6. Yukio. Gotas de lluvia en las mejillas
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YUKIO. GOTAS DE LLUVIA
EN LAS MEJILLAS
«Estoy confundido», pensaba Yukio.
—Confundido —dijo luego en voz alta. Le pareció una palabra extrañamente sentimental, a pesar de que no era hombre dado a sentimentalismos.
La voz de Lili todavía resonaba en sus oídos.
«Quiero el divorcio», le había dicho, abordando el asunto sin rodeos. A Yukio debería haberle satisfecho la actitud directa de su esposa, puesto que era un hombre que rehuía todo lo que fuera superfluo. Hasta entonces no había imaginado que Lili, que tenía tendencia a utilizar palabras implícitas e innecesarias, fuera capaz de hablar de forma tan directa.
—Quiero el divorcio —repitió ella.
—Dime por qué —le pidió Yukio, esforzándose en que su voz no sonara alterada, aguda ni atropellada.
—Porque es lo que quiero —respondió ella.
—Eso no es ningún motivo —replicó él.
Tras una breve reflexión, Lili le contestó lentamente:
—Porque no te quiero.
—¡Cómo te atreves! —exclamó Yukio sin pensar, levantando un poco la voz. Luego se dio cuenta de que había cometido un error.
Lili no añadió nada más.
Estaban sentados a la mesa del comedor, uno frente al otro. Para desayunar había lo mismo de siempre: tortilla rellena de queso, fruta —naranjas o cerezas, según la temporada— con yogur natural, pan bien tostado y café.
Aquel día Yukio había desayunado dos tostadas. Normalmente tomaba sólo una, pero había debido de quedarse con hambre tras la primera, puesto que había comido otra a pesar de que nunca lo hacía.
«Supongo que tenía un mal presentimiento —pensó—. Como los animales salvajes, que hacen acopio de comida para estar preparados ante cualquier imprevisto. Lili me desafió a aquella extraña batalla y necesitaba acumular energía para emplearme a fondo en el contraataque».
—El matrimonio no siempre funciona a gusto de ambos —replicó entonces, bruscamente.
Lili permaneció en silencio.
—¿No estás satisfecha con la vida que llevamos? —insistió él, mirándola a la cara. Lili le aguantó la mirada. Tenía la costumbre de mirar directamente a todo el mundo.
«Al principio ya era así —reflexionó Yukio—. No sólo conmigo, sino también con algunos compañeros de trabajo que yo traía a casa, con Haruna, con mi madre y mi hermano e incluso con las dependientas de las tiendas». Lili tenía un trato frontal y directo con la gente.
«Puede que alguien se sienta intimidado si lo miras tan fijamente», le había dicho Yukio una vez. Ella se había limitado a ladear la cabeza, como si no acabara de entender por qué. «¿Eso es lo que hago? ¿Mirar fijamente a los demás?», había respondido entonces, en un tono dolido. Yukio se sentía a menudo como si le hiciera daño sin querer.
«¿Has terminado?», le había preguntado ella.
Yukio ya se había comido las dos tostadas y se sacudía las migas de los dedos.
Al parecer, aquella mañana Lili tampoco tenía hambre. Ultimamente, comía muy poco. Aunque empezaran a comer al mismo tiempo, ella siempre terminaba antes. Pero luego, mientras se secaba con un trapo las manos húmedas una vez había recogido la cocina, iba picoteando las sobras que ella misma había dejado en el plato.
Al preguntarle Lili si había terminado, Yukio se había sentido como si volviera a ser un niño pequeño. Había tenido la misma sensación que cuando le hacían cosquillas: en parte desagradable, pero dulce en cierto modo. «Si tuviéramos un hijo, ¿le hablaría así?», se había preguntado Yukio.
«Si has terminado, me gustaría hablar contigo», había proseguido ella, en un tono cordial pero firme.
Yukio había recordado la voz de Lili cuando hacían el amor. Una voz fina pero intensa. En aquella ocasión, su voz le había producido una impresión muy distinta.
