La cajita de música
LA CAJITA DE MÚSICA
Terminé de trabajar antes de la hora prevista.
Había ido a ver a nuestro escritor por encargo, que vive en una pequeña ciudad en el norte de Kanto. Tenía planeado ir a tomar algo con él para aprovechar el viaje. Escribe novelas de misterio y es nuestro escritor principal desde que leímos su primer manuscrito y le llamamos. En un abrir y cerrar de ojos se hizo famoso y ayudó a remontar las ventas, más bien discretas hasta entonces. Ahora es considerado uno de los tres mejores autores de novela negra, un terreno en el que resulta difícil conseguir un contrato para la siguiente novela.
Había ido con la intención de reunirme con él tranquilamente y, si perdía el último tren, pasar la noche en el hotel de negocios de delante de la estación, pero por la mañana me llamó para decirme que su gato estaba enfermo.
Adelantamos la hora de la reunión, fuimos a un local y, después de una breve conversación que duró una hora escasa —«Yo también tenía un gato en casa de mis padres, espero que se mejore pronto. ¿Necesitas información para tu siguiente obra? El año que viene sacaremos una nueva novela»—, el escritor se fue precipitadamente. Fue un encuentro demasiado breve que no compensaba el viaje de más de dos horas en tren. Dudando entre emprender el camino de vuelta o quedarme un poco más, me acerqué a la estación a pie. En aquella ciudad no había nada.
—Aquí no hay absolutamente nada —había dicho antes el escritor, visiblemente satisfecho.
—No puede ser verdad —había replicado yo, pero él había negado con la cabeza.
—En serio, no hay nada. Pero a mí me gusta.
—Ah, ya.
Para mí, que había nacido y crecido en Tokio, era una sensación incomprensible, pero como es lógico no se lo había dicho.
Frente a las taquillas donde vendían los billetes para el tren de cercanías había un grupo de estudiantes, todos chicos. Iban vestidos iguales, con camisa blanca abierta a la altura del pecho encima de una camiseta negra de manga corta. Era un estilo que no se veía en Tokio. Quizá fuera típico de allí. Cuando llevaba un rato mirándolos, me parecieron atractivos.
Mientras observaba a los jóvenes, me vino a la memoria la expresión de ternura del escritor mientras me hablaba de su gato. Había sentido envidia. No sé si era envidia del gato, por tener a alguien que lo quería tanto, o del escritor, por tener algo en lo que depositar su afecto.
«Yo también quiero amar a alguien», pensé de repente.
Llevo mucho tiempo sin enamorarme. Hará unos tres años.
En el mostrador de información de la estación pedí que me buscaran alojamiento en un hotel.
—Todos los hoteles de la zona están completos —me dijo la chica del mostrador después de teclear en el ordenador.
—¿Y eso? —repliqué, sorprendida.
Ella frunció los labios en una mueca de disculpa.
—Hoy se juega un partido de fútbol.
Recordaba vagamente que en la liga japonesa había un equipo que llevaba el mismo nombre que aquella ciudad. «No tengo más remedio que volver a Tokio», pensé, pero ya había decidido pasar la noche fuera y me resistía a cambiar de planes. Soy una persona de ideas fijas. Quizá por eso no tengo suerte en el amor.
—Hay un ryokan a poca distancia en tren —me dijo la chica de información al verme vacilar. Su acento contenía dejes del dialecto local.
—¿En tren? —repetí, y la chica me señaló el edificio de la estación.
—En el ferrocarril de la costa. El siguiente pasa dentro de veinte minutos. El ryokan está junto al lago.
Atraída por la idea de dormir junto al lago, decidí ir. Aún quedaban muchas horas de luz. Volví a la estación, compré el billete y entré. En lugar de torniquetes automáticos había empleados validando los billetes.
En el andén hacía viento. Me senté a esperar el tren al lado de un joven que estudiaba inglés con la cabeza gacha. Al poco rato, un pequeño tren de dos vagones entró deslizándose en el andén.
Aunque lo llamasen ryokan, al llegar vi que se trataba de un simple albergue. Junto al vestíbulo había un gran cartel con forma de flecha que indicaba: «Secadora de ropa». Tanto el baño como el aseo estaban a unos treinta metros de las habitaciones.
—De seis a siete, la bañera está reservada para los alumnos que se alojan en el edificio de enfrente —me dijeron en recepción nada más entrar. Era un albergue con todas las de la ley.
Naturalmente no había servicio de habitaciones y tuve que cenar en el comedor con los demás huéspedes. Había una pareja joven, un grupo formado por un viejo y dos ancianas cuya relación era difícil de determinar y dos hombres que parecían oficinistas. Frente a la gran ventana que daba al lago colgaba una cortina de gasa que permitía entrever levemente el paisaje del atardecer.
