5. Lili. Un vaso lleno a rebosar

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LILI. UN VASO LLENO

A REBOSAR

«Puede que me pase el resto de la vida así, como ahora», pensó Lili.

—¿Cómo es así? —se preguntó luego en voz alta.

A orillas del río, los ciruelos empezaban a brotar. Los de flor encarnada, situados río arriba, florecían antes que los de flor blanca, que crecían cerca de su casa. Aquel año, los brotes se habían henchido al mismo tiempo y parecía que fueran a abrirse simultáneamente, pero los de flor encarnada acabaron despuntando antes, como siempre.

El año anterior había sucedido lo mismo, y el otro también. Año tras año, los ciruelos de flor encarnada florecían antes que los de flor blanca, cuyos brotes despuntaban aproximadamente una semana más tarde. Parecía un ciclo invariable.

—Me quedaré así para siempre, sin poder irme de aquí —susurró Lili.

La bolsa del supermercado pesaba. Había comprado leche y zumo de verdura. Ir a comprar le resultaba muy fatigoso últimamente, así que sólo iba cada tres días. Tampoco quedaba con Akira tan a menudo como antes.

—Creo que voy a cortarme el pelo —murmuró a continuación. El viento todavía era frío, pero el sol era mucho más cálido que en pleno invierno—. Esta noche haré pollo con pimientos rojos salteados y verduras en vinagre —añadió en voz alta.

Un transeúnte levantó la vista por un instante al cruzarse con ella. Una agradable fragancia llovía de los ciruelos. Lili se detuvo a medio camino y levantó la cabeza para aspirar el aroma de las flores.

«Qué olor más penetrante —pensó—. Las flores del ciruelo son puras y delicadas, pero cuando cierras los ojos y sólo percibes su aroma parecen grandes y maduras, como cierto tipo de mujeres».

Lili sonrió. Cierto tipo de mujeres. ¿Aquella descripción la incluía a ella? ¿A Haruna, tal vez? ¿O quizá todas las mujeres tenían aquella doble faceta de puras y lascivas al mismo tiempo?

«No, eso es un estereotipo —decidió a continuación—. Es el cliché de la mujer virginal de día y golfa de noche».

—Es absurdo pensar que las personas tiene una doble faceta —afirmó categóricamente en voz alta.

Luego se pasó la bolsa a la mano izquierda y estiró la espalda. «Esta noche haré verduras en vinagre y pollo cortado a tiras con pimientos rojos salteados». Mientras repetía para sus adentros el menú de la cena, Lili echó a andar a grandes zancadas.

Una tímida brisa primaveral le acarició las sienes. Lili pestañeó lentamente.

Abandonó la calle que discurría a lo largo del río y se adentró en el callejón donde vivía. Siguió andando a la sombra de un muro. Desde ahí ya se veía su casa.

—Seguiré siempre así, en el mismo lugar —susurró—. No voy a seguir siempre así, en el mismo lugar —rectificó justo después.

Entonces hizo girar el cuello y se pasó la bolsa a la mano derecha.

Pero todo cambió repentinamente.

—¿Cómo? —exclamó Lili.

Era un caluroso día de principios de abril. Nada más llegar a casa, Akira se cambió la camiseta de manga larga por una de manga corta. Lili se quedó absorta contemplando sus brazos desnudos. Se sentía algo decaída, quizá por el calor.

Akira entró en el baño y se lavó las manos. A pesar de que no era un maniático de la limpieza, parecía tener una especie de obsesión por lavarse las manos. Lili se había dado cuenta cuando llevaban unos dos meses saliendo juntos.

Le hacía mucha ilusión descubrir nuevas facetas de su amante que había ignorado hasta entonces, como su vicio de tocarse las orejas. Cuando tenía frío, Akira se tocaba las orejas de forma inconsciente. Lili había oído hablar de las personas que se llevan las manos automáticamente a los lóbulos de las orejas cuando tocan algo caliente, pero cuando descubrió el vicio de Akira le sorprendió mucho conocer a alguien que lo hiciera con el frío, puesto que las orejas suelen estar especialmente frías.

«¿Por qué te tocas las orejas?», le había preguntado. Akira había reaccionado con perplejidad. «Yo no me toco las orejas», había respondido con cara de extrañeza. Lili se desternillaba de risa.

