Estrategias narrativas: en torno al itinerario
Jim es así, le gustan los espacios en blanco, poner a dos personajes frente a frente y que se miren los dedos o miren por la ventana, sin decir nada. Lo que la gente no dice le parece tan importante como lo que dice. Es como los silencios en la música. Tiene que haber un lugar para ellos27.
Errar, viajar, desplazarse es desvincularse de las raíces, del lugar de origen, tanto en lo físico como en lo psíquico. Pero además conlleva otros significados como transformación, experiencia, conocimiento, búsqueda de uno mismo, evasión e incluso, según Jung, anhelo de lo nunca colmado. Así es, en cierta manera, la tesitura por la que navegan los personajes de Jarmusch, unos seres que arrastran un malestar social causado en parte por esa sensación de sentirse extraños en un mundo que no es el suyo, lo que les lleva a entregarse a un sempiterno vagabundeo dictado al mismo tiempo por las circunstancias del azar. Algo que también es una elección, un modo de vida, así, sin más. Por ello, son seres inadaptados que parecen hallar en su propia itinerancia su lugar en el mundo, aunque sea un espacio transitorio (hoteles, moteles, cafeterías, etc.). A pesar de que alguno posee un buen puesto de trabajo y una bonita casa con jardín, como en el caso de Don Johnston en Flores rotas, quizá el personaje más sedentario de su filmografía, que por caprichos del destino se verá obligado a emprender un viaje. Para otros será, en cierta manera, una reafirmación de su condición errabunda, caso de Jack y Zach en Bajo el peso de la ley; o bien para lo contrario, como Bob, su compañero de fatigas, cuando decide echar raíces en el pequeño restaurante situado en medio de los bosques de Luisiana que regenta la joven italiana de la que se ha enamorado. De hecho, Jarmusch deja sus tramas abiertas, con solución de continuidad en el sentido de que sus últimos planos muestran a los personajes prosiguiendo su camino, salvo en algunos títulos como Dead Man y Ghost Dog: El camino del samurái, que finalizan con la muerte de sus respectivos protagonistas aunque en la primera el cuerpo de Blake continúa su tránsito, perdiéndose en la inmensidad del mar.
El camino en Bajo el peso de la ley reafirma las características errabundas de los personajes interpretados por John Lurie y Tom Waits, no tanto las del que interpreta Roberto Benigni.
A su condición de seres en desplazamiento se une la palpitación de sus cuerpos, algo que no puede impedir un espacio tan reducido como es la celda de la prisión en la que se hallan confinados los protagonistas de Bajo el peso de la ley. Nunca permanecerán estáticos. Se mueven por el pequeño cubículo como el impasible Jack, agitan de forma nerviosa y continua las manos y los pies como Zach o gesticulan como Bob. E incluso cuando son individuos entregados al sedentarismo casi por vocación, su estatismo será perturbado por la inercia de las circunstancias, como le sucede al citado protagonista de Flores rotas o a la vampira que interpreta Tilda Swinton en Solo los amantes sobreviven.
Pero esas cualidades con las que Jarmusch dibuja el carácter de sus personajes son algunos de los rasgos personales de un cineasta que ha desarrollado su carrera en los márgenes del propio cine independiente, lo que por otra parte le ha permitido tener un control absoluto de su obra, desde la escritura del guión hasta su exhibición (una actitud que podría emparentarlo con un director mainstream como Stanley Kubrick, al que también cabría considerar un cineasta independiente).
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Bill Murray es el esquivo personaje norteamericano al que persigue el protagonista de Los límites del control, un trasunto de Dick Cheney, el sanguinario vicepresidente de Estados Unidos durante la segunda legislatura de Georges Bush Jr.
Quienes acabamos de formar nuestro carácter durante los años setenta sabemos que a veces la única manera de emocionarnos consiste en movernos, hacia donde sea, de cualquier manera, sin ningún plan preconcebido. Por eso películas de carretera como Gerry (Gerry, Gus Van Sant, 2002), El regreso (Vozvrashcheniye, Andrei Zvyagintsev, 2003) o Flores rotas tienen un valor especial para nosotros. Más allá de que nos interesen las historias que plantean o el retrato de sus personajes, en sus imágenes encontramos el espacio donde aprendimos, sin ir más lejos, a relacionar el movimiento con la música, la monotonía con la resistencia, la velocidad con los colores difuminados, la ausencia de formas definidas con la concentración...
En el interior de un coche no solo cubrimos enormes distancias, a veces a gran velocidad, sino que también comenzamos a buscar nuestro sitio en paisajes donde nunca antes habíamos estado. Avanzando por interestatales o carreteras secundarias, nos desubicamos con respecto al mundo contemporáneo pero al mismo tiempo establecemos un lazo con los escenarios por donde pasaron los últimos héroes, lugares con un valor casi mitológico, como los descritos en Punto límite cero (Vanishing Point, Richard Sarafian, 1971), Autopista asfaltada en dos direcciones (Two-Lane Blacktop, Monte Hellman, 1971), En el curso del tiempo (Lauf der Zeit, Wim Wenders, 1976), Messidor (Alain Tanner, 1979), Radio On (Chris Petit, 1979), Thelma y Louise (Thelma and Louise, Ridley Scott, 1991) o Un mundo perfecto (A Perfect World, Clint Eastwood, 1993).
De algún modo, la imposibilidad de saber quiénes son los protagonistas del cine de carretera y qué buscan de verdad solo tiene importancia para aquellos que jamás se han introducido en las páginas de En el camino, de Jack Kerouac; para quienes nunca han sentido la tensión emocional y la sinceridad de una canción de Woody Guthrie; para cualquiera que no encuentre belleza en la devastadora tristeza de los cuadros de Edward Hopper...
La idea del viaje ha sido un motor narrativo desde la literatura grecolatina en adelante. Al mismo tiempo que un personaje se desplazaba en el espacio, descubría cosas sobre los demás y sobre sí mismo, convirtiendo así el trayecto en un símbolo de todo proceso de aprendizaje. Walkabout (Walkabout, Nicolas Roeg, 1971), Stalker (Stalker, Andrei Tarkovski, 1979) e incluso El viaje de Kikujiro (Kikujirô no natsu, Takeshi Kitano, 1999) son buenos ejemplos de diferentes aprendizajes, que van desde los ritos de paso de varios jóvenes cuyo instinto sexual comienza a despertar hasta la búsqueda de Dios, pasando por la recuperación de la inocencia como única forma de supervivencia en un mundo cruel.
Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-Lane Blacktop, Monte Hellman, 1971), una road movie clásica y uno de los iconos culturales de los años setenta.
Punto límite cero (Vanishing Point, Richard Sarafian, 1971), un viaje al fin del sueño americano sin billete de vuelta.
Durante décadas, el cine norteamericano contribuyó a la idea de que, para encontrar la verdadera América, uno debía salir a los espacios abiertos. Pero esa búsqueda llegó a su término con Buscando mi destino (Easy Rider, Dennis Hopper, 1969), donde dos jóvenes idealistas montados en sus motos solo encontraban la muerte al final de su viaje. A partir de esa película, el cine de carretera comenzó a mostrar unos personajes cada vez más solitarios, más abstractos. Los automóviles y la velocidad se convirtieron en combinaciones naturales que no definían a nadie en concreto y que tampoco representaban nada, solo reflejaban la soledad esencial de quienes ya no encuentran más emoción que el movimiento.
La naturaleza itinerante de Jarmusch se pone de manifiesto no solo porque rueda en distintos escenarios internacionales sino también porque cuando ejerce como actor, y al igual que sus personajes, se convierte a su manera en un ser errante al participar en road movies como Helsinki-Nápoles, todo en una noche (Helsinki Napoli All Night Long, 1987) o al internarse en la selva amazónica —al igual que el Blake de Dead Man en su particular viaje a la profundidad de las tierras norteamericanas— en Tigrero: A Film That Was Never Made (1994), ambas dirigidas por su amigo Mika Kaurismäki.
La errancia constituye el eje central de su universo y sobre ella estructura sus tramas, que podrían calificarse como diarios o relatos sobre nómadas, pero con el matiz de que sus exploraciones inciden en el plano emocional más que en el propio recorrido físico en sí. De hecho, si se contempla su filmografía en orden cronológico podría constatarse un hecho, quizá fortuito o quizá inconsciente, pero en cierto modo revelador. Permanent Vacation, su primer film, es la crónica de la toma de una decisión, la de Allie, su protagonista, que, después de dos días de vagabundeo por las calles de Nueva York, resuelve marcharse a Europa. En sus dos siguientes películas el recorrido se amplía más allá de las calles de una ciudad. Es el que ya ha iniciado Willie en Extraños en el paraíso como emigrante en Nueva York, condición que adquiere su prima Eva al llegar de Hungría y reunirse con él, y es el posterior periplo que emprende el primero junto a su amigo Eddie siguiendo los pasos de la chica. Siempre en dirección a ninguna parte. Como los tres prófugos de Bajo el peso de la ley, cuya peripecia les lleva aún más lejos del espacio urbano, para internarse en el entorno natural de los pantanos de Luisiana.
Después los viajes ya emprendidos, como el de los protagonistas de Mystery Train, desde Lisa y Dee Dee (aunque la primera se ve forzada a esperar el avión que la llevará al día siguiente a Roma) hasta los tres amigos: Johnny, Will y Charlie. Sea como fuere, todos ellos deambularán por las calles de Memphis, al igual que la joven pareja japonesa que sigue la estela de las estrellas del rock, tan solo una estación de paso porque su siguiente escala será Nueva Orleans para visitar la casa de Fats Domino, como ella dice a su compañero ya subidos en el tren, al final del film.
Pero en ese nomadismo habrá otro tipo de paradas como son los destinos de los clientes de los taxistas de Noche en la Tierra. Sin embargo, en el ineludible viaje de Don Johnston en Flores rotas, esos altos del camino son las residencias de sus antiguas amantes para averiguar la identidad de la que le ha enviado una carta anónima anunciándole que es padre de un adolescente. Aunque los habrá también con una meta concreta pero también provisional como la que dicta el cumplimiento de un encargo, la de los dos asesinos profesionales, el afroamericano que se rige por los códigos del samurái cuyo seudónimo, Ghost Dog, da título al film; y ese otro de nombre desconocido que recorre las tierras españolas en Los límites del control, cuyas breves paradas son las citas para recibir las correspondientes instrucciones cifradas dentro de cajas de cerillas y que irán condicionando su viaje.
Y por último, el itinerario en un plano más existencial que lleva a cabo William Blake en Dead Man, al que acompaña el indio Nobody (Nadie), una suerte de intermediario espiritual que encamina al protagonista hacia el descanso definitivo de su alma, porque, como se sugiere desde el comienzo, es más bien la travesía de un muerto con el fin de alcanzar el descanso eterno.
En películas como Extraños en el paraíso y en muchas otras estadounidenses hechas durante las décadas de los setenta y los ochenta, los automóviles y la velocidad reflejaban la soledad de varias generaciones decepcionadas con el sueño americano.
En cierto sentido, y asumiendo que a Jarmusch siempre le han gustado las películas despojadas, austeras por su concepción formal o por la desdramatización de sus personajes, como cineasta itinerante es lo más parecido que hay a un director clásico de westerns. Hablamos de cineastas hasta cierto punto primitivos, como Allan Dwan, William A. Wellman, Henry Hathaway, Henry King o Budd Boetticher. Como en las películas de Jarmusch (y Flores rotas, en ese sentido, es paradigmática), el movimiento, que es el principio esencial de la narración clásica, es asimismo un elemento importantísimo en el western. Mientras el movimiento fue libre, sin guiar al espectador hacia un lugar concreto, el género vivió su esplendor a pesar de los peligros inherentes al terreno, fuesen los indios, los cuatreros o cualquier barrera natural. Una vez aplacados esos peligros, al menos aparentemente, y trazadas las fronteras reales de Estados Unidos, la figura del vaquero pasó a convertirse en la de un proscrito, un desclasado peligroso para la nueva sociedad emergente, la urbanita, que comenzó a mirarlo con recelo. Al fin y al cabo, el vaquero había contribuido a erigir ciudades en mitad de ninguna parte saltándose ciertas reglas e imponiendo la ley del más fuerte, creando una imagen de sí mismo un tanto ambigua, aunque no llegase a los extremos en los que queda retratado en la novela Meridiano de sangre de Cormac McCarthy, que transforma el Oeste en una metáfora del cielo y del infierno como parte de un único territorio cuyas líneas de demarcación son tan precisas como fáciles de cruzar, una cartografía muy similar a la de Dead Man, dicho sea de paso.
