdida lamentable la de Falk —opinó Stenius al tiempo que cerraba el maletín—. Era un hombre agradable. Algo reservado, quizás, pero agradable.
Wallander lo acompañó hasta la salida.
—Por cierto, una sociedad de accionistas ha de contar con un consejo de administración, ¿no? ¿Quién lo formaba?
—Él, por supuesto, además del jefe de mi gestoría y mi secretaria.
—¿Y no celebraban reuniones periódicas?
—Lo cierto es que yo solía arreglar lo más urgente por teléfono.
—O sea, que no tenían por qué verse, ¿no es así?
—No, por lo general, bastaba con el imprescindible intercambio de documentos y firmas.
Stenius abandonó la comisaría y, ya en la calle, abrió el paraguas. Mientras regresaba a su despacho, Wallander cayó en la cuenta de que ignoraba si alguien habría tenido tiempo de hablar con los hijos de Falk. «Las horas del día no nos alcanzan ni para lo más importante», lamentó para sí. «A pesar de que nos matamos a trabajar, se nos acumulan las tareas. La sociedad de derechos sueca está transformándose en un lúgubre almacén abarrotado de casos sin resolver».
A las tres y media de aquella tarde, Wallander tenía ya reunido al grupo de investigación. Nyberg había anunciado que no podría acudir y, según Ann-Britt, su ausencia se debía a que había sufrido un mareo, lo que dio pie a que comenzasen la reunión con un debate sobre quién sería el primero en sucumbir al infarto de miocardio. Tras el funesto prolegómeno, revisaron de forma exhaustiva las consecuencias que para el curso de la investigación tendría el hecho de que Sonja Hökberg hubiese sido, según parecía, violada por Carl-Einar Lundberg. Viktorsson asistió a aquella puesta en común a instancias del propio Wallander, pero, si bien prestó atención a cuanto allí se dijo, el fiscal se abstuvo de intervenir o de hacer preguntas. Cuando Wallander propuso que Lundberg fuese llamado a interrogatorio tan pronto como fuese posible, Viktorsson se mostró de acuerdo. Asimismo, el inspector exhortó a Ann-Britt a que intensificase el trabajo de investigación sobre la circunstancia de la posible intervención del padre de Lundberg en lo ocurrido.
—¿Cómo? ¿También el padre acosó a la muchacha? —inquirió Hanson lleno de asombro—. ¿Qué clase de familia es ésa?
—No, es sólo que tenemos que averiguar todos los detalles —lo tranquilizó Wallander—. No podemos permitir la menor laguna.
—Una venganza ejemplar —sentenció Martinson—. La verdad, no puedo evitarlo: a mí me cuesta digerir que esa hipótesis sea aceptable.
—Ya, pero aquí no estamos hablando de lo que tú puedes digerir —barbotó Wallander—. Se trata más bien de lo que puede haber ocurrido.
Wallander se dio cuenta enseguida de la aspereza de su tono que, por otra parte, también habían advertido los demás compañeros, de modo que se apresuró a romper el silencio y siguió hablando con Martinson, si bien con un toque más amable.
—¿Qué pasa con los expertos informáticos de la brigada de Estocolmo?
—Pues la idea de tener que enviar a alguien mañana mismo no los llenó de entusiasmo precisamente, pero uno de sus expertos llegará en el avión de las nueve.
—¿Cómo se llama?
—Lo creáis o no se llama Hans Alfredsson[21].
Al oír el nombre, un revuelo de risas ahogadas invadió la sala.
Martinson prometió que iría a recoger a Alfredsson al aeropuerto de Sturup y lo pondría en antecedentes de lo sucedido hasta entonces.
—¿Crees que podrás abrir todos esos ficheros en el ordenador?
—Sí, sin problemas. No dejé de tomar notas mientras Modin trabajaba.
La reunión continuó hasta las seis y, pese a que todo parecía aún poco claro, paradójico y en el aire, Wallander experimentó la sensación de que el grupo mantenía los ánimos. El inspector sabía lo importante que había sido el descubrimiento de aquel suceso que había marcado el pasado de Sonja Hökberg, pues les había proporcionado la vía de avance que tanto necesitaban. Y, en el fondo, todos habían puesto sus esperanzas en que la intervención del experto de Estocolmo produjese el mismo efecto.
Concluyeron la reunión abordando el tema de la muerte de Jonas Landahl. La desagradable misión de comunicar el fallecimiento a los padres del muchacho, que, efectivamente, se encontraban en Córcega, había recaído sobre Hanson. El matrimonio iba ya camino de Suecia. Nyberg le había dejado a Ann-Britt una cuartilla en la que, de forma concisa, comunicaba que estaba seguro de que Sonja Hökberg había viajado en el coche de Landahl y que había sido éste el vehículo cuyas huellas habían hallado en las inmediaciones de la estación de transformadores. Además, habían podido constatar que el joven Landahl jamás había tenido ningún asunto pendiente con la policía. No obstante, tampoco excluían la posibilidad, apuntada y respaldada por Wallander, de que hubiese estado involucrado en los hechos que condujeron a que Falk fuese detenido por dejar escapar los visones de la granja de Sölvesborg.
