8. Akira. Respiraciones superpuestas

8

AKIRA. RESPIRACIONES

SUPERPUESTAS

Akira tenía frío.

«¿Cómo puede hacer tanto frío?», pensó. La primavera estaba muy avanzada, los árboles lucían sus hojas nuevas y en el parque reinaba un sofocante ambiente de verano. «Desde que Lili y yo nos separamos definitivamente, siempre tengo frío».

Se oía un débil silbido. Alguien hervía agua en la cocina. La luz se filtraba sin piedad a través de las cortinas.

—Por eso estaban al veinticinco por ciento —refunfuñó Akira.

En ese preciso instante, el silbido se hizo más intenso. Akira vio una silueta humana entre el fregadero y el horno. La silueta, que no podía distinguir si pertenecía a un hombre o a una mujer, se movía en un borroso rincón de su campo de visión, de forma lenta y confusa.

—¿A qué te refieres con eso del veinticinco por ciento? —dijo la voz de la silueta desde la cocina, justo después de que el silbido enmudeciera.

Era un hombre.

—Al precio de las cortinas —explicó Akira en voz baja.

—¿Te hicieron un descuento del veinticinco por ciento? No me extraña que sean malas —rio el hombre de la cocina.

—En la etiqueta ponía que eran opacas, pero filtran la luz. Parece que les falta un veinticinco por ciento de calidad —rio Akira.

Akira se destapó de un manotazo y se incorporó. Notó un suave aroma a café.

—Al primer hervor, tal y como te enseñé. Muy bien —asintió—. ¿Hay para mí?

—Claro.

—¿Hoy también tienes el día libre, Satoru? —preguntó Akira.

—¿Tengo pinta de ir al trabajo? —le respondió Satoru, con la espalda un poco encorvada, mientras sujetaba el asa de la tetera con un trapo.

Llevaba un pantalón holgado y una camiseta de manga larga, y Akira vio una sudadera encima de la silla.

—¿Aún te quedan días de vacaciones?

—Algunos —repuso Satoru, inclinando la tetera desde arriba para servir el agua hirviendo. El aroma se hizo más intenso—. ¿Tú trabajas hoy?

—Después de comer.

—Esta noche llegaré tarde.

—¿Te espero para cenar?

—No, empieza sin mí.

«Empieza sin mí». Por un instante, la voz de Lili se sobrepuso a la de Satoru en la mente de Akira.

Akira salió de la cama e hizo algunos estiramientos rápidos.

—Qué flexible eres —observó Satoru, admirado.

—Y tú eres demasiado sedentario, hermano.

—Ultimamente estoy echando un poco de barriguita.

Satoru dejó encima de la mesa la taza de Akira, llena hasta el borde. Él se había servido el café en una taza de té. Akira sólo tenía una taza de café. Hacía mucho tiempo que había tirado a la basura la tacita blanca y estilizada que había comprado para Lili. Mucho tiempo. Un mes.

—Este café es bueno —comentó Satoru, rodeando la taza de té con ambas manos—. ¿Dónde lo compraste?

—No lo recuerdo —repuso Akira.

En realidad, sí lo recordaba. Era de Koyama, la cafetería de la entrada del parque. ¿Cómo olvidarlo? Lo había comprado para Lili.

Pero aquel café pronto se acabaría, y luego volvería a comprar el café barato del supermercado. No el mismo supermercado donde había hablado con Lili por primera vez, naturalmente, sino otro situado en el extremo opuesto del parque que siempre estaba medio vacío. Allí era poco probable que coincidiera con Lili, porque a veces tenían a la venta algún que otro producto caducado.

Cuando hubo terminado el café, Satoru lavó la taza con un chorro de agua y se puso la sudadera.

—¿Adonde vas a estas horas de la mañana? —le preguntó Akira, pero Satoru se limitó a reír sin responderle.

—Hasta luego —le dijo antes de irse.

—Hasta luego —le respondió Akira, con un poco de retraso.

Satoru cerró la puerta de golpe y Akira se quedó solo. El ambiente del piso, animado hasta entonces, se fue enfriando.

