Una carta verde en un sobre verde

UNA CARTA VERDE

EN UN SOBRE VERDE

Isuzu escribe cómics para chicas adolescentes. Según ella misma, debutó hace veinticinco años y ha tenido bastante éxito. Según mi cuñada, las ventas de sus libros siempre han sido más bien discretas. Lleva años trabajando sin descanso y tiene un grupo de seguidores incondicionales… ¿o podríamos llamarlos maníacos?

Isuzu es la hermana mayor de la mujer de mi hermano, cosa que puede resultar un poco complicada de entender. En resumidas cuentas: es una pariente bastante cercana, pero no tengo lazos sanguíneos con ella.

La conocí en la boda de mi hermano. Al principio querían sentar a todos los familiares en dos mesas, los del novio en una y los de la novia en otra; pero como no cabíamos todos acabaron montando una tercera mesa en la que mezclaron miembros de ambas familias. Tanto Isuzu como yo tenemos mucha familia: nosotros somos cinco hermanos y hermanas, y por su parte son seis en total.

Isuzu picoteaba el gratén de langosta con cara de hastío. Yo, que hasta entonces apenas había tenido ocasión de probar la langosta, observaba con avidez cómo la pinchaba y desmenuzaba.

—¿Quieres un poco? —me ofreció.

—¡Vale! —respondí.

Más adelante me dijo que le había gustado mi respuesta clara y resuelta, mientras que a mí me había fascinado su expresión de hastío. «Es toda una mujer», pensé yo, que por entonces estaba a punto de terminar la secundaria. Naturalmente que lo era. Isuzu ya tenía más de cuarenta años. ¿Qué era sino una mujer?

Por otro lado, sin embargo, tenía algo de niña, como si no hubiera crecido del todo. Me di cuenta a medida que fui conociéndola.

—Es que me dedico a dibujar cómics para chicas —solía decir como pretexto.

—Como si todos los dibujantes fueran iguales que tú —le respondía yo, y ella soltaba una risita burlona.

Por cierto, Isuzu lleva boina. Todas las mujeres eternamente jóvenes llevan boina. En este sentido, no hay nadie que le haga sombra.

Isuzu es aficionada a coleccionar recuerdos: entradas para un ballet de Jorge Donn, para el estreno de Muerte en Venecia, para el espectáculo The Rocky Horror Show…

—No me suena ninguno —admití, y ella suspiró.

—En todos sale gente hermosa.

Hermoso es la palabra clave de Isuzu, y su lema es: «A todo el mundo le gusta la hermosura». Vive en un piso sencillo decorado en dos tonalidades, el marrón y el blanco. De la ventana cuelgan cortinas de encaje antiguo, y tanto la mesa como las sillas son antigüedades inglesas. Los utensilios de cocina también son extravagantes: cuencos esmaltados que parecen pesar una tonelada, una vieja batidora, cacerolas metálicas y un hervidor de agua fabricado en Irlanda de forma abultada y color marrón.

«Es que Isuzu es muy cursi», suele decir su hermana pequeña. «No es verdad, no soy cursi. Soy retro-chic», objeta ella, aunque nadie sabe lo que significa. No se lo dice directamente a su hermana, me lo dice sólo a mí.

—¿Por qué la sociedad no puede cuidar de las viejas como yo, que vivimos tranquilamente según nuestras propias reglas sin molestar a nadie? —se quejó Isuzu.

—¿Vieja? —repetí sorprendida, y ella sonrió.

—Pues sí. Antes, a las mujeres que ya no teníamos edad para casarnos nos llamaban viejas. ¿No has leído Ana, la de Tejas Verdes?

—¿No es un libro para gente cursi? —pregunté.

Ella meneó la cabeza lentamente.

—Si sólo te gusta su estética eres cursi, pero si te gusta la historia en sí, eres retro-chic.

Yo seguía sin entender qué significaba aquello. Aun así, Isuzu me caía bien e iba a verla a su casa a menudo. «Tengo una fecha de entrega muy pronto. Pero si eres tú, adelante», me decía al recibirme.

—La verdad es que últimamente no tiene muchas entregas —me dijo un día mi cuñada.

—¿De veras? —respondí con una sonrisa, sin darle demasiada importancia.

Pero por dentro me invadió una oleada de afecto por Isuzu, objeto de las burlas de su propia hermana. Tomé la firme resolución de proteger a Isuzu.

Isuzu también tenía billetes de metro en su colección. Billetes normales y corrientes con una gruesa línea en el centro. Todos tenían la misma forma, pero había tres colores diferentes: amarillo, verde claro y malva.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—En francés se llaman carnets —respondió ella en un tono paciente.

—¿Y qué son?

—Bonos de viaje combinados para el metro y el autobús de París.

—Ah, ¿entonces son billetes de metro normales?

—De metro y bus —me corrigió ella, algo irritada—. Los amarillos son de cuando visité París hace veinticinco años. Los verdes son de hace siete años y los de color malva, de la última vez que fui, hace poco. De vez en cuando cambian el diseño y el color de los billetes.

—¿Has estado en París recientemente? —exclamé, sorprendida.

—Sí —respondió ella sin inmutarse.

—Debes de tener mucho dinero.

—No, no mucho.

—¿Es bonita París?

Esperaba que ella me contestara: «Sí, no hay ciudad más bonita en el mundo», pero su respuesta fue completamente distinta.

—No. París está llena de cacas de perro, es oscura, hace mucho frío o mucho calor, la gente es antipática y engreída y los edificios son apabullantes. No es nada bonita.