Lo mismo le había ocurrido con el asunto de Minamiguchi. «Quedamos en Minamikuchi», le había dicho Akira un día. «¿Minamikuchi?». «Sí, en la estación. En la salida de Minamikuchi». Lili se había echado a reír. «¿Por qué dices Minamikuchi en lugar de Minamiguchi?». Además de pronunciar una consonante sorda cuando debía ser sonora, Akira imprimía a las sílabas kuchi una entonación distinta a la de Lili. Ella decía «Minamiguchi», y todas las sílabas de namiguchi sonaban igual. En cambio, Akira decía «Minamikuchi», y pronunciaba minami sin variar la entonación, pero su voz se agravaba en la parte final, kuchi.

Mientras reía, Lili le había hecho ver que aquella entonación era propia de otras palabras que contenían altibajos en la pronunciación. «Como por ejemplo…, ¡ya lo tengo! Como la palabra extraterrestre. Parece mentira que hablemos de forma distinta habiendo nacido en Tokio los dos», había conseguido decir Lili, que no podía parar de reír mientras Akira la miraba con estupor.

«Es que la familia de mi madre es del norte, de Tohoku», había intentado justificarse él. A Lili le había parecido adorable que se enfurruñara y le había dado un suave beso.

«Hoy insiste más que nunca en lavarse las manos —pensó Lili, melancólicamente—. Será por el calor. Espero que no tarde en volver».

Al fin, el ruido del agua cesó y Akira salió del baño. Estaba justo delante de la ventana y Lili no le veía bien la cara, aunque no pudo dejar de advertir que parecía más alto que de costumbre. Cuando se apartó de la ventana para acercarse a ella, recuperó su corpulencia habitual.

Fue entonces cuando Lili exclamó:

—¿Cómo?

Akira había hablado tan deprisa que no había entendido sus palabras.

Él repitió lo que le acababa de decir, pero ella seguía sin oírlo.

Levantó la cabeza hacia su cara, que seguía a contraluz.

—Creo que deberíamos dejarlo —repitió Akira por tercera vez. En aquella ocasión, Lili oyó sus palabras nítidamente.

—¿Cómo? —exclamó de nuevo. Le pareció que el cuerpo de Akira volvía a aumentar de tamaño. Intentó fijar la vista entre sus cejas, pero no le veía bien la cara y no consiguió enfocar la mirada—. ¿Por qué? —acertó a preguntar.

Akira hizo una breve pausa antes de responder.

Le envolvió la palma de la mano con la suya. La tenía muy fría. «Esto le pasa por haber estado tanto rato lavándose las manos», pensó Lili distraídamente.

No había entendido las palabras de Akira. Sabía exactamente qué significaban, pero no las había comprendido bien.

Intentó acurrucarse bajo su brazo, como siempre que quería que la abrazara, pero Akira la rechazó con frialdad.

—¿Por qué? —repitió ella en un susurro.

—Porque me haces daño —repuso él. Hizo una breve pausa y a continuación, repitió—: Me haces daño.

Ella levantó la vista hacia él. Él la miró desde arriba. Era la primera vez que Lili le veía bien la cara desde que habían llegado al piso. Estaba tensa, y reflejaba cierto dolor contenido.

—Akira —dijo Lili, e intentó acariciarle la mejilla.

Pero él se apartó instintivamente. Ella se sintió como si le hubiera propinado un bofetón. Justo después, se dio cuenta de que Akira había tenido que soportar mucho más dolor.

—Te hago daño —dijo Lili, repitiendo las palabras de Akira.

Por un instante, había comprendido el dolor al que él se refería. Hasta entonces lo había ignorado por completo, a pesar de que debería haberlo sabido. Pero en cuanto él se lo confesó, Lili fue consciente del dolor que sentía Akira en toda su magnitud, de principio a fin.

—Akira —murmuró.

Él no le respondió. «Es normal que no me responda», pensó Lili. Sintió arcadas de odio hacia sí misma. Una sustancia cálida y viscosa se le agolpaba lentamente en la garganta. No sabía si se trataba de una indigestión real o de un funesto conglomerado de sentimientos.

—Akira —lo llamó de nuevo.

Él permaneció en silencio. Sus manos desprendían un suave olor a jabón. Lili hundió la cabeza.

Los días iban pasando.

A Lili, una hora se le antojaba tan larga como una semana de las de antes, cuando todavía salía con Akira. A pesar de ello, los días seguían avanzando.

Había perdido la noción del tiempo transcurrido desde que Akira le había dicho que quería dejarlo. Aunque, en realidad, sabía perfectamente cuánto hacía.

Tres semanas. No había pasado ni un mes, sólo tres semanas.

«¿Cuándo limpiaré las ventanas?», se preguntó. Dos días antes había soplado un fuerte viento acompañado de lluvia que había dejado los cristales salpicados de gotitas blancas. Ultimamente, Lili se notaba el cuerpo muy pesado, como si tuviera un poco de fiebre. Se pasaba el día bostezando, y estaba desganada.