«Ya vuelvo a tener frío», pensó Akira. Estiró las piernas sobre la esterilla del suelo y empezó una rápida serie de abdominales que contaba en voz alta: «Uno, dos…».

Satoru llevaba tres días viviendo con él.

Se había presentado una noche a las once, sin previo aviso. Al oír el timbre estridente del interfono, Akira había descolgado el auricular, se lo había acercado a la oreja y había oído una especie de chasquido. «¿Quién es?», había preguntado en voz baja, al no oír a nadie. Había esperado respuesta procurando no pensar en Lili, pero nadie había hablado, así que había vuelto a preguntar: «¿Quién es?», consciente de la aspereza de su tono de voz. «Soy yo».

Cuando Satoru le había respondido al fin tras un breve silencio, Akira tenía las manos sudadas. Satoru estaba delante de la puerta, trajeado y con un pequeño maletín en la mano. Al verlo ahí plantado, Akira no había podido evitar compararlo con una planta exótica de gran tamaño que hubiera crecido espontáneamente en aquel lugar.

«Me he ido de casa», le había explicado Satoru mientras Akira le servía un café. Hasta entonces, su hermano había estado sentado en una de las pequeñas sillas de la mesa del comedor, sin decir palabra. «Cuando Lili se sentaba aquí, esta silla parecía grande y maciza», había pensado Akira por un segundo, pero justo después había vuelto a centrar toda su atención en el café. «¿Que te has ido de casa? —había repetido—. ¿Pero tú no vivías solo en un piso de alquiler?». «Sí», había afirmado Satoru, haciendo un mohín. «¡Estás enfurruñado! —Le había hecho notar Akira, y Satoru se había enfurruñado aún más—. Como cuando eras pequeño», había reído Akira.

De pequeños, cuando los hermanos se peleaban, Satoru hacía un mohín que le deformaba la cara por completo. La frente se le arrugaba y le lanzaba a Akira un grito amenazante. Hasta que cumplió los tres años, Akira tenía miedo cada vez que Satoru le hacía aquella mueca. «Sato, ¡no hagas muecas! ¿No ves que haces llorar a Aki?», lo regañaba su madre, pero Satoru la desafiaba haciendo más muecas.

Después del café, Satoru había colgado del dintel de la cocina un perchero con el pantalón y la americana de su traje azul marino. A continuación, se había quedado ensimismado viendo la tele en camiseta de manga corta, calzoncillos y calcetines. «¿Te ha pasado algo en el trabajo?», le había preguntado Akira. Satoru le había respondido negando con la cabeza, sin despegar la vista de la pantalla. «¿Tienes deudas, entonces?». «Soy demasiado cobarde para eso».

Cuando Akira había sacado el saco de dormir del fondo del armario empotrado, Satoru se había quejado de que estaba lleno de polvo. «Si no te gusta, puedes dormir en el suelo».

Él le había respondido con un nuevo mohín.

Al final, no le había contado el verdadero motivo por el que había abandonado su casa. Akira lo había dejado viendo la tele en camiseta, calzoncillos y calcetines y había salido a dar su habitual paseo nocturno en bicicleta. A la vuelta, había encontrado a Satoru dentro del saco de dormir, respirando profundamente.

Tenía la boca entreabierta. Había sacado una mano del interior del saco, como si quisiera destaparse, y luego había gimoteado en voz baja con los ojos cerrados.

Justo antes de tirar del cordón de la lámpara para apagar la luz, Akira había visto un objeto negro junto a la cara de Satoru, pero el piso se había quedado a oscuras antes de que pudiera averiguar de qué se trataba.

Memorizando su propia posición, Akira se había acercado poco a poco al borde de la cama, había desplegado sigilosamente el futón y se había acostado. La esterilla había crujido un poco, y Satoru había vuelto a gimotear.

El sueño pronto se había apoderado de Akira. De repente, justo antes de quedarse dormido, había identificado el objeto negro que había visto junto al rostro de su hermano. Eran unos calcetines. Los calcetines azul marino que Satoru debía de haberse quitado antes de meterse en el saco. Eran del mismo color que el traje que colgaba del dintel. No estaban arrugados ni amontonados de cualquier forma, sino extendidos, colocados uno encima del otro y doblados por la mitad.

