Estampa primaveral
ESTAMPA PRIMAVERAL
Nunca había pensado que me enamoraría de una mujer.
Me refiero a una mujer auténtica. No una chica, sino una mujer.
Vive a dos casas de mí. Se mudó el mes pasado con su familia, formada por la madre, el padre, la abuela, ella y su hermano pequeño.
Es alumna de bachillerato y se llama Chinami. El pelo castaño le llega hasta los hombros, y siempre lleva un bolsito con un panda bordado. Es un bolso curioso, porque las manchas negras del panda son más pequeñas de lo normal y además tiene la cola exageradamente larga.
—Es muy feo —le dije un día.
—Este panda se llama Anderson —me respondió ella sin que viniera a cuento.
Me dio rabia verla tan tranquila. Las niñas de mi clase se ponen histéricas cuando me meto con ellas. No quisiera parecer presumido, pero la verdad es que soy un chico bastante popular.
Se ve que fue la propia mujer quien bordó el panda. En sus días libres sale a pasear con el bolso colgado del hombro. A menudo nos cruzamos cuando voy a la academia de repaso.
—¿Adónde vas, Susumu? —me pregunta.
—A la academia —le digo siempre, pero cada vez me hace la misma pregunta.
Estoy convencido de que no siente el menor interés por mí.
Para ser alumna de bachillerato, es bastante bajita. Mide más o menos lo mismo que yo, que tengo diez años y voy a primaria.
—¿Tienes novio, Chinami? —le pregunté un día.
—¿Y tú, Susumu? —dijo ella sin responderme.
—No, ¡qué va! —contesté, y ella me miró fijamente.
—Qué pestañas más largas tienes.
—¡Tonterías! —exclamé, con el corazón acelerado.
—¿Me acompañas a dar un paseo? —propuso sin dejar de mirarme.
Iba a decirle que tenía que ir a la academia, pero me pareció una excusa infantil, así que acepté.
—Vale, vamos.
La mujer echó a andar a paso rápido.
—¿Te gusta pasear? —le pregunté.
—Ni mucho, ni poco —dijo ella con ambigüedad.
Estuvimos andando juntos un rato. La mujer no olía a nada. No como las niñas de mi clase, que siempre huelen a caramelo o a chicle.
—Dime, ¿en qué piensan los niños de diez años? —me preguntó entonces.
—En nada —respondí, imitando su tono ambiguo.
Ella se encaminó hacia la colina. Hacía mucho tiempo que yo no iba, y eso que un par de años antes solía ir a jugar a menudo.
—Desde la cima hay muy buenas vistas —dijo ella con orgullo.
—Ya lo sé.
—¿Ah, sí? Veo que conoces bien el barrio, Susumu.
El viento le alborotaba el pelo, que le tapaba la cara de vez en cuando. Cada vez que eso ocurría, ella lo apartaba con un gesto de contrariedad.
—Tienes el pelo muy largo —observé.
—Pensaba cortármelo.
—No te lo cortes —dije, y ella puso cara de sorpresa.
—¿Por qué no?
—Porque no —respondí, consciente de que me había sonrojado.
Ella echó a correr, y el bolso del panda empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás.
—¡Qué grande es el cielo! —dijo con voz cantarina mientras corría hacia la cima de la colina.
Yo la seguía a toda prisa.
La mujer sacó unos lápices de colores y un cuaderno de dibujo. Enseguida empezó a dibujar sin dejar de mirar a su alrededor.
Utilizaba los lápices amarillo, azul cielo y rojo.
—¿Qué estás dibujando?
—La primavera.
—¿La primavera? —repetí.
—Eso es. Aquí la primavera es muy bonita, ¿no crees? —me preguntó ella, sonriendo.
Yo agaché la cabeza, sin saber qué responder. Tenía una sensación muy rara. La mujer no sólo me gustaba, sino que también me provocaba una especie de cosquilleo en la barriga. Me parecía encantadora. Aunque fuese mayor que yo. Aunque no fuese muy alta. Aunque estuviera fuera de mi alcance y aunque pronto se convertiría en toda una señora.
—¿A ti también te gusta dibujar, Susumu? —me preguntó.
En lugar de responderle, abrí la cartera de la academia y saqué un cuaderno y un lápiz de minas. Abrí el cuaderno por la última página y empecé a dibujar.
—¿Soy yo? —preguntó ella.
—Sí —admití.
Me gusta bastante dibujar. Además, se me da bien. Una vez me escogieron para participar en una exposición del barrio.
Ella volvió a concentrarse en su dibujo. Mientras tanto, yo dibujaba su cara de perfil tan bien como podía. Los dos movíamos la mano sin decir nada. La brisa primaveral nos acariciaba el pelo.
En mi retrato, el rostro de perfil de la mujer tenía una expresión más estúpida que la de ella.
—Qué cara más rara —dijo riendo.
Yo me sonrojé de nuevo.
Ella también me enseñó su dibujo. Era bonito pero no representaba nada concreto, más bien parecía una mezcla de colores escogidos al azar.
—Qué chulo —dije, y ella sonrió satisfecha.
—Anda, vamos —dijo entonces, y se levantó sin más preámbulos.
Yo también me levanté precipitadamente, y el lápiz de minas se me cayó entre la hierba. Lo busqué, pero no pude encontrarlo.
—Lo siento —se disculpó ella.
—No pasa nada —respondí, y me apresuré a guardar el cuaderno en la cartera, temiendo que la mujer se fuera sin mí; pero me esperó.
Empezamos a caminar de nuevo uno al lado de la otra. Ella no abrió la boca en todo el camino de vuelta. Yo también guardé silencio. «Me gusta esta mujer», pensé. Y a continuación añadí: «Parezco idiota».
Nos despedimos delante de su casa. Estuve observando su silueta de espaldas mientras abría el portal. Ella volvió a apartarse con la mano el pelo que le caía encima del hombro.
En cuanto la perdí de vista, entré en mi casa.
—Hoy has vuelto más temprano, ¿qué ha pasado? —preguntó mi madre.
—Se me ha olvidado ir a la academia —alegué como excusa, y me encerré en mi cuarto.
Me tumbé en la cama y clavé la mirada en el techo. Luego me levanté, saqué el cuaderno de la cartera y lo abrí por la última página. Apareció el retrato de la mujer. Se parecía mucho menos a ella que antes.
«Parezco idiota», pensé de nuevo, y cerré el cuaderno. La brisa irrumpía por la ventana. Me hizo cosquillas en la nariz y me provocó un fuerte estornudo.