Entonces, Lili había abordado el asunto del divorcio.
—No es que no esté satisfecha —contestó ella, midiendo cada una de sus palabras. La cordialidad de su voz se había esfumado. Había adoptado un tono pragmático, meramente comunicativo. Era una voz neutra que habría resultado imposible distinguir si pertenecía a Lili o a cualquier otra mujer.
—Si no estás insatisfecha, ¿por qué tenemos que divorciarnos? —le preguntó Yukio, procurando no hablar demasiado rápido ni demasiado lento.
—¿No te parece bien?
—Claro que no —respondió él, con la máxima tranquilidad que era capaz de aparentar.
«Así se acorrala una presa —pensó—. Las fieras nunca exhiben todo su potencial de buenas a primeras, ni siquiera para capturar una presa pequeña».
—Pero yo quiero divorciarme.
—No nos habríamos casado si uno de los dos no hubiera querido, ¿verdad? Pues con el divorcio pasa lo mismo —le planteó Yukio, con voz amable.
Lili lo miró fijamente, sin decir nada. «Ya ha vuelto a quedarse callada. Anda, deja de resistirte en vano y ven aquí», pensó Yukio. Los ojos de Lili desprendían un fulgor intenso. «Por cierto, ¿cuánto tiempo llevamos sin hacer el amor? Desde el pasado verano, cuando tuvo lugar aquel desafortunado encuentro entre Haruna, Lili y su joven amigo, he hecho todo lo posible para evitar tener relaciones sexuales con ella —pensó Yukio—. No sé qué clase de relación hay entre Lili y aquel chico. Es inútil especular. Las especulaciones sin fundamento sólo conseguirían perjudicar mi propia dignidad y la suya. Pero el sexo es peligroso si no existe una complicidad absoluta entre ambos».
Yukio volvió a recordar las palabras de su exnovia: «El sexo sin amor es aburrido». Entonces, se planteó si la afirmación de aquella chica significaba lo mismo que la suya, es decir, que el sexo era peligroso cuando no existía una confianza absoluta entre ambas partes.
Lili habría opinado que no. ¿Qué habría dicho Haruna?
Al evocar a Haruna, Yukio fue consciente del apego que sentía por Lili, que estaba justo delante de él. Era extraño. Cuando Lili le había dicho que quería el divorcio, no se había puesto especialmente ansioso ni había sentido angustia al pensar que podía perderla. Lo único que le había preocupado era mantener lo más lejos posible el sonido siniestro de aquella palabra, divorcio.
«Hace mucho tiempo que no me acuesto con ella —pensó vigorosamente—. Me gustaría derribarla al suelo ahora mismo e inmovilizarla. Quiero violar sin compasión a esta mujer que me aguanta la mirada sin titubear».
Yukio miró a Lili a los ojos. Ella no desvió la vista, pero se mantuvo en silencio.
—No vamos a divorciarnos —le espetó Yukio con frialdad, deslizando la mirada por los delgados brazos de Lili.
—¿A pescar? —repitió Yukio.
—Sí, el sábado que viene. Si quieres, puedes venir con tu mujer —lo invitó Kenichiro Takagi por teléfono.
El mes anterior, la empresa donde ambos trabajaban había hecho una inesperada reestructuración de plantilla y había destinado a Takagi a la sucursal del norte de Kanto. Según el rumor principal, el motivo del traslado había sido un problema en la directiva del departamento de Takagi, pero él mismo aseguraba con franqueza: «Nosotros somos el último mono, no nos afectan los líos de los peces gordos del departamento».
Sea como fuere, Kenichiro Takagi había aceptado el traslado sin irse de la lengua. A Yukio le pareció una degradación notable, pero ignoraba lo ocurrido. Además, ni siquiera sabía qué opinaba Takagi acerca de su propio traslado. Yukio era el más nuevo en su departamento, y no tenía suficiente confianza con ninguno de sus compañeros como para exponerles el asunto con franqueza.
—¿Cómo estás? —le preguntó Yukio.