Dead Man describe el viaje más existencial que Jarmusch haya rodado jamás.
Desde luego, la facilidad para reconocer el paisaje del western es lo primero que lo caracteriza; puede aparecer en otro tipo de películas, pero jamás con la inmediatez y la espontaneidad con las que forma parte del género que hicieron grande John Ford, Anthony Mann, Budd Boetticher, Delmer Daves, Henry Hathaway, Gordon Douglas, Raoul Walsh, Howard Hawks o Sam Peckinpah. Un western jamás se detiene más de lo necesario en mostrar el espacio donde tiene lugar, conviviendo con él con naturalidad; sin embargo, sus paisajes en cualquier film que no pertenezca al género se vuelven llamativos como una postal turística o amenazadores por su inabarcable vastedad. Los grandes espacios norteamericanos son el hábitat del vaquero y de la alimaña, territorios propicios para emboscar y sorprender cuando alguien pasa por un cañón; son el trastero de una casa para cualquier cosa que no sea una muñeca sin ojos o un osito de peluche, es decir, un lugar propicio para el extrañamiento e incluso para el miedo. Si sobrevivir en ellos es una tarea de titanes, casi épica, al menos no lo parece para los vaqueros, a quienes se ha visto tan a menudo salir con bien de un desierto pese a no tener agua o aguantar el ataque de los indios en condiciones muy desventajosas; pero de ahí a imaginar a alguien más, salido de uno cualquiera de los demás géneros cinematográficos, que pudiese ser capaz de aguantar las continuas pruebas que pone el espacio media un verdadero abismo, el que convierte un paisaje telúrico, tal cual aparece en el western, en un paisaje feérico, cuando sirve de escenario a una película de otro género.
Los personajes de Solo los amantes sobreviven (interpretados por Tilda Swinton y Tom Hiddleston) buscan en un mundo donde ya no hay secretos.
Así, puede decirse que más que un género el western es un espacio intermedio entre narraciones (como el cine de en medio de Jarmusch) y sus personajes son ese deus ex machina del teatro clásico, es decir, mediadores en los conflictos que desatan las pasiones humanas y en los cuales procuran no tomar partido. Mediadores entre conflictos, como los asesinos de Ghost Dog: El camino del samurái y Los límites del control, puntos intermedios en mitad del espacio, como los huéspedes del hotel de Mystery Train o los pasajeros de los taxis de Noche en la Tierra. Los personajes principales del western arrastran una narración a sus espaldas, pero es una historia que permanecerá oculta o que solo se desvelará parcialmente (como la de los protagonistas de Extraños en el paraíso, Bajo el peso de la ley o Solo los amantes sobreviven).
Personajes en continua itinerancia.
Narración episódica: noción corto/largo
Jarmusch es el cineasta del fragmento. Y sus películas son collages de fragmentos de lo cotidiano, aderezados por ecos del cine japonés, en concreto de su admirado Yasujiro Ozu, de quien hace un guiño en un momento dado de Extraños en el paraíso cuando Eddie, antes de hacer sus apuestas, le dicta a Willie la lista de los caballos participantes en una carrera hípica. Nombra, entre otros, a Late Spring, Passing Fancy y Tokyo Story, haciendo especial hincapié en este último, y que son en realidad tres títulos dirigidos por el cineasta nipón que corresponden respectivamente a Primavera tardía (Banshun, 1949), Dekigokoro (1933) y Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari, 1953). Aunque tampoco hay que olvidar la influencia de otros cineastas, como Robert Bresson o Jean-Pierre Melville, bien conocidos por Jarmusch, ya que se pasó parte del tiempo de su estancia en París, un paréntesis de un año de duración en sus estudios universitarios de Literatura, en la sala de proyecciones de la Cinémathèque Française. De hecho, se pueden detectar en Bajo el peso de la ley resonancias de Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé, Robert Bresson, 1956) como en las imágenes de Ghost Dog: El camino del samurái se respiran influjos de El silencio de un hombre (Le Samouraï, Jean-Pierre Melville, 1967).
Sea como fuere, estructura sus tramas a través de episodios, si bien algunos están delimitados por la inclusión de intertítulos, caso de Extraños en el paraíso, Mystery Train, Noche en la Tierra o Coffee and Cigarettes; en otros serán más difusos, como en Bajo el peso de la ley, Dead Man, Ghost Dog: El camino del samurái, Flores rotas o Los límites del control.
De hecho, el proyecto inicial de Coffee and Cigarettes, que comenzó a rodar en 1986, estaba concebido en formato de cortometraje. Manteniendo el mismo epígrafe, el cineasta iba sumando episodios aislados entre el rodaje de un film y otro. Hasta que decidió reunirlos (filmando alguno más) en forma de largometraje en 2004. Similar también es el origen de Extraños en el paraíso, que, en un principio, estaba concebido como cortometraje, el que corresponde al primer episodio, «The New World», y que después ampliaría convirtiéndose en el que es su segundo largometraje. Aunque en algunas ocasiones fuesen proyectos influidos por circunstancias del azar, a veces por falta de presupuesto o por cuestiones de fechas, en realidad su concepción también estuvo motivada por las propias intenciones del autor, ya que uno de los rasgos de estilo del cineasta ha sido huir de la fórmula tradicional de presentación-nudo-desenlace, decantándose más por concebir historias a partir de acontecimientos y momentos cotidianos que, como piezas de un puzle, organiza después en la mesa de montaje.
Jarmusch tampoco muestra interés por la acción, o la acción entendida como una sucesión frenética de incidentes. Y cuando se da el caso, como en la citada secuencia de la fuga en Bajo el peso de la ley, la resuelve por medio de elipsis y economía de planos. Aquí lo importante es que los tres protagonistas se escapan de la prisión y no la narración detallada de la evasión. Al igual que en Los límites del control, en la que tampoco se sabe cómo el mercenario se introduce en la casa fortificada de su futura víctima. O bien la plantea sin artificio de ningún tipo, como el plano secuencia en el que la cámara sigue a Ghost Dog mientras aniquila a Vargo y sus secuaces en la gran mansión que el gánster posee en las afueras de la ciudad.
