V

Para entonces, Mrs. Portico sentía casi temor hacia su joven amiga, que demostraba tener tan poco miedo como vergüenza. Si esta honesta dama hubiera estado acostumbrada a analizar las cosas un poco más, habría dicho que la muchacha tenía muy poca conciencia. Observaba a Georgina con ojos dilatados —su invitada estaba sin duda mucho más tranquila que ella— mientras, entre exclamaciones y murmullos, se removía adelante y atrás, secándose la frente con su pañuelo de bolsillo. Había cosas que no entendía, como que todos hubieran sido engañados de esa forma, pensando que Georgina estaba renunciando a su amante (se congratulaban de que hubiera perdido la esperanza o de que se hubiera cansado de él) cuando en realidad se había unido a él irremediablemente. Y además de esto, pensaba en la inconsecuencia de la muchacha, en su volubilidad, en su falta de motivos, en la forma en la que se contradecía a sí misma, ¡y en su aparente creencia de que podría ocultar una situación así para siempre! No había nada vergonzoso en haberse casado con el pobre Mr. Benyon, aunque hubiera sido en una pequeña iglesia de Haarlem, ni en haber sido entregada por un responsable de las nóminas; era mucho más deshonroso encontrarse en este estado sin estar preparada para dar las explicaciones adecuadas. Además, ella debía de haber visto muy poco a su marido; en lo que concernía a sus encuentros, habría renunciado a él casi inmediatamente después de su enlace. ¿Acaso la propia Mrs. Gressie no había informado a Mrs. Portico el mes de octubre anterior de que no había necesidad entonces de enviar lejos a Georgina en la medida en que el romance con el joven marino —un proyecto completamente inadecuado— había prácticamente tocado a su fin?

—Tras nuestra boda le vi menos… le vi muchísimo menos —explicó Georgina; pero su explicación sólo parecía hacer el misterio más denso.

—¡No entiendo, en ese caso, por qué razón te casaste con él!

—Teníamos que tener más cuidado; deseaba que pareciera que había renunciado a él. Claro que, en realidad, teníamos una relación mucho más estrecha; le veía de otra manera —dijo Georgina, sonriendo.

—¡Es de esperar! No puedo imaginar ni por un minuto cómo no llegasteis a ser descubiertos.

—Todo lo que puedo decir es que no lo fuimos. Es sin duda algo destacable. Nos las arreglábamos muy bien… es decir, me las arreglaba; él no deseaba colaborar en absoluto. ¡Y además mis padres son increíblemente estúpidos!

Mrs. Portico dejó escapar un comprensivo gemido, regocijándose en general de no tener una hija, mientras Georgina continuaba proporcionándole unos cuantos detalles más. En el verano, Raymond Benyon había sido destinado de Brooklyn a Charlestown, cerca de Boston, donde, como Mrs. Portico tal vez sabía, existía otro astillero en el que había temporalmente una gran cantidad de trabajo y requería más supervisión. Benyon permaneció allí varios meses, durante los cuales le había escrito para que se uniera a él urgentemente. Fue también entonces cuando recibió órdenes de incorporarse al barco un poco más tarde. Antes de irse, volvió a Brooklyn durante unas semanas para cerrar su trabajo allí, y entonces ella le había visto bastante a menudo. Aquel fue el mejor periodo de todo el año transcurrido desde que se casaron. Era extraordinario que no hubieran descubierto nada en casa porque ella había sido realmente imprudente, y Benyon había incluso intentado forzar la revelación. Pero su familia era dura de entendederas, eso era muy cierto. Él le había suplicado una y otra vez que pusiera fin a su falsa situación, pero ahora ella ya no se mostraba tan dispuesta como lo había estado al principio. Se habían despedido de forma un tanto desagradable; de hecho, para ser dos enamorados, fue una despedida muy extraña. Él ignoraba entonces lo que ella había ido a contar a Mrs. Portico; llevaba navegando mucho tiempo y Georgina no le había escrito. Podían pasar dos años antes de que regresara a los Estados Unidos.

—No me importa cuánto tiempo esté de viaje —dijo Georgina, llanamente.

—No has mencionado por qué te casaste con él. ¡Tal vez no te acuerdas! —exclamó Mrs. Portico, con su risa masculina.

—Oh, sí; le amaba.

—¿Y tus sentimientos por él han cambiado?

Georgina dudó por un momento.

—No, Mrs. Portico, por supuesto que no. Raymond es un hombre espléndido.

—Entonces, ¿por qué no vives con él? Es algo que no explicas.