—He engordado un poco —le respondió Kenichiro Takagi con voz alegre.
—Así que me invitas a pescar.
—Desde que estoy aquí, los fines de semana me dedico a eso.
—¿Y qué pescas?
—Como estoy cerca del mar y del río, hay mucha variedad.
«Hay mucha variedad». Yukio se sintió fascinado por aquellas palabras. Recorrió la oficina con la mirada.
Aparte de él, el único que ocupaba su silla era el jefe de sección. Tenía la espalda encorvada y la vista fija en la pantalla del ordenador. En la amplia oficina reinaba un ambiente tranquilo. El timbre de un teléfono sonaba a lo lejos.
—No sé qué decir —admitió Yukio.
—Vente.
Yukio se sentía intimidado al comparar el ambiente de su oficina con el del lugar desde donde le llamaba Kenichiro Takagi. Tenía la sensación de que, cada vez que su compañero le decía algo, aquel aire denso que olía a mar y a río irrumpía ferozmente en el ambiente neutro, limpio y uniforme de su oficina.
—¿Tu mujer trabaja?
—No, no exactamente —titubeó Yukio.
—Si vienes solo, puedes alojarte en mi casa.
—Estupendo —respondió Yukio, sin concretar.
Kenichiro Takagi hablaba en un tono jovial. «¿Tan alegre era ese tipo antes?», se preguntó Yukio.
Al final, su compañero le hizo prometer que lo visitaría el fin de semana siguiente. «La ocasión la pintan calva. Si te gusta, la próxima vez puedes venir con tu mujer».
Aquella semana hubo mucho trabajo. Yukio ni siquiera tuvo tiempo para quedar con Haruna, y todas las noches llegó a casa pasadas las doce.
El día antes de ir a visitar a Kenichiro Takagi también encontró a Lili durmiendo al llegar a casa. Sin encender la luz para no despertarla, Yukio sacó del cajón el pijama y una muda de ropa interior limpia.
Antes, si Yukio aún no había llegado, Lili siempre le dejaba encendida la luz de la habitación a baja intensidad. Decía que no dormía bien si no estaba totalmente a oscuras, pero cuando llegaba Yukio ya estaba medio adormilada y abría un poco los ojos bajo la tenue luz. A veces, él le daba un suave beso en la mejilla.
«Es mejor que no esté despierta», pensó Yukio. No habían retomado la conversación sobre el divorcio, pero tampoco la habían zanjado.
Yukio volvió a la sala de estar, se quitó la corbata y suspiró. «Estoy agotado». Mientras tanto, abrió la nevera y sacó una botella de agua de dos litros. Se la bebió casi entera. Luego volvió a abrir la nevera y se dio cuenta de que no había ninguna de repuesto.
Chasqueó la lengua, se llevó la botella a los labios y la vació, enojado con Lili.
«No te quiero». Yukio recordó las palabras de Lili. ¿Por qué le había dicho algo así? ¡Y siempre con aquella cara de víctima!
Yukio estuvo rebuscando hasta que, al fin, encontró una botella de agua sin estrenar dentro de un estante largo y estrecho con ruedecitas que había junto al fregadero. Como estaba medio escondido entre la nevera y el armario de la cocina, Yukio nunca se había dado cuenta de que allí hubiera un estante. No lo descubrió hasta que tiró de él, haciéndolo deslizar sobre las ruedecitas.
Yukio se dejó caer en la silla que había en el «rincón de Lili». Se quitó los pantalones, pero se dejó la camisa puesta. Se sentía inseguro con aquel aspecto, medio vestido, medio desnudo. Quitó el tapón de la botella y se la llevó de nuevo a los labios.
El agua estaba templada. De vez en cuando, entraba en la botella un poco de aire y el agua se le derramaba por las comisuras de los labios con un desagradable ruido gutural.
Cuando hubo saciado la sed, Yukio se relajó un poco. «¿Por qué me siento tan confundido? —se preguntó—. Sólo soy capaz de aborrecer a Lili durante un tiempo. Luego mis sentimientos cambian de repente, sin previo aviso, y siento una especie de ternura hacia ella».
