7. Haruna. Un mar embravecido

7

HARUNA. UN MAR

EMBRAVECIDO

—Señorita —la llamó una voz que, en un primer instante, la desconcertó.

—¿Sí?

Pero Haruna, profesora de inglés de un colegio para chicas y tutora de segundo B, pronto recordó que aquella voz que la había llamado cuando regresaba a la sala de profesores, justo después de la clase de lectura de las cuatro con el grupo C, pertenecía a Erina Yano.

—¿Cómo está Saya? —le preguntó Erina, mirándola directamente a los ojos.

La chica era un poco más alta que ella. «El parecido es asombroso», pensó Haruna.

—Hoy no la he visto —le respondió.

—Vaya —lamentó la muchacha, cabizbaja.

«Con la cabeza gacha, tiene la nuca igual de blanca», se dijo Haruna.

—Pensaba ir a verla hoy. ¿Usted qué opina? —le preguntó Erina, levantando la cabeza de nuevo y clavándole su mirada fija y penetrante.

«Lo que más me recuerda a Lili es esa mirada tan directa», pensó Haruna, mordiéndose los labios.

—Pues no lo sé —dijo a continuación en tono dubitativo.

La chica permaneció en silencio unos instantes, esperando. Cuando al fin comprendió que Haruna no tenía nada más que decir, se encogió de hombros, su expresión cambió por completo y le dirigió una amplia sonrisa.

—No creo que Saya quiera verme —añadió luego, en un tono que rebosaba tristeza a pesar de su radiante sonrisa. «Cuando sonríe así, no se parece en nada».

—Eso no es cierto.

Saya Sugita era una alumna de Haruna que llevaba tres semanas sin ir al colegio. Aunque en aquel curso una estuviera en el grupo B y la otra, en el C, Erina Yano y Saya Sugita habían ido juntas a clase en primero. Según Erina Yano, eran amigas. Según Saya Sugita, Erina lo hacía todo mejor que ella.

Al parecer, Saya había perdido las ganas de ir a clase. «Al principio no quería ponerse el uniforme», le había contado por teléfono la madre de Saya Sugita cuando la chica llevaba ya tres días ausente. Haruna había solicitado una entrevista con la madre inmediatamente. Al día siguiente, había concertado una reunión con los padres y el director, y un día más tarde había empezado a visitarla en su casa regularmente.

Todos los años se daban uno o dos casos de ausentismo escolar. Lo que no era tan habitual es que ambos progenitores cooperaran para resolverlo. Al principio, Haruna pensó que el caso de Saya Sugita no se prolongaría demasiado, pero pronto cambió de opinión.

—No te preocupes. Cuando Sugita quiera ver a sus amigas, te avisaré enseguida —le aseguró Haruna, sonriendo para tranquilizarla.

Erina Yano exhaló un suspiro de alivio y le dirigió otra amplia sonrisa.

La imagen de una rosa de corola grande invadió la mente de Haruna. «Es lo que me recuerda esta chica», pensó con un deje de amargura.

Cada vez que veía a Saya Sugita y a Erina Yano, Haruna no podía evitar pensar en su propia relación con Lili. El parecido que Erina guardaba con Lili no era el desencadenante de aquella asociación de ideas. Dos mujeres, como dos pececillos nadando entre un banco de peces en las profundidades del océano, acercándose y distanciándose, disputándose la misma comida y uniendo fuerzas para huir del mismo enemigo. Así recordaba Haruna los tiempos inocentes y alegres en los que todavía llamaba «Liliko» a Lili.

—Saya me importa mucho —murmuró Erina Yano, como si no supiera qué decir.

«Qué encanto —pensó Haruna—, qué inocente y adorable. Daría gusto pisotearla».

—Seguro que ella lo sabe —la reconfortó Haruna en un murmullo, avergonzada de los impulsos destructivos que le había despertado la muchacha.

«No puedo evitarlo», se justificó para sus adentros.

