II
Este pequeño drama continuó en Nueva York, en los lejanos días en los que la calle Doce apenas había dejado de considerarse como las afueras; cuando las plazas tenían estacas de madera, a menudo sin pintar, y era posible encontrar amapolas en las calles importantes y cerdos en las laterales; cuando los teatros se hallaban a millas de distancia de Madison Square, y la desgastada rotonda de Castle Garden resonaba con cara música vocal; cuando «el parque» eran las explanadas de césped del Ayuntamiento, y la calle Bloomingdale se consideraba una cotizada avenida; cuando Hoboken, en una tarde de verano, resultaba un elegante lugar de descanso, y la casa más hermosa de la ciudad se situaba en la esquina de la Quinta Avenida y la calle Quince. Temo que esta época resulte notablemente primitiva al lector moderno; pero no estoy seguro de que la fuerza de las pasiones humanas esté en proporción con el crecimiento de una ciudad. Algunas de estas pasiones, en cualquier caso, las más robustas y comunes —el amor, la ambición, los celos, el rencor, la avaricia— subsistían con considerable fuerza en el pequeño círculo que hemos observado, donde se había adoptado una opinión nada favorable respecto a las atenciones de Raymond Benyon para con Miss Gressie. La unanimidad era un rasgo común entre esta familia (Georgina era una excepción), especialmente en lo concerniente a los acontecimientos importantes de la vida, tales como matrimonios y decesos. Los Gressie permanecían unidos; estaban acostumbrados a desenvolverse por sí mismos y a ayudarse entre ellos. Hacían todo correctamente: nacían bien (pensaban que era excelente nacer con el apellido Gressie), vivían bien, se casaban bien, morían bien, y conseguían que se hablara bien de ellos tras su muerte. En deferencia a este último hábito mencionado, debo tener cuidado de lo que digo sobre ellos. Se interesaban por los asuntos respectivos, un interés que nunca podía ser considerado como una naturaleza entrometida en la medida en que todos pensaban de la misma manera sobre el conjunto de sus asuntos, y las intromisiones tomaban la feliz forma de felicitación y apoyo. Estos asuntos eran invariablemente afortunados y, en general, ningún Gressie tenía nada que hacer salvo sentir que otro miembro de la familia se había comportado de forma casi tan sagaz y decidida como él mismo lo habría hecho. La gran excepción a eso, como he dicho, fue este caso de Georgina, que había dado la nota de forma escandalosa, una nota que les sobresaltó a todos cuando la muchacha comunicó a su padre que le gustaría unirse a un joven relacionado con el negocio menos lucrativo del que ningún Gressie hubiera oído hablar jamás. Sus dos hermanas habían emparentado con las empresas más florecientes, y no podía pensarse que —con veinte primos creciendo a su alrededor— ella pudiera rebajar el nivel de éxito. Su madre le había dicho quince días antes que debía pedir a Mr. Benyon que dejara de visitarles, pues hasta entonces su cortejo había sido de lo más público y decidido. Algunas tardes, el joven tomaba el ferry de Brooklyn y se dirigía al «escenario» en la parte alta de la ciudad; preguntaba por Miss Georgina en la puerta de la casa de la calle Doce, y se sentaba con ella en el salón que daba a la calle si sus padres ocupaban el posterior, o en el posterior si la familia se había acomodado en el principal. Georgina, a su manera, era una muchacha obediente, y repitió de inmediato ante Benyon la admonición de su madre. Éste no se sorprendió, pues, aunque era consciente de que hasta el momento no tenía un gran conocimiento de la sociedad, le gustaba pensar que podía saber cuándo y dónde un joven educado no era bienvenido. Había casas en Brooklyn donde semejante criatura era muy apreciada, y allí los signos eran notablemente diferentes.