Sabía perfectamente que el cansancio le exaltaba las emociones.
«Yo sí te quiero, Lili», susurró. Al pronunciarla en voz alta, aquella declaración se le antojó increíblemente cierta. «Te quiero más que a Haruna, y más que a mi madre y a mi hermano. ¿Por qué no te das cuenta?», prosiguió.
Guardó la botella en la nevera, se duchó, apagó las luces de toda la casa y entró en el dormitorio. Escuchó la respiración de Lili. Respiraba de forma agitada, casi como si roncara.
Yukio se extrañó. No recordaba que Lili respirase de aquella forma cuando dormía. Sus ojos aún no se habían acostumbrado a la oscuridad del dormitorio y no le veía la cara.
«¿La mujer que respira así es la misma a la que acabo de declarar mi amor? ¿Quién es en realidad? ¿Todas las noches me acuesto junto a esta mujer que ahora me resulta tan extraña?».
Yukio alargó el dedo hacia el lugar donde creía que encontraría su mejilla. Lili tenía la piel cálida y suave. Su tacto le resultó muy familiar. Estuvo un rato acariciándola, sintiendo su calidez en la palma de la mano.
Al final, el sueño se apoderó de él. Lili hizo un leve movimiento, y Yukio apartó la mano precipitadamente. Suspiró de nuevo y se metió bajo el futón.
Hacía un tiempo espléndido.
Kenichiro Takagi le prestó un sombrero. No se trataba de una gorra de tela como la que él mismo llevaba, sino de un sombrero de paja como los de antes.
—¿Así es como piensas ir a pescar? —se burló Kenichiro al ver el atuendo de Yukio cuando éste salió de la estación. Yukio llevaba un pantalón de traje azul marino, una camisa informal de media manga, cinturón y zapatos de piel—. Sólo te falta la corbata para poder ir a la oficina —añadió su compañero.
Al final, Yukio no le había dicho a Lili que tenía previsto visitar a Kenichiro Takagi. A causa de la crisis económica, su empresa organizaba cada vez menos viajes de negocios que durasen todo un fin de semana. Las expediciones eran de ida y vuelta o, en caso de tener que pasar una noche fuera, se hacía entre semana, puesto que los días laborables permitían visitar el máximo de empresas y despachar el máximo de asuntos posible.
Si le hubiera dicho a Lili que iba a visitar a Kenichiro Takagi, probablemente ella habría sospechado que sólo se trataba de una excusa para pasar el fin de semana con Haruna.
A pesar de ello, estaba convencido de que Lili se lo habría negado con toda la calma del mundo. Yukio había visualizado nítidamente el rostro de su mujer diciéndole: «Yo no pienso que sea una excusa. En ningún momento he dicho eso». Aunque, en el fondo, sí lo pensara.
Tras aquel breve altercado mental con Lili, Yukio se había dado por vencido y, finalmente, había salido de casa sin ofrecer ninguna explicación. Había metido una muda de ropa interior y una camisa de recambio en el maletín, donde también llevaba algunos papeles del trabajo, y había subido al expreso.
—Hoy iremos al mar —decidió Kenichiro Takagi, sin pedirle su opinión.
Durante aquellos dos meses que llevaba sin verlo, la piel de su compañero se había bronceado notablemente.
—Tienes el pelo más claro que antes —observó Yukio.
Kenichiro asintió.
—Es por el sol.
—¡No me digas! —exclamó Yukio, y se echó a reír. Luego se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo sin reír.
Fueron a la costa directamente desde la estación. Kenichiro Takagi conducía un pequeño monovolumen amarillo. Le contó que era de segunda mano, y que lo había conseguido gracias a una chica que trabajaba con él en la sucursal.
—Aquí no hay un coche por casa, sino un coche por persona —le explicó.