Pese a todo, se sentían como si estuviesen ante una sima cuyo abismo sólo pudiese salvarse por un puente ya derribado. En efecto, la distancia entre liberar unos visones de granja y el asesinato, propio o ajeno, era enorme. Wallander insistió varias veces a lo largo de la tarde en su visión de los acontecimientos. Había en todo aquello un sello de control y brutalidad. Tampoco podían, en su opinión, abandonar la idea del sacrificio. Hacia el final de la reunión, Ann-Britt formuló la pregunta de si no deberían pedir ayuda a Estocolmo para obtener información acerca de los diversos grupos ecologistas. Martinson, cuya hija Terese era vegetariana y, además, miembro de la asociación ecologista Fältbiologerna, aseguraba que era absurdo sospechar que activistas de aquel tipo de agrupaciones estuviesen detrás de tan despiadados asesinatos. Entonces, y por segunda vez en el transcurso de la tarde, Wallander le respondió en tono agrio aduciendo que no podían excluir ninguna hipótesis; que, mientras no tuviesen bien delimitado el núcleo y el móvil, habían de seguir todas las pistas de forma simultánea, sin desdeñar ninguna.
Llegados a aquel punto, los ánimos se apagaron. Wallander dio una sonora palmada sobre la mesa, claro indicio de que daba por finalizada la reunión, no sin antes advertirles que volverían a verse el sábado. El inspector tenía prisa por marcharse, pues quería limpiar el apartamento antes de que llegase Elvira Lindfeldt. Sin embargo, se detuvo un momento en su despacho para llamar a casa de Nyberg. El técnico tardó tanto en contestar, que Wallander había empezado ya a preocuparse. Pero, por fin, el iracundo compañero tomó el auricular, gruñón como de costumbre, y Wallander se tranquilizó. Nyberg le aseguró que se encontraba mejor, que los mareos habían desaparecido y que volvería al trabajo al día siguiente…, en posesión de todas sus coléricas facultades.
Justo cuando había terminado de adecentar tanto su apartamento como su persona, sonó el teléfono, que le trajo la voz de Elvira Lindfeldt. La mujer le anunció que iba en el coche camino de Ystad y que acababa de dejar atrás la salida de Sturup. Wallander había reservado una mesa en uno de los restaurantes de la ciudad situado en la plaza de Stora Torget, adonde le explicó cómo llegar. Colgó el auricular con tal torpeza y nerviosismo que el aparato se estrelló contra el suelo antes de, entre maldiciones, volver a colocarlo en su lugar. Recordó entonces que Linda y él habían acordado que ella lo llamaría a lo largo de la tarde. Después de mucho dudar, grabó en el contestador un mensaje en el que dejaba el número del restaurante. Existía el riesgo de que lo llamase algún periodista, pero, en aquellos momentos, se le antojaba bastante improbable, ya que la prensa vespertina parecía haber perdido interés en la historia de la bofetada.
Salió del apartamento y, puesto que había dejado de llover y el viento había amainado, decidió que dejaría el coche. Se encaminó así al centro invadido, eso sí, de una vaga decepción. En efecto, el hecho de que ella hubiese optado por hacer el viaje en coche apuntaba a que la mujer estaba decidida a regresar a Malmö después de la cena. Él no albergaba la menor duda acerca de las esperanzas que, en el fondo, había abrigado en relación con aquel encuentro. No obstante, se trataba de una decepción de orden menor pues, después de todo y para variar, se disponía a compartir una cena con una mujer.
Se detuvo ante la librería con la intención de esperarla cuando, transcurridos cinco minutos, la vio aparecer a pie desde la calle de Hamngatan. Sintió al punto la misma turbación del día anterior, el mismo desamparo ante la actitud directa y abierta de ella. Mientras subían la calle de Norregatan en dirección al restaurante y de forma totalmente inesperada, ella le pasó el brazo bajo el suyo. Justo a la altura del edificio en el que vivía Svedberg. Wallander se detuvo un momento y le refirió lo ocurrido, en tanto que ella lo escuchaba atenta.
—¿Qué piensas ahora, cuando lo recuerdas? —inquirió ella cuando él hubo terminado su relato.
—No sé, es como un sueño, como algo de cuya realidad no puedo estar seguro.
Era un restaurante pequeño que no llevaba abierto más de un año. Era la primera vez que Wallander acudía allí, pero Linda se lo había recomendado en alguna ocasión. Entraron en el reducido local y, para sorpresa de Wallander, que lo esperaba más concurrido, no eran muchos los comensales que se agrupaban en torno a alguna que otra mesa.
—Ystad no es la típica ciudad en la que la gente sale por las noches —explicó a modo de excusa—. Pero este restaurante tiene buena fama.
Una camarera a la que Wallander reconoció del Hotel Continental los acompañó hasta la mesa.
—Has venido en coche, ¿no es así? —preguntó Wallander con la carta de vinos en la mano.
—Así es. Vine en coche y me marcharé esta misma noche.