—Ya veo —susurré, impresionada por sus palabras—. Así que no es bonita.

—En absoluto. No es bonita, y los parisinos son maliciosos y hacen un ruido ostentoso con la garganta al hablar. Aun así, París me gusta.

—Un ruido ostentoso con la garganta —repetí pensativa, mirando fijamente a Isuzu.

—Últimamente no vienes a verme casi nunca, Mana —me dijo Isuzu.

Era cierto. Llevaba un tiempo sin ir a su casa. Estaba enamorada. En realidad, aún no forma parte del pasado. Estoy enamorada. O eso creo.

Salgo con un universitario que conocí en una fiesta. Dicho así parece una relación condenada a durar más bien poco, pero es lo más serio que he tenido nunca.

Llevábamos tres meses juntos. Es decir, llevamos tres meses. O eso creo. Satoshi no es un buen chico, eso lo sé desde el principio. Aun así, me enamoré de él.

—¿Es por un chico? —me preguntó Isuzu.

Asentí levemente mientras pensaba: «No lo entenderá».

—¿Cómo es? —añadió ella, sonriendo.

—Normal —respondí con cierta indiferencia. Ella emitió una risita burlona que me molestó un poco. ¿Qué sabría ella de relaciones de pareja?—. ¿Tú tienes novio? —le pregunté con mala fe.

—Tuve uno —confesó ella, algo incómoda.

«¿Será verdad?», pensé, cada vez más molesta.

—¿Y te acostaste con él?

—B-bueno… —titubeó ella, sonrojándose.

Yo era consciente de que la había tomado con ella sin motivo, pero era incapaz de contenerme. Empecé a disparar rápidamente una pregunta tras otra: cómo era su exnovio, por qué lo habían dejado y cuándo fue la última vez que había tenido relaciones sexuales. Cuanto más preguntaba, más miserable me sentía.

Isuzu respondió a todas mis preguntas con una expresión extraordinariamente seria.

—Tenía muy buen carácter. Porque estaba casado. Llevo unos quince años sin practicar sexo con nadie.

Al final, me sentí incapaz de quedarme y salí de su casa. Mientras corría por la calle, me reprochaba mi actitud repitiéndome: «Idiota. Eres una idiota».

Satoshi y yo rompimos al poco tiempo.

Desde entonces no he sido capaz de volver a casa de Isuzu.

—Mi hermana Isuzu está ingresada —me anunció un día mi cuñada como si no tuviera importancia.

—¿Cómo? —exclamé con voz de alarma.

—No es nada, sólo una apendicitis.

Respiré aliviada, pero luego me asaltaron toda clase de temores. ¿Habría ido sola al hospital y habría ingresado sola? ¿Lo habría pasado mal después de la operación? ¿Se le complicaría con una peritonitis?

Estuve dudando entre ir al hospital o no. Al final, compré un ramo de flores silvestres (las preferidas de Isuzu) y fui a verla, pero ya no estaba. Le habían dado el alta el día anterior.

Volví a casa con el ramo y seguí dándole vueltas a la cabeza. ¿Y si fuera a verla a su casa? Sería una buena oportunidad para hacer las paces.

Sin embargo, no fui. No era capaz de perdonarme a mí misma. Y, en cierto modo, a ella tampoco.

En el fondo detestaba a Isuzu, que no parecía una mujer adulta a pesar de su edad. Y también porque, a pesar de que no era adulta, en realidad tenía algo de adulta.

Al final, terminé el bachillerato sin haber ido.

Entre el correo que saqué del buzón había un sobre verde.

Tuve el presentimiento de que era de Isuzu.

Abrí el sobre y encontré una hoja de papel de carta verde en su interior.

«Querida Mana», empezaba la carta.

Querida Mana:

Enhorabuena por haber entrado a la universidad, y perdona que haya tardado tanto en felicitarte.

Aunque me dé vergüenza decirlo, aquello me dolió. Pero ya estoy bien. Si dejara que me afectaran estas cosas tan triviales, no podría ni trabajar.

No entiendo mucho de amor, pero como me gustan las cosas bonitas, procuro dibujar cómics bonitos.

He decidido enviarte un regalito para felicitarte. Ahorra y ve a París algún día.

Tienes que ir antes de que vuelvan a cambiar el diseño y el color.

Dentro del sobre, junto a la carta, había diez billetes de metro de color malva.

—¡Ah, Isuzu! —suspiré.

No habría sido propio de ella decir: «Vayamos juntas a París», o: «Buscaré a alguien que pueda llevarte a París». Su forma de hacer las cosas era enviar un fajo de billetes de metro.

—Isuzu —susurré. En aquel momento me habría gustado abrazarla tiernamente.

«Para el cumpleaños de Isuzu, compraré un ramo de flores silvestres e iré a verla a su casa —me propuse—. Le regalaré una boina nueva de color rojo chillón».

Quizá se enfadaría y diría que el rojo era el color de las sexagenarias, pero no me preocupaba. «El rojo es el color de las mujeres eternamente jóvenes, y tú en eso no tienes rival», le respondería.

Mientras guardaba la carta verde dentro del sobre verde, me sentía cada vez más valiente. «Volveré a enamorarme». No había vuelto a salir con nadie desde entonces, pero en ese momento me sentí capaz. «París no me atrae mucho por ahora, pero iré», me propuse mientras apretaba los billetes color malva en la palma de la mano. «Ahorraré y viajaré a París, Isuzu».