El monovolumen amarillo había pertenecido a la madre de su compañera de trabajo, que iba a comprarse un coche nuevo y se lo había vendido a muy buen precio. El revestimiento de la parte interior de las puertas se estaba desconchando.
—Mi compañera dice que lo echa de menos porque ha viajado en este coche desde que era pequeña, por eso de vez en cuando me pide que la deje subir —añadió Kenichiro Takagi, sonriendo.
—¿No será que le gustas? —sugirió Yukio, a modo de cumplido. El otro asintió gravemente.
—Creo que sí. El otro día salimos juntos.
—Ajá —repuso Yukio vagamente, sin saber qué contestar.
—Ella preparó la comida e hicimos un picnic en un parque a orillas del mar. Incluso trajo la cantimplora y el mantel —prosiguió Kenichiro—. Fue como una cita de adolescentes, a plena luz del día, lejos de restaurantes elegantes y bares oscuros.
—Ajá —asintió Yukio de nuevo.
Kenichiro Takagi condujo hasta el extremo del muelle y, una vez allí, descargó una pequeña nevera y los aparejos de pesca. Las gaviotas volaban a ras del mar. Las sombras estrechas y oscuras de los dos hombres se proyectaban oblicuamente a su lado.
—Te vas a quemar —le advirtió Kenichiro.
Estuvieron tres horas sentados en el muelle. Kenichiro Takagi pescó dos pagros y tres pequeñas gallinetas, mientras que Yukio se tuvo que conformar con un botín formado por un único jurel. Mientras pescaban, comieron unas bolas de arroz que habían comprado en una tienda de camino al muelle, y bebieron una cerveza cada uno. «Ya sé que tengo que conducir, pero pronto se habrá evaporado», se excusó Kenichiro Takagi con un suspiro de satisfacción.
Kenichiro dejó el monovolumen amarillo en el aparcamiento del edificio donde vivía y fueron a una taberna cercana.
—Llevaba mucho tiempo sin salir por ahí —dijo Yukio de repente, mientras estaban sentados en la barra.
—¿No sales nunca?
—Llevo una temporada de mucho trabajo —se justificó Yukio, frotándose la cara con la toallita húmeda que les habían ofrecido.
«Delante de Lili nunca me he lavado la cara con un oshibori», pensó entonces, agradeciendo aquella refrescante sensación.
—Te has quemado —le dijo Kenichiro—. Tienes la nariz roja.
Kenichiro Takagi le dio al dueño de la taberna la neverita en la que habían metido los peces que acababan de pescar.
—Prepararé un poco de sashimi y herviré el resto con salsa de soja —decidió el dueño antes de entrar en la cocina. Enseguida volvió a salir con dos pequeños cuencos de calamar con verduras a la soja.
—¿Podemos quedarnos uno de los pagros para nosotros? —preguntó una voz de mujer desde la cocina.
Kenichiro Takagi se volvió hacia el dueño y asintió alegremente.
—Dice que sí —respondió el hombre, gritando hacia el interior del local.
—Es su mujer —le aclaró Kenichiro a Yukio.
Al cabo de un rato, llegaron dos grupos más de comensales, que animaron el ambiente. Yukio y Kenichiro bebían despacio. Luego la gente empezó a irse y, de repente, se dieron cuenta de que ya era hora de cerrar.
—He bebido mucho —murmuró Yukio.
Kenichiro estaba prácticamente dormido.
—¿Pesca usted a menudo? —le preguntó la mujer del dueño a través de la media cortina que colgaba de la puerta de la cocina.
—No, hacía mucho tiempo que no pescaba.
—Esperamos que vuelva pronto.
—Por supuesto. La comida estaba deliciosa.
—¡Pero si la han traído ustedes! —exclamó la mujer, dándole una palmadita en la espalda mientras le sonreía.
Yukio le devolvió la sonrisa. Se sintió invadido por una extraña sensación de seguridad. La mano de la mujer desprendía una calidez extraordinaria.
Yukio pensó en Lili, y su recuerdo le despertó un sentimiento que no supo definir. No sabía si entristecerse, enfadarse o echarse a reír.