«Qué ganas», había pensado Akira brevemente. Justo después, de repente, había evocado el olor de Lili, aquel olor singular que recordaba una flor blanca. «Qué ganas», había repetido para sí. La melancolía no pudo evitar que se sintiera nervioso y, al mismo tiempo, irritado.

Akira había chasqueado la lengua y se había subido el futón hasta el pecho.

Sonó un teléfono.

Era el móvil que le había asignado la empresa de mensajería donde trabajaba. El móvil personal de Akira no sonaba casi nunca. «Tienes muy pocos amigos, ¿no?», le había dicho Satoru la noche anterior. «No tengo ninguno —le había respondido él—. ¿Y tú?». Satoru se había sonrojado, como cuando era pequeño.

Desde que se había mudado al piso de Akira, Satoru no había ido a trabajar ni un solo día. «¿Seguro que tienes tantos días de vacaciones?», le preguntaba Akira, y Satoru le respondía que no había ningún problema. «¿No van a echarte?», insistía Akira. «No lo creo. Avisé con antelación».

Satoru respondía con precisión a las preguntas de Akira. Lo único que nunca le explicaba era por qué se había ido de casa.

—Ahora sí que estoy en casa —le dijo una voz a bocajarro.

—Es que… —titubeó Akira, pero su interlocutor no lo dejó hablar.

—Estaré en casa hasta dentro de una hora —prosiguió.

—Deme el nombre y la dirección —dijo Akira.

Su interlocutor lo mantuvo a la espera un instante.

—Suzuki —le comunicó al fin, abruptamente.

—¿Y la dirección?

—Barrio de Minami.

—¿Número de bloque?

—Tres.

—¿Número de casa?

—Dos.

Había muchos clientes huraños, pero no era habitual que fueran tan parcos en palabras. Aquella persona sonaba como si intentara sacar los restos de pasta de dientes de un tubo sin apretarlo ni hacer ningún tipo de esfuerzo.

Al ver que podía llegar fácilmente en menos de una hora a la dirección que le habían indicado, Akira aceptó el trabajo, que consistía en volver a llevar un paquete que no había podido entregar porque el destinatario estaba ausente, y colgó el teléfono. Algunas gotas de lluvia dispersas dejaban rastros diminutos en el parabrisas. Ni siquiera se podía decir que hubiera empezado a llover. Akira comprobó en el mapa que, si circulaba por calles secundarias, sólo tardaría unos minutos en llegar.

La dirección que le habían dado correspondía al bloque del fondo de un grupo de viejos edificios residenciales de dos plantas. «Cuando te toque hacer algún reparto en esa zona, procura no equivocarte de casa —le había advertido el compañero que hasta entones se había ocupado de la zona que acababan de asignarle—. Un día hice un reparto en la dirección equivocada. Al darme cuenta fui a disculparme enseguida, pero la persona a la que le había entregado el paquete por error fingió que no me había visto nunca».

Como no había timbre, Akira llamó directamente a la puerta y alguien acudió a abrir enseguida. Un par de ojos lo observaron a través de un resquicio de la puerta entreabierta.

—Servicio de mensajería —dijo Akira, evitando el contacto con aquellos ojos.

La puerta se abrió un poco más.

Al otro lado había una mujer. Akira estuvo a punto de dejar escapar un grito. La mujer que le había abierto la puerta, con el pelo revuelto como si acabara de levantarse, sin maquillaje y ataviada con un pijama y algo que parecía una sudadera, guardaba un gran parecido con Lili.

No por sus rasgos ni por su aspecto general. Su expresión era idéntica a la de Lili.

—¿Qué? —preguntó la mujer, mirándolo fijamente.

—Necesito su sello —le pidió Akira, mientras le entregaba un paquete ligero pero voluminoso.

—No tengo —respondió ella, con la misma frialdad que había mostrado por teléfono.

—Entonces me bastará con su firma.