Llevaba quince días sin noticias de Yukio. Estaba desesperada.

«Esta chica tan adorable y perfecta que tengo delante jamás podría imaginar lo desamparada que me siento», pensó.

—Gracias por interesarte por ella —le dijo entonces con voz amable, a modo de redención, justo antes de reanudar la marcha hacia la sala de profesores.

Aquel día, el repiqueteo de los mocasines marrones que se calzó tras haberse quitado las zapatillas le resultó especialmente molesto.

Haruna recorrió el largo pasillo con la espalda bien erguida.

Su teléfono móvil sonó.

Fue justo antes de que empezara la reunión de profesores. Cuando estaba en el colegio siempre lo tenía en silencio, pero ese día, obedeciendo a un misterioso impulso, lo había programado para que sonara.

—¿Es una bosanova? —le preguntó Saito, la jefa de estudios, con voz tranquila.

—De hecho, no —repuso Haruna precipitadamente, y salió corriendo de la sala de profesores.

El pasillo estaba desierto. Por el tono de llamada, Haruna había identificado que era de Yukio. Le había asignado una canción étnica sudamericana de las que le gustaban a él. Había tardado tres días en sacar las notas a partir de una copia que le había dado Yukio e introducir la melodía en el móvil. Al terminar se había sentido idiota, pero justo después la había invadido una euforia cada vez mayor.

—¿Quedamos esta noche? —le propuso Yukio brevemente.

Haruna llevaba quince días sin oír su voz. No había cambiado, seguía siendo grave y serena.

—Vale —accedió, hablando despacio.

Su voz no había cambiado, pero Haruna se sorprendió de que Yukio quisiera quedar con ella esa misma noche.

Se sintió vagamente intranquila. Antes, él nunca le proponía planes con tan poca antelación, como si se le acabaran de ocurrir. Sólo lo había hecho el día en que sorprendió a Lili con Akira.

Saito asomó la cabeza por la puerta de la sala de profesores y le hizo una señal con la mano para que entrara. Haruna asintió sin decir nada. En cuanto hubo colgado, pulsó un botón para activar el modo silencioso, cerró el teléfono con un chasquido y se apresuró a entrar en la sala.

La reunión ya había empezado. La presidenta estaba leyendo en voz alta el orden del día.

—¿Le gusta la bosanova, profesora Miyamoto? —le preguntó en voz baja Saito, que estaba a su lado, cuando hubo ocupado su asiento.

—En realidad… —empezó a susurrar Haruna, pero dejó la frase a medias.

—Cuanto más sencillo sea el informe, mejor.

—Sí —respondió, esa vez en voz alta.

Haruna tenía que presentar un informe sobre Saya Sugita. Los casos de ausentismo escolar se dejaban para el final, cuando la tutora correspondiente exponía su evolución. Como la ausencia de Saya Sugita había pasado a considerarse un caso de ausentismo escolar la semana anterior, era la primera vez que Haruna tenía que informar acerca de la muchacha.

Haruna suspiró.

—Estos casos hay que contemplarlos a largo plazo —le aconsejó Saito, de nuevo en voz baja—. Si no, es la profesora la que acaba perdiendo la razón.

—Es cierto.

—Lo está haciendo muy bien, profesora Miyamoto.

Las visitas regulares a casa de las alumnas que no iban al colegio no formaban parte del protocolo habitual, sino que dependían del criterio de cada tutora. No eran muchas las profesoras que, como Haruna, las realizaban con frecuencia. Probablemente era eso a lo que se refería Saito.

«Visitar a Saya Sugita me hace sentir más tranquila», musitó Haruna para sus adentros, al mismo tiempo que le dirigía a Saito una leve inclinación de cabeza como agradecimiento.

Las alumnas de su clase, jóvenes y sanas, a veces le resultaban difíciles de soportar. Para ella eran como bolsas de piel llenas de agua cristalina. Todas eran diferentes por fuera, algunas tenían la piel áspera y otras la tenían bien curtida, pero compartían una característica: estaban llenas a rebosar y, por muy fuerte que las presionaran o tiraran de ellas, era imposible dejar marcas profundas en la piel.