—Deben de estar cansados —comentó la mujer, profiriendo una risita burlona mientras señalaba a Kenichiro Takagi, que dormía encima de la barra y que empezó a roncar en ese preciso instante—. ¡Caramba! —exclamó. A continuación, repitió en tono de confidencia—: Están verdaderamente cansados.
Así fue como, al fin, Yukio se percató de que estaba llorando. «Esta reacción es propia de un personaje de película sentimental», se dijo, sin salir de su asombro.
Volvía a estar estupefacto, igual que cuando Lili le había pedido el divorcio. Nunca antes había tenido aquella sensación.
Mientras se secaba con el oshibori las lágrimas que le resbalaban hasta el cuello, Yukio soltó una amarga carcajada. Pronto dejó de llorar, y experimentó un alivio similar al que sentía justo después de hacer de vientre.
«Al fin y al cabo, soy una persona normal y corriente», pensó. El piso que compartía con Lili se le antojó extraordinariamente lejano.
Yukio sacudió a Kenichiro Takagi, que se despertó a duras penas.
—Es que tengo mal despertar —farfulló su compañero mientras se incorporaba lentamente, justo antes de volver a apoyar la cabeza en la barra.
Yukio salió a la calle llevando a cuestas a Kenichiro Takagi, que seguía medio dormido. La estrecha silueta de la luna se recortaba en el cielo. «¿Qué estará haciendo Lili? —se preguntó Yukio—. Espero que algún día ambos podamos ser felices, tanto si nos separamos como si no», pensó mientras notaba encima de él la calidez que desprendía Kenichiro, y volvió a asombrarse de aquel nuevo arrebato sentimental.
Sacudió a Kenichiro Takagi hasta conseguir que se tuviera en pie y echó a andar.
—¡Espérame! —gritó su compañero.
—Te estoy esperando —rio Yukio.
Kenichiro lo alcanzó tambaleándose. La luna estaba muy alta.
«Aquello sólo fue una pequeña tregua», se dijo Yukio.
Con cierta nostalgia, recordó que él mismo había utilizado la palabra batalla cuando Lili le había pedido el divorcio.
¿Una batalla? ¿Aquella nimiedad?
Se sentía como si, al entrar en lo que antes le había parecido un único espacio reducido, comprendiera que, en realidad, estaba compuesto por un sinfín de pequeños espacios abrumadoramente profundos.
Al regresar de su fin de semana con Kenichiro Takagi, pareció que les hubieran dado cuerda. Entre Yukio y Lili habían surgido una serie de desavenencias, disputas, conflictos, altercados y demás que se repetían hasta la saciedad.
Y eso que sólo habían pasado quince días.
¿Cuántos periodos de lucha y de tinieblas se habían alternado durante aquel tiempo?
Nunca se habían levantado la voz ni habían recurrido a la violencia, pero Yukio pensaba que aquello no hacía más que acrecentar el desgaste de ambos.
¿De ambos? Yukio se sorprendió de que, a aquellas alturas, siguiera considerando que Lili y él formaban una unidad.
«No me toques, por favor», le había espetado Lili un día, a pesar de que aquella mañana, la mañana en que había empezado todo y ella le había pedido el divorcio, Yukio no la había tocado. A pesar de que nunca antes había sentido aquel deseo animal hacia ella. A pesar de ello, Yukio había reprimido sus impulsos.
Y, a pesar de ello, ella le pedía que no la tocara.
Yukio estaba confundido. No habría sabido decir si se sentía dolido o sorprendentemente impasible ante la situación que vivía. Aunque pareciera una paradoja, en el trabajo rendía mejor que nunca, tal vez debido al continuo estado de tensión al que estaba sometido.
