4. Akira. Una ventana empañada
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AKIRA. UNA VENTANA
EMPAÑADA
Tres minutos de flexiones.
Tres minutos de abdominales.
Un minuto de sentadillas y dos minutos de dorsales.
Desde los dieciséis años, Akira repetía dos veces la misma rutina de ejercicios todas las noches, sin falta. Sólo se había visto obligado a descansar a los veinte años, tres días por culpa de la gripe y dos días más correspondientes a los trayectos de ida y vuelta en tren a Kyushu, adonde había ido con la tarifa especial Seishun 18 de viajes ilimitados.
Había optado por fijarse un límite de tiempo, y no de repeticiones, porque quería exigirle a su cuerpo el máximo rendimiento posible. Si, por ejemplo, se hubiera fijado un máximo de cincuenta flexiones, su cuerpo pronto se habría acostumbrado a realizar un esfuerzo determinado. En cambio, si siempre disponía del mismo tiempo, un día podía realizar cincuenta flexiones y al siguiente, cincuenta y dos, mientras que otro día alcanzaría las cincuenta y cinco. Era su método para ir mejorando el rendimiento poco a poco.
Akira no era conformista.
Siempre aspiraba a más.
«No te entiendo —le decía Satoru de vez en cuando—. ¿Cómo puedes hacer lo mismo todas las noches?», solía preguntarle, intrigado, mientras Akira se estiraba concienzudamente después de sus dos series diarias de ejercicio.
Satoru, el hermano de Akira, era dos años mayor que él. Sin embargo, siempre había ido sólo un curso por encima, de modo que habían crecido como si se llevaran un año.
«De pequeño Akira nunca dio problemas —les había explicado su madre Michiyo durante la comida familiar de Año Nuevo—. Satoru, en cambio, ingresó por primera vez en el hospital a los cinco años por una enfermedad en los riñones. Cuando tenía diez años, lo atropelló un camión mientras cruzaba un paso de peatones. Afortunadamente, salió del accidente con tan sólo una pierna rota. Cuando empezó el bachillerato, siempre le pasaba algo que le impedía ir a clase. Pero, a pesar de todos los disgustos que nos dio de niño, ahora es un adulto normal y corriente con un trabajo respetable. Akira, en cambio…». Michiyo había suspirado.
Su padre Kozo no había dicho nada. Satoru también había permanecido en silencio.
Akira había llegado a casa de sus padres el 31 de diciembre y sólo se había quedado un día, durante el cual había hecho todo lo posible por evitar el contacto con la familia. No porque se llevaran mal, sino porque no sabían qué hacer cuando estaban juntos.
La mañana del primero de enero, Kozo, Michiyo, Satoru y Akira se habían sentado a la mesa y se habían deseado un feliz año en voz baja; después agacharon la cabeza sin saber qué hacer.
«Ya no hay regalitos de Año Nuevo para los niños», había lamentado Michiyo, igual que el año anterior, y el otro, y Satoru se había echado a reír. Akira también, aunque con un ligero retraso. Kozo no había respondido. «Desde que os fuisteis de casa, ya no tengo motivos para matarme en la cocina», había añadido entonces su madre, repitiendo exactamente la misma frase con la que llevaba años justificando el menú precocinado de Año Nuevo que compraba por treinta mil yenes. Cuando ya casi habían terminado de comer, Michiyo había entrado en la cocina murmurando: «Ahora no recuerdo a cuántos mochi tocábamos por barba en la sopa zoni…».
Al quedarse solos, los tres hombres habían permanecido un rato en silencio, hasta que Satoru le había preguntado a Akira: «¿Qué estás haciendo ahora?». «Trabajo por horas», le había explicado Akira. «¿De qué?». «De transportista». «No sabía que tuvieras permiso para conducir camiones». «Hago repartos a domicilio, no conduzco camiones». Kozo se había servido más sake. «Ajá», había contestado Satoru. Luego se había quedado callado. Sin la presencia de Michiyo, el silencio se había ido apoderando de la mesa.
Michiyo había regresado de la cocina con cuatro cuencos. «Este año he añadido un poco de yuzu cortado», había dicho mientras servía los cuencos, primero a Satoru, luego a Akira y, finalmente, a su marido. «Qué bien huele», había observado Akira. En aquella ocasión, fue Satoru quien había respondido ligeramente tarde: «Sí, huele muy bien». Kozo había seguido callado.