«Debe de ser la vitalidad», pensaba Haruna. Las chicas jóvenes sufrían, padecían, sentían y se alegraban con una intensidad extraordinaria, pero las fluctuaciones en su estado de ánimo no conseguían hacer mella en su piel. Eran bolsas nuevas, gruesas y flexibles.

«En cambio, mi piel es delgada y frágil, y está gastada. Aunque la bolsa esté llena, tarde o temprano el agua termina escapándose por mil agujeros minúsculos, hasta que la bolsa se deshincha».

Pero aquella noche iba a ver a Yukio.

Haruna levantó la cabeza. Habían pasado al segundo apartado del orden del día. Saito tenía los ojos cerrados, como si durmiera. Suzaki, la profesora de ciencias, que estaba sentada delante de ella en diagonal, apuntaba algo con su letra diminuta en una libreta grande. No parecía que estuviera relacionado con la reunión.

Haruna pronunció mentalmente el nombre de Yukio.

De repente, la inquietud la asaltó de nuevo. «¿Por qué habrá querido quedar hoy?», se preguntó.

En ese preciso instante, notó que su pecho se agitaba como un mar embravecido.

«¿Y si…?».

La palabra ruptura empezó a retumbar en un rincón de su mente como el funesto redoble de un tambor, a pesar de que ella misma había tomado varias veces la decisión de dejar a Yukio. Incluso una vez había llegado a manifestarle sus intenciones a Akira. Pero su determinación era pura apariencia y cambiaba de lado como una bandera ondeando al viento.

«Yukio y yo no vamos a separarnos. Es imposible desde cualquier punto de vista», pensó luego, estremecida.

—Profesora —susurró Haruna, sacudiendo con delicadeza el brazo de una Saito profundamente dormida que estaba a punto de empezar a roncar.

El cometido de Haruna consistía en despertarla antes de que eso sucediera.

Saito abrió los ojos, sobresaltada. A continuación, sin dirigirle la mirada a Haruna, empezó a leer diligentemente el papel amarillento situado delante de ella que contenía el orden del día. Haruna sonrió con disimulo. Las profesoras reunidas habían empezado a tratar el punto número cuatro.

Habían quedado en una cafetería situada a una parada de la estación de trasbordo.

Yukio nunca escogía dos veces el mismo sitio.

«Si siempre quedamos en el mismo lugar, se acordarán de nosotros», decía.

La reunión se había alargado más de lo previsto, pero todavía faltaba mucho para la hora de la cita.

En la pared había dos cuadros. Uno de ellos mostraba un barco de vela anclado en un puerto, mientras que en el otro se veía una barca de pescadores en el horizonte.

—Qué cuadros más bonitos —le dijo Haruna al dueño de la cafetería, que estaba vacía.

—Muchas gracias —le respondió él con afabilidad.

Tenía el pelo canoso y llevaba una camisa de franela a cuadros y un chaleco marrón.

—¿Quién es el artista?

—Servidor —repuso el dueño.

—Pues tiene mucho talento —lo felicitó Haruna, y él se lo agradeció con una sonrisa, con la actitud de quien ha mantenido varias veces la misma conversación y ya está acostumbrado a los cumplidos.

Yukio no llegó a la hora de la cita.

—Póngame otro, por favor —le pidió Haruna al dueño.

—¿Otro moca? —le preguntó él, retóricamente.

Antes de que Haruna pudiera responderle, ya había cogido una botella polvorienta del estante.

Media hora más tarde, Yukio seguía sin llegar. En la cafetería había dos grupos más. Uno de ellos estaba formado por cuatro estudiantes que parecían del mismo curso, y el otro eran un hombre y una mujer de mediana edad que cuchicheaban sin parar, con las caras muy juntas.