«Estás muy pálida», le había dicho Yukio la noche anterior. «¿Tú crees?», le había respondido ella. A Lili le resultaba extraño seguir viviendo con Yukio como si no hubiera pasado nada. Pero pensar que era extraño tenía un punto de arrogancia. «No es extraño. Yo misma he elegido actuar así», pensó.

Aquellas ventanas tan sucias la sacaban de quicio. Irritada, encendió el televisor. Una mujer con un vestido amarillo explicaba trucos hipotecarios mientras señalaba la tarjeta blanca escrita con letra de imprenta que sujetaba en la mano. «Es muy importante que elijas el préstamo más adecuado», decía con una sonrisa. El presentador le hizo una pregunta. El plató estaba muy bien iluminado y adornado con una gran cantidad de orquídeas.

«¿Cómo se puede ir a otro lugar? —se preguntó Lili—. ¿Por qué estoy aquí? Todas las decisiones que he ido tomando me han conducido hasta aquí».

Abres la puerta más adecuada. Te pones los zapatos más adecuados. Usas el perfume más adecuado. Encuentras el marido más adecuado. Eliges el préstamo más adecuado.

Lili estaba convencida de que había tomado las decisiones más adecuadas. Entonces, ¿por qué se encontraba en aquella encrucijada?

Pulsó con fuerza el botón del mando a distancia. La pantalla del televisor se apagó con un chasquido seco.

Lili se levantó. Se acercó al armario y sacó una chaqueta fina. Cuando ya se había puesto las mangas, se la quitó. No era un día caluroso, pero el cuerpo le ardía por dentro y pensó que la chaqueta la abrigaría demasiado. Sin embargo, al quitársela tuvo un poco de frío.

Cuando pensaba en lo que tenía que hacer, se notaba el cuerpo más y más pesado. «No me gusta dejar las cosas para más adelante», susurró Lili, y abrió la puerta del recibidor. Al final, había decidido llevar la chaqueta bajo el brazo. Se sintió un poco ridícula por haber dudado tanto a la hora de decidirse entre coger la chaqueta o dejarla, a pesar de que sólo tenía que ir hasta la estación.

—Como si fuera el fin del mundo —dijo en voz alta.

En la calle que bordeaba el río, que quince días antes estaba llena de ciruelos en flor, ahora predominaba el verde. Las hojas jóvenes, de color verde claro, pronto se oscurecerían.

Lili caminaba en silencio. Se sentía como un vaso a punto de rebosar. Por eso procuraba no balancear demasiado el cuerpo, como si tuviera una aguja en la cabeza que mantuviera el agua siempre al mismo nivel, en horizontal.

Las hojas jóvenes relucían. Lili cerró los ojos por un instante.

En la farmacia había mucha gente. Después de meter un rollo de hilo dental y un bote de champú para Yukio en la cesta roja de plástico, Lili cogió un test de embarazo. El lector de códigos de barras (Lili le había comentado un día a Yukio que tenía una forma curiosa, como una máquina de afeitar gigante, y Yukio la había mirado como si se hubiera vuelto loca) emitió un pitido y le indicó el precio.

Cuando salió a la calle, alguien la llamó.

—¿Le importaría responder a una encuesta? —le preguntó una sonriente mujer de mediana edad, ataviada con gorro y guantes blancos.

—Ahora no puedo —respondió Lili, y le sonrió a modo de disculpa.

—Le daré un pequeño obsequio como agradecimiento —insistió la mujer.

Colgada del cuello llevaba una pizarrita con las hojas de las encuestas sujetas con una pinza.

—Lo siento —se disculpó Lili, pero la mujer no se dio por vencida.

Se puso delante de ella para cortarle el paso y siguió hablando:

—Me gustaría mucho conocer la opinión de una mujer activa de mediana edad, como usted.

Lili la esquivó y se quedó boquiabierta al ver que era capaz de realizar un movimiento tan ágil.

Cruzó el paso de peatones; el semáforo acababa de ponerse en verde, y entró en el pachinko de la acera de enfrente. El tintineo y el repiqueteo que imperaban en el lugar enseguida le inundaron los oídos. De fondo, a un volumen exageradamente alto, sonaba el estribillo de una canción popular que había oído alguna vez, a pesar de que no consiguió recordar el título.

—Una mujer activa —susurró Lili.

«He sido capaz de esquivarla cuando he oído la palabra activa —pensó—. No, ha sido cuando me ha llamado mujer de mediana edad», rectificó, riendo con disimulo.