Habían terminado de comer en menos de una hora. Kozo se había levantado para ir a buscar las felicitaciones de Año Nuevo. Michiyo había empezado a pelar una mandarina. Mientras tanto, Akira observaba distraídamente la cesta de las mandarinas. Cuando era nueva, tenía un color más bien crudo que el sol había ido tostando hasta convertirlo en marrón. Al fondo de la cesta aún quedaban los restos medio borrados de una antigua travesura de Satoru, que había escrito: «Tonto quien lo lea». Las letras de la palabra lea se intuían entre las mandarinas.
«¿Tienes novia, Satoru?», le había preguntado Michiyo. «Bueno, algo por el estilo», había respondido vagamente Satoru. «¿Y tú, Akira?», había inquirido su madre a continuación. Al no obtener respuesta, Michiyo había vuelto a dirigirse a Satoru sin perder ni un segundo: «A ver cuándo se la presentas a tu madre», le había sugerido. «Sí, claro», había accedido Satoru.
Kozo había regresado y había empezado a repartir las felicitaciones de Año Nuevo que habían recibido. Para Akira sólo había tres: una de su antiguo profesor de tercero de primaria, otra de la tienda de bicicletas y una tercera felicitación de parte de Yoriko.
Yoriko había sido la novia de Akira durante cinco años, desde bachillerato hasta los veintidós años. Akira la había dejado porque, a pesar de que era una chica de buen carácter, había empezado a reprocharle que no se tomara en serio la universidad y a quejarse de su falta de perspectivas para el futuro.
«Y eso que Yoriko era buena chica», se lamentaba Michiyo de vez en cuando. Los lamentos habían cesado el año anterior, cuando la muchacha les había enviado una felicitación de Año Nuevo en la que aprovechaba para anunciarles que se había casado. La felicitación, que les remitía conjuntamente con su marido, constaba únicamente de un breve texto impreso.
Aquel año, sin embargo, había enviado una fotografía de la familia al completo en la que figuraban tres nombres: Hiroshi, Yoriko y Hina (de seis meses). En un rincón de la parte delantera había un dibujo del ciclo sexagenario chino. Hina (de seis meses) llevaba una gorra de lana rosa.
«¡Qué monada!», había exclamado Michiyo, examinando la fotografía. «Sí», había admitido Akira.
Yoriko estaba más delgada. A Akira le parecía más guapa que cuando salía con él. De repente, había recordado el olor a champú que desprendía su pelo. Era un olor infantil y dulce, como a caramelo.
Akira no conseguía recordar el olor del pelo de Lili. En cambio, tenía muy presente el de su cuerpo.
El olor de Lili. Olía a flores blancas. Akira sintió un súbito deseo de acostarse con ella.
—Eres un buen chico —le dijo Lili.
Akira no le respondió. Se le había caído el alma a los pies al oír aquellas palabras, porque él no quería ser buen chico. Cuando estaba con Lili, se sentía como un alumno de instituto. «Es que te saco nueve años», le decía ella, como si tratara de justificarlo, pero no era una cuestión de edad. Al lado de Lili, Akira se veía obligado a enfrentarse a la realidad, al hecho de que no había progresado en absoluto. Estaba exactamente igual que cuando era pequeño.
A pesar de que no quería conformarse con lo que era entonces, Akira se exasperaba al pensar que, en líneas generales, estaba satisfecho con su situación actual.
—¿Por qué no trabajas? —le preguntó Lili, en un tono completamente distinto a la letanía repetitiva y cansina que utilizaba Yoriko cuando lo sermoneaba sobre su futuro. La pregunta de Lili sonó igual que si le hubiera preguntado: «¿Cómo prefieres los huevos, fritos o en tortilla?».
—Porque no sé qué quiero hacer —le respondió él, y se desmoralizó al darse cuenta de que su respuesta era exactamente la misma que había escrito en el apartado «Proyectos de futuro» del álbum de graduación del instituto.
—Te tomas la vida muy en serio —observó Lili, admirada.
—Lili —dijo él con cierta brusquedad.
—Dime.
