La tristeza

LA TRISTEZA

Un buen día, mi novio me dejó.

Trabajaba en una empresa de mantenimiento de edificios, y las camisas le favorecían mucho. Nos habíamos conocido a través de una amistad común. La primera vez que nos vimos no hablé mucho rato con él ni me sentí atraída de inmediato, pero me pareció una persona agradable.

Quedamos a solas unas cuantas veces y nos fuimos encariñando. Empezó a parecerme muy sexy que se aflojara un poco el nudo de la corbata al entrar en el bar donde habíamos quedado después del trabajo.

Aunque ya llevábamos dos meses saliendo «oficialmente», yo aún no tenía claro si éramos novios o qué éramos. Celebrábamos juntos los días señalados (nos habíamos conocido poco antes de Navidad, una época en la que se acumulan varias celebraciones consecutivas: Navidad, la primera visita del año al templo, el setsubun o víspera del equinoccio de primavera y San Valentín. No sé si el setsubun se puede considerar un día señalado, pero nosotros compramos rollitos de sushi en unos grandes almacenes y nos los comimos siguiendo la tradición, en dirección a la buena suerte, que aquel año era sur-sur-oeste. Luego hicimos el amor solemnemente), respondíamos enseguida los mensajes del otro y no teníamos aventuras paralelas (al menos yo). Pero eso no basta para decir que tienes novio.

¿Qué es tener novio? De vez en cuando me compro el Número especial: el amor y la fortuna en la primera mitad del año de una revista e intento averiguar mi compatibilidad con los hombres con los que he salido hasta ahora.

Con uno de ellos, con el que tenía «compatibilidad máxima, tanto en cuerpo como en espíritu», no nos entendimos y rompimos enseguida. En cambio, con otro chico con el que, según la revista, «no tenéis futuro ni como amigos», estuve saliendo tres años y estuvimos a punto de casarnos. Mi color de la suerte era el dorado y mi destino de la suerte, las islas del sur.

A veces pienso que no me he enamorado ni una sola vez. No sé si he estado con algún chico hasta el punto de echarlo de menos, de querer oír su voz, de necesitar que me abrazara o de no poder vivir sin él. No lo recuerdo. Tengo la sensación de que en algún momento he tenido alguna relación así, pero no consigo recordarlo. Suelo olvidar las cosas que ya han pasado.

Empecé a sospechar que éramos novios el 3 de marzo, el día del Festival de las Muñecas. «Hoy es el día de las niñas, tenemos que comer algo dulce», dijo, y me llevó a un restaurante donde servían unos postres deliciosos. Después de un plato ligero de pescado, pedí una tarta de chocolate tan tierna que parecía un suflé. Él escogió el sorbete de uva. Siempre he pensado que, mientras comes algo dulce, el cerebro segrega la hormona de la felicidad. Lo miré embelesada. «Me alegro de que sea mi novio», pensé. Luego me di cuenta de que acababa de referirme a él como «mi novio», aunque sólo fuera en pensamientos.

Mientras picábamos unos bombones de chocolate amargo en el bar al que fuimos más tarde, le apoyé la cabeza en el hombro. Él me rodeó la cintura con el brazo. Yo levanté la cabeza suavemente y al poco rato él retiró el brazo de mi cintura con naturalidad. Fue un momento perfecto. «Me alegro de que sea mi novio», pensé de nuevo, y me llevé a la boca otro bombón.

Me dejó un martes por la noche. A pesar de que el martes es mi día favorito de la semana. El lunes es un melón verde que aún no ha madurado. Los miércoles y los jueves son un plátano que empieza a estar demasiado maduro. Los viernes y los sábados son una papaya a punto de caer del árbol. El martes, en cambio, es un tomate ligeramente dulce pero que apenas huele. Por eso es mi favorito. Es un día limpio, neutro y firme.

Y me dejó precisamente un martes por la noche.

—Creo que no deberíamos volver a vernos —dijo.

—¿Cómo? —exclamé como una idiota.