Cuando la mujer se inclinó encima del formulario, dejó al descubierto su nuca blanca. «Su voz es distinta», se dijo Akira.

De repente, un odio irracional brotó de sus entrañas, mezclado con un pinchazo de deseo.

¿Qué pasaría si, en ese preciso instante, le tapara la boca a la mujer con un brazo, cerrara la puerta con el otro, la empujara hacia el interior del piso, la echara al suelo y la penetrara salvajemente? Akira se lo imaginó y se estremeció.

No era el contenido de sus fantasías lo que le horrorizaba. Había tenido aquella fantasía otras veces, con toda clase de mujeres y en toda clase de lugares. Lo que le horrorizaba era la sensación de que, en aquella ocasión, la fantasía había estado a punto de traspasar los límites de su imaginación y hacerse realidad.

Se permitía aquella fantasía porque estaba completamente seguro de que jamás iba a hacerse realidad. Luego se avergonzaba de ella y, en el fondo, se sentía satisfecho de ser lo bastante cuerdo para avergonzarse.

Sin embargo, mientras contemplaba la nuca de aquella mujer que firmaba el resguardo con lentitud, su fantasía habitual fue sustituida por un deseo y un odio vividos e intensos, irracionales y atroces hacia una mujer desconocida, una mujer que no le despertaba el menor interés, sino más bien rechazo.

Y todo por el simple motivo de que le había recordado un poco, muy superficialmente, a Lili.

—Gracias, señora —dijo, procurando adoptar un tono neutro.

A continuación, se precipitó escaleras abajo y oyó que la mujer cerraba la puerta tras él.

El corazón le latía con fuerza. Sacó su móvil personal del bolsillo trasero del pantalón y lo abrió. Marcó el número de Satoru, que descolgó enseguida.

—Hola, soy yo —dijo Akira atropelladamente.

—Dime —respondió su hermano, con voz tranquila.

De fondo se oyó la señal acústica que anunciaba la inminente llegada del tren.

—Hoy te espero para cenar.

—¿Cómo dices?

—Me da igual que llegues tarde, te espero.

—No te oigo bien, ya hablaremos luego —se despidió Satoru, al mismo tiempo que, al otro lado del teléfono, una voz anunciaba: «Tren entrando por la vía uno».

Unos segundos más tarde, la llamada se cortó y Akira se quedó solo en medio de la calle.

Mientras su corazón seguía latiendo desbocado, se puso a repasar la lista de contactos del teléfono. No tardó mucho en alcanzar el último nombre.

—Pues sí que tengo pocos amigos —se dijo esbozando una sonrisa forzada.

Volvió a subir hasta encontrar el nombre de Lili Nakamura y vaciló por un instante.

«Puede que ahora sea un buen momento para llamarla. No. Si no la llamo ahora, a lo mejor ya no podré volver a hacerlo». Los latidos de su corazón se habían calmado, pero el pecho le ardía. Agachó la cabeza, fijó la mirada en un punto del suelo y reflexionó un poco más. A continuación, volvió a coger el móvil despacio y pulsó una tecla. Oyó el tono de llamada.

El teléfono sonó unas diez veces y luego saltó el buzón de voz: «Deje su mensaje después de la señal». Akira vaciló brevemente y, al final, colgó sin decir nada.

Las ventanas de los pisos alineados a lo largo de la calle estaban cerradas, y no parecía que hubiera nadie. Akira se volvió, pero no supo identificar la puerta de la mujer de antes.

Regresó al coche a paso rápido.

—Hola —oyó mientras estaba salteando una cebolla.

Sabía que era una llamada de Lili porque su nombre aparecía en la pantalla.

—¿Hola? —repitió Lili.

—Hola —respondió él.

—¿Akira?

—Sí.

Akira tuvo una sensación curiosa, como si se hubieran visto el día anterior y acabaran de retomar una conversación que habían dejado pendiente. El olor de la cebolla mezclado con el de la mantequilla inundaba todo el piso.

—Esta tarde. Me has llamado.

Lili hablaba como la mujer del mediodía, encadenando una palabra tras otra, pero con otra voz. La voz de Lili. La voz de la auténtica Lili.