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La aparente linealidad argumental de Permanent Vacation posee una cierta arquitectura episódica porque el vagabundeo de Allie por las calles de Nueva York es en realidad una sucesión de encuentros con personajes tan diferentes como pintorescos. Leila, su compañera sentimental; un veterano de la guerra de Vietnam; su madre, encerrada en un manicomio; la muchacha latina que sufre un trastorno mental; el afroamericano que le habla sobre el efecto Doppler en el vestíbulo de una sala de cine, o el saxofonista callejero encarnado por John Lurie.
Permanent Vacation ya se erigía sobre una arquitectura narrativa discontinua, fragmentaria.
Pero Jarmusch abandonará esa continuidad narrativa en sus siguientes títulos. Extraños en el paraíso, su segunda película, está dividida en tres capítulos con sus respectivos intertítulos («The New World», «A Year Late» y «Paradise») sobre fondo negro. Además, cada uno transcurre en un lugar geográfico diferente: Nueva York, Cleveland y Florida respectivamente, y en distintos espacios temporales. Asimismo, los tres episodios están subdivididos por largos planos secuencia unidos entre sí por fundidos en negro.
Bajo el peso de la ley está estructurada en tres partes diferenciadas, definidas también por los escenarios y la acción misma. Pero aquí los rótulos serán sustituidos por el uso de elipsis. Es decir, la primera parte en la ciudad de Nueva Orleans, donde cada uno de los tres personajes se deja arrastrar por las circunstancias sin cruzarse apenas sus caminos, aunque haya algún breve encuentro fortuito, como el que tienen el italiano y el disc-jockey; la segunda transcurre en la celda de la prisión donde confluyen sus itinerarios, mientras que la tercera corresponde a su huida por los pantanos de Luisiana hasta finalmente separarse, siguiendo sus propios destinos. Sin embargo, en la primera parte del film se sugiere que los tres protagonistas son detenidos al mismo tiempo, aunque Jarmusch solo muestra el arresto de dos de ellos, mientras que el tercero es narrado por el propio Bob en la celda.
Tres episodios son también los que componen Mystery Train, pero aquí Jarmusch articula una nueva variación temporal. Las tres historias narradas, cada una precedida de su correspondiente intertítulo («Lejos de Yokohama», «Un fantasma» y «Perdidos en el espacio»), acontecen en el mismo intervalo de tiempo en la ciudad de Memphis y en un mismo hotel, escenario en el que confluirán todos los personajes pero sin llegar a cruzarse físicamente. Aunque hay instantes en que unos sentirán la presencia de los otros a través de los sonidos, como los gemidos de la pareja japonesa durante su acto amatorio, que escuchan Luisa y Dee Dee, alojadas en la habitación contigua. Y es precisamente el sonido el dispositivo que ofrece al espectador las primeras pistas sobre la simultaneidad de las tres partes a partir del segundo capítulo. Ni siquiera al final del film, cuando algunos de ellos comparten el mismo vagón del tren que los transportará a un nuevo destino, se percatarán de que esa noche tan solo estuvieron separados por una delgada pared de hotel.
Con una estrategia similar concibe su siguiente film, Noche en la Tierra, estructurado en esta ocasión en cinco capítulos que también hace coincidir en el mismo segmento temporal pero separados por la distancia geográfica y horaria que hay entre cinco capitales. El primer episodio (Los Ángeles) comienza al anochecer, a las siete y siete minutos de la tarde, para proseguir los siguientes durante la noche. En Nueva York son las diez y siete minutos, mientras que en París y Roma son las cuatro y siete minutos de la madrugada. Y en Helsinki, donde transcurre la última acción, las cinco y siete minutos, que coincide con el amanecer. Y si en Mystery Train eran diversas notas visuales y sonoras las que informan al espectador de la correlación temporal de las tres tramas, en Noche en la Tierra será la imagen de los cinco relojes que indican la hora de cada capital como preámbulo a cada capítulo. Jarmusch siempre encuadra los cinco relojes al comienzo de cada episodio, para luego acercar el objetivo al de la ciudad donde tendrá lugar cada historia, al mismo tiempo que el minutero se sitúa en el minuto siete. Todos los episodios terminan cuando la aguja marca el minuto 38.
En Mystery Train hay tres episodios cuyas unidades de tiempo y de lugar son idénticas.
Con Dead Man, Jarmusch recupera la estructura lineal que no empleaba desde su primer film, Permanent Vacation. Si en esta seguía el vagabundeo de Chris Parker durante dos días hasta que tomaba el barco rumbo a Europa, en aquella sigue el trayecto de William Blake, que, procedente de la gran ciudad, se adentra en las inhóspitas tierras del Lejano Oeste. Un viaje de carácter metafísico y, en cierta manera, a la inversa, porque la travesía del protagonista va de la civilización al mundo salvaje, el que le proporciona su tránsito por tierras vírgenes y su contacto con el indio Nobody, una forma física de viaje a la esencia espiritual de sí mismo. Algo que Jarmusch subraya a través de la metáfora, con el propio aspecto lóbrego y sucio del poblado de Machine, su primera parada, frente a la armonía que emana del poblado indio, al final de su camino, perfectamente integrado en la naturaleza.
Pero al igual que Permanent Vacation, Dead Man irá punteada por los sucesivos encuentros con diferentes personajes que, como en aquella, irán marcando la evolución psíquica del personaje: Dickinson, el dueño de la fábrica; Thel, la prostituta de Machine; Nobody, el indio que le acompaña en su recorrido; los tres tramperos; la pareja de alguaciles; el predicador, y en paralelo los tres cazarrecompensas que ha contratado Dickinson para capturarlo.
En su siguiente película, Ghost Dog: El camino del samurái, modifica la planificación estructural para sostenerla sobre 15 normas del Hagakure, el libro del samurái que el protagonista lee en off y que van dirigiendo sus pasos. Incluso posee una cierta analogía con Dead Man, en las citas iniciales de ambos títulos. Si esta última comienza con la de Henri Michaux: «Es preferible no viajar con un hombre muerto», dando cuenta del carácter que adquirirá el viaje de Blake, la que abre Ghost Dog: El camino del samurái expresa: «Y cada día, sin excepción, uno debe considerarse muerto. Esta es la esencia del camino del samurái». Porque una es la crónica de un hombre muerto y la otra sobre uno destinado a morir. Algo que lleva al extremo en Los límites del control con la cita de Arthur Rimbaud que abre el film: «Comme je descendais des Fleuves impassibles, / Je ne me sentis plus guidé par les haleurs...» (Mientras descendía por ríos impasibles, sentí que los remolcadores dejaron de guiarme).