Akira la tumbó encima de la cama y le desabrochó el jersey. Lili se quitó la falda y las medias finas, que enrolló y dejó encima de la silla que había siempre junto a la cama. Luego colgó la falda del respaldo. A continuación, Akira recogió el jersey del suelo y lo depositó suavemente encima de la falda.
Lili respondía a las acometidas de Akira con el mismo ímpetu, y acompañaba sus movimientos confiados con algunos gemidos, que no eran constantes. Sólo se le escapaban de vez en cuando.
—Eres mía, Lili —decía Akira cada vez que Lili gemía.
—Sí —respondía ella con voz ronca.
Cuando terminaron, Akira sirvió el café. Lo hacía desde que Lili le había dicho que le gustaba su café. A partir de entonces, Akira había cambiado el filtro de la cafetera por uno más bueno y había dejado de comprar el café barato del supermercado, que era de lo más ordinario. Ahora compraba una mezcla especial que vendían en Koyama, la cafetería situada a la entrada del parque.
Lili siempre decía que le gustaba, y nunca hizo la menor referencia al cambio del filtro o de la materia prima. Akira se sintió aliviado al ver que ella no lo había notado.
—¿Ya lo has descubierto? —quiso saber Lili, mientras se subía la falda hasta la cintura.
—¿A qué te refieres? —preguntó él.
—A lo que quieres hacer —respondió ella.
Akira exhaló una especie de suspiro. Lili se subió la cremallera de la falda con un leve susurro. Akira pensó que todos los ruidos que procedían de Lili eran discretos.
—Me temo que no —confesó Akira.
—Ajá —dijo ella, y no insistió más.
«Lili», repitió Akira para sus adentros. Ella lo miraba con la cabeza ladeada. «Quédate conmigo —pensó a continuación—. No vuelvas con tu marido».
—¿Te quedas a cenar? —le propuso entonces en voz alta, sin atreverse a decir lo que estaba pensando.
—No —rechazó ella—. ¿Qué vas a cenar? —le preguntó a continuación.
—He comprado ostras.
—Ah, pues a lo mejor yo también cenaré ostras —murmuró ella, como si nada.
Akira notó un escalofrío que surgía de lo más profundo de su cuerpo. A veces, Lili era demasiado insensible. No era consciente del daño que podía llegar a hacerle.
—Pues si no te quedas a cenar conmigo, cenaré fuera —dijo él, desviando la mirada, consciente de que había vuelto a reaccionar como un niño pequeño.
Lili lo miró fijamente durante un rato.
—¿Estás enfadado? —le preguntó entonces.
—No.
—Pues pareces enfadado.
Akira alargó las manos hacia la falda de Lili y le bajó la cremallera de un tirón, pero se quedó atascada a medio camino. Sin perder ni un segundo, apartó los dedos de la cremallera, agarró la falda por los bajos y se la subió hasta las caderas. Lili aún no se había puesto las medias, así que sus piernas estaban completamente desnudas.
—Qué blancas —dijo él. Los ojos de Lili se humedecieron. A continuación, Akira hundió la cara entre sus muslos. Ella dejó escapar un gemido—. Eres mía —dijo Akira, mientras le separaba las piernas poco a poco.
—Sí —respondió ella, como siempre.
De repente, a Akira se le ocurrió pensar que Lili ya había repetido aquella escena antes, con otro hombre. Por mucho que tratara de ahuyentarla, aquella idea persistente volvía a aparecer una y otra vez, como una mosca pegajosa.
Mientras contemplaba el rostro de Lili, que tenía los ojos cerrados, Akira la penetró salvajemente por segunda vez.
Satoru le llamó.
—¿Vamos a tomar algo? —propuso.
—¿Cuándo? —le preguntó Akira.
—El miércoles de la semana que viene. Quiero presentarte a una chica —añadió entonces, riendo.
—¿Qué chica?
—Pues una chica —volvió a reír su hermano, en un tono un poco más alto que de costumbre. «Qué pereza», pensó Akira.
—¿Vas a casarte con ella? —le preguntó entonces, en tono de broma.
—¡Qué va! —respondió Satoru. Luego estuvo un momento en silencio.
El miércoles llovía. Akira salió tarde del trabajo, así que no tuvo tiempo de subir a su piso a ducharse y tuvo que acudir directamente al lugar donde había quedado con su hermano.
La chica tenía las piernas muy bonitas.
—Haruna Miyamoto. Encantada de conocerte —se presentó.