Excepto por parte de Georgina, dichos signos habían sido desalentadores en la calle Doce desde la primera visita del joven. Mr. y Mrs. Gressie solían mirarse el uno al otro en silencio cuando Benyon entraba, y se permitían unos extraños y distantes saludos, que no implicaban estrechamiento de manos alguno. La gente se comportaba así en Portsmouth, N.H., cuando se alegraban de ver a alguien; pero en Nueva York todo era más exuberante, y los gestos tenían un valor distinto. A Benyon nunca se le preguntó si quería «tomar algo», a pesar de que en la casa se adivinara una esencia deliciosa —un auténtico aroma a aparadores—, como si existieran «pequeñas bodegas» de caoba debajo de cada mesa. Los padres, además, habían expresado sorpresa repetidamente por la cantidad de tiempo libre del que los oficiales de la Marina parecían disfrutar. La única manera en que no se habían hecho ofensivos era permaneciendo siempre en la otra habitación; pero incluso este distanciamiento, al que Benyon debía algunos momentos deliciosos, se le antojaba en ocasiones como una forma de desaprobación. Por supuesto, tras el mensaje de Mrs. Gressie, dio sus visitas prácticamente por terminadas: Benyon no renunciaría a la muchacha, pero no estaría en deuda con su padre por la oportunidad de conversar con ella. No le quedó otro remedio a la tierna pareja —había una curiosa desconfianza mutua en su ternura— que encontrarse en plazas, en calles más al norte, o en avenidas secundarias durante las tardes de primavera. Fue especialmente durante esta fase de su relación cuando Benyon pensó que Georgina era alguien imperial. Su entera persona parecía exhalar una tranquila y feliz consciencia de haber infringido una ley. Ella nunca le dijo qué excusas proporcionaba en casa ni cómo lograba siempre mantener las citas (para reunirse con él fuera del hogar), que tan valientemente fijaba. Tampoco le informaba de hasta qué punto disimulaba ante sus padres, y cuánto sospechaban y aceptaban sus progenitores de aquella prolongada amistad. Si Mr. y Mrs. Gressie le habían prohibido visitar su casa, no era evidentemente porque desearan que su hija se pasease con él por la Décima Avenida o para que se sentara a su lado bajo los lilos en flor en Stuyvesant Square. Benyon no creía que Georgina contase mentiras en la calle Doce —consideraba que era demasiado imperial para mentir; y se preguntó lo que la muchacha habría respondido a su progenitora cuando, al final de casi toda una tarde de vaga peregrinación con su amado, esta agitada e irritada comadre le preguntó dónde había estado. Georgina era capaz de decir simplemente la verdad; pero si así lo hacía, resultaba asombroso que aún no la hubieran enviado, con más razón, a Europa. El que Benyon ignorase los pretextos de la muchacha es una prueba de que esta pareja, unida de forma notablemente extraña, nunca llegó a una intimidad perfecta, a pesar de un hecho que queda por señalar. Más adelante, Benyon pensó en esto y en lo extraño que le parecía no haber sentido más libertad para preguntarle a Georgina lo que hacía por él, cómo lo hacía y cuánto sufría por él. Ella probablemente no habría admitido sufrir lo más mínimo, ni albergar deseo alguno de hacerse pasar por una mártir.
Benyon recordó esto, como digo, en años posteriores, cuando trató de explicarse a sí mismo ciertas cosas que simplemente le extrañaban. Los recuerdos volvían a él con la visión ya desvanecida de polvorientos cruces de calles que se extendían hacia los ríos sin orden ni concierto, vistos a través de una nube de polvo sobre un fondo de rojos atardeceres; un panorama en el que las figuras de un hombre joven y de una muchacha se alejaban lentamente y desaparecían, caminando uno junto al otro con el paso relajado de una conversación irregular, pero más estrechamente unidos conforme se alejaban en la distancia por algo que al fin les parecía seguro: ir cogidos del brazo por la Décima Avenida. Siempre se aproximaban a aquella calle en la parte sur de la ciudad; pero en aquellos días Benyon apenas podía haber dicho a qué más se estaban acercando. Su salario era lo único que tenía, y como sentía que éste era un ingreso demasiado «humilde» como para presentarlo ante Miss Gressie, no se lo ofreció. Lo que le brindó, en su lugar, fue la expresión —a menudo rudimentaria, y casi juvenilmente extravagante— de una deliciosa admiración por su belleza, así como por los más tiernos tonos de su voz, las más suaves convicciones de sus ojos, y la más insinuante presión sobre su mano en aquellos momentos en los que ella consentía en colocarla sobre su brazo. Todo esto eran manifestaciones que, si hubiera sido preciso, podrían haberse resumido en una sola frase; pero aquellas pocas palabras apenas eran necesarias cuando estaba tan claro que la esperanza de Benyon de que Georgina le desposara era comparable a la inseguridad que sentía en que ella viviera con unos cuantos cientos de dólares al año. Si hubiera sido una muchacha diferente podría haberle pedido que esperase; podría haberle dicho que vendrían días mejores, que le ascenderían, que sería más inteligente, tal vez, abandonar la Marina y buscar una carrera más lucrativa. Con Georgina era difícil profundizar en estas cuestiones; no tenía gusto alguno por el detalle. Era deliciosa como mujer a la que amar —algo que un hombre joven y enamorado podía descubrir—; pero no podía decirse que fuese alguien útil, pues nunca sugería nada. Es decir, nunca lo había hecho hasta el día en que propuso realmente —pues así es como ocurrió— convertirse en su esposa sin más dilación. «Oh, sí, me casaré contigo». Estas palabras, que cité anteriormente, no fueron tanto la respuesta a algo que él hubiera dicho en aquel momento como la ligera conclusión de un comentario que ella acababa de hacer (por primera vez) de su actual situación en la casa de su padre.