—Quería oír tu voz —dijo la boca de Akira, a pesar de que él no tenía la intención de pronunciar aquellas palabras. De hecho, era lo único que quería decirle, pero precisamente por eso, no pensaba que fuera capaz de hacerlo.

Era como si Akira y su boca actuaran como seres independientes.

—Yo también —le respondió Lili.

Akira se sorprendió.

—¿Por qué?

La cebolla empezaba a quemarse. «No debe chamuscarse», pensó Akira. Sujetó el teléfono entre el hombro y la oreja, pero la cabeza inclinada chocaba con el hombro encogido y el teléfono se deslizaba.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó ella, ignorando su pregunta.

—Cebolla.

—¿Qué?

—Estoy haciendo curry.

—¡Qué rico! —exclamó ella, riendo. Luego se quedó callada.

Akira se puso en guardia, por miedo a que su boca fuera a decirle: «Quiero verte». Pero no lo hizo.

—¿Cómo estás? —le preguntó en cambio.

—Bien.

—¿Qué haces últimamente?

—Busco trabajo.

La boca de Akira estuvo a punto de decir algo al oír aquella revelación de Lili, un tanto inesperada. Pero no lo hizo. Se limitó a emitir una especie de gruñido, a medio camino entre una interjección y una exclamación.

—¿Vas a empezar a trabajar?

—Ésa es la intención, pero…

—Pero ¿qué?

—No encuentro nada —respondió ella sin vacilar.

Akira se preguntó cuándo había visto a Lili por última vez. ¿Hacía cinco meses? ¿Seis, tal vez? Fuera como fuese, hacía bastante tiempo.

No conseguía recordar su cara. En realidad, la recordaba fácilmente, nítidamente. Pero sólo como si la viera en una pantalla.

«Soy incapaz de recordar a Lili en mi piso —pensó Akira, sintiéndose muy desgraciado—. Ya no la recuerdo cuando estaba aquí, entre mis brazos, mirándome sonriente. Sólo consigo evocar una silueta lejana, como si la viera en una imagen que alguien hubiera grabado en vídeo».

—Quiero verte —dijo de repente la boca de Akira.

«No he sido yo. Ha sido mi boca».

—¿Quieres verme? —preguntó Lili.

—No, no quiero verte —dijo Akira.

—¿En qué quedamos?

—Sí, sí que quiero —repitió la boca de Akira.

Fue también su boca la que le propuso día, hora y lugar. «Pasado mañana, domingo. En la entrada del parque. A las dos».

—Hace mucho que no nos vemos —dijo Lili.

—Sí —admitió él tímidamente.

—Tengo ganas de verte.

—Yo también —respondió la boca de Akira, con un exceso de confianza.

Colgó el teléfono. La cebolla estaba un poco chamuscada. Akira cogió una gran lata cilíndrica roja y añadió el curry en polvo a la cazuela. Los trozos de cebolla que entraron en contacto con el curry se tiñeron de amarillo. Akira removió la cazuela con una espátula de madera y pronto toda la cebolla adoptó el mismo color.

De repente, sintió que le fallaban las fuerzas y apagó el fuego. El móvil estaba abierto junto a los fogones. En un rincón de la pantalla había caído un poco de curry. Akira lo limpió con el dedo, pero sólo consiguió emborronar la pantalla de amarillo.

—Canceló nuestros planes —susurró Satoru.

Aquella noche, su hermano había llegado pasadas las diez. «¿Me estabas esperando?», le había preguntado a Akira, mientras se sentaba en una de las sillas de la mesa del comedor. En vez de responderle que aún no había cenado porque no tenía hambre, Akira había encendido el fuego para calentar el curry.

—¿Habías quedado con alguien? —le preguntó.

—No, hoy no —respondió Satoru vagamente.

—Entonces, ¿cuándo?

—Cuando vine aquí contigo. Al día siguiente, Haruna y yo teníamos planeado ir de viaje. —La voz de Satoru tenía un extraño tono pastoso, como si hubiera bebido un poco más de la cuenta.

—¿De viaje?