Hacía mucho tiempo que nadie lo saludaba con aquella expresión. La chica llevaba un traje de chaqueta azul marino.
—Parece un traje de maestra —observó Akira.
—Es que soy maestra —confirmó ella. Su voz le pareció ligeramente irritable.
Satoru callaba. La chica, en cambio, hablaba por los codos. Vaciaron dos botellas de vino entre los tres. El local era más lujoso de lo que Akira había imaginado, y mientras cenaban se lamentó varias veces de no haber tenido tiempo para ducharse.
—¿No te parece muy simpática? —le preguntó Satoru, aprovechando que la chica se había ausentado un momento.
—Es bastante mayor que tú, ¿no? —le preguntó Akira a su vez.
—Sí —admitió su hermano.
Entonces, Akira cayó en la cuenta de que Lili también era mayor que él.
—¿Qué crees que dirá mamá cuando se la presente?
—¿Vas a presentársela? —exclamó Akira.
Satoru levantó las cejas. Entonces, la chica regresó a la mesa.
Akira le sonrió, y ella le devolvió la sonrisa. Al verla sonreír, su cara le resultó vagamente familiar, pero fue incapaz de reconocerla.
Mientras observaba a Akira en silencio, la chica levantó ligeramente las cejas, como había hecho Satoru. Inclinó un poco la cabeza y le sonrió de nuevo. A continuación, dio un pequeño respingo.
El cuchillo de la chica chirriaba al rozar el fondo del plato. Empezó a cortar la carne a pedazos pequeños, con la cabeza gacha, en una postura algo forzada.
Mientras Satoru pagaba la cuenta, la chica fue al baño otra vez. Tardó un buen rato en salir. Akira se cansó de esperar y le dijo a su hermano que se iba. Satoru asintió. Al abrir la puerta de cristal esmerilado de la entrada, una ráfaga de viento irrumpió en el restaurante.
Tenía ganas de oír la voz de Lili, pero era muy tarde. «Lili», dijo para sus adentros. Entonces, de repente, recordó que la novia de Satoru era la misma mujer que estaba con el marido de Lili el verano anterior, en aquella terraza.
Aquel día, Lili había descubierto que su marido la engañaba con una tal Haruna, pero su relación con Akira no se había visto alterada.
Lili había pasado la noche en el piso de Akira. Al día siguiente, mientras ella dormía bajo la luz de la mañana, a Akira le había parecido ver una sombra de tristeza en su rostro limpio, sin maquillar.
«Me gustas mucho, Lili», le había dicho Akira, besándole los párpados todavía cerrados. Ella había levantado ligeramente las comisuras de los labios. A pesar de que sonreía, su expresión era triste. «Puedes quedarte un tiempo», le había ofrecido él, pero Lili se había vestido enseguida y se había ido.
—Así que Haruna está saliendo con tu hermano —resumió Lili, sin alterarse—. ¿Y qué te dijo? —inquirió luego.
—No sé si me reconoció —le respondió Akira, aunque era muy probable que Haruna supiera exactamente quién era él.
Lili se masajeó suavemente las sienes con los dedos. Los ojos le subían y bajaban según los movimientos de sus dedos.
—Qué cara más rara —comentó Akira. Ella lo miró fijamente—. Es que has puesto una cara muy rara —repitió él.
Entonces recordó que antes solía burlarse de las expresiones faciales de Yoriko. «Qué malo eres», le decía siempre Yoriko. «Qué malo eres», le reprochaba, riendo a regañadientes.
De repente, los ojos de Lili se llenaron de lágrimas.
—¡Oye! —exclamó Akira—. ¿Por qué lloras?
—Por compasión —confesó Lili, sonriendo. Lucía una sonrisa triste, la misma que Akira le había visto la mañana siguiente a la escena de la terraza.
—¿A qué te refieres? —quiso saber Akira, que empezaba a impacientarse.
—Lo siento —se disculpó Lili, agachando la cabeza.
—No tienes por qué disculparte. —Ella no dijo nada más. Las lágrimas seguían resbalando por sus mejillas—. ¿Por quién lloras? —insistió Akira, pero ella no le respondió.
Se limitó a menear la cabeza de un lado a otro.