«Deben de ser unos diez años mayores que nosotros —calculó mientras los observaba distraídamente—. Así seremos Yukio y yo dentro de diez años». Su pecho se agitó de nuevo como un mar turbulento. «¿Qué estaré haciendo dentro de diez años? ¿Seguiré saliendo con Yukio? ¿Querrá seguir conmigo?».

Fue incapaz de continuar divagando. Le faltaba el aliento. Se apresuró a cambiar el curso de sus pensamientos, que se centraron en Saya Sugita.

Había mentido al decirle a Erina Yano que no había visto a Saya el día anterior. Cada vez que iba a su casa, Saya Sugita se alegraba mucho de verla y la invitaba a entrar en su habitación, una estancia acogedora que debía de medir algo más de ocho tatamis. Había un piano vertical y un gran altavoz. Yukio habría adivinado enseguida la marca de cada uno de los instrumentos.

Saya siempre le servía el té. «Los pastelitos no los he hecho yo, los ha comprado mi madre. Pruebe los que más le gusten, señorita», le había dicho mientras le acercaba una bandeja de plata con cuatro pastelitos de distintos sabores.

Haruna le había dado las gracias y había escogido los menos arriesgados: la tarta de queso y la mousse de té verde.

Los pasteles no le gustaban demasiado, pero se los había comido enteros. Saya Sugita no había probado ninguno, alegando que estaba a dieta.

«Señorita, ¿por qué soy incapaz de ir al colegio?», le había preguntado entonces la muchacha, en el tono obediente y disciplinado de una niña de cinco años. Haruna no había sabido qué responder. «Señorita, ¿por qué me siento inferior al compararme con Erina?», le había preguntado a continuación. Haruna tampoco había encontrado la respuesta. «No se preocupe tanto por mí, señorita», había añadido riendo al cabo de un rato. Luego habían estado chismorreando un rato, Haruna le había dado las fotocopias que se habían repartido en clase («Puede darme el material de clase, señorita. No es ningún trastorno para mí», le había asegurado Saya) y Haruna había salido de la habitación.

Entonces se había despedido de la madre, que la esperaba en el pasillo, y se había puesto los zapatos. Saya Sugita nunca la acompañaba hasta la puerta. Era su madre la que se quedaba de pie, siguiéndola con la mirada mientras se alejaba. La madre de Saya olía muy bien. Su perfume se mezclaba con el cálido aroma de su cuerpo.

«No se preocupe tanto por mí, señorita».

Haruna trató de recordar la expresión de Saya Sugita al pronunciar aquellas palabras.

Yukio aún no había llegado.

«Si no ha llegado dentro de diez minutos, me voy», decidió.

Los ojos de Saya Sugita eran como dos canicas. Además de despedir un hermoso brillo, parecían inmóviles.

Haruna sabía que no se iría al cabo de diez minutos.

«Espero que Saya Sugita regrese pronto al colegio», deseó. Al mismo tiempo, sin embargo, no quería que volviera hasta que estuviera preparada.

«Saya es una chica íntegra —pensaba Haruna después de sus visitas, mientras regresaba a la estación—. Yo soy completamente distinta».

Haruna agachó la cabeza.

«¿Qué significa Yukio para mí? Siento un gran apego por él, pero ¿es amor verdadero? ¿O sólo estoy obsesionada con él porque llevaba días sin llamarme? En los momentos en los que siento que le quiero de verdad, soy como la luz de un faro brillando en mitad de un mar tempestuoso. Un deslumbrante haz de luz que brilla durante un momento, iluminando todo a su alrededor, y se apaga justo después —pensó—. ¿Quién está navegando en esas aguas turbulentas? ¿Quién puede ver la luz de mi faro, que brilla sólo un instante? ¿Hay alguien en este mundo que sea testigo de mi luz desamparada iluminando el mar agitado?».

Haruna bebió un sorbo de su café frío. Abrió el móvil y miró la pantalla. No había recibido mensajes ni llamadas.

