Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo
LUNES, MARTES, MIÉRCOLES, JUEVES,
VIERNES, SÁBADO, DOMINGO
El sábado de la semana pasada me compré una cesta de la compra rústica de color marrón oscuro en una ferretería del barrio. El empleado me había dicho que estaba hecha con tallos de akebia.
Me gustaba desde finales del año pasado, cuando la descubrí medio abandonada al fondo de un estante de la tienda, y decidí comprarla.
No era el precio lo que me había hecho dudar tanto, es que soy de naturaleza indecisa.
—¿Me… me enseña esa cesta, por favor? —le pedí al señor de la tienda.
—Faltaría más —accedió él, y la bajó del estante.
Mientras le sacaba el polvo con un trapo, empecé a decir: «Vale, me la quedo…», pero apenas había empezado a hablar cuando el hombre se volvió hacia mí de repente y me colocó la cesta en la mano, sin dejarme acabar.
Volví a casa con la cesta, la dejé al lado del pequeño zapatero del recibidor (que yo misma había construido comprando láminas de madera en una carpintería) y comprobé que quedaba perfecta, tal y como había imaginado. Aliviada, me puse a preparar las salchichas y la col para la cena.
La primera vez que la oí fue el miércoles por la mañana. Estaba sacando las zapatillas de deporte blancas del zapatero para ir a trabajar y, de repente, una voz que no sabía de dónde salía dijo:
—Hoy lloverá, ponte unos zapatos más resistentes.
Perdí el equilibrio y caí de espaldas al suelo.
Eché un vistazo alrededor, volví a entrar en mi habitación y miré debajo de la cama e incluso me asomé al balcón por si acaso, pero no había nadie. Hice un par de inspiraciones profundas para tranquilizarme. Como todavía tenía el pulso acelerado, calenté un vaso de leche en el microondas y me lo tomé. Luego lavé el vaso despacio, lo sequé despacio y lo guardé despacio en el armario.
Al final decidí regresar al recibidor. Me puse con mucha cautela las zapatillas de deporte, pero no volví a oír ninguna voz. Abrí la puerta a toda prisa, la cerré con llave y me dirigí a la estación a paso rápido.
Antes de llegar a la estación empezó a llover, tal y como había pronosticado la voz.
Volví a oírla el viernes al mediodía. El día anterior había trabajado en el último turno, y aquella mañana me quedé dormida. No me daba tiempo a desayunar, así que me limité a coger dos galletas de chocolate del paquete que había abierto la noche anterior y me puse las zapatillas blancas mientras mordisqueaba una.
—¿Qué modales son ésos? —dijo la misma voz que el miércoles. Era la voz de una mujer mayor.
Di un respingo y volví a caer de espaldas al suelo.
El miedo me había paralizado. Había llegado a la conclusión de que lo del miércoles había sido una alucinación auditiva, pero ahora me daba cuenta de que era real.
—No tengas miedo —prosiguió ella.
—C-claro que tengo miedo —contesté sin pensar.
Mientras hablaba, intentaba averiguar de dónde salía aquella voz. Se me ocurrió que alguien me había colocado un aparato de escucha en casa.
—Nadie te está espiando —dijo la voz de repente.
Grité, me tapé los oídos con las manos y cerré los ojos. Me hice un ovillo y me quedé inmóvil en un extremo del recibidor.
Al cabo de un rato, abrí lentamente los ojos.
No podía ser otra cosa que la cesta. La voz procedía del lugar donde estaba. De la cesta marrón hecha con tallos de akebia que había comprado la semana anterior.
—¡Bingo! —exclamó ella alegremente.
Volví a gritar, pero ya no estaba tan tensa como antes. Me quité las manos de los oídos. Al fin y al cabo la oía igual con los oídos tapados.
—¿Quién eres? —pregunté.
Tardó un rato en contestar. Mientras me ponía las zapatillas de deporte, ella volvió a hablar:
—Soy yo —dijo en un tono confiado.
Estaba tan perpleja que no pude contestar. Me até las zapatillas a toda prisa y salí a la calle. Un cielo azul y despejado se extendió ante mis ojos.
A partir de entonces empecé a oír la voz constantemente. Me hablaba cuando me levantaba por la mañana y salía a recoger el periódico. Volvía a hablarme cuando iba a trabajar, y también cuando volvía. Me hablaba mientras hacía la limpieza de la casa y cuando dejaba abierta la puerta del balcón y echaba una cabezadita, mecida por la suave brisa.
Me fui acostumbrando poco a poco. No sólo porque me hablaba a menudo, sino también porque hacía comentarios propios de una abuela. «Una chica no debería ponerse un pantalón de tiro tan bajo. Se te va a enfriar la barriga», decía. O: «Haz el favor de caminar con más gracia», o: «Hoy has actuado muy bien, aparcando tu inseguridad». Nunca utilizaba un tono amenazante o intimidatorio. Cuando estaba cansada no me apetecía que me sermoneara ninguna abuela, pero en general la dejaba hablar sin prestarle mucha atención.
La llamaba «la abuela cesta».
Al principio, la abuela cesta no parecía entender los sutiles altibajos que se producían en mi estado de ánimo según el día, atribuibles a mi temperamento o a mis biorritmos. Cuando estaba cansada, ella parloteaba sin parar. En cambio, cuando yo necesitaba compañía y tenía ganas de hablar, ella callaba.
