1. Lili. De noche en el parque

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LILI. DE NOCHE

EN EL PARQUE

Lili Nakamura caminaba.

Era noche cerrada. Debían de ser las dos y media de la madrugada.

Lili paseaba despacio, jugando con una rama que había recogido en la entrada del parque.

Aunque era muy tarde, el parque estaba lleno.

Había gente cruzando el puente que salvaba el gran estanque. Una persona sola. Una pareja. Un grupo de cinco que hablaba en voz baja.

También había gente sentada en los bancos. Un anciano con un bastón en la mano, completamente inmóvil. Un hombre y una mujer sentados uno junto al otro. Una mujer tumbada con una pequeña bolsa doblada bajo la cabeza.

Otras personas caminaban. Una, en línea recta. Otra, haciendo eses. Alguien avanzaba lentamente, practicando claves de kenpo.

Una bicicleta de montaña adelantó a Lili con una ráfaga de aire. Ella levantó la cabeza y fijó la vista en la espalda ancha del chico de la bicicleta. Sintió un escalofrío.

El aire nocturno olía a tierra. El calor del día había remitido, y una fresca brisa invadía todos los rincones del parque.

—No quiero volver —susurró Lili.

«¿Por qué soy la única persona, entre toda esta gente, que tiene que irse? —añadió entonces para sus adentros—. No quiero irme. Incluso me quedaría a vivir aquí».

Como es de suponer, la administración del parque era muy estricta y no habría permitido que nadie se instalase en su interior. Además, Lili tenía un marido irreprochable: Yukio. Un marido irreprochable y un fabuloso piso de tres habitaciones que habían comprado gracias a una hipoteca a veinticinco años. En ese fabuloso piso estaba el «rincón de Lili», un espacio abierto de unos dos tatamis, situado entre la cocina y el pasillo. Estaba amueblado con una mesa de madera de haya, un sillón y unos estantes altos de color marrón oscuro, y era el lugar donde Lili trabajaba cuatro horas al día corrigiendo tesinas de acceso a la universidad.

Lili ya no quería a Yukio. No recordaba cuándo se había dado cuenta de que ya no estaba enamorada de él. ¿Qué era lo que no le gustaba? Tal vez fueran sus gestos inconscientes, como los movimientos de su mano al afeitarse o la inclinación de su brazo al sujetar la cuchara o los palillos mientras comía. Aunque también podían ser los ruidos que hacía, como su nítido carraspeo o el golpe ligeramente brusco con el que dejaba el maletín negro en el suelo del pasillo al llegar a casa.

¿Era todo eso lo que no le gustaba?

No, no era nada de eso. Cuando Lili todavía creía que Yukio le gustaba, él hacía los mismos gestos y ruidos que ahora. Había estado muy enamorada de Yukio. O eso creía. Incluso le había querido. O eso imaginaba.

Antes le parecía que su cuerpo y el de Yukio estaban hechos del mismo material, y que sus corazones latían a la misma temperatura.

Sin embargo, Lili ya no quería a Yukio. Al darse cuenta, se había sentido contrariada. Ni triste, ni sola. Era un sentimiento más intenso, como un chasquido de lengua. Además, se había sentido contrariada consigo misma, no con él.

Habría preferido seguir ignorándolo. Habría vivido mucho más tranquila.

En realidad, el hecho de admitir que ya no quería a Yukio no tendría por qué haber cambiado nada, puesto que podría haber seguido tratándolo exactamente igual que hasta entonces. Pero Lili tenía demasiado amor propio para eso. O era demasiado sincera consigo misma.

«La culpa no es de Yukio —pensaba Lili, en el fondo de su corazón—. La culpa es mía. ¡A mis treinta y cinco años! ¡Y cuando me casé ya tenía treinta y tres! Es edad suficiente para distinguir según qué cosas. ¡Como si no tuviera uso de razón!».

Lili seguía caminando por el parque de noche, donde reinaba un bullicio contenido. En aquel momento, Yukio debía de estar dormido, respirando acompasadamente.