—¿Qué sentido tendría si siempre está de viaje? ¿Cómo puede una mujer vivir con un hombre que se pasa la mitad de su vida en los mares del Sur? Si no estuviera en la Marina sería distinto; pero pasar por todo… quiero decir, todo lo que significaría hacer público nuestro matrimonio: la reprimenda, la vergüenza y el ridículo, las escenas en casa… pasar por todo esto sólo por ese hecho, y además estar sola aquí como lo estaba antes, sin en definitiva disfrutar de mi marido… —y aquí Georgina miró a su anfitriona como si tuviera la seguridad de que tal enumeración de inconvenientes la conmovería eficazmente—. Realmente, Mrs. Portico, estoy obligada a decir que no creo que eso merezca la pena; no tengo el valor para hacerlo.

—Nunca pensé que fueras una cobarde —dijo Mrs. Portico.

—Bueno, no lo soy si me da tiempo. Soy muy paciente.

—Nunca pensé eso tampoco.

—El casarse cambia a una persona —dijo Georgina, todavía sonriendo.

—Ciertamente, el matrimonio parece haber tenido un extraño efecto sobre ti. ¿Por qué no haces que él abandone la Marina y organizáis vuestra vida cómodamente, como todo el mundo?

—Por ninguna razón interferiría en sus posibilidades… de promoción. Estoy segura de que le ascenderán y de que eso ocurrirá inmediatamente, pues tiene mucho talento. Está dedicado a su profesión; le destrozaría abandonarla.

—Mi querida muchacha, ¡eres una maravilla viviente! —exclamó Mrs. Portico, observando a su compañera como si estuviese en una urna de cristal.

—Eso es lo que dice el pobre Raymond —contestó Georgina, sonriendo abiertamente.

—En verdad, habría lamentado mucho casarme con un marino; pero si lo hubiera hecho, ¡permanecería a su lado, plantando cara a todas las reprimendas del mundo!

—Ignoro cómo deben de haber sido sus padres, pero sé cómo son los míos —replicó Georgina, con algo de dignidad—. Cuando Benyon sea capitán dejaremos de escondemos.

—¿Y qué vas a hacer mientras tanto? ¿Qué haréis con vuestros hijos? ¿Qué haréis con este? ¿Dónde los esconderéis?

Georgina posó los ojos en su regazo por un momento; entonces, levantándolos, se encontró con los de Mrs. Portico.

—En algún lugar de Europa —dijo, con su dulce voz.

—Georgina Gressie, ¡eres un monstruo! —exclamó la dama.

—Sé lo que voy a hacer, y usted me ayudará —continuó la muchacha.

—Contaré a tus padres toda la historia…¡eso es lo que haré!

—No tengo miedo de eso en absoluto… en absoluto. Usted me ayudará; le aseguro que lo hará.

—¿Quieres decir que mantendré al niño?

Georgina soltó una carcajada.

—¡Creo que lo haría si yo se lo pidiera! Pero no llegaré tan lejos; tengo mis recursos. Todo lo que deseo que haga es que esté conmigo.

—En Génova, sí, ¡lo tienes todo arreglado! Dices que a Mr. Benyon le gusta mucho el lugar. Eso es estupendo; pero ¿le parecerá bien que se deje a su hijo allí?

—No le gustará en absoluto. Como ve, le cuento la pura verdad —dijo Georgina con dulzura.

—Muchas gracias; ¡es una lástima que lo guardes todo para mí! Está en su mano, entonces, hacer que te comportes como hay que hacerlo. Él puede hacer público vuestro matrimonio si tú no lo haces; y en ese caso, tendrás que reconocer a tu hijo.

—¿Hacerlo público, Mrs. Portico? ¡Qué poco conoce usted a mi Raymond! Nunca rompería una promesa; antes se quemaría vivo.

—¿Y qué le has hecho prometer?

—Que no insista jamás en revelar el asunto en contra de mi voluntad; que nunca me reclame abiertamente como su mujer hasta que yo considere que sea conveniente; y que nadie sepa lo que ha pasado entre nosotros si me parece que debe mantenerse todavía en secreto… durante años… o mantenerse para siempre. Que él no haga nunca nada al respecto, excepto dejarme el asunto a mí. Me ha dado su solemne palabra de honor para todo esto, ¡y sé lo que eso significa!

Mrs. Portico, sentada en el sofá, dio un gran respingo.

—¡Sabes bien lo que haces! Y Mr. Benyon me sorprende por estar más trastornado de lo que tú estás. Nunca he oído de un hombre que pusiera su cabeza en semejante soga. ¿Qué bien puede hacerle?

—¿Qué bien? El bien que le hizo fue complacerme. En el momento en que se comprometió reconoció que habría hecho cualquier promesa bajo el sol. Fue una condición que le exigí a última hora, antes de que tuviera lugar el matrimonio. No había nada que él me hubiera negado en aquel instante; nada de lo que no hubiera podido convencerle. Hasta ese punto estaba enamorado… pero no quiero alardear —dijo Georgina, con tranquila grandiosidad—. Él quería… quería… —añadió; pero entonces se detuvo.