Una mujer que llevaba un niño a la espalda con un mono de felpa azul esquivó a Lili, que seguía de pie, plantada como un pasmarote. Introdujo un billete en una máquina expendedora y compró un cuenco lleno de canicas. A continuación, se sentó frente a la máquina que tenía justo al lado y empezó a jugar. El niño seguía colgado a su espalda, inmóvil.

De la máquina de la mujer empezaron a salir canicas. Los números que giraban en el centro de la pantalla se detuvieron. Al parecer, le había tocado un premio. La mujer sujetó la palanca y observó la máquina con expectación. Detrás de ella, en diagonal, Lili veía las canicas saliendo a raudales con un alegre repiqueteo.

—Si no vas a jugar, vete a otro sitio. Aquí estorbas —le espetó la mujer de repente, volviéndose hacia ella al cabo de unos minutos.

—Sí, perdona —se disculpó ella de inmediato.

A continuación, se encaminó hacia la salida con la bolsa de la farmacia en la mano. En ese preciso instante, el niño rompió a llorar.

La mujer chasqueó la lengua. Lili se volvió inconscientemente.

Una cabecita pelona se giró desde la espalda de la mujer. El llanto del niño, meloso al principio, pronto adoptó un tono más apremiante. Aun así, su madre se limitó a acunarlo sin levantarse.

De vez en cuando, el volumen de la megafonía subía de repente y ahogaba el llanto del niño. Lili sintió una opresión en el pecho.

Salió a la calle por la puerta trasera, que daba al aparcamiento. El bullicio del interior del local se alejó rápidamente. El pecho todavía le dolía. Le costaba respirar, como si le faltara el aire.

Lili arrugó la frente. Se encontraba mal por aquella opresión en el pecho, pero no sólo por eso. No sabía qué le pasaba. Sentía un gran dolor. Pero no era sólo dolor.

Se dio cuenta de que el dolor estaba mezclado con una sensación extraña e indescriptible, parecida a la alegría, que nunca antes había experimentado.

Fue por entonces cuando ocurrió un hecho que quedó grabado en la memoria de Lili.

Un hecho que no tenía nada que ver con la vertiginosa sensación de cambio que la asaltaba últimamente. En realidad, no estaba relacionado con Yukio, ni con Akira, ni con Haruna, y apenas tenía nada que ver con la propia Lili.

Se trataba de una barba.

Un día, recibió una inusitada llamada de su madre, Miho. Fue el día antes de ir a la farmacia. O quizá el anterior.

El padre de Lili había fallecido cuando ella estudiaba bachillerato. Años más tarde, su madre había vuelto a casarse con un compañero de trabajo cinco años mayor.

Cuando Lili había empezado a trabajar, prácticamente había perdido el contacto con su madre y su nuevo marido, aunque no habían acabado de distanciarse porque seguían llamándose una vez al mes.

—¿Tú recuerdas cómo llevaba la barba papá? —le preguntó Miho por teléfono.

Miho llamaba «papá» al difunto padre de Lili y «señor Yamaguchi» a su nuevo marido.

—¿La barba? —repitió Lili.

—Papá llevaba barba, ¿recuerdas? —dijo Miho al otro lado de la línea, con voz alegre.

Quizá por eso aquella conversación se le había quedado grabada en la memoria, porque Miho siempre utilizaba un tono más triste cuando hablaba con ella.

Lili no recordaba a su padre con barba.

—¿Y por qué me preguntas ahora por la barba de papá? —le preguntó Lili cautelosamente, temiendo que su madre padeciera algún tipo de demencia.

—Por nada. Es que, de repente, me he acordado de él —le confesó Miho.

Aquello también era del todo inusitado. Miho siempre había procurado no atormentarse con el pasado y cerrar viejas heridas.

—Creo recordar que llevaba una barba de chivo, poco poblada —dijo Miho, riendo a carcajadas.

Lili no pudo evitar echarse a reír con ella.

Al final, colgaron el teléfono sin haber esclarecido el asunto de la barba. Al cabo de una semana, Lili recibió una fotografía de parte de Miho. Llegó en un elegante sobre en el que figuraba su dirección escrita a pluma. Lili lo rasgó cuidadosamente. En el interior del sobre encontró una breve nota que rezaba:

Querida Lili:

No tengo muchas fotos de tu padre con barba, por eso ésta es tan valiosa. Dime, ¿cómo definirías esta barba?

De tu madre,

MIHO

A Lili le pareció oír a su madre conteniendo la risa detrás de aquellas líneas.

La fotografía era en color, pero estaba desteñida y había adoptado un tono amarillento. Lili no recordaba haberla visto antes. Su padre todavía era joven. Debía de pertenecer a la época en la que ella aún iba al colegio.