En estas ocasiones siempre me sale voz de idiota. Más tarde, cuando ya estaba sola, mi voz al pronunciar aquel «cómo» me resonaba en la mente sin cesar. Podría haber recordado muchos otros momentos, como cuando me explicó que había conocido a otra chica que le gustaba más que yo, o me dijo: «Estarás bien sola» (¿por qué los hombres siempre ponen la misma excusa?); o el momento en el que me di cuenta por primera vez de que tenía mucho pelo en el dorso de las manos, o cuando ya nos despedíamos y le estampé un tórrido beso en la boca (iba borracha). Sin embargo, la escena que me quedó grabada en la memoria con más intensidad fue mi «cómo». Un «cómo» con voz de idiota pronunciado con cara de idiota.

Yo he roto con algunos hombres y otras veces me han dejado. Ambas situaciones son igual de desagradables. Cuando te dejan, lo más importante es no odiarte a ti misma. No quería pensar que había sido por mi culpa. Ni tampoco por la suya. Ni mucho menos por culpa de la chica de la que se había enamorado. Hay una palabra antigua que lo describe a la perfección. ¿Cómo era? Ah, sí: el sino. Me dejó porque era mi sino. Si empiezas a pensar en los motivos y en las circunstancias, te enfadas y el carácter te cambia. Eso es malo para la piel. Así que me limité a repetir: «Es el sino, es el sino», como si fueran unas palabras mágicas. Aunque aquella letanía no me ayudó a calmarme, naturalmente.

Me dejó un martes. Lo primero que hice al llegar a casa, pasadas las doce de la noche, fue lavarme la cara. Me desmaquillé cuidadosamente, me enjuagué con agua tibia abundante y al final me lavé con agua fría. Luego volví a mi habitación, colgué la ropa en el perchero, saqué del armario lo que iba a ponerme el día siguiente y encendí el televisor portátil que tenía encima del escritorio.

Salían unas chicas riendo. Quité el volumen y me limité a mirar la pantalla apáticamente. Mientras contemplaba el pelo bien arreglado y la forma suave de los hombros de las chicas, pensé que tal vez a alguna de ellas la hubieran dejado el día anterior.

«¿Por qué estoy tan triste?», pensé. Sabía que la tristeza se iría disipando con el tiempo, pero aquella certeza no me consoló. Me sentía igual de triste. «Con lo mucho que me gustaba», pensé por un instante, pero sabía que era mentira. Nunca había estado loca por él. Porque él tampoco estaba loco por mí. «Si tú no estás loca por él, él tampoco lo estará por ti», solía advertirme una amiga, pero no era cierto. Yo estaba preparada para enamorarme con locura. Siempre lo estoy. Incluso ahora.

Me acosté en silencio. Me tapé con la manta y lloré un poco. Intenté sollozar. «Snif, snif», sonó mi voz. De vez en cuando me sonaba la nariz. Si lloraba demasiado, al día siguiente tendría los ojos hinchados, así que iba haciendo breves pausas para refrescarme los párpados con una toalla húmeda. Sabía que tenía los párpados calientes porque notaba la toalla fría. Mientras lloraba, olvidé por un instante el porqué de mis lágrimas. Intenté recordar que aquel chico me gustaba, pero no lo conseguí. Sólo recordaba que era un poco patizambo. «A pesar de que era patizambo, me gustaba», pensé, y así pude continuar llorando. Pero pronto me sentí ridícula. Se me escapó una risita. Mientras reía, sentí lástima por mí misma y rompí a llorar de nuevo.

Durante los treinta minutos aproximados que pasé llorando y descansando, de repente recordé que aún no había devuelto un libro que había tomado prestado en la biblioteca de la universidad. Debía de estar en la caja de cartón que guardaba al fondo del armario. Seguramente ya no lo devolvería. Fijé la vista en el techo de la habitación. Un techo limpio de color marfil. Había reformado la casa hacía diez años. Estaba contenta de tener mi propia habitación en lugar de compartirla con mi hermana mayor. Las cortinas estampadas que había comprado diez años antes con mis ahorros seguían colgadas en las ventanas. Tuve la extraña sensación de no saber quién era. Al día siguiente iría a trabajar como siempre; a la hora de almorzar comería pasta, curry o pescado, y por la noche, después de darme un baño, me retocaría la manicura y hablaría por teléfono con alguna amiga, pero sin contarle todavía que me habían dejado. En lugar de eso hablaríamos de las rebajas de temporada o de cualquier otra cosa y, después de colgar, quizá volvería a llorar un poco, o quizá ya no podría llorar más. Mientras pensaba en todo eso, me dormí sin darme cuenta. Un buen día, la tristeza.