Se imaginó a Yukio dándose la vuelta en la cama. Empezaba moviendo las piernas, y luego giraba lentamente el tronco en la misma dirección. Entonces cambiaba los brazos de lado con un ruido seco, y emitía un débil gemido. «¡Con lo mucho que probablemente lo quería! ¡Con lo mucho que supuestamente me gustaba! Cuando se daba la vuelta hacia el borde de la cama, mi espalda se apoyaba en la suya. Y cuando se volvía hacia mí, sus brazos se entrelazaban brevemente con los míos para separarse luego en silencio, y entonces me dormía de nuevo».

Por un instante, Lili tuvo ganas de llorar, pero enseguida se contuvo y se limitó a pestañear ligeramente.

«¿Por qué echo de menos su piel?», suspiró a continuación. Llevaba mucho tiempo sin hacer el amor con Yukio, y no porque ella lo evitara. Por alguna u otra razón, ya no lo hacían.

«Siempre hay una explicación para todo —le habría dicho Haruna—. Seguro que Yukio ha notado que ya no te gusta. Eres una mala mujer», le habría reprochado.

Por eso Lili no le había dicho a Haruna, su mejor amiga, que añoraba el tacto de la piel de su marido. Ni siquiera le había insinuado que ya no sentía lo mismo por él. Además, Haruna…

Lili caminaba por el parque, de noche.

Las viejas carpas del estanque chapoteaban en la superficie con sus cuerpos voluminosos. El agua murmuraba.

—¡Mira! —dijo alguien detrás de Lili, que estaba haciendo cola en la caja del supermercado.

Ella se volvió hacia la voz.

Había dos personas detrás de ella. Una era un chico. A Lili le bastó un simple vistazo para ver el contenido de la cesta verde que sujetaba bajo el brazo: leche, huevos, balsamina, una lata de carne, tofu firme y algas.

El chico llevaba una camiseta negra de manga corta y unos vaqueros que dejaban al descubierto sus pies casi desnudos, calzados sólo con las típicas chanclas marrones que las tabernas ponen a disposición de los comensales que necesitan levantarse durante la comida.

Lili se quedó mirando al muchacho.

—¡Vaya! —exclamó a continuación.

Lili y el chico se miraron fijamente durante unos instantes. La joven que hacía cola entre los dos hizo un pequeño movimiento y Lili apartó la mirada del chico. Él hizo lo mismo, pero más despacio. Cuando la cajera le anunció el importe de su compra, Lili se volvió de nuevo y sacó un billete del monedero. Notaba la mirada del chico clavada en su espalda. La joven que se interponía entre ambos carraspeó.

Lili cogió la cesta, se adelantó y empezó a colocar ordenadamente en la bolsa todo lo que había comprado: yogures, pepinos, berenjenas, salmón, un bote de aceitunas y pan.

El chico se acercó a ella e hizo lo mismo con su compra, pero sin orden ni concierto. Colocó la carne enlatada y el tofu firme encima de los huevos. Por un instante, Lili tuvo la tentación de alargar la mano, coger la bolsa del muchacho y ordenarla como es debido, metiendo la lata de carne y la leche al fondo. Pero, naturalmente, no lo hizo.

—Nos hemos visto alguna vez, ¿verdad? —le preguntó tímidamente.

—Sí —le respondió él.

A Lili le pareció que tenía una voz muy bonita. Un tono intermedio y suave, ni muy agudo, ni muy grave, con una nota de dulzura.

—Se te da muy bien montar en bicicleta.

—¿Tú crees? —replicó el chico, con una media sonrisa.

—Es que yo no sé.

—¿En serio? —exclamó él.

Era el chico que siempre la adelantaba con una bicicleta de montaña en el parque, de noche. Hablaban como viejos conocidos, pero era la primera vez que se dirigían la palabra.

El joven la había adelantado varias veces. Hacía poco que Lili había empezado a identificar su silueta. No era muy observadora. «¿Cómo es posible que no veas las cosas que tienes delante de las narices?», solía reprocharle Haruna. «Las veo, sí que las veo, pero enseguida se me escapan», quería explicarle Lili, pero sólo habría servido para irritarla aún más y conseguir que le dijera: «Eso te pasa por no fijarte». Por eso no le decía nada. Además, Haruna…

El chico daba varias vueltas al parque. Mientras caminaba, Lili percibía la presencia de la bicicleta detrás de ella, luego notaba el aire que levantaba y al final, en un abrir y cerrar de ojos, la espalda del muchacho se confundía con la oscuridad. Era extraño que él la hubiera reconocido.

