X

La ultima vez que Benyon visitó a las hermanas Theory antes de la llegada del esperado hermano, encontró a Mildred sola e incorporada, sorprendentemente, cerca de la ventana. Kate había ido a Nápoles a fin de dar órdenes a la recepción del hotel para que buscasen un alojamiento más espacioso para los viajeros que el que la villa de Posillipo (donde las dos hermanas tenían las mejores habitaciones) podía ofrecerles; y la muchacha enferma había aprovechado la ausencia de su hermana y la excusa que el día era de una deliciosa calidez para acomodarse en un sillón por primera vez en seis meses. Estaba practicando, como decía ella, para el gran viaje en coche hacia el norte, donde iba a pasar el verano en un rincón tranquilo que conocían, cerca del Lago Maggiore. Raymond Benyon le señaló que sin lugar a dudas había comenzado a mejorar e iba a reponerse, y esto le dio a la muchacha la oportunidad de decir varias cosas que tenía en la cabeza. La pobre Mildred Theory, tan enjaulada e inquieta, y aun así tan resignada y paciente como era, albergaba varios pensamientos. Desde su inválido y sufriente cuerpo, su espíritu transparente, ágil y en perfecta salud, siempre ambicionaba más, basta el final de su tensa y pequeña cadena. Así, en el transcurso de la perfecta tarde estival, mientras se sentaba allí, llena de júbilo por el éxito de su esfuerzo en levantarse y por su cómoda oportunidad, hizo partícipe a su simpático invitado de la mayor parte de sus preocupaciones. Le contó, sin demora y fehacientemente, que no iba a reponerse en absoluto, que probablemente no le quedaban más de doce meses de vida, y que le estaría muy agradecida si no la forzaba a malgastar el aliento en contradecirle a ese respecto. No podía hablar mucho, y por tanto deseaba contarle sólo cosas que no oiría de nadie más; por ejemplo, el que era su secreto —de Kate y suyo— en aquel momento: su profundo temor a que la esposa de Percival, que no era de Boston sino de Nueva York, no fuera de su agrado. Naturalmente, esto en sí mismo no significaría nada, pero por lo que habían oído de su entorno —este asunto había sido analizado por sus corresponsales— estaban nerviosas hasta tal punto que el hecho de que Agnes fuera a proporcionar a Percival una fortuna no las tranquilizaba en absoluto. La fortuna era algo natural, o al menos eso era lo que habían oído sobre la familia de Agnes, que el sello del dinero estaba en todos sus pensamientos y acciones. Eran unos nuevos ricos muy derrochadores y saltaba a la vista que tenían muy poco en común con las dos hermanas Theory, a quienes, además, la verdad sea dicha (y esto era un gran secreto), las cartas que su cuñada les había enviado hasta entonces les traían más bien sin cuidado. La joven había estado en un internado francés de Nueva York y, sin embargo (y este era el secreto más grande de todos), ¡les escribió que había hecho una parte del viaje por Francia en una «diligencia»! Naturalmente, verían todo por sus propios ojos al día siguiente; Miss Mildred estaba segura de que sabría de inmediato si Agnes iba a ser de su agrado. La joven nunca podría haberle dicho todo esto a Benyon si su hermana hubiera estado presente, y él debía prometer no decirle nunca lo que ella le había contado. Kate siempre pensaba que debían ocultarlo todo, y que incluso si Agnes resultaba ser una tremenda decepción, jamás debían permitir que nadie lo supiera. Y, sin embargo, iba a ser Kate la que sufriría en los años venideros después de que ella se hubiera ido. Su hermano lo había sido todo para ellas, pero en aquel momento la situación sería diferente. Desde luego no era de esperar que este hubiera permanecido soltero por su causa: Mildred únicamente deseaba que él hubiera esperado hasta que ella muriese y Kate estuviera casada. Uno de estos acontecimientos, en verdad, era mucho menos probable que el otro. Kate podía no casarse nunca por mucho que desease hacerlo; era de una falta de egoísmo casi morbosa, y no pensaba que tuviera derecho a poseer algo propio —ni siquiera un marido.