«Será mejor que lo dejemos», decía Yukio de vez en cuando, como si las palabras le brotaran de la boca. Entonces, la cara de Lili se iluminaba. «¿De veras? ¿Quieres dejarlo?». Y él se apresuraba a aclarar: «Esto no significa que quiera divorciarme». Ella parecía a punto de romper a llorar. A lo largo de aquellos quince días Yukio había aprendido que, en realidad, Lili no tenía ganas de llorar, sino que sólo lo fingía.
¿Cuántas cosas había aprendido sobre Lili en tan sólo medio mes?
«Si antes la hubiera conocido tan bien, tal vez ahora no querría divorciarse de mí», pensaba, con una sonrisa masoquista.
De vez en cuando, había un periodo de tensa calma entre disputa y disputa.
—¿Qué prefieres, miel o mermelada? —le preguntó Lili, con cara de inocencia, un domingo por la tarde en que, cansados de discutir, habían ido juntos al supermercado.
«¿Por qué no salimos un rato a tomar el aire?», había propuesto Lili en voz baja tras una discusión, cuando se habían quedado sin argumentos y estaban completamente exhaustos —aunque, al día siguiente, probablemente volverían a surgir infinitos motivos de desacuerdo entre ambos—, y Yukio había accedido. Al final resultó que la expresión de Lili no era de inocencia, sino de abatimiento.
«Parecemos recién casados», se dijo Yukio, distraído.
En la caja, mientras Lili sacaba un billete del monedero y pagaba la compra, Yukio le miró los dedos y sintió cierto vértigo. Aquella tarde de domingo, el supermercado estaba abarrotado. Había matrimonios jóvenes con niños. Matrimonios de avanzada edad que empujaban el carrito lentamente. Parejas de estudiantes.
«¿Todas estas parejas son conscientes de que es prácticamente un milagro que estén juntas?», se preguntó Yukio, recorriendo la multitud con la mirada.
«Espero que Lili y yo podamos ser felices algún día».
Yukio recordó el deseo que había formulado por primera vez aquella noche, durante su visita a Kenichiro Takagi. Como si quisiera poner a prueba su orgullo, se preguntó si ahora seguía deseando lo mismo.
«No lo sé», se respondió honestamente.
—Lili, ¿tenemos cerveza en casa? —le preguntó.
—Sí, hay dos latas grandes en la nevera —le contestó ella.
—Qué calor hace hoy —murmuró Yukio a continuación.
—Es que ya estamos en la mitad de la temporada de lluvias —le respondió Lili, también en voz baja.
Yukio rozó ligeramente la mano con la que Lili sujetaba el monedero. Ella no la apartó. Le acarició la piel con suavidad, desde la muñeca hasta la punta de los dedos, y luego la miró a los ojos.
Lili le aguantó la mirada con su firmeza habitual.
—Lili… —empezó a decir Yukio.
—Dime.
—No has cambiado, ¿verdad? —le preguntó entonces, tragándose la pregunta que iba a formularle al principio: «¿Cuándo dejaste de quererme?».
¿Cómo era posible que, durante sus interminables batallas dialécticas, en las que se habían lanzado toda clase de provocaciones e insinuaciones, no hubiera sido capaz de hacerle aquella pregunta, la más importante de todas?
—Este cielo encapotado es asfixiante —se quejó Lili.
—Parece que va a llover —pronosticó Yukio.
Regresaron juntos a casa, caminando uno al lado del otro. Yukio se dio cuenta de que, durante aquellos quince días, apenas había hablado con Haruna. «Mañana la llamaré desde el trabajo y quedaré con ella».
Yukio se concentró para evocar el voluptuoso cuerpo de Haruna, pero no sintió ningún deseo. Lili caminaba a su lado en silencio.
Una gota de lluvia cayó en la mejilla de Yukio y le resbaló hasta el mentón.
—Está lloviendo —dijo Lili, con voz animada.
—Sí, empieza a llover —le respondió él, tapándola con el brazo para protegerla de la lluvia.
Aceleraron el paso. La bolsa del supermercado, que contenía un tarro de mermelada y un cartón de leche, susurraba al ritmo de sus pasos. La lluvia caía encima de ellos, cada vez con más intensidad.