Estuvo jugueteando un rato con el adorno que colgaba de la carcasa del móvil y procuró relajar los músculos de la cara. «Tampoco es el fin del mundo», pensó, dibujando una sonrisa forzada.

Las comisuras de la boca se le agarrotaron en una extraña mueca que le dolió un poco.

Yukio llegó una hora tarde.

—¡Sigues aquí! —exclamó.

Por su expresión, a Haruna le pareció que habría preferido no haberla encontrado, pero justo después sacudió la cabeza apresuradamente y se reprochó a sí misma aquella actitud victimista.

—Sí, aquí estoy —respondió con alegría.

«Es curioso —pensó luego—. Con lo que he llegado a sufrir mientras no daba señales de vida, ahora que tengo delante al Yukio de carne y hueso me siento muy segura».

Yukio se sentó bruscamente delante de ella y pidió un café bien caliente, sin siquiera mirar al dueño.

—Me he entretenido en el trabajo —se excusó, desviando la mirada.

—Estás muy ocupado, ¿verdad? —le preguntó ella.

Él afirmó con la cabeza.

Cuando le sirvieron el café, Yukio bebió media taza de un trago, sin leche ni azúcar, y se levantó.

Fueron directamente a un hotel. Nada más entrar en la habitación, Yukio se quitó la chaqueta a toda prisa. Solía colgarla cuidadosamente en el perchero, pero ese día la dejó tirada en un sillón, cogió a Haruna de la cintura y la tumbó encima de la cama.

—¿Qué te…? —empezó a decir ella, pero se tragó sus propias palabras.

Yukio le quitó el abrigo como si quisiera arrancárselo. Sin desabrocharle la blusa, le bajó las medias de un tirón y la penetró inmediatamente.

«Así no me gusta», pensó Haruna.

No es que no le gustara la brutalidad.

No le gustaba el hecho de que Yukio no disfrutara de aquella brutalidad.

Pero no dijo nada. Permaneció en silencio, a merced de sus embates.

Al cabo de un rato, se dejó llevar y se sintió como si estuviera en una ola. Una ola gigante y sinuosa. Una ola que arrastraba su cuerpo hacia lo más alto.

Yukio le hizo el amor con más ímpetu que de costumbre, como si él también estuviera esperando una ola. La dejó pasar varias veces, y la ola fue creciendo más y más.

Haruna profirió algunos gemidos de placer, pero no le gustaba.

—No —se atrevió a decir en voz alta.

Aquella palabra no llegó a tiempo de provocar ninguna reacción en Yukio, que acabó inmediatamente.

Yukio se quedó tumbado boca arriba en la cama, con la mirada perdida. Haruna le observó la cara de reojo. Sus labios bien definidos. Sus pestañas tupidas. Su cara de siempre.

—Yukio —lo llamó entonces.

—¿Qué? —repuso él.

«Su voz suena distinta», pensó Haruna.

—¿No vas a ducharte?

—No.

«Hoy me he librado —pensó Haruna, acariciándole el brazo—. Me he librado de la ruptura. ¿Podré librarme también mañana? ¿Y pasado?».

Junto a su oído, Yukio respiraba ruidosamente. Ella volvió la cabeza, sorprendida, y se dio cuenta de que estaba dormido. También era la primera vez que se dormía inmediatamente después de hacer el amor. Haruna lo contempló en silencio. Desde arriba, parecía un completo desconocido.

«Es que, al fin y al cabo, es un completo desconocido —pensó entonces—. Estoy con un completo desconocido. Sin esperanza alguna, como una idiota».

Tuvo la sensación de haber salido propulsada hacia un lugar muy lejano del que no podía regresar. De hecho, hacía tiempo que sabía que se encontraba en ese lugar. El problema era que, hasta entonces, se había negado a reconocerlo.

