Calcetines de colores

CALCETINES DE COLORES

Yo siempre lo llamaba «tío Haruhiko». Era mi tío por parte de madre.

El tío Haruhiko daba clases de caligrafía y escribía novelas que no se vendían. Mi madre solía decir que sus novelas eran oscuras. Yo no había leído ninguna. Un día fui al dentista y me sorprendió encontrar una novela del tío Haruhiko encima de las revistas de la sala de espera.

—Pues sí que se venden —le dije a mi tío, y él meneó la cabeza riendo.

—Tienes tantas probabilidades de encontrar una de mis novelas encima de una revista como de encontrar atunes cerca de la costa de Shonan. Eres una chica afortunada, Hatoko.

Pensé en su novela, que había leído por encima en la luminosa sala de espera del dentista. No parecía tan oscura como decía mi madre. Más que oscura, era insólita. Como un atún nadando a la velocidad de una bala cerca de la costa de Shonan, alejándose rápidamente del banco con el que debería estar en el océano Índico o en el Pacífico. Era una sensación parecida.

—Tu novela me pareció interesante —dije, y él se rascó la cabeza.

—Ya, bueno —masculló, rascándose con frenesí.

El tío Haruhiko era un soltero empedernido. Siempre había tenido detrás la sombra de alguna mujer, pero había decidido que ninguna entraría en su casa. Cuando mi madre y yo discutíamos, mi tío me dejaba quedarme con él. «Ya, bueno», decía con cara de preocupación al verme, pero siempre me acogía.

Al tío Haruhiko le gustaba hacer la colada. Toallas, sábanas, cortinas, manteles… A mí me relajaba contemplar la ropa tendida ondeando en el pequeño jardín cubierto de maleza.

Un día vi una hilera de calcetines tendidos con pinzas en una de las cuerdas del tendedero. Azul cielo. Lila malva. Verde menta. Naranja albaricoque. Rosa palo. Parecían imitar los colores de una bolsa de caramelos y estaban tendidos de dos en dos, a intervalos regulares.

—¿Esos calcetines son tuyos? —le pregunté, y el tío Haruhiko asintió—. ¿Siempre utilizas calcetines de colores? —pregunté de nuevo, y en esa ocasión me respondió negando con la cabeza.

Nunca lo había visto utilizar aquellos calcetines de los colores de los caramelos. Cuando no iba descalzo, llevaba calcetines blancos de algodón. En algunas ocasiones, en la boda de algún pariente lo había visto llevar calcetines negros de caballero (o eso creo, porque en las bodas no suelo fijarme en el atuendo de los hombres. Aun así, estoy convencida de no haberlo visto nunca con calcetines malva o rosa).

Al final, la conversación terminó sin que pudiera preguntarle cuándo se ponía aquellos calcetines de tonos pastel.

Mi madre y yo estuvimos alrededor de un año sin discutir y no fui a dormir a casa del tío Haruhiko ningún día. Pero al cabo de un año tuve con ella la mayor pelea de mi vida, que más adelante mi tío llamaría «la megaexplosión de Hatoko».

Por entonces, yo estudiaba en la universidad. Metí mis cosas y los libros de texto en una pequeña maleta y me fui de casa. Pensé en ir a casa de mi novio, pero aún no estábamos en la etapa de vivir juntos. Así pues, fui a casa del tío Haruhiko.

Mi tío bajó la vista hacia la maleta marrón y frunció el ceño, un poco más que de costumbre. El corazón me dio un vuelco. Pensé que tal vez era así como impedía que las mujeres hollaran su intimidad. Pero yo disimulé, como si no me hubiera dado cuenta de su mueca de contrariedad.

Estuve un mes en casa del tío Haruhiko.

Las clases de caligrafía empezaban por la tarde y casi siempre terminaban sobre las nueve de la noche. Cumplía estrictamente con el horario de las clases, que impartía cinco días a la semana. Como profesor, era mucho más popular de lo que había imaginado.

—¿Y cuándo escribes tus novelas? —le pregunté.

Él meditó unos instantes.

—No me acuerdo. —Me eché a reír, y él también—. Es verdad, no me acuerdo —murmuró entre risas.

La primera vez que vi al tío Haruhiko escribiendo en serio fue a finales del mes que pasé en su casa. Había extendido papel de borrador encima de la mesita baja que utilizaba para la caligrafía y escribía a lápiz. Estaba sentado en una posición normal, en silencio. Yo, que me había imaginado una escena mucho más ceremoniosa, me sentí algo decepcionada. Mi tío no parecía especialmente ensimismado. Se limitaba a escribir con fluidez.

Estuve un rato observándolo a escondidas, pero al ver que la escena era idéntica a cuando leía el periódico abierto encima de la mesita o escribía postales con la estilográfica, me cansé. Entonces, cuando estaba a punto de volverme para ir al baño, algo me llamó la atención.

Vi que el tío Haruhiko llevaba puesto un par de aquellos calcetines de los colores de los caramelos que un día había visto colgando del tendedero.

Eran unos bonitos calcetines amarillo limón, como los vestidos de las niñas.

Contuve el aliento y me fijé en sus pies. Debía de estar concentrado, porque no pareció darse cuenta de que lo estaba observando.

Seguía volviendo las hojas del papel de borrador y llenándolas de caracteres. Cuando iba por la tercera, dejó el lápiz y se desperezó. Pensaba que se volvería hacia mí y diría: «Sé que estás ahí», pero no fue así.

Sentado en el suelo, levantó las rodillas. Cuando no tenía clase, siempre iba en pijama. Ese día llevaba un jersey verde oscuro encima del pijama beige.

El tío Haruhiko apoyó la mejilla en las rodillas levantadas y se quitó los calcetines amarillo limón. Los juntó pulcramente y los dobló. A continuación abrió un cajón de la cómoda que tenía justo detrás y sacó otro par de calcetines que se puso lentamente en los pies descalzos. Pellizcó con los dedos las arrugas que se le habían formado a la altura de los tobillos y tiró de ellas hasta hacerlas coincidir con los talones.

—Ya, bueno —dijo en voz alta para sí.

Volvió a coger el lápiz y empezó a escribir de nuevo al mismo ritmo que antes, ni muy rápido, ni muy lento. Los calcetines que acababa de ponerse eran de color rosa palo. Un rosa claro y delicado con un ligero matiz rojizo.

Yo no podía apartar la vista de sus pies. Lo único que se oía era el roce del lápiz sobre el papel.

El tío Haruhiko murió de un infarto hace unos años. Sólo tenía sesenta.

Continuó exactamente igual hasta el final de sus días. Siguió sacando novelas que no se vendían y, cada vez que publicaba alguna, le enviaba un ejemplar a mi madre. Yo casi nunca las leía.

Después de aquella vez me alojé algún día más en su casa, pero perdí la costumbre cuando empecé a trabajar. ¿Por qué se ponía aquellos calcetines de tonos suaves cuando escribía novelas? ¿Por qué se los cambiaba cada vez que hacía una pausa? ¿Por qué no dejaba entrar mujeres en su casa? Y, sobre todo, ¿qué clase de persona era?

Ahora que está muerto, de vez en cuando me hago estas preguntas que, naturalmente, no puedo responder. Sólo oigo su voz diciendo: «Ya, bueno».

Los calcetines de tonos pastel le quedaban muy bien. Quizá cuando sea un poco mayor leeré las novelas del tío Haruhiko.