Miss Mildred habló un buen rato sobre Kate sin pensar ni una vez que podía aburrir al capitán Benyon. Pero de hecho, no lo hizo; el joven no se extrañó en absoluto al plantearse por qué esta pobre dama enferma y preocupada trataba de imponerle el problema de su hermana. La extraña situación en la que se encontraban lo hacía todo natural, y el tono que ella adoptó entonces con él parecía ser simplemente el resultado de hasta dónde habían llegado sus placenteras relaciones durante los tres últimos meses. Benyon tenía además una excelente razón para no aburrirse: el hecho, concretamente, de que después de todo y en lo concerniente a su hermana, le pareciera que Miss Mildred se reservaba más de lo que manifestaba. La joven no le mencionó lo principal —no tenía nada que decir respecto a lo que la encantadora muchacha pensaba de Raymond Benyon. En realidad, el efecto de su entrevista era hacerle renunciar a que lo supiera, y el joven sintió que lo correcto sería volver a su barca, que esperaba al pie de los escalones del jardín, antes de que Kate Theory regresara de Nápoles. Mientras permanecía allí sentado, Benyon se dio cuenta de que estaba demasiado interesado en saber lo que esta joven dama pensaba de él. Ella podía opinar lo que quisiera, pero la situación de él no cambiaría. La mejor opinión del mundo —aun dirigida hacia él desde los tiernos ojos de la muchacha— no le haría ni una pizca más libre o más feliz. Las mujeres de ese tipo —aquellas a quienes uno no podía ver con confianza sin enamorarse, y de las que era inútil hacerlo a menos que se estuviese dispuesto a casarse con ellas—, no eran para él. La luz de la tarde estival y del alma pura de Miss Mildred pareció inundar repentinamente todo el asunto. Benyon advirtió que estaba en peligro, y desde hacía un tiempo había decidido que escapar de este riesgo particular no era sólo necesario, sino también honroso. Abandonó a su anfitriona antes de que su hermana regresara, y tuvo incluso el coraje de decirle que no volvería a menudo a partir de entonces; ¡estarían tan ocupadas con su hermano y su esposa! Mientras recorría la vítrea bahía al ritmo de los remos deseó que, o bien las hermanas abandonaran Nápoles, o que su condenado comodoro le requiriera.

Cuando Kate regresó de su gestión diez minutos más tarde, Milly le informó de la visita del capitán, y añadió que nunca había visto nada tan repentino como la manera en que se había marchado.

—No quería esperarte, querida, y dijo que pensaba que era más que probable que nunca nos volviera a ver. ¡Es como si pensara que tú fueras a morir también!

—¿Han destinado su barco a otro lugar? —preguntó Kate.

—No me dijo eso; dijo que estaríamos muy ocupadas con Percival y Agnes.

—Se ha cansado de nosotras; eso es todo. No hay nada raro en ello; sabía que pasaría.

Mildred no dijo nada por un momento; observaba a su hermana, que arreglaba unas flores cuidadosamente.

—Sí, por supuesto, somos muy aburridas, y él es como todos los demás.

—Pensaba que creías que era maravilloso —dijo Kate—, y que nos tenía mucho cariño.

—Y así es; estoy más segura de eso que nunca. Ésa es la razón de que se fuera tan abruptamente.

Kate miró a su hermana entonces.

—No entiendo.

—Yo tampoco, cara. Pero lo harás, uno de estos días.

—¿Cómo, si nunca va a volver?

—Oh, vendrá… después de un tiempo… cuando me haya ido. Entonces se explicará; eso, al menos, lo tengo claro.

—¡Mi pobre y querida hermana, como si a mí me importase! —exclamó Kate Theory, sonriendo mientras distribuía las flores. Las llevó a la ventana para colocarlas cerca de su hermana y se detuvo allí un momento. Sus ojos habían percibido en la bahía un objeto lejano que no le era desconocido. Mildred notó su mirada pasajera y siguió su dirección.

—Es el bote del capitán que regresa al barco —dijo Milly—. Hay tanto silencio que uno casi puede oír los remos.

Kate Theory se giró con una violencia repentina y extraña, acompañada de un movimiento y de una exclamación que, en el siguiente minuto, cuando fue consciente de lo que había dicho —y, todavía más, de lo que había sentido— golpearon inesperadamente su propio corazón (mientras este encendía su rostro) con la fuerza de una revelación.

—¡Ojalá se hundiera en lo más profundo del mar!

Su hermana se quedó mirándola. Entonces, la tomó por el vestido cuando pasó por su lado, acercándola hacia sí con su débil mano.

—¡Oh, querida mía!

Y atrajo a Kate hacia ella de modo que la muchacha no pudiera sino inclinarse sobre sus rodillas y enterrar el rostro en su regazo. Si aquella ingeniosa inválida no lo sabía todo entonces, al menos sabía mucho.