—Siempre te acercas por detrás y desapareces rápidamente —le dijo Lili.

Salieron juntos del supermercado. El chico era un poco más alto que ella, le sacaba una cabeza y media. Lili se llevó la mano al pelo, que se había cortado unos días antes, y se lo ahuecó con los dedos. Siempre lo hacía cuando estaba nerviosa.

—Por eso te he reconocido al verte de espaldas —le explicó él, mirándola desde arriba y dándole a entender que la había identificado precisamente al estar detrás de ella en la cola del supermercado.

—Y eso que me corté el pelo hace poco.

—No te he reconocido por tu pelo ni por tu ropa, sino por tu presencia.

Lili sintió una oleada de simpatía hacia aquel joven que le hablaba de su presencia. Inmediatamente después, se sorprendió de que aquel comentario le hubiera hecho gracia. Calculó las ventajas y los inconvenientes de semejante imprudencia y, al final, se guardó para sí la simpatía que tan a la ligera le había despertado el muchacho.

A Lili no le gustaba hacer cábalas. Como cualquier mujer normal y corriente de treinta y cinco años o más, solía calcular los beneficios y las pérdidas derivados de sus acciones, pero procuraba guardarlo en el subconsciente.

«¿Por qué siempre busco argumentos absurdos?», se preguntó sonriendo sin querer.

—Me gustaría cogerte de la mano —le dijo el chico, y tomó la mano de Lili.

Ella no lo rechazó, y su mano derecha se entrelazó con la mano izquierda del muchacho. Llevaban sus respectivas bolsas de la compra en la otra mano, ella en la izquierda y él, en la derecha.

Anduvieron un rato en silencio. Lili se dio cuenta de que el joven se esforzaba por adaptarse a su ritmo, puesto que caminaba de forma irregular. Daba un paso pequeño y luego una gran zancada que, probablemente, obedecía a su ritmo habitual. Justo después, volvía a dar dos pasitos seguidos.

Así, sin soltarle la mano, fue como Lili llegó al piso del chico. Estaba situado en una de las laderas del parque, que tenía forma de mortero, al final de las escaleras que salvaban la pendiente. En aquel piso, que ocupaba la primera planta de un edificio de apartamentos de madera y yeso, Lili y el joven hicieron el amor.

—Siempre me has gustado —le susurró él al oído—. Hace mucho tiempo que lo pienso. Tu silueta de espaldas es preciosa.

Lo hicieron dos veces. Lili se sentía muy a gusto. El chico tenía un cuerpo flexible, pero era algo inexperto. Su falta de experiencia tranquilizó a Lili.

—Me gustas —repitió él, hundiendo la cara entre sus pechos—. Me gustas.

Ella no le respondió. «No tengo por qué ser sincera en un momento como éste», se dijo. Aun así, guardó silencio. Evocó sus encuentros íntimos con Yukio, y las imágenes se agolparon inmediatamente en su memoria. Le costó menos que evocar el rostro de Yukio.

El joven había optado por una postura distinta a la que solía escoger su marido.

—Tengo sed —dijo Lili. Él se levantó y sacó una botellita de la nevera. En cuanto abrió la nevera, Lili notó que olía a cal clorada.

—Yukio es un buen hombre —dijo Haruna.

Lili asintió.

Era un jueves por la tarde. Haruna había llegado sobre las tres con una botella de licor de ciruela. Los jueves le tocaba jornada formativa y tenía fiesta. Haruna era profesora de inglés en un instituto para chicas de la ciudad.

Haruna empezó quejándose de que, desde que era tutora, tenía mucho más trabajo. A continuación, le hizo la misma pregunta que le hacía siempre que quedaban:

—¿Qué tal la vida de casada?

Era una especie de pregunta retórica, como un saludo convencional, pero Lili se molestaba cada vez que la oía e, inmediatamente después, se enfadaba consigo misma por haberse molestado. «Haruna es una buena chica. Mucho más que yo. Además, Haruna…».