Trucha. Shirauo. Wakasagi. Para cenar había toda clase de peces de lago, pero el punto de sazón no era el adecuado y estaban dulces o demasiado salados. Durante la cena, un radiocasete situado en un estante emitió música instrumental con un timbre parecido al de una cajita de música. A continuación de «Himno al amor» sonó «Los amantes blancos» y, a continuación, «Hotel California». Después de tres canciones más terminó la cinta. La chica del albergue la rebobinó y empezó a sonar de nuevo «Himno al amor».
Después de cenar, me compré una cerveza en la máquina expendedora del fondo del pasillo y fui al exterior. Había anochecido casi por completo. La superficie negra y viscosa del lago se extendía ante mis ojos. El camino que conducía a la orilla no estaba iluminado. Cuando llevaba un rato andando, la oscuridad me engulló y no veía ni mis propios pies.
Me acerqué a la orilla y me senté en el césped. De vez en cuando se oía algún pájaro acuático chapoteando en el agua, pero era imposible saber dónde estaba. Mientras me tomaba la cerveza, estuve pensando un rato en el trabajo. Luego, por primera vez después de mucho tiempo, pensé en Tatsuo, del que me había separado tres años atrás. Habíamos estado juntos siete años. Me gustaba, pero la relación no funcionó. ¿Quizá porque yo era reacia a casarme? No, no fue por ningún motivo en concreto, simplemente no salió bien. A pesar del tiempo que había pasado, empecé a hacerme las mismas preguntas que me había hecho mil veces cuando nos separamos.
Algo saltó en la superficie del agua. Parecía un pez grande, pero estaba tan oscuro que no lo vi. Pensé en el escritor con el que había quedado por la mañana. Seguro que se había dado cuenta de mi absoluta falta de interés por su gato, pero yo no había sabido disimular mejor.
Volvió a saltar otro pez. La canción «Hotel California» que había oído en el comedor aún me resonaba en los oídos. A pesar de que era una melodía en tono menor, al ser interpretada con el delicado timbre de una cajita de música sonaba alegre y desenfadada.
Empecé a silbar la melodía al compás de la canción que me resonaba en los oídos. Mi voz se deslizó brevemente sobre la superficie del agua. A pesar de que la melodía que tenía en la cabeza era más bien alegre, el tono de mi voz sonó más melancólico que la canción original.
Me sentí rara y bebí el resto de cerveza de un trago. Se oían las aves acuáticas batiendo las alas. «No puedo llorar ahora», pensé, mordiéndome los labios con fuerza. Pero las lágrimas empezaron a resbalarme por las mejillas.
—Es por culpa de esa cajita de música tan extravagante. Y, sobre todo, por culpa de esta ciudad donde no hay nada —dije en voz alta expresamente, pero la oscuridad se tragó mis palabras.
Pronto dejé de llorar y regresé al albergue con la lata de cerveza aplastada en la mano.
Durante la noche debió de llover mucho, porque a la mañana siguiente los cristales de la ventana estaban salpicados por grandes gotas de agua. Mientras desayunábamos sonó el mismo repertorio instrumental que durante la cena. Al escucharlo a la luz del día, el timbre de la cajita de música me pareció absolutamente monótono.
En el comedor había mucha más gente que la noche anterior, y todo el mundo desayunaba con gusto. Varias personas llevaban camisetas de un equipo de fútbol. Debían de haber llegado tarde por la noche, después del partido.
Pedí la cuenta en recepción y llamé a un taxi. Mientras observaba a la dueña del ryokan preparando la factura, pensé que seguramente nunca más volvería allí. La dueña debió de notar mi mirada fija en ella, porque levantó la cabeza y me sonrió.
—Qué buen día hace, ¿verdad? —comentó.
—Sí, un día precioso —respondí tímidamente.
Ella me sonrió de nuevo y a continuación volvió a concentrarse en las cuentas.
El taxi me llevó a la estación esquivando los charcos. El tren de dos vagones llegó enseguida. Bajé en la última estación entre una multitud de estudiantes. Hablando en voz alta, los jóvenes se abalanzaron en tromba hacia la salida. «Tengo ganas de enamorarme», pensé vagamente mientras cruzaba las puertas mezclada con los estudiantes.
«En esta ciudad no hay nada, pero a mí me gusta», había dicho el escritor. Compré un billete a Tokio y levanté la vista al cielo. En lo alto flotaban algunos cirrocúmulos. Le entregué el billete al empleado de la estación y, después de que éste lo validara, subí las escaleras poco a poco, como si tuviera que asegurar el paso.