—A Kansai. Juntando su día de formación y el aniversario de la fundación de la escuela, que también era festivo, Haruna sólo tenía que pedir un día de vacaciones extra para tener fiesta hasta pasado el fin de semana. Le había preparado un viaje a Kioto y Nara —prosiguió Satoru, con aquella voz pastosa—. Ella siempre decía que tenía muchas ganas de ir a Kioto.

«Qué pesada», pensó Akira, pero no dijo nada. Se limitó a apagar el fuego del curry.

—Pero de repente me dijo que no podía.

—Vaya —respondió Akira. Luego empezó a servir el arroz.

—No, no me eches tanto. Me basta con la mitad. No, con dos terceras partes. Da igual, déjalo así —dijo Satoru, abandonando el tono solemne que había utilizado hasta entonces para olfatear el curry ávidamente, con las aletas de la nariz dilatadas—. ¡Qué bien huele! Aunque no tenga hambre, nunca digo que no a un plato de curry o de fideos ramen. Se ve que en la clase de Haruna hay una niña que no quiere ir al colegio.

—Vaya —respondió de nuevo Akira, con aire indiferente.

Llenó el plato de Satoru hasta arriba y lo dejó delante de él.

—¿Tú no comes? —le preguntó su hermano, y Akira se sirvió un poco de curry.

—¿Y hubo algún problema con esa niña? —le preguntó entonces.

—No, se ve que no. Además, de vez en cuando sale de su casa para ir al colegio.

—Entonces Haruna podía haber ido de viaje tranquilamente, ¿no?

Satoru meneó la cabeza.

—Los días en que sale de casa son muy importantes. Al parecer, esa niña tiene mucha confianza con Haruna. Por eso tiene que estar cuando ella vaya al colegio —le explicó Satoru, en un tono impreciso que no permitía adivinar su opinión.

—Vaya —replicó Akira por tercera vez—. ¿Y por eso te fuiste de tu casa? ¿Por un viaje cancelado?

—Sí. Bueno, no. —Satoru frunció el entrecejo mientras engullía el curry—. ¡Qué picante!

—Es una buena maestra —declaró Akira a pesar de que, en el fondo, pensaba: «Es una mala mujer».

Satoru comía inclinado encima de su plato. Como sólo tenía un plato, Akira utilizaba un tazón.

—Está un poco fuerte, pero me encanta —dijo Satoru, mezclando el curry con el arroz.

Akira, en cambio, se limitaba a mover con desgana la cuchara, que tintineaba ligeramente al chocar con el tazón. Recordó la voz de la falsa Lili.

Satoru enseguida terminó su plato.

—¿Vas a comerte el tuyo? Si no, me lo como yo. Sería una lástima que sobrara.

Akira estaba tan absorto que apenas oyó a su hermano. Precipitadamente, casi de un empujón, le pasó su tazón de curry.

No recordaba en qué pensaba hacía unos instantes. Probablemente en Lili.

—Estoy colado —dijo Satoru. Akira no comprendió a qué se refería—. Estar colado por una mujer no es malo en sí, pero lo mío es enfermizo —añadió a continuación, con la boca llena de curry. Parecía que estuviera hablando en broma.

—Vaya —repuso Akira, repitiendo por cuarta vez la misma respuesta indiferente.

—Se ve que Haruna está enamorada de otro hombre —prosiguió Satoru, eructando ligeramente—. ¡Delicioso! Tendrás que enseñarme a cocinar, hermano.

A Akira le pareció notar un sombrío temblor en la voz de Satoru. Inquieto, levantó la vista hacia su hermano, pero tenía la cabeza en otra parte y no logró interpretar su expresión.

«Es una mala mujer. Espero que lo dejen pronto», repitió Akira para sí. Fue el único pensamiento que consiguió formular con lucidez. Satoru apiló el plato y el tazón y los llevó al fregadero. Con el rostro de perfil y los hombros ligeramente encorvados, empezó a lavar los platos frotándolos intensamente con el estropajo. «Es su perfil de siempre —pensó Akira—. El mismo perfil de cuando era pequeño». Tenía la extraña sensación de no poder recordar algo que debería recordar, de estar pasando por alto algo que debería advertir. Durante unos segundos, la inquietud volvió a apoderarse de él. Al final, no consiguió recordar ni advertir nada.