Además, Haruna estaba enamorada de Yukio desde la noche en que se habían conocido.

—Pues bien —repuso Lili.

—Puede que yo también me case —musitó Haruna.

—¿Con quién? —quiso saber Lili.

—Con Ken, supongo —dijo Haruna. A continuación, le dirigió una rápida ojeada a Lili, que fingió no haberse dado cuenta.

A veces, los ojos de Haruna parecían un mar en calma.

¿Desde cuándo?

Lili lo sabía muy bien.

Desde la noche en que Haruna había conocido a Yukio. «Encantada de conocerte», había dicho ella. «Lo mismo digo», había respondido él. Haruna le había sonreído. Durante la cena, cuando les habían traído el plato principal, Lili había visto aquella mirada en los ojos de su amiga.

Una tarde húmeda y bochornosa. Una playa sin viento. Haruna, acurrucada en silencio, miraba a Yukio sin mirarlo. Sus ojos, que lo observaban todo con una mirada viva y despierta, se habían serenado como un mar en calma, pesados y vidriosos, sin mirar a Yukio pero mirándolo sólo a él.

Kenichiro Takagi era compañero de trabajo de Yukio. Haruna y él se habían conocido en la boda de Yukio y Lili. Kenichiro trabajaba en el mismo departamento que Yukio. Un día, Yukio le había dicho a Lili, medio en broma, que Takagi era un auténtico lince para los negocios, mucho más astuto que él. «En los tiempos que corren, es difícil hacer buenos negocios», había añadido a continuación.

—Oye, Haruna —dijo Lili.

—Dime, Liliko.

Hacía mucho tiempo que Haruna no llamaba a Lili por su nombre. Decía que le daba vergüenza. «Es un nombre con poca presencia. Te llamaré Liliko».

Entonces eran mucho más jóvenes, y Lili se había echado a reír al oírlo. Ninguna de las dos conocía aún a Yukio, y Lili todavía no había visto los ojos de Haruna convertidos en un mar en calma.

«Haruna, róbame a Yukio», le suplicó Lili para sus adentros. Justo después, se dio cuenta de que la palabra robar era un poco exagerada. Seguro que a Haruna tampoco le habría gustado.

«Haruna, pierde la cabeza por Yukio», se corrigió Lili mentalmente. Pero entonces pensó que, dicho así, parecía una orden.

«Haruna, sé más alocada. Por favor». Cuando corrigió la frase por tercera vez, al fin se quedó satisfecha. «Ahora sí que me he expresado con precisión. Haruna es muy seria. Mil veces más que yo. Y eso que yo también soy seria, pero me gustaría que ella fuera una mujer capaz de seducir a Yukio fácilmente. O, al menos, que fuera capaz de convertirse en esa mujer».

Todo eso deseaba Lili para sus adentros.

—Qué cruel —dijo Haruna. A Lili le dio un vuelco el corazón.

—¿De quién hablas?

—De Ken.

—¿Qué te ha hecho? —le preguntó Lili con dulzura.

Se sorprendió de poder mostrarse tan considerada justo después de haber estado pensando cosas tan horribles.

Desde que se había dado cuenta de que Yukio ya no le gustaba, Lili esperaba que otra mujer lo sedujera para eludir cualquier responsabilidad. Y, además, quería que fuera precisamente Haruna, que estaba enamorada de él en secreto.

—¿Tú crees que estoy gorda? —le preguntó Haruna antes de beber un sorbo del licor de ciruela.

—¿Gorda? —repitió Lili.

—Es que últimamente no hago más que beber.

—A mí no me pareces gorda.

—Pues Ken dice que lo estoy.

—No le hagas caso.

—¿Yukio sigue bebiendo como siempre? —le preguntó Haruna, con una voz dulce y susurrante.

«¿Cómo es posible bajar tanto la guardia? —se preguntó Lili—. Puede que antes yo también tuviera ese aire indefenso».

—Quédate a cenar —la invitó Lili—. Haré balsamina salteada.