Lili siguió llorando. Akira se puso a hacer flexiones a su lado. Cien en tres minutos. Luego llegó el turno de los abdominales. Ciento diez en tres minutos. Estaba empapado en sudor.
Mientras Akira hacía sus ejercicios, Lili lo observaba sin decir palabra. Las lágrimas seguían brotando sin pausa de sus ojos abiertos de par en par, y sus labios conservaban intacta aquella triste sonrisa. Era como si alguien detrás de ella le fuera rellenando las glándulas lacrimales con una jeringuilla.
Cuando terminó la primera serie, Akira miró a Lili. Por fin había dejado de llorar.
—Perdóname —dijo ella, en un tono ligeramente distinto al que había utilizado para disculparse anteriormente.
—No importa —dijo Akira, apoyándole la mano en el hombro. Ella le sonrió. Aquella vez sí que era una sonrisa de verdad—. ¿Por quién llorabas? —le preguntó a continuación.
No tenía la intención de formular aquella pregunta. Era como si la misma presencia misteriosa que antes obligaba a Lili a llorar estuviera ahora detrás de él, moviéndole los labios a la fuerza para que preguntara cosas en contra de su voluntad.
Ella no le respondió.
—¿Por Haruna?
Lili reflexionó unos instantes y a continuación negó con la cabeza.
—¿Por mí?
Ella esbozó una tímida sonrisa y volvió a menear la cabeza.
—¿Llorabas por ti misma?
—No —respondió Lili, en voz alta.
—¿Por tu marido, entonces?
Ella no dijo nada.
—Era por él, ¿verdad? —insistió Akira, pero tampoco obtuvo respuesta.
Se puso furioso. «¿Por qué no me miente, aunque sea por compasión?».
—Eres una estúpida —dijo Akira.
Lili abrió los ojos como platos y lo miró en silencio.
Akira parecía haber tirado la toalla. Lili agachó la cabeza. Tenía la nuca muy blanca. «Es una mujer blanca», pensó Akira. Era blanca como la nieve, y él odiaba aquella blancura.
Akira apoyó las manos en el suelo y empezó la segunda serie desde el principio. Notaba la presencia de Lili a su derecha, y su mano derecha entró en calor. Hizo la serie de un tirón, sin descansar ni una sola vez, hasta los ejercicios dorsales. Estaba empapado en sudor, y los cristales de la ventana se habían empañado.
Akira jadeaba. Lili estaba a su lado, callada e inmóvil.
—¿Qué se siente por un hermano? —le preguntó Lili.
Había dicho que quería ver cuervos, así que Akira y ella habían ido al zoológico ubicado en mitad del parque.
«Nunca había venido, aunque vivo muy cerca», había dicho Lili. «Es lo mismo que vivir en Tokio y no haber subido nunca a la Torre de Tokio», había observado Akira. Lili había reído. «¿Tú has subido alguna vez?». «Sí —había respondido Akira—. En una visita escolar». «Yo no he estado nunca», había admitido Lili.
Unos cuantos cuervos bajaron volando y se acercaron lentamente a la comida de los flamencos, que permanecían inmóviles, como si estuvieran petrificados de frío.
—Están tan quietos que parecen dibujos de una postal —comentó Lili.
—Cuántos cuervos, ¿verdad? —dijo Akira.
Ella asintió. A pesar de que habían ido al zoo porque Lili quería ver cuervos, no apartaba la vista del grupo de flamencos.
—¿Tú y tu hermano Satoru os peleabais mucho? —preguntó Lili, que seguía pendiente de los flamencos.
—Ya lo creo.
—Tanto Haruna como yo somos hijas únicas, así que nunca nos peleábamos con nadie.
Cada vez que mencionaba a Haruna, Lili hacía una mueca como si estuviera deslumbrada.
—¿Tu marido también? —preguntó Akira. La pregunta le había salido de forma completamente espontánea, a pesar de que no sentía la menor curiosidad por el marido de Lili.
—No, él tiene un hermano menor —le explicó Lili, con la voz algo temblorosa por el frío.
Los flamencos batieron las alas, todos a la vez. Los cuervos les hicieron caso omiso y siguieron picoteando su comida. Sus cuerpos eran pequeños, pero parecían más grandes que los flamencos.
—¿Te habría gustado tener un hermano pequeño? —quiso saber Akira.
—Sí.
—¿Y un hermano mayor?