—¡No parece que quisiera mucho! —gritó Mrs. Portico, en un tono que hizo que Georgina se girase hacia la ventana, como si el grito hubiera alcanzado la calle. Su anfitriona percibió el movimiento y continuó—. ¡Oh, querida, si alguna vez cuento tu historia lo haré para que la gente la escuche!

—Usted no la contará nunca. Lo que quiero decir es que Raymond deseaba la formalización del asunto por la iglesia porque entendió que yo nunca haría nada sin ella. Él consideró, por tanto, que era mejor que la tuviéramos cuanto antes y para acelerar el proceso estaba dispuesto a cumplir cualquier promesa.

—Y vaya si la tienes —dijo Mrs. Portico, expresándose de forma familiar—. No sé lo que quieres decir con formalizaciones o lo que deseabas de ellas.

Georgina se levantó manteniendo más alta que nunca aquella hermosa cabeza que, a pesar del bochorno de esta entrevista, no había disminuido, sin embargo, un ápice de su elevación.

—¿Habría usted preferido que yo… no me casara?

Mrs. Portico se puso en pie a su vez y, sonrojada por la agitación de un conocimiento inusitado —era como si hubiese descubierto un esqueleto en su armario favorito— se encaró a su joven amiga por un momento. Entonces, sus sentimientos encontrados se resolvieron en una abrupta pregunta, que en el caso de Mrs. Portico implicaba una gran sutileza:

—Georgina Gressie, ¿estabas enamorada de él realmente?

La pregunta disipó de repente la extraña, estudiada y deliberada frialdad de la muchacha, que estalló en un rápido arrebato de pasión —una pasión que, por el momento, era predominantemente ira.

—¿Por qué si no, por el amor de Dios, habría hecho lo que he hecho? ¿Por qué si no me habría casado con él? ¿Qué es en lo que salgo ganando?

Un cierto temblor en la voz de Georgina y una luz en sus ojos, que Mrs. Portico consideró más espontánea y humana mientras pronunciaba estas palabras, afectaron a su anfitriona de forma menos dolorosa que cualquier otra cosa que la joven hubiera dicho hasta entonces. La dama tomó la mano de la muchacha y emitió indefinidos sonidos reprobatorios.

—Ayúdeme, mi querida y vieja amiga, ayúdeme —continuó Georgina, en un tono bajo y suplicante; y en un momento, Mrs. Portico vio que las lágrimas acudían a sus ojos.

—¡Qué extraña mezcla eres, hija mía! —exclamó—. Ve directa a casa y cuéntale todo a tu madre; es lo mejor que puedes hacer.

—Usted es más amable que mi madre. No debe compararse con ella.

—¿Qué puede hacerte? ¿Cómo puede herirte? No vivimos en tiempos paganos —dijo Mrs. Portico, que raras veces era tan histórica—. Además, no tienes razón alguna para hablar de tu madre de ese modo… ¡ni siquiera para pensar así de ella! Le habría gustado que te casaras con un hombre de cierta riqueza; pero siempre ha sido una buena madre contigo.

Al escuchar esta reprimenda, Georgina se despertó de nuevo repentinamente; como Mrs. Portico había dicho, ella era en efecto una mezcla rara. Consciente evidentemente de que no podía justificar de forma satisfactoria su presente rigidez, cambió a un resentimiento que la absolvía de la autodefensa.

—¿Por qué hizo él esa promesa entonces si me quería? ¡Ningún hombre que me amara realmente la habría hecho, ni ningún hombre que lo fuera como yo entiendo que debe serlo! Podía haber entendido que yo sólo lo hacía para ponerle a prueba… para ver si él deseaba aprovecharse del hecho de permanecer libre. Es una muestra de que no me ama… no como debería haberlo hecho; ¡y en un caso así, una mujer no está obligada a hacer sacrificios!

Mrs. Portico no era una persona de pensamiento ágil; su mente se movía vigorosamente, pero de forma pesada, aunque en ocasiones realizaba felices descubrimientos. Comprendió que las emociones de Georgina eran en parte reales y en parte ficticias, y que, en lo que concernía a este último asunto especialmente, la muchacha estaba tratando de «levantar» un resentimiento para excusarse a sí misma. El pretexto era absurdo, y la buena mujer estaba sorprendida por el hecho de que su joven invitada fuera tan cruel como para reprochar al pobre Benyon una concesión en la que ella había insistido y que sólo podía ser una prueba de la devoción del joven hacia ella, en tanto que la dejaba libre mientras él permanecía atado. En general, Mrs. Portico estaba sorprendida y consternada por tal carencia de simplicidad en el comportamiento de una joven a quien basta entonces ella había considerado tan cándida como elegante, y su apreciación de este descubrimiento se expresó en un tajante comentario: «Me sorprende que seas una muchacha tan mala, querida; ¡me sorprende que seas una muchacha tan mala!».