Akira decidió hacer una tanda de ejercicios intensa. Había sido un día muy raro. Mientras deseaba que no se volviera a repetir, hizo algunas rotaciones de cuello y hombros. Luego se tumbó boca arriba en la esterilla y empezó a hacer flexiones. Su respiración agitada se superpuso al ruido que hacía Satoru fregando los platos. «Satoru —pensó Akira, mientras jadeaba—. Tienes que romper cuanto antes con esa mujer».

El domingo hacía un día radiante. Lili no había cambiado. Llevaba un vestido vaporoso y una rebeca clara de manga corta.

—Oye, Akira.

Él levantó la vista.

Tenía una extraña sensación. Creía que, en cuanto se encontraran, resurgiría algún sentimiento —aunque no sabía cuál—, pero no había sentido prácticamente nada.

Unas cuantas palomas merodeaban alrededor de sus pies, arrullando.

—¿Cuáles son las que arrullan? —preguntó Lili.

—¿Qué quieres decir?

—Tengo la sensación de que el arrullo no proviene de sus cuerpos, sino de un espacio vacío que se encuentra un poco por encima de sus cabezas. ¿A ti no te lo parece? —dijo entonces, en actitud pensativa. Luego agachó la cabeza.

«La verdad es que no ha cambiado en absoluto —pensó Akira—. Antes me gustaba mucho su faceta infantil». Sin embargo, no notó resurgir ningún sentimiento profundo de su interior.

Lili le había propuesto ir a dar un paseo y habían llegado andando hasta allí. Luego se había sentado en un banco a orillas del estanque, donde había algunas barcas navegando.

—Si subes en una de estas barquitas, tu amor jamás se hará realidad. Me lo dijo la hija de mis nuevos vecinos —explicó Lili.

Akira asintió sin prestarle atención. Estaba pensando en el menú para la cena de aquella noche. ¿Cuál era el plato favorito de Satoru? ¿El pastel de carne?

—¿Te has mudado? —le preguntó entonces, sorprendido, cuando su cerebro procesó al fin las palabras de Lili tras aquel breve momento de desconexión.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque me he divorciado.

—¿Qué? —exclamó Akira.

Justo después, se puso en guardia de forma instintiva y procuró disimularlo para que Lili no lo notara.

—Que me he divorciado —repitió ella—. Pero tú no tuviste la culpa —se apresuró a añadir.

—Bueno, yo… —empezó Akira, pero cerró la boca dejando la frase a medias.

Notó que las fuerzas lo abandonaban. Por un momento, pensó en Satoru.

«Se ve que Haruna está enamorada de otro hombre», le había dicho su hermano. Satoru al fin se había dado cuenta. Haruna había querido que él lo supiera. Ya no le importaba que Satoru lo supiera. ¿Tal vez porque él se había divorciado? ¿Porque Yukio se había divorciado de Lili?

—Mierda —susurró Akira. Lili levantó la cabeza, como impulsada por un resorte—. Perdona —se disculpó Akira. «No lo decía por ti», añadió para sus adentros.

—Hace poco que hemos firmado los papeles —le explicó Lili, y volvió a agachar la cabeza.

«No lo decía por ti —repitió Akira en voz baja—. No lo decía sólo por ti, sino por los tres. Por ti, por Haruna y por Yukio».

Una de las barquitas se acercó a la orilla donde estaban Akira y Lili. Estaba ocupada por dos chicas que remaban, sentadas una al lado de la otra. Una de ellas debía de remar con menos fuerza, porque la barca avanzaba describiendo amplios círculos.

Lili observó a las chicas detenidamente. A medida que la barca se acercaba, el chirrido de los remos se oía con más claridad.

Lili susurró algo.

—¿Cómo dices? —preguntó Akira. El chirrido de los remos había ahogado su voz.