Cada encuentro de William Blake (Johnny Depp) en Dead Man, como el que tiene lugar cuando conoce a Nobody (Gary Farmer), marca un capítulo en su peculiar periplo por la historia estadounidense.
Sin embargo, Flores rotas, que vuelve a ser un viaje por territorio norteamericano, está estructurada, tras la presentación de los personajes, en las cuatro etapas que corresponden a cada una de las visitas que hace el protagonista a sus antiguas amantes, para concluir con un epílogo que relata su encuentro con un joven que cree que puede ser su supuesto hijo.
Los límites del control describe un itinerario que no parece avanzar hacia ninguna parte, hasta que finalmente nos conduce a su conclusión.
Los límites del control, quizá el film más abstracto que ha rodado hasta la fecha, es de nuevo un relato de viaje, el de un hombre de nombre desconocido que ni siquiera se llama Nadie, como el indio de Dead Man. El espectador no sabrá su pasado ni tampoco deducirá su futuro cuando termine la misión que le han encomendado por tierras hispanas. Tan solo es un itinerario, con ciertas similitudes al de Blake, ya que ambos proceden de una gran ciudad y su travesía es un descenso hacia la naturaleza en estado puro porque el individuo encarnado por Isaach De Bankolé llega a Madrid desde París, para después hacer escalas en núcleos urbanos cada vez más reducidos. De la capital a una ciudad de provincias (Sevilla), y de esta a una población de Almería, para concluir su misión en una casa moderna fortificada en medio de la nada del desierto almeriense. Etapas geográficas marcadas al mismo tiempo por sus encuentros con los sucesivos contactos, todos de diversas nacionalidades, que le van entregando nuevas instrucciones cifradas dentro de una caja de cerillas.
Adam y Eve (a quienes interpretan Tom Hiddleston y Tilda Swinton) son los vampiros de Solo los amantes sobreviven, una película rodada en Detroit y Tánger, donde viven respectivamente los protagonistas. Esas dos ciudades, sin embargo, no solo interconectan a dos amantes a los que el tiempo ha ido separando sino que además ejemplifican dos maneras de entender el mundo desde posturas melancólicas y pesimistas. Él se ha convertido en una especie de ídolo de la música underground en una urbe castigada por la crisis económica y ella ha decidido languidecer en uno de los templos adonde también fueron en su momento Paul y Jane Bowles, William Burroughs, Mohamed Chukri, Paul Morand, Juan Goytisolo... Paul Bowles se refería a esa ciudad como «una sala de espera entre conexiones», y sobre conexiones trata Solo los amantes sobreviven, conexiones físicas y temporales, viajes en el espacio y en el tiempo. Cuando los vampiros protagonistas nos recuerdan que tiempo atrás conocieron a Lord Byron o a Percy Shelley o que Franz Schubert le plagió a Adam una de sus composiciones, establecen un extraño itinerario en el tiempo, en el espacio y en diferentes lenguas, más sorprendente aún que el que uno podría encontrar en internet a través de redes como Facebook.
¿Itinerarios hacia ninguna parte o simplemente metáforas sobre la desorientación del mundo moderno? ¿O ambas cosas? Porque ¿qué es la vida sino un fragmento de existencia? Al fin y al cabo, unos nacen y otros mueren, unos llegan a una estación de ferrocarril al tiempo que se marchan otros. Y es esa en cierta manera una de las esencias de la obra de Jarmusch. Fragmentos dentro del propio fragmento que es cada existencia, que se cruzan, comparten momentos, días y noches o meses, que viajan juntos o que nunca llegan a encontrarse, aunque a veces solo haya un delgado muro que las separe.
Plano secuencia: contra la retórica del plano/contraplano
Jarmusch fragmenta sus narraciones episódicas casi siempre por medio del uso de planos secuencia o tomas largas como unidades temporales. Al fin y al cabo, es la estrategia idónea para la representación de un fragmento de realidad frente al tradicional lenguaje del plano/contraplano que en principio es un puzle de diálogos o acciones segmentadas, aunque ello no anule, ni mucho menos, su validez expresiva. Andre Bazin decía que «la cámara no puede verlo todo a la vez, pero de aquello que elige ver se esfuerza al menos por no perderse nada»28.
El plano secuencia es quizá el dispositivo fílmico que más se parece a la vida real por esa solución de continuidad que ofrece, una cualidad que permite profundizar en el carácter y la conducta de un personaje porque capta ese tiempo psicológico que se desarrolla durante el flujo natural del tiempo mismo y en el que se suceden gestos, miradas o reacciones, algunas provocadas por el azar mismo, que definen su dimensión emocional; al tiempo, otorga al propio actor un mayor abanico de posibilidades expresivas, una fluidez similar al teatro —a pesar de los ensayos previos que se necesiten para ajustar la coreografía—, frente a la técnica del plano/contraplano en la que el intérprete es consciente del carácter entrecortado de su actuación.
Además, el plano secuencia permite captar una perspectiva más precisa de la atmósfera que envuelve el escenario, porque también posee una cadencia. Y si la cámara se desplaza, su recorrido ofrece al espectador una mayor aproximación de la dimensión espacial del contexto donde tiene lugar la acción. Por ello el plano secuencia es uno de esos recursos que se ha convertido en un rasgo de estilo de algunos cineastas como Orson Welles, Yasujiro Ozu, Andrei Tarkovski, Béla Tarr, Luis García Berlanga o el propio Jarmusch, para quien se convierte en la herramienta idónea de representación de lo cotidiano, de esos tiempos de en medio en los que aparentemente no sucede nada pero que también forman parte de la vida. De esas pausas en la intimidad donde quizá el ser humano se muestra en toda su desnudez.
Uno de los 67 planos secuencia de Extraños en el paraíso.