Haruna aceptó. Yukio llegaba a casa antes de cenar un jueves de cada dos. Haruna iba a casa de Lili más o menos una vez al mes, así que había un cincuenta por ciento de probabilidades de que, tarde o temprano, se encontrara con Yukio. Eso equivalía a seis citas amorosas anuales, aunque, en realidad, no se podían considerar citas amorosas porque Haruna y Yukio no estaban solos.

Akira le había enseñado a saltear la balsamina. Así era como se llamaba el chico, Akira Morimoto. Lili había repetido su nombre, al que aún no estaba acostumbrada, y él le había dado un beso. «Tienes una voz muy bonita», le había dicho Akira después de besarla.

Tal y como Akira le había enseñado, Lili utilizó una lata de carne. «La carne enlatada es mejor que las costillas de cerdo —le había explicado el muchacho mientras describía amplios círculos con el wok—. Tiene un punto salado que combina muy bien con la balsamina. Luego tienes que saltear la balsamina poco a poco, para que se mezcle bien con el aceite».

La balsamina salteada de Akira estaba deliciosa. Lili la había probado sentada al borde de la cama del muchacho, con una copa de licor diluido con agua. Akira le había traído el plato, la copa y los palillos en una bandeja grande.

—¿Tenéis planes para el verano? —le preguntó Haruna.

—Nada especial.

—¿Yukio no tiene vacaciones?

—Quizá sí.

—Liliko, tengo mucho sueño —dijo Haruna, parpadeando varias veces.

—Túmbate en el sofá, si quieres —le ofreció Lili—. Te traeré algo para taparte.

Cuando Lili regresó con una mantita de verano, Haruna ya estaba arrebujada en el sofá. Tenía pequeñas arrugas en las comisuras de la boca, finas y graciosas. Lili tapó a su amiga con la manta, recogió las copas de la mesa y las llevó al fregadero. Las lavó delicadamente con un estropajo enjabonado, las enjuagó, tapó la botella de licor de ciruela con un corcho en forma de vaca que Haruna le había traído de París y la guardó en la nevera. A continuación, empezó a preparar la balsamina salteada y el pollo.

«Puede que Akira me llame», pensó. Luego se preguntó si Akira le gustaba. Cuando se respondía que sí, estaba convencida de que le gustaba. Cuando se respondía que no, se daba cuenta de todo lo contrario.

«¿Por qué no me lo pensé mejor antes de casarme con Yukio?», se preguntó entonces. Haruna también debería pensárselo con calma. «Pensar las cosas con calma no te asegura la felicidad», habría replicado Haruna.

De repente, Lili sintió muchas ganas de acostarse con Akira. Haruna respiraba acompasadamente. Lili se lavó las manos, se las secó con un trapo y, de pie frente al fregadero, se introdujo el dedo índice bajo la falda mientras se acariciaba los pechos por encima de la camiseta. Siguió durante un rato, procurando no excitarse demasiado. Luego dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo y adoptó una postura erguida, con los talones juntos. Volvió a lavarse las manos, retiró las semillas de la balsamina y la marinó con la salsa del pollo.

Haruna seguía durmiendo. Al parecer, Akira tampoco iba a llamarla aquel día.

—Buenos días —dijo Haruna, con una alegría exagerada.

Akira le respondió del mismo modo, pero a medio saludo apareció una leve vacilación que imprimió una nota de incertidumbre a su voz.

Lili estaba estupefacta.

«¡Pero si hoy es viernes! —pensó—. ¿Cómo es posible que Haruna esté almorzando aquí? Se supone que su día de formación es el jueves».

Se habían encontrado en una terraza. Los rayos del sol aguijoneaban las sombrillas, los camareros vestían camisas almidonadas y Lili y Akira compartían la pizza fina y crujiente que les acababan de servir.

Haruna se había sentado a la mesa contigua. Lili había sido la primera en verla.

«¡Haruna!», había exclamado en un susurro, para que ella no la oyera. Sin embargo, Haruna se había vuelto. «¡Lili!». Era extraño que la hubiera llamado Lili en vez de Liliko. Haruna la había mirado directamente a los ojos, sin decir nada. A continuación, se había vuelto hacia Akira y lo había saludado con aquella alegría exagerada.