Un lugar donde no quería a nadie más que a Yukio. Un lugar donde era incapaz de amar. Un lugar lejano y desierto. Un lugar donde se detenía, completamente sola, y pensaba: «Sólo amo a Yukio».

Hacía tiempo que lo sabía, pero había sido incapaz de enfrentarse a la realidad.

Haruna cerró los ojos con fuerza y agachó la cabeza para acurrucaría bajo el brazo de Yukio, que la rodeó con la mano, medio adormilado.

Hundió la cara en el pecho de Yukio, y en sus oídos resonó el martilleo de su corazón, que aún latía acelerado.

—Cuánto tiempo sin verte —repitió Endo.

«¿Cuántas veces lo habrá dicho ya?», se preguntó Haruna.

—Has cambiado un poco —le comentó él entonces, con la frente arrugada.

—No, sigo igual que siempre —protestó ella.

A pesar de que llevaban un tiempo sin verse, Endo no le propuso ir a un hotel. Tomaron dos botellas de vino y disfrutaron de una larga y tranquila cena que duró hasta que el restaurante tuvo que cerrar.

Cuando estaban tomando el café, Endo le anunció, con toda la naturalidad del mundo, que iba a casarse.

—¿Cómo? —exclamó Haruna, levantando la vista.

—¿Por qué te sorprende tanto? —preguntó él, arrugando la frente.

—Porque siempre decías que no pensabas casarte.

—¿Eso decía? —Endo esbozó una leve sonrisa mientras sujetaba la taza por el asa.

—Sí, eso decías —afirmó ella rápidamente, como una alumna segura de la respuesta a una pregunta.

—¿Vamos a otro sitio? —propuso Endo.

Haruna tardó un poco en decidirse.

—Vale —accedió al fin—. ¿Cómo es ella? —le preguntó entonces, en un tono inesperadamente alegre que la sorprendió incluso a ella.

Endo volvió a arrugar la frente.

—¿Te ha impactado la noticia? —le preguntó entonces, ignorando su pregunta.

En esa ocasión, fue Haruna la que arrugó la frente.

—Me ha sorprendido.

—¡Cómo no! —exclamó Endo, dándose una palmada en la frente—. ¿Eso es todo?

—Sí, creo que sí —repuso ella, tras una breve reflexión.

—Lo sabía —suspiró él.

—¿Qué es lo que sabías?

—Que no estabas a mi alcance —se sinceró entonces, sonriente.

—Eso no es verdad —protestó ella.

—Claro que es verdad.

De repente, Haruna se sintió inquieta.

—Endo —dijo—. Vas a casarte.

—Sí, voy a casarme —rio él.

Haruna también rio.

—Pues habrá que celebrarlo —propuso.

Endo se encogió brevemente de hombros.

—No tenemos por qué hacerlo.

Seguía con la frente ligeramente arrugada. «¿Por qué pone esa cara de disgusto?», se preguntó Haruna, aunque no dijo nada.

Lo miró en silencio. Él le devolvió la mirada, con la misma expresión de disgusto. Luego levantó la mano para pedir la cuenta. Sacó la tarjeta de crédito con la frente arrugada y firmó con la frente arrugada.

Seguía con la frente arrugada cuando salieron del restaurante y le dijo en voz baja:

—Espero que seas muy feliz, Haruna.

—Soy yo quien debería desearte eso, ¿no? —le respondió ella, riendo.

Al fin, la expresión de Endo se relajó un poco.

Llamó a un taxi con una breve seña, y Haruna subió. Una vez dentro, bajó la ventanilla. Él levantó una mano y le dijo adiós. Ella también levantó un poco la mano. El taxi arrancó suavemente.

Haruna siguió mirando por la ventanilla en silencio. La silueta de Endo, con la mano levantada, se fue alejando poco a poco en mitad de la noche.

—Señorita —la llamó alguien mientras caminaba.

—¿Sí? —respondió Haruna inmediatamente.

Había vuelto a perder el contacto con Yukio. Había pasado una semana desde su última cita.