Sin embargo, al cabo de un mes, la abuela cesta ya estaba completamente adaptada a mis cambios de humor. Cuando yo estaba desanimada, me decía con voz dulce: «Mañana hará un día espléndido». Y cuando estaba eufórica porque había mantenido una conversación íntima con el encargado de la tienda donde trabajaba, del que estaba enamorada en secreto, me hacía bajar de las nubes murmurando: «La euforia es nuestra peor enemiga. Después de una buena racha, siempre viene una mala».
Todos los días, cuando iba a trabajar, me despedía de la abuela cesta. Al llegar a casa la saludaba y antes de acostarme, cuando ya había apagado la luz, miraba hacia el recibidor y le deseaba las buenas noches en voz alta.
Me acostumbré a convivir con ella. Estaba convencida de que, mientras tuviera la cesta de akebia en casa, la abuela cesta seguiría conmigo. Hasta el día en que desapareció.
Fue un jueves por la mañana. Parecía estar a punto de ponerse a llover.
—Hoy lloverá, ponte unos zapatos más resistentes —me aconsejó mientras me ponía las zapatillas blancas.
«Esto ya me lo dijo el otro día», pensé.
Pero iba muy justa de tiempo, así que no le hice caso y cerré de un portazo. Eché la llave y salí corriendo. Mientras hacía girar la llave en la cerradura me pareció oír la voz de la abuela cesta, pero no entendí lo que me decía y, como tenía prisa, me fui.
Al volver a casa, la saludé como siempre. Ella no me devolvió el saludo. Pensé que estaría de mal humor y no le di más importancia. Ya había olvidado lo de esa mañana.
Pero la abuela cesta siguió en silencio tanto al día siguiente como los dos días sucesivos. Me asomé dentro de la cesta y le hablé, pero no me respondió. Empecé a impacientarme. ¿Qué podía hacer? ¿Me habría abandonado?
De repente, me sentí muy sola. Antes no me importaba vivir sola, pero desde que me había acostumbrado a convivir con la abuela cesta, la soledad se me metía en el cuerpo y me calaba los huesos.
Pasé varios días atisbando inquieta el interior de la cesta por si ella volvía. Pero no regresó.
—¿Dónde estás? —le preguntaba una y otra vez a la cesta de akebia, que nunca me respondía.
Un martes por la mañana, al cabo de un mes aproximadamente, asumí que la abuela cesta había desaparecido.
Empecé a obsesionarme con las últimas palabras que me había dirigido aquel jueves por la mañana y que yo no había oído. Pero por más vueltas que le daba, ella no me respondía.
La cesta de akebia me hacía pensar en ella cada vez que la veía, así que la guardé al fondo del estante superior del armario. Terminó el año y el tiempo fue pasando hasta que, al final, olvidé a la abuela cesta. Me acostumbré de nuevo a la soledad, y cuando el encargado de la tienda se casó con su novia de toda la vida, apenas lo lamenté.
A veces me sentía muy triste, como si hubiera perdido algo, y entonces me ponía a cocinar alguna receta complicada o me metía en el baño y limpiaba los rincones más inaccesibles con un cepillo de dientes viejo, sacando el mayor partido de mis trucos de soltera para sobreponerme a los malos ratos.
Pasaron tres años.
Era un lunes por la noche.
—Cuánto tiempo —dijo una voz.
Era la abuela cesta.
La reconocí enseguida. Pero no estaba en mi casa. La voz venía de una cajita expuesta en un bazar cercano a la tienda donde trabajaba.
—¡Abuela! —exclamé.
Los clientes del bazar me miraron extrañados.
—¡Chitón! —dijo ella.
Cerré la boca de inmediato.
—¿Dónde estabas? —le pregunté en voz baja.
Ella tardó un poco en responder, pero yo esperé pacientemente, convencida de que volvería a hablar.
—Veo que te has hecho mayor. Y que ya no eres tan insegura como antes —dijo en un susurro al cabo de un rato.
Asentí sin decir nada.
—Ya no me preocupas —continuó.
Yo volví a asentir.
Por alguna razón inexplicable, sabía que sería la última vez que hablaría con ella.
—Gracias —dije.
—Pero ¡si no he hecho nada especial!
—Ya lo sé. Pero gracias de todas formas —insistí.
Ella soltó una risita. Era la primera vez que la oía reír. Yo también reí.
Entonces la abuela cesta desapareció. Definitivamente. Sin dejar rastro. Para siempre.
De vez en cuando, los domingos al mediodía me acuerdo de ella.
He vuelto a sacar del armario la cesta de akebia. La abuela cesta no ha vuelto. A veces me pregunto por qué me escogería precisamente a mí, y entonces se me escapa alguna lágrima. O me echo a reír. O me entran ganas de cocinar legumbres y pongo en remojo un puñado de judías blancas.
Todavía soy un poco insegura, pero disfruto de mi vida en solitario. A veces cuando salgo llevo la cesta de akebia en la mano. El cielo es azul y los pájaros cantan. Procuro corregir mi postura al caminar. «La abuela cesta estaría orgullosa de mí», pienso.