—Papá debía de tener la edad de Yukio —murmuró.

Tal y como Miho creía recordar, su padre llevaba una barba poco poblada, una pequeña perilla formada por cuatro pelos dispersos. «Pues sí que parece una barba de chivo», pensó Lili, examinando la fotografía en silencio.

Entonces, de repente, la invadió una oleada de tristeza.

Su padre, el que salía en la fotografía, ya no estaba.

Debería haber aceptado aquella realidad hacía veinte años. En el momento en que había sucedido tal vez le resultara imposible aceptarlo, pero con el paso de los meses y de los años debería haber asumido la ausencia de su padre como un estado natural.

Sin embargo, estaba triste.

«¿Y la barba?», pensó Lili.

A su padre no le quedaba bien aquella barba. Le daba cierto aire de rufián. Más que de rufián, le daba aspecto de vagabundo.

Fuera como fuese, su padre salía en aquella fotografía. Lili sintió que quería a aquel hombre. No al padre que había perdido, sino al que salía vivo en la fotografía.

«Es curioso —susurró—. Es curioso. Es curioso», repitió varias veces.

Era curioso, triste e incluso más bien gracioso.

Lili se echó a reír con ganas por primera vez en mucho tiempo. Mientras examinaba la fotografía en diagonal, al revés y otra vez de frente, Lili estuvo riendo. En voz baja, pero durante un buen rato.

Al día siguiente de haber recibido la fotografía, llamó a Miho.

—Es una barba de chivo.

—¿Verdad que sí? —le respondió su madre, algo decepcionada—. Me lo imaginaba. Papá era un chivo —refunfuñó a continuación.

Tal y como sospechaba, el resultado del test de embarazo fue positivo.

«¿Qué voy a hacer ahora?», murmuró Lili.

No se refería al embarazo en sí, puesto que estaba casi convencida de que no se trataba de un error.

Tampoco se refería al hecho de que el padre no podía ser Yukio porque llevaba por lo menos dos meses sin acostarse con él.

Ni siquiera se estaba planteando un posible aborto, puesto que ya había decidido que, si se confirmaba el embarazo, daría a luz fuera cual fuera su situación.

«¿Qué voy a hacer?», susurró de nuevo.

Sentada en el sofá, Lili dio un pequeño saltito. Estaba contenta y avergonzada al mismo tiempo. Sentía la misma alegría ingenua del día en que, de niña, un pariente lejano al que apenas conocía le había regalado inesperadamente un sobre con dinero para Año Nuevo. Y se sentía avergonzada de su propia alegría.

Iba a divorciarse de Yukio.

Y no volvería con Akira.

Ambas decisiones estaban tomadas.

«Pero ¿qué voy a hacer?», volvió a suspirar.

Sabía muy bien lo que debía hacer. En primer lugar, buscar trabajo y asegurarse unos ingresos. Luego necesitaría un lugar donde vivir y un seguro médico.

Por muy complicado que fuera en términos logísticos, sentimentalmente le parecía un juego de niños.

Lo que no sabía era cómo iba a decírselo a Yukio y a Akira.

Dio unos cuantos saltitos más en el sofá y luego se levantó resueltamente. Entró en el baño, abrió el armario inferior y cogió tres trapos que había recortado de una camisa vieja. Luego llenó un cubo de agua y añadió un tapón de detergente. Cogió el cubo y los trapos, salió al balcón y se puso a frotar los cristales lentamente.

«Qué día más bonito», pensó.

Entonces se dio cuenta de que llevaba muchos días sin apreciar el buen tiempo. Mientras concentraba todos sus esfuerzos en la mano que deslizaba el trapo por la ventana, pensó que le gustaría compartir con alguien la alegría que le había despertado aquel día radiante.

«¿Con quién podría compartirla?», se preguntó. Le vinieron a la mente algunas caras de familiares y amigos, pero enseguida las borró. «¿Yukio?». Imposible. Lili lo descartó inmediatamente. «¿Akira? —Se le ocurrió a continuación—. No, ahora no me apetece quedar con él».

Lili limpiaba las ventanas minuciosamente, de arriba abajo. A medida que desaparecía la suciedad que alteraba el reflejo de la luz, los cristales recuperaban su aspecto liso y transparente.

«Haruna —pensó de repente—. Haruna es la única a la que quiero contarle todo esto. Hablarle del buen tiempo. Decirle que he dejado los cristales relucientes. Y que una nueva vida se está formando dentro de mi cuerpo».

La mano de Lili se detuvo. Levantó la vista al cielo. No había ni una sola nube, y la luz lo inundaba todo.