«Sólo una semana —pensó Haruna—. Una única semana ha bastado para agotarme».

—Señorita, ¿cómo está Saya?

—Bastante bien.

Erina Yano sonrió.

—Es usted muy optimista.

Haruna intentó devolverle la sonrisa, pero no lo consiguió. Erina Yano la miraba fijamente. «No me mires así», le suplicó Haruna para sus adentros.

Saya Sugita iba mejorando poco a poco. La semana anterior había ido al colegio un día, aunque no había asistido a clase. Se había quedado media hora en la biblioteca.

«¿Por qué estuviste en la biblioteca y no en la enfermería?», le había preguntado Haruna. «Porque en la enfermería se nota demasiado la presencia humana», había respondido Saya Sugita tras una breve reflexión.

Cuando una niña que se había ausentado del colegio durante un tiempo se reincorporaba a la rutina escolar, en muchas ocasiones lo primero que hacía era acudir a la enfermería, que actuaba como una especie de zona colchón donde empezaba a aclimatarse. Sin embargo, Saya Sugita había ido directamente a la biblioteca.

Aquel día, la madre de la muchacha había llamado a Haruna para avisarla de que su hija se disponía a ir al colegio. Haruna había estado esperándola en la entrada, frente a los estantes de los zapatos, y la había acompañado a la biblioteca.

«Señorita», le había dicho Saya Sugita mientras subían las escaleras. «Dime». «¿Cómo está Erina?». «Preocupada por ti», le había respondido Haruna con cautela. «Cuando estoy con ella me siento inferior», le había confesado la muchacha, al mismo tiempo que se sentaba en una de las frías sillas de la biblioteca. «¿De veras?». Haruna la había mirado directamente a la cara, y Saya Sugita había desviado un poco la mirada. «Pero ella no tiene la culpa». «Ya». Haruna había vuelto a mirarla, y la chica le había devuelto la mirada lentamente.

Saya había tomado prestados dos libros. «No se preocupe, la semana que viene vendré a devolverlos sin falta. Sin ninguna presión», le había prometido, sujetando los libros contra el pecho.

Haruna no le había contado a Erina que Saya había estado en la biblioteca. Ella misma le había pedido que no se lo dijera. Recordó haber visto cierta melancolía en la mirada de la chica.

«¿Usted sufre, señorita?», le había preguntado, en el frío ambiente de la biblioteca. «Por supuesto que sí», le había contestado Haruna, en un tono desenfadado. «¿En serio? —Saya había hojeado el libro que tenía delante—. ¿Y enseguida sabe qué es lo que la hace sufrir?». Un viejo y arrugado punto de libro de color granate se había deslizado de entre las páginas. «No, no siempre», había admitido Haruna tras una breve reflexión. «Yo tampoco estoy segura», había dicho Saya a continuación, cabizbaja.

Haruna había pensado en Lili. Evitaba pensar en ella, del mismo modo que Saya Sugita procuraba no mencionar a Erina Yano.

«A veces tengo la sensación de que empiezo a comprenderlo, pero pronto todo vuelve a oscurecerse a mi alrededor —le había explicado Saya, levantando el libro—. Este libro huele a moho», había observado con una mueca. «Pobres criaturas —había pensado Haruna—. Pobres, inocentes y adorables chiquillas, tanto Saya y Erina como Lili y yo».

«¿Por qué estoy aquí, señorita?», le había preguntado Saya. «No lo sé». «¿Cómo tengo que vivir, señorita?». «No lo sé», había repetido Haruna. La mano de Saya se había depositado delicadamente sobre la suya, como la hoja de un árbol mecida por el viento. Pesaba muy poco. A continuación, Saya había estrechado con suavidad la mano de Haruna. Tenía los dedos fríos y largos.

En aquel momento, Haruna aún no sabía que Lili y Yukio habían decidido divorciarse justo el día anterior.

«Lili —pensó Haruna. Justo después, añadió—: Yukio».