¡Vamos!
¡VAMOS!
Tenía el tamaño de una fiambrera y estaba hecho de celuloide. No era de color rosa, sino más bien rosado. Una goma blanca de unos tres centímetros de ancho impedía que la tapa se abriera. Era el costurero que nos habían dado para la asignatura de labores domésticas a las alumnas de quinto de primaria. Todas teníamos uno idéntico.
Quité la goma y abrí la tapa. El interior estaba atestado de utensilios de costura: tijeras, regla, espátula, agujas envueltas en papel de aluminio, alfileres, un cojín blando, dedal, bobinas plateadas y dos marcadores, uno rosa y otro azul.
En el colegio había muchos utensilios: material de caligrafía, por ejemplo; un set de utensilios de pintura, herramientas de esculpir, transportadores, escuadras y cartabones. Pero todos parecían «útiles».
El costurero era diferente. Todos y cada uno de los objetos que lo llenaban ordenadamente parecían de juguete. Por eso mis compañeras lo habían dejado en el colegio, pero a mí me daba pena desprenderme de él y me lo llevé a casa en una bolsa de tela. Me encantaba el golpeteo que hacían los utensilios al chocar contra las paredes de la caja de celuloide. Al llegar a casa, abrí la tapa y volví a ordenar el contenido del costurero, que se había desplazado a un lado.
Utilicé aquel costurero hasta el instituto. Cuando me gradué, seguí guardándolo como si fuera un tesoro. Lo tenía en la estantería de los libros y lo abría de vez en cuando. Me gustaba el ruido sordo de la tapa al abrirse. Volvía a clavar los alfileres en el cojín y me entretenía jugueteando con el lazo amarillo que sujetaba el hilo para hilvanar.
Cuando fui a casa de Akane y vi que tenía el mismo costurero en un rincón del escritorio, me quedé de piedra.
—¡Un costurero! —exclamé sin pensar.
—Sí, un costurero —confirmó ella.
Luego rio un poco con su risa característica, que sonaba «je, je, je» porque, al reír, ponía la boca en posición completamente horizontal, como si le estuvieran tironeando las mejillas hacia fuera.
Akane y yo nos habíamos conocido en clase de aikido. Ella tenía veintitrés años, dos más que yo. Me quedé practicando un ejercicio que no me salía y ella me dio un consejo: «Creo que haces fuerza con la parte incorrecta. Pero si estoy equivocada, te pido disculpas», dijo mientras observaba mis movimientos.
Seguí su consejo e intenté hacer fuerza con un punto más interno del brazo. En ese momento, mi imagen reflejada en el espejo adoptó la postura correcta. Me volví para darle las gracias, pero ya se había ido.
—Aquello que me dijiste de «Si estoy equivocada, te pido disculpas» fue muy conmovedor —le confesé más adelante, cuando ya éramos amigas.
Ella meneó la cabeza.
—Lo dije porque no estaba segura —respondió.
Akane era muy indecisa. En los restaurantes tardaba mucho en escoger lo que iba a comer, y cuando yo dejé el aikido de un día para otro (el monitor era un pervertido), ella no lo vio claro y siguió asistiendo a clase medio año más. Me confesó que había tomado la decisión cuando un día, justo antes de dejarlo, el monitor la había agarrado con fuerza por los pechos.
Como yo tengo un carácter más bien fuerte y Akane es muy tranquila, nos llevamos bien. Pero ella siempre dice que su indecisión la llevará por mal camino.
—Sospecho que no somos del todo compatibles, pero no sé si es verdad o no, y no acabo de decidirme —me dijo hablando de su novio—. Mientras yo me lo pienso, seguro que él se cansa y me deja —añadió—. Siempre son ellos los que rompen conmigo, yo sólo he roto una vez con alguien —dijo entonces, y se echó a reír con su risa característica.
—¿Desde cuándo tienes ese costurero? —le pregunté.
—Desde que iba a primaria —respondió ella.
—Yo tengo uno igual —me apresuré a decirle.
Me había hecho ilusión saber que Akane también guardaba un costurero.
—¿De veras? —dijo ella admirada.
—¿Qué hay dentro? —le pregunté.
El mío sigue conteniendo los utensilios de costura, pero sospechaba que en el suyo había otras cosas.
—Botones —dijo ella.
—¡Claro! Como no los guardes bien, se acaban perdiendo —observé, pero ella negó con la cabeza.
—No son botones normales. Son de mis exnovios.
—¿Cómo?
Akane abrió el costurero. Me sorprendió ver que tenía el fondo forrado de algodón. Y allí, medio enterrados entre el algodón, había siete botones.
—¿Qué es eso? —exclamé.
Todos los botones eran de tamaños y colores diferentes. Había algunos de cuatro agujeros, algunos nacarados que reflejaban los colores del arco iris y otros abultados de fieltro.
—Cuando sé que me van a dejar, les pido que me den un botón —me explicó, sin perder la calma e ignorando mi perplejidad—. ¿Lo ves? Éste es el segundo botón del uniforme de un chico que me gustaba cuando me gradué. Y con el resto, igual.
—Con el resto, igual —repetí con la boca entreabierta.
—¿Te parece morboso? —preguntó Akane. Asentí levemente, y ella se echó a reír—. Hasta ahora me han dejado siete chicos —añadió a continuación—. Ojalá esta vez no me dejen —concluyó, y volvió a reír.
Ya ha pasado un año y Akane y yo seguimos siendo amigas.
Encontramos un nuevo curso de aikido y vamos juntas a clase todos los martes. Ella va directamente al salir del trabajo, y yo después de la universidad.
De vez en cuando, le pregunto si aún sigue con su novio. Ella me dice que sí.
—Por cierto, ¿qué harás con el botón si eres tú quien decide romper con él? —le pregunté una vez.
Ella estuvo un rato pensando.
—Pues no lo sé, supongo que se lo pediría de todas formas. Pero sería tener mucho morro pedirle un recuerdo si encima soy yo quien rompe con él —respondió al fin, vacilante como de costumbre.
Al final, no llegamos a ninguna conclusión.
Cada vez que voy a casa de Akane, ella abre su costurero. El botón que más me gusta tiene dos agujeros y es de color verde sempiterno.
—Ojalá no tengas que añadir ninguno más —le digo.
—Sigo buscando al amor de mi vida, así que supongo que añadiré más botones a mi colección —me responde ella.
—¿Piensas pasarte toda la vida dejando que rompan contigo? —le pregunto, y ella ríe con su risa característica.
Los días en los que Akane me enseña su costurero, yo también abro el mío cuando llego a casa. La tapa se levanta con el sonido sordo de siempre. Mientras jugueteo con el dedal plateado, poniéndomelo en el dedo corazón y quitándomelo luego, suspiro levemente. Pienso que el tiempo pasa volando y me dejo llevar por la nostalgia, como una abuelita. Apenas hace unos años que traje el costurero, y aún oigo el golpeteo dentro de la bolsa de tela. Me queda mucha vida por delante.
Sumida en estos pensamientos, cierro la tapa del costurero. A continuación, me levanto con ímpetu y practico un par de posturas básicas de aikido. Algunas gotas de sudor me resbalan por la frente. «Ánimo —me digo a mí misma—. Si Akane y yo vivimos muchos años y llegamos a ancianas, hablaremos mucho del pasado».
—¡Vamos! —exclamo en voz alta para motivarme, con la frente empapada en sudor.