Cuando terminaron de saludarse, a Haruna le trajeron un té frío. En vez de alargar la mano hacia el vaso, cogió el móvil y empezó a teclear a toda velocidad, como si estuviera escribiendo un mensaje. Lili no era tan rápida con el teclado de su teléfono, y se quedó observando los dedos de Haruna con admiración.

Entonces fue cuando llegó Yukio.

Se dirigió directamente a la mesa de Haruna, sin advertir la presencia de Lili y Akira.

—Acabo de enviarte un mensaje —le dijo ella enseguida.

Yukio se había sentado de espaldas a Lili y Akira, y aún no los había visto.

—¿Ha pasado algo? —le preguntó a Haruna, mirándola directamente a la cara.

Lili pensó que hacía mucho tiempo que no veía a Yukio de espaldas, en diagonal. «Qué marido más viril tengo», pensó luego.

Haruna le susurró algo, y Yukio se volvió. Enseguida vio a Lili. Abrió un poco la boca.

—Lili —dijo en voz baja.

—Hola —lo saludó ella.

—Hola —respondió Yukio.

Akira alargó la mano hacia la pizza. Lili se dio cuenta de que procuraba no mirarla a ella, ni a Haruna, ni a Yukio. «Pobre Akira», pensó Lili al principio. Y también: «Pobre Haruna». No supo exactamente qué pensar sobre Yukio.

—Aquí hacen unas pizzas deliciosas —le dijo Lili a su marido.

—Ajá —respondió él.

Akira se acabó el resto de la pizza y Lili se fumó un cigarrillo. Luego se levantó, con la cuenta en la mano, y sacó el monedero justo delante de Yukio y Haruna para que vieran cómo le entregaba a Akira un billete de diez mil yenes. «Qué forma de exponerme —pensó—. Pero es más excitante de lo que creía».

Yukio observó a Akira sin decir palabra. Haruna, en cambio, no le quitaba ojo a Lili, que cogió a Akira del brazo con un gesto deliberadamente ostentoso. El muchacho le entregó el billete de diez mil yenes al encargado de la caja.

Tan pronto como salieron del restaurante, Akira se deshizo del brazo de Lili y le metió el cambio directamente en el bolso. Las monedas cayeron en su interior, tintineando.

—¿Era tu marido? —le preguntó entonces, malhumorado.

—Sí —respondió ella, en el tono de una colegiala con flequillo.

—¿Y la mujer que estaba con él?

—Mi amiga.

Akira le clavó la mirada. «No me mires tan serio», pensó Lili.

El muchacho se adelantó a paso rápido y desapareció en la boca del metro, como si las escaleras lo hubieran engullido. Lili se quedó de pie, inmóvil. Los rayos del sol se le clavaban en el cuello y en los hombros desnudos como hirientes flechas.

Al cabo de unos instantes, Akira regresó.

—Si te quedas aquí plantada como una idiota, alguien te secuestrará —le espetó.

—A veces hablas como una persona mayor —le respondió ella en voz baja.

Akira la cogió del brazo y bajó las escaleras del metro. Lili se limitaba a dejarse llevar.

—¿En qué piensas? —le preguntó Akira, una vez en el vagón.

—En que casi nunca ocurren cosas inesperadas.

—¿Cómo dices? No te oigo.

El estruendo del metro ahogaba la voz de Lili.

—Digo que casi todo lo que ocurre en el mundo pertenece a la categoría de las cosas previsibles —repitió.

Akira frunció el ceño, como si tampoco la hubiera oído.

El metro se detuvo en la siguiente estación. Akira bajó llevando a Lili del brazo, y ella lo siguió dócilmente.

—Huyamos —le propuso él—. Fuguémonos tú y yo, solos.

—¿Adonde iríamos? —preguntó Lili.

—No importa. A algún lugar donde nadie pueda venir.

—No vendrá nadie de todos modos —repuso Lili.

«No importa adonde vaya —pensó a continuación—. Yukio y Haruna no vendrán. Esté donde esté, nadie me buscará».

—¿Por qué no vamos a tu piso? —propuso a continuación—. Vayamos a tu piso y hagamos el amor muchas veces.