En el cine contemporáneo, la apoteosis en el uso del plano secuencia es, sin duda, El arca rusa (Russkij Korcheg, 2002) de Aleksandr Sokurov, un cineasta muy querido por Jarmusch y una película que ha visto en repetidas ocasiones. Hay a lo largo de su metraje una sensación de deriva oceánica provocada por la cámara, que recorre el museo Hermitage de San Petersburgo en un único plano de algo más de cien minutos, siguiendo a un misterioso noble francés (Sergey Dreiden). Con este personaje se asiste a los preparativos de un espectáculo de donde arranca la película, para recorrer en adelante diferentes salas del museo más grande del mundo, aboliendo al hacerlo cualquier tipo de orden. Cada puerta conduce a un período diferente de la historia rusa. La coronación de Pedro el Grande da paso a una conversación entrecortada entre miembros del KGB; un paseo de Catalina II por la nieve invernal que baña los jardines del antiguo palacio se conecta con las apreciaciones de varios visitantes del actual museo ante uno de sus cuadros... De ese modo, el pasado, el presente y el futuro son una misma cosa. Su película podría definirse como el paseo de un sonámbulo recorriendo diferentes salas de un museo donde el tiempo se confunde, donde no existen acontecimientos definidos, únicamente pequeños fragmentos o teselas de un enorme mosaico que nunca cobra forma por completo. Como si se tratase de una secuencia de rastreos sucesivos en internet, El arca rusa tiene la misma capacidad de Solo los amantes sobreviven para establecer conexiones continuas en el tiempo y en el espacio, recordándonos que un museo, al igual que una biblioteca, puede ser considerado un antecedente de la web y que la mejor manera de filmar espacios así es evitando los cortes, las segmentaciones.
Sobre el uso del plano secuencia en el cine clásico estadounidense, David Bordwell, Janet Staiger y Kristin Thompson afirmaban que «ningún film de Hollywood ha explotado el uso radical de los planos cortos que se observa en los filmes soviéticos, ni el uso radical de los planos largos observable en los filmes de Jancsó, Rossellini y Mizoguchi»29. Algo que Jarmusch amplifica con una estilizada concepción de la puesta en escena. Un ejemplo paradigmático de ello es Extraños en el paraíso, construida en su totalidad con planos secuencia separados tan solo por fundidos en negro. Un film rodado con cámara fija y sin primeros planos, un retrato de la cotidianeidad de dos outsiders que sobreviven con el dinero que sacan de las apuestas. Y una joven, prima de uno de ellos, que llega a Nueva York procedente de Hungría en busca de mejores oportunidades. Como estáticos son los episodios de Coffee and Cigarettes en donde el leitmotiv en todas sus historias es la presencia de una mesa con el café y los cigarrillos del título, ante la cual se congregan los diversos personajes.
Pero el plano secuencia se convierte además en el medio idóneo de expresión del viaje en sí, lo que lleva a Jarmusch a nuevas articulaciones estéticas y conceptuales. En Noche en la Tierra, la cámara se ha situado sobre el capó delantero de los automóviles enfocando así a los propios taxistas y a sus pasajeros. Ese es el punto de vista con el que está concebida la mayor parte del metraje y, aunque se incluyan unos planos de situación previos a cada una de las cinco historias, será esa la perspectiva que tendrá el espectador de los recorridos y del espacio urbano.
O la combinación de tomas largas, como en el comienzo de Dead Man, que van mostrando las diferentes fases del viaje en tren de Blake hacia tierras inhóspitas y salvajes; proceso que Jarmusch va enfatizando con las panorámicas que contempla el protagonista desde su ventanilla y con los propios pasajeros, los que se suben y los que se bajan del convoy en las diferentes paradas a lo largo del recorrido, porque los elegantes trajes y bombines irán dando paso a gastadas pieles y botas de cuero.
A partir de aquí, el lenguaje narrativo de Jarmusch va introduciendo la técnica del plano/contraplano aunque siga extendiendo la duración de cada uno de ellos, como sucede en Ghost Dog: El camino del samurái, y mantenga en muchas escenas el uso del plano secuencia, como cuando el protagonista asalta la mansión de Vargo, matando primero a sus secuaces y luego liquidándolo a él.
Imágenes-movimiento e imágenes-tiempo en Dead Man.
Aun así, la cámara sigue en posición estática, como es el caso de Coffee and Cigarettes, donde los planos generales y los primeros planos de los personajes se combinan con planos cenitales de las propias mesas. Pero esa economía en la puesta en escena continúa manteniéndose en Flores rotas y alcanzará mayores grados de abstracción en Los límites del control y Solo los amantes sobreviven, porque a Jarmusch le sigue interesando lo que sucede dentro del encuadre.
El tiempo suspendido: el ritual de lo cotidiano
Más allá del mero registro de la trayectoria física de sus personajes, Jarmusch articula el plano secuencia como medio de expresión del ritual de lo cotidiano, es decir, esos momentos en los que en apariencia no sucede nada, los tiempos muertos, el tiempo suspendido, o lo que sea dado en llamar el «cine de en medio». Ya el propio cineasta ha manifestado en entrevistas y declaraciones que su interés se halla precisamente en ese intervalo que hay entre una acción y otra. En Mystery Train, al cineasta le interesa más explorar el universo de los dos jóvenes nipones cuando viajan en el tren, en los momentos en que llegan a su destino, recorren los andenes, se paran en el hall de la estación, caminan por la ciudad o los de su intimidad en la habitación del hotel... Y es ahí, en esos lapsos de tiempo, en donde la verdadera naturaleza de sus seres aflora en toda su desnudez. La rutina, por insignificante que pueda resultar desde un punto de vista cinematográfico, acaba convirtiéndose en manos de Jarmusch en el verdadero universo de la vida, donde gravitan los conflictos humanos como el desarraigo, la soledad o la incomunicación, por otra parte, algunas de las constantes temáticas de su filmografía.
Winston (Jeffrey Wright) y Don Johnston (Bill Murray), dos improbables vecinos en Flores rotas.