Lili sonrió y volvió a susurrar:

—Akira, estoy… —En ese preciso instante, empezó a sonar un teléfono móvil. Akira sacó el suyo del bolsillo tirando del adorno que colgaba de la carcasa, pero la pantalla no estaba iluminada—. A lo mejor es el mío —dijo Lili, rebuscando en el bolso con una mano—. Acabo de recordar que tu móvil y el mío sonaban igual —añadió, sin dejar de revolver—. Por pura casualidad, claro. Nos quedamos con el timbre más normal, el que venía de serie —prosiguió riendo.

Cuando al fin encontró el teléfono, Lili lo abrió y se lo llevó a la oreja. Akira, que no había sentido nada hasta entonces, empezó a recordar por qué se había enamorado de ella. «La deseaba —pensó—. Deseaba a Lili. Quería tenerla conmigo siempre y para siempre». Sintió un ligero vahído.

La barquita se detuvo justo delante de ellos. Cada una de las chicas señalaba riendo el remo de la otra, y se frotaban los brazos.

—¿Qué? —gritó Lili—. ¿Dónde? ¿Dónde estás? —preguntó, angustiada—. ¡Dime dónde estás! —Su tono de voz era cada vez más alto.

Las chicas de la barca le lanzaron una mirada recelosa. Entonces, la llamada se cortó y Lili se quedó desconcertada, con el móvil en la mano. Pero enseguida pulsó una tecla y permaneció a la espera, con los ojos como platos y el móvil pegado fuertemente a la oreja, cuyo lóbulo empezó a enrojecerse poco a poco.

—No responde —dijo entonces, con el móvil todavía pegado a la oreja y la mirada extraviada—. No responde —repitió.

—¿Qué ha pasado? —quiso saber Akira. Lili no le respondió. Se limitaba a sujetar el móvil contra la oreja—. ¿Qué ha pasado? —repitió Akira.

Ella pulsó de nuevo una tecla con un dedo tembloroso. Se oyó el tono de llamada a través de la carcasa.

Lili marcó el mismo número por tercera vez, pero no obtuvo respuesta.

—Me ha pedido ayuda —murmuró al fin, apoyándose en el brazo de Akira—. Haruna me ha pedido ayuda. —Lili seguía con la mirada extraviada.

Las chicas de la barca se alejaron remando. Sus risas infantiles se expandían como el eco por la superficie del estanque.

—Tengo que irme. Tengo que ayudar a Haruna —dijo Lili, a punto de gritar.

—¿Adonde vas? ¿Dónde está Haruna? —le preguntó Akira.

Tenía un mal presentimiento. Lo había invadido la misma inquietud que hacía dos noches cuando, al ver la cara de Satoru lavando los platos de la cena en el fregadero, se había sentido como si no recordara algo que debería haber recordado, o como si estuviera pasando por alto algo que debería haber advertido.

Akira sacó rápidamente su móvil y marcó un número. Oyó el tono de llamada. Sonó siete, ocho veces, pero no obtuvo respuesta.

Cuando ya estaba a punto de darse por vencido, Satoru descolgó el teléfono.

—¿Diga? —respondió lentamente.

—¿Está Haruna contigo? —Lo abordó Akira sin preámbulos.

—Sí —respondió Satoru, tras un profundo silencio.

—¿Dónde estáis? —gritó Akira.

—En… mi casa. —Satoru hablaba como si acabara de levantarse, o como si estuviera tumbado tranquilamente en mitad de un prado.

Akira tiró de Lili para que se levantara y echó a correr. Ella no hizo preguntas. Se limitó a seguirlo, jadeando, como una niña de la mano de su padre. Cogieron un taxi y Akira le dio al conductor la dirección de Satoru. Mientras cruzaban la ciudad a toda prisa, tanto Lili como Akira intentaron llamar varias veces desde sus respectivos teléfonos, pero no hubo suerte. Sus miradas se encontraron.

—No será nada —le dijo Akira, como si intentara tranquilizarse a sí mismo.

—No será nada —susurró también Lili.

Sus manos se entrelazaron casi sin darse cuenta. Abriéndose paso con fluidez entre el tráfico, el taxi avanzaba hacia el barrio donde vivía Satoru.