Akira accedió. Cuando el siguiente metro entró deslizándose hasta detenerse en el andén, se subieron. Hicieron transbordo en la estación final para coger el tren y llegaron al piso de Akira.

Se movieron de forma tan intensa, que terminaron sudando a mares. El aire que escupía el aparato de aire acondicionado les enfrió el sudor. Akira ya no era tan torpe como al principio. Lili gritó varias veces. «Me gustas», le decía Akira. Ella no respondía. «A pesar de todo, todavía quiero ser sincera conmigo misma —pensaba—. O puede que quiera ser sincera precisamente por todo lo que ha pasado», se corrigió a continuación.

Aquella noche, Lili se quedó a dormir en casa de Akira. Cuando amaneció, su teléfono móvil no había sonado ni una sola vez.

Sonó a la mañana siguiente, cuando ya había salido del piso de Akira y estaba cruzando el parque. Lili no respondió. Esperó a que dejara de sonar. Luego sacó el móvil del bolso y consultó el registro de llamadas. En la pantalla apareció el nombre de la persona que la había llamado a las siete y doce minutos: Haruna Miyamoto.

Lili le devolvió la llamada, pero Haruna no respondió. Cuando llegó a casa, se dejó caer en la cama. Tenía mucho sueño. Justo antes de quedarse dormida, se dio cuenta de que Yukio tampoco había dormido en casa aquella noche.

«Tengo sueño, sólo sueño». Mientras repetía estas palabras, se quedó dormida.

Yukio regresó al cabo de tres días. Abrió la puerta sobre las nueve y media de la noche, hora a la que solía llegar normalmente, y dejó caer el maletín negro en el suelo del pasillo con el golpe seco de costumbre.

—Buenas noches —lo saludó Lili.

—Ya he llegado —respondió él.

—¿Quieres bañarte?

—Sí, dentro de un rato.

A Lili, aquella conversación le pareció sacada de los culebrones televisivos que emitían antes, en los que los maridos tiraban la camisa al cesto de la ropa sucia mientras las esposas procuraban mantener la cena caliente.

A partir de entonces, reanudaron sus vidas como si nada hubiera ocurrido.

Lili no hizo preguntas. Yukio tampoco. Haruna no volvió a llamarla, ni fue a verla a su casa. Lili iba al piso de Akira de vez en cuando.

Era como si alguien hubiera borrado todo lo que había ocurrido aquel día.

Lili caminaba por el parque, de noche.

En plena noche, sobre las dos y media, tras haber oído la profunda respiración de Yukio y haber comprobado que estaba dormido, Lili se había quitado el pijama, se había puesto una camiseta de manga corta y un pantalón pirata y había salido sigilosamente a la calle.

Estaba dando la vuelta entera al parque. Akira la adelantó en bicicleta. Su ejercicio diario consistía en dar diez vueltas al parque. No la llamó. En el parque, de noche, nadie levantaba la voz para llamar a los demás. Era una norma tácita que se respetaba escrupulosamente.

Lili dejó pasar a un hombre borracho que caminaba haciendo eses. Luego se sentó en un banco y contempló el estanque. Las enormes carpas chapoteaban bajo las tinieblas.

«¿Qué se supone que tengo que hacer ahora? —se preguntó—. ¿En qué momento estoy?», pensó, con la mirada fija en la superficie del agua.

Lili regresó a casa. Yukio seguía respirando profundamente. Ella susurró su nombre, pero él no se despertó.

«Ojalá no tuviera cuerpo —murmuró a continuación—. Si sólo fuera un alma sin cuerpo, quizá podría amar a Yukio eternamente».

La respiración de Yukio era regular. Lili volvió a ponerse el pijama, se lavó las manos y la cara y se acostó. Una vez en la cama, se procuró placer a sí misma con el dedo índice. Su respiración se aceleró. Se excitó. Lili se masturbó mientras observaba el rostro sereno de Yukio.

Cuando terminó, lloró un poco. «Mis lágrimas son como el semen que eyaculan los hombres —pensó—. Ojalá estuviera enamorada de Yukio. Me entristece no poder sentirme más triste».

Yukio seguía respirando acompasadamente. Pronto amanecería.