La cosmología de Jarmusch se construye a partir de los pequeños detalles o vivencias. Como la contemplación de la televisión, una acción que se repite en varios de sus films: los partidos de béisbol que sigue Willie en Extraños en el paraíso, los dibujos animados de Betty Bop o Félix el Gato que ven varios personajes en Ghost Dog: El camino del samurái; o la vieja película The Private Life of Don Juan (Alexander Korda, 1934) que ve Don Johnston al principio de Flores rotas. En realidad, sutiles sinécdoques de sus propias vivencias. Y cuando sucede lo contrario, como en Mystery Train, los diversos huéspedes del hotel, es decir, los personajes de cada uno de los tres episodios, se quejan porque las habitaciones no tienen televisión. Aunque el trío de amigos que protagonizan el último episodio, «Perdidos en el espacio», se entregará a una apasionada discusión sobre la serie de televisión que da título al capítulo y que, en realidad, viene a ser una alegoría sobre su situación en esos momentos.
Pero también esa enfatización de las pequeñas cosas se establece por medio de contrapuntos y metáforas que vienen a amplificar las fases vitales de sus personajes. La ventana que dibuja Bob en la pared de la celda o las rayas que contabilizan los días de encierro que traza Zach en el muro, como metonimias sobre la imaginación y la incomunicación respectivamente; el álbum de fotografías que colecciona la joven japonesa con las imágenes de los parecidos razonables de Elvis Presley con imágenes culturales en Mystery Train; la nariz de payaso del taxista alemán en Nueva York o las gafas de sol del conductor de Roma en Noche en la Tierra; el aspecto con aires de Buster Keaton de William Blake en Dead Man, embutido en un peculiar traje a cuadros; el CD con música etíope que graba el vecino afroamericano al protagonista en Flores rotas; la vieja guitarra española en Los límites del control que le entregan al protagonista, una de cuyas cuerdas utilizará para cumplir su misión; o los guantes que usan los vampiros de Solo los amantes sobreviven.
El traje que lleva puesto el asesino de Los límites del control y del que solo se desembaraza al final (cuando lo vemos con ropa de colores profusos, similar a la que suele llevarse en muchos países africanos).
Rimas (acontecimientos, espacios, nombres y relaciones)
Mientras empiezan a pasar los créditos iniciales de Noche en la Tierra (Night on Earth), se nos informa de que el film es una producción de Locus Solus. Un nombre curioso, sin duda poco familiar para la mayoría de la gente, pero que revela muchas cosas sobre la sensibilidad de Jim Jarmusch, algo que hasta podríamos llamar el «toque Jarmusch»: esa mezcla inimitable de humor inexpresivamente imperturbable, tropelías disparatadas e imágenes de exquisita factura. Resulta que Locus Solus es el título de una novela del excéntrico escritor francés de principios del siglo XX Raymond Roussel, un libro admirado por los surrealistas y, una generación más tarde, por el poeta estadounidense John Ashbery, al punto de que Ashbery y su colega Harry Mathews fundaron a fines de la década de 1950 una revista llamada... Locus Solus. Pocos saben que Jim Jarmusch empezó como poeta y que, como estudiante en Columbia, fue uno de los editores de la revista literaria universitaria The Columbia Review. La influencia primordial de sus primeras obras fueron Ashbery, Frank O’Hara, Kenneth Koch, Ron Padgett y otros poetas de la Escuela de Nueva York. En contra del formalismo y la sequedad académica que predominaban en la poesía estadounidense en la década de 1950, surgían diversas insurrecciones en todo el país: los beats, los poetas de Black Mountain y, los más subversivos de todos, la pandilla de Nueva York. Nacía una nueva estética. La poesía dejaba de ser una lenta y laboriosa búsqueda de la verdad universal o de la perfección literaria. Ya no se tomaba tan en serio a sí misma y aprendía a relajarse, a burlarse de sí misma, a disfrutar de los placeres corrientes del mundo. La noción de arte elevado fue abandonada para favorecer un abordaje caracterizado por frecuentes cambios de tono, por una inclinación hacia lo ingenioso y el sinsentido, la discontinuidad y la adhesión a la cultura popular en todas sus formas. De repente, los poemas empezaron a llenarse de referencias a personajes de cómics y a estrellas de cine. Fue un fenómeno autóctono de Estados Unidos, aunque paradójicamente las raíces de esta transformación provenían en gran medida de Europa, en particular de Francia. Desde el principio de su vida como realizador cinematográfico, Jarmusch ha adherido a los principios que aprendió de esos poetas30.
Acontecimientos: el azar
El ser humano es dueño de sí mismo, pero ¿hasta qué punto lo es de su circunstancia existencial? La casualidad es uno de los rasgos que forma parte de la vida diaria, a pesar de que esta, de forma inconsciente, esté programada en función de unos horarios laborales o alimenticios que son los que dividen el día en tres partes. El azar se adueña del individuo desde su nacimiento, ya que viene al mundo por el deseo de otros, y convivirá con él, modificando planes e incluso el propio curso de la existencia, sea en una acción cotidiana o en la persecución de una meta más ambiciosa. Además, todo ello está sujeto a cómo cada uno interprete sus propios incidentes, porque al fin y al cabo los hechos admiten varios sentidos, o significados, todos quizá posibles, pero siempre en función de algo subjetivo como es el propio yo de cada individuo. Jim Jarmusch decía al respecto que «la vida no tiene argumento, al menos no tiene un argumento con sentido, ordenado a nuestro capricho y voluntad, de modo que por qué deberían tenerlo las películas o la ficción en general»31.
Podrían establecerse dos tipos de seres humanos en función de los personajes que muestra Jarmusch: los que aspiran a algo frente a los que se dejan arrastrar por los acontecimientos. Estos últimos son los que representa el cineasta, articulando ese carácter accidental de la existencia a través de la estructuración por medio de fragmentos de realidad. Y el conjunto de esas fracciones acaba siendo enfatizado, a su vez, por los comienzos y finales con los que el director abre y cierra sus tramas, siempre abiertos porque sus personajes son entes en movimiento desde los minutos iniciales y los deja proseguir su rumbo cuando aparecen los créditos finales, con la excepción de Dead Man y Ghost Dog: El camino del samurái.