—Bien, en ese caso, esta vez me toca a mí beber vino —comentó Wallander.
—¿Qué dice la policía sobre los límites de alcoholemia?
—Pues que lo mejor es no beber nada en absoluto cuando uno tiene que conducir, pero que por una copa no pasa nada. Siempre que sea con la comida, claro. Pero, si quieres, podemos ir a la comisaría y soplas el globito.
La cena fue exquisita. Wallander tomó vino fingiendo que le parecía demasiado cada vez que pedía otra copa. La conversación versó principalmente sobre su trabajo y, por una vez en la vida, disfrutó haciéndolo. Así, le contó el modo en que comenzó, como simple policía, a patrullar las calles de Malmö; cómo casi lo matan a puñaladas en una ocasión y cómo aquello se había convertido en una especie de sortilegio siempre presente en su vida. Ella le preguntó sobre el caso que tenía entre manos en aquel momento, lo que terminó de convencerlo de que la mujer no había visto la lamentable fotografía en los periódicos. Él le habló acerca de la extraña muerte que tuvo lugar en la estación de transformadores, del hombre que apareció cadáver junto a un cajero automático y del joven fallecido bajo los ejes de la hélice de uno de los transbordadores de Polonia.
Acababan de pedir el café cuando se abrió la puerta del restaurante y Robert Modin entró en el local.
Wallander lo reconoció enseguida. El joven miró a su alrededor y, al ver que Wallander no estaba solo, se mostró vacilante. Sin embargo, el inspector le hizo un gesto para que se acercase y le presentó a Elvira. A Wallander no le pasó inadvertido el nerviosismo de Modin y se preguntaba qué habría sucedido.
—Creo que he encontrado algo —anunció el joven.
—Si queréis hablar a solas, puedo sentarme en otro sitio —se ofreció Elvira.
—No, no es necesario.
—Le pedí a mi padre que me trajese de Löderup —explicó Modin—. Escuché el mensaje del contestador y comprobé que el número correspondía a este restaurante.
—Ya, bueno, ¿no decías que habías descubierto algo?
—Verás, resulta difícil de explicar sin el ordenador, pero creo que ya sé cómo evitar los códigos que aún no hemos podido descifrar.
Era evidente que el joven estaba convencido de lo que decía.
—Bien, llama a Martinson mañana —le recomendó—. Yo también hablaré con él.
—Estoy seguro de que tengo razón.
—Bien, pero no tenías por qué haber venido hasta aquí. Podrías haberme dejado un mensaje en el contestador.
—Sí, quizá, pero es que me puse muy nervioso. Me ocurre a veces.
Modin se despidió de Elvira con gesto inseguro mientras Wallander pensaba que, en realidad, debería hablar con él un poco más. Pero sabía que no podrían hacer nada hasta el día siguiente. Además, en aquel preciso momento quería que lo dejaran en paz. Robert Modin se hizo cargo y desapareció por la puerta del local. La conversación no se había prolongado más de dos minutos.
—Un chico muy inteligente —declaró Wallander—. Robert Modin es un genio de la informática y está prestándonos su ayuda en ciertos aspectos de la investigación.
Elvira Lindfeldt sonrió.
—Pues parecía muy nervioso, pero seguro que es muy bueno.
Salieron del establecimiento hacia medianoche y dieron un reposado paseo hasta la plaza de Stortorget. Ella había dejado el coche aparcado en la calle de Hamngatan.
—Lo he pasado muy bien —confesó la mujer cuando, ya junto al coche, se separaron.
—Es decir, que aún no te has cansado de mí, ¿no es así?
—Pues no. ¿Y tú de mí?
Wallander deseaba retenerla, pero sabía que sería imposible. Acordaron que se llamarían durante el fin de semana.
Le dio un abrazo antes de que ella, ya al volante, partiese hacia Malmö. Wallander echó a andar camino de su apartamento. De repente se detuvo en mitad del trayecto. «¿Es posible?», se preguntó. «¿Puede ser que, pese a todo, alguien se haya cruzado en mi camino de este modo tan especial del que ya casi había desistido?».
Continuó, sin darse una respuesta, hasta llegar a la calle Mariagatan. Poco después de la una, ya lo había vencido el sueño.
***
Elvira Lindfeldt atravesaba la noche en dirección a Malmö. Poco antes de alcanzar Rydsgård, se detuvo en un aparcamiento y sacó su teléfono móvil.
El número marcado correspondía a un abonado de Luanda.
Tuvo que intentarlo tres veces, hasta que logró una mala conexión. Cuando Carter respondió, ella ya tenía preparado el mensaje.
—Fu Cheng tenía razón. La persona que está aniquilando el sistema se llama Robert Modin. Vive en un pueblo llamado Löderup a las afueras de Ystad.
Repitió la información dos veces, para estar totalmente segura de que el hombre que se encontraba en Luanda había recibido el mensaje.
Entonces, se cortó la comunicación.
Elvira Lindfeldt giró para salir a la carretera principal y prosiguió su viaje hacia Malmö.