—Sí.
Aquellas breves respuestas le daban un aspecto más infantil que nunca. Los flamencos levantaron el vuelo, todos a la vez.
—¿Cómo consiguen moverse todos al mismo tiempo? —susurró Lili. En todas las jaulas que estaban al aire libre había algunos cuervos—. Parecen centinelas —observó entonces.
La luz de la mañana iluminaba débilmente los recintos de los animales. El parque estaba casi vacío. Delante de la jaula del pavo real blanco, Akira besó a Lili. Ella cerró fuertemente los ojos, como una niña pequeña.
—Lo estoy pasando muy bien —dijo entonces, con la voz más temblorosa que antes.
—Yo también —contestó Akira.
Los cuervos sobrevolaban el recinto del zoológico. Una bandada formada por unos diez pájaros volaba en círculos alrededor de las ramas desnudas de un olmo.
—Me gustaría estar siempre así —dijo ella.
Akira no respondió. Estuvo a punto de pedirle que se quedara con él para siempre, pero se contuvo a tiempo. Si se lo hubiera dicho, Lili habría replicado que no podía. Akira estaba completamente seguro de ello.
—Qué oscuros son los cuervos —dijo él, cambiando de tema.
—Sí —afirmó Lili.
—Y los flamencos son rosados.
—Sí.
—Con pequeños matices naranja.
—Sí.
Entre Lili y Akira había muchos espacios prohibidos a los que había que prestar atención para evitar franquearlos. Akira albergaba la esperanza y el temor de que, algún día, la puerta de uno de aquellos espacios se abriera de golpe.
Salieron juntos del zoológico.
—¿Quieres ir a comer a algún sitio? —propuso él.
—Prefiero ir a tu piso —repuso ella, estrechándole la mano.
Era de noche cuando sonó el teléfono.
Akira llevaba tres días sin ver a Lili. Cogió el móvil pensando que sería ella, pero en la pantalla aparecía un número que no tenía registrado.
—Soy Haruna Miyamoto —dijo una voz al otro lado de la línea.
—¿Haruna? —repitió Akira.
Haruna estaba un poco borracha.
—Siempre me prometo a mí misma que no llamaré a ningún hombre cuando esté borracha, pero hoy he roto mi promesa —le explicó.
—¿Quién te ha dado mi número? —la atajó Akira.
—Satoru. ¿Podríamos vernos un rato? —le propuso ella.
—Tengo cosas que hacer —se excusó él.
—Ya las harás luego.
Akira rio al oír aquella respuesta.
Al final, Akira y Haruna quedaron aquella noche. Ella no estaba tan borracha como Akira había imaginado al oír su voz por teléfono. Llevaba un traje de chaqueta de un color indescriptible, a medio camino entre el verde y el azul.
—Hoy no tienes tanta pinta de maestra —le dijo Akira. Ella rio.
—Es que hoy tenía previsto quedar con Yukio.
—¿Yukio? —preguntó Akira.
—¿No sabías su nombre? —se sorprendió Haruna. Él se puso nervioso. Haruna lo examinó en silencio, como si lo estuviera poniendo a prueba—. Lili debe de gustarte mucho —dijo al fin, riendo de nuevo con unas carcajadas que rezumaban alcohol.
—¿Para qué querías verme? —inquirió Akira, irguiendo la espalda.
«¡Qué mujer!», pensó a continuación. Tampoco estaba tan enfadado. Al fin y al cabo, la incorregible Haruna no era más que una mujer. Akira sintió cierta admiración por ella.
—Me estoy planteando dejar a Yukio —le anunció Haruna.
—¿De veras? —respondió Akira formalmente.
—Quiero dejarlo —repitió Haruna.
—Pero eso no tiene nada que ver conmigo —objetó él, con la máxima frialdad posible.
—Ya lo sé, es que… —Haruna se interrumpió y lo miró a los ojos sin decir nada.
Era una mujer de cejas poco pobladas y párpados lisos y profundamente marcados. Los ojos de Lili, con forma de almendra, enseguida reflejaban su estado de ánimo, sus dudas y sus alegrías, pero los de aquella mujer no transmitían nada en absoluto. Akira le devolvió la mirada sin perder la calma.
—No me parecía justo estar con Satoru en un momento como éste —se justificó Haruna mientras se encendía un cigarrillo.
«Ultimamente no fumas. ¿Es porque yo no fumo?», le había preguntado Akira a Lili, pero ella había negado con la cabeza. «No, no es eso. Desde que te conozco, he ido perdiendo las ganas de fumar y, al final, he conseguido dejarlo del todo».
—¿Estás pensando en Lili? —le preguntó Haruna.
—¿A mi hermano no piensas dejarlo? —contraatacó Akira, ignorando su pregunta anterior.
Haruna despegó los labios como si quisiera decir algo, pero lo único que salió de su boca fue el humo del tabaco.
—¿Tenías algo más que decirme? —le preguntó Akira, en un tono aún más cortés.
—Sí —dijo ella—. Sí. Yo quiero mucho a Lili —añadió.
—¿Qué? —exclamó Akira en voz alta, en un tono más vulgar de lo habitual, como si en vez de una exclamación espontánea hubiera sido un escupitajo intencionado.
Ligeramente resentido, se dio cuenta de que, en compañía de aquella mujer, su conducta se radicalizaba sin que supiera explicar por qué.
Haruna apagó el cigarrillo aplastándolo en el cenicero, que debía de contener algo de agua, puesto que el papel blanco se humedeció y crepitó ligeramente al apagarse.
—Pero ella me odia —prosiguió Haruna, con la vista fija en el filtro marrón que asomaba en la punta del cigarrillo.
Akira se levantó bruscamente. Pagó los dos cafés en la barra y se fue sin volverse hacia Haruna. En cuanto salió a la calle, el frío cortante le envolvió el cuerpo.
«Menuda pájara —susurró—. No quiero volver a verla en la vida». Por otro lado, sin embargo, deseaba volver a ver a Haruna aunque fuera por última vez. Sentía la necesidad de regresar al sitio donde la había dejado, sentarse delante de ella, cantarle las cuarenta y ver cómo su rostro se desfiguraba en una mueca de indignación.
Akira volvió a su piso a paso rápido. Fue en busca de su bicicleta, que tenía aparcada en la parte trasera del edificio, y le quitó la cadena. Se sentó en el sillín y empezó a dar vueltas al parque, más deprisa de lo habitual.
Era una noche sin luna, y caía una débil llovizna.
Akira pedaleaba con todas sus fuerzas, secándose de vez en cuando con la palma de la mano las minúsculas gotitas que le mojaban la cara.
—Oye —dijo Lili.
—Dime —respondió Akira.
—¿Qué vamos a hacer a partir de ahora?
—No lo sé.
Akira aún no le había preguntado a Lili si su marido y Haruna lo habían dejado. De todos modos, ella no habría podido confirmárselo.
Ultimamente, Akira la veía muy tranquila. Sin embargo, cuando le preguntó qué iban a hacer a partir de entonces, su rostro se ensombreció.
—Akira.
—Dime, Lili.
—¿Crees que soy feliz?
—No lo sé —contestó Akira, repitiendo lo que le había dicho antes y lamentando que Lili sólo le hiciera preguntas para las que no tenía respuesta.
A veces Akira se preguntaba qué era verdaderamente lo que sentía por Lili. Sus sentimientos parecían una especie de espejismo que siempre estaba delante de él. Cuando él avanzaba, ellos también. Cuando Akira lograba hacer cincuenta y dos repeticiones en una serie, ellos hacían cincuenta y cinco.
—¿Hasta dónde vamos a llegar? —preguntó Lili de nuevo.
—No lo sé —admitió él por tercera vez.
—Pero tú me gustas, Akira —confesó ella.
—Tú también me gustas —dijo él, suspirando aliviado al ver que, por fin, Lili había dicho algo a lo que sí podía responder.
Oyó la voz de Haruna diciendo que quería dejar a Yukio. Apenas recordaba su cara, pero su voz resonaba en su mente con una claridad asombrosa.
—Akira —volvió a llamarlo Lili.
Él la abrazó.
La abrazó sin más, como si fuera una muñeca gigante. Ella se dejó abrazar lánguidamente, apoyando todo su peso sobre el cuerpo de Akira, con la cabeza vuelta hacia la ventana y los ojos abiertos de par en par.
Akira, completamente inmóvil, se limitaba a contemplar desde arriba los ojos de Lili, que parecían observar fijamente la ventana empañada.