Un azar que posee una de sus mayores representaciones visuales en aquel plano secuencia final de Extraños en el paraíso. Eddie se halla de pie, al lado de su automóvil. Al fondo despega el avión al que se ha subido Willie buscando a Eva, quien, unos minutos antes, ha decidido quedarse. Por cosas del azar, ambos personajes se han cruzado en el aeropuerto sin tan siquiera coincidir. Ese tiempo condensado, el de la espera de Eddie ante su vehículo, acrecienta no solo el hecho de que Willie regrese involuntariamente a su país natal, Hungría, a cuya nacionalidad ha renunciado desde el momento mismo en que pisó el continente americano, sino esa soledad a la que parecen estar abocados los tres protagonistas por su condición ambulante, de unos seres mecidos por los azares del destino. Es quizás una de las metáforas visuales que mejor han representado la constatación del fracaso del sueño americano que ha empujado a sus individuos a ese territorio de nadie que es la desorientación.
Eddie (Richard Edson), Eva (Eszter Balint) y Willie (John Lurie), tres personajes unidos por el azar (el juego en este caso) y separados finalmente también por el azar.
Una idea también muy presente en su filmografía. De hecho, de una manera similar concluye Flores rotas con Don Johnston solo y desconcertado en un cruce de caminos hacia ninguna parte, el de dos calles de una ciudad sin indicaciones ni referencias a un lugar concreto. Situación que enfatiza el giro de cámara alrededor de su figura. La soledad parece ser no solo el leitmotiv de su vida sino también su destino último. Los finales de los films de Jarmusch suponen un regreso al origen, casi como si sus seres se empeñaran de manera inconsciente en volver a su estado natural, aunque hayan experimentado una transformación en su interior por la experiencia acumulada en ese segmento de tiempo. Son finales abiertos porque la existencia prosigue su curso. Unos vienen y otros se van, tendrán encuentros o jamás coincidirán; compartirán un mismo espacio; intercambiarán una mirada o no; o simplemente tan solo llegarán a sentir la presencia del otro a través de sonidos o huellas. Como Mystery Train, que empieza y acaba con el mismo plano de un tren en marcha, un poco como sucedía en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962), pero con una única diferencia entre ambos, porque el primero posee el sentido de llegada y el segundo de salida. Algo que Jarmusch subraya con los diferentes sentidos del tren al cruzar el encuadre. «Mi filosofía es simple: resulta muy difícil, extremadamente difícil para ser exactos, perderse cuando uno no sabe adónde va»32.
Además, la mayoría de sus personajes son individuos de paso, como los clientes de los taxis en Noche en la Tierra, como Allie en Permanent Vacation, como los protagonistas de Extraños en el paraíso, los prófugos de Bajo el peso de la ley, los variopintos individuos de Coffee and Cigarettes, el mercenario de Los límites del control, incluso William Blake y el indio Nadie en Dead Man o el propio Ghost Dog, que morirán al final, aunque en el caso de Blake su destino sea la eternidad. Eso por no hablar de Adam y Eve en Solo los amantes sobreviven, dos vampiros que viven respectivamente en Detroit y Tánger pero que nadie sabe realmente de dónde vienen (en qué año y dónde nacieron) y cuyo destino final es seguir siendo parte del declive de una forma de entender la civilización, el mundo, al ser humano. El declive, la inadaptación, el despiste y el tránsito son algunos de los motivos que gravitan en la obra de Jarmusch, el hecho mismo del paso de la vida, de la que tan solo quedarán algunos rastros, algunas huellas desgastadas por el tiempo, eco último de una época esplendorosa, como esos desvencijados edificios que convierten el Memphis de Mystery Train en una ciudad fantasma o las periferias decadentes y solitarias del Detroit de Solo los amantes sobreviven en las huellas de una herida causada por el capitalismo.
Mystery Train describe Memphis en ruinas.
Pero el azar dirige los destinos de sus personajes, como el dinero que recibe Eva en un encuentro fortuito con una yonqui negra en Extraños en el paraíso; incluso es el que hace coincidir a los tres protagonistas en una misma celda en Bajo el peso de la ley, como el que después les llevará al pequeño restaurante de Nicoletta en los bosques de los pantanos de Luisiana donde Bob encontrará el amor. El azar es el que hace confluir a los distintos seres de Mystery Train en el hotel de Memphis, pero casi sin coincidir físicamente. Como puro azar es la efímera relación entre clientes y taxistas en Noche en la Tierra; o los encuentros, siempre casuales, de William Blake con la prostituta Thel, el indio Nadie o los demás individuos que se van cruzando en su camino. Azar es el pájaro que se posa en el cañón del fusil de Ghost Dog, las propias situaciones inesperadas que vive Don Johnston con sus antiguas amantes en Flores rotas, o el trayecto del mercenario en Los límites del control, dirigido por las sucesivas instrucciones que recibe.
Jarmusch salpica sus itinerarios con rimas visuales y argumentales, analogías, contrastes y repeticiones que articula a través de pequeños detalles constituyendo sus películas a modo de poemas visuales. Dispositivos con los que va tejiendo la aparente estaticidad que emana en cada una de sus escenas, en ese ir y venir, en esos encuentros y desencuentros abrazados por la casualidad. Pero a veces esas coincidencias se articulan con el sonido que, aunque haya una distancia física, une a unos seres con otros que el cineasta articula como rimas en Mystery Train. En la primera historia, la joven pareja japonesa escuchará en la habitación del hotel Blue Moon, la canción que emite un programa de radio cuyo locutor es Tom Waits, seguida de un disparo. En la segunda, Nicoletta, que decide pasar la noche en la ciudad en vez de esperar en el aeropuerto el vuelo que la llevará de regreso a Italia, compartirá noche con Dee Dee, la chica que, tras una ruptura sentimental, decide abandonar la ciudad al día siguiente. Ambas han coincidido de manera fortuita en el hall del hotel y ocuparán la habitación contigua a la de los nipones. No solo oirán los sonidos de estos cuando hacen el amor, sino también la misma canción de la radio y dicho disparo. Ahí es cuando el espectador sabrá que las dos historias acontecen en el mismo tiempo. En la tercera se completará el puzle. Aparte de la fugaz aparición en el primer episodio en la puerta de su peluquería de Charlie, así como la de Willie en el segundo reparando su automóvil mientras Nicoletta pasea, se sabrá que el disparo ha sido accidental y viene de estos dos personajes que, junto con Johnny, el hombre con el que ha roto Dee Dee, han tenido un pequeño forcejeo en otra habitación de ese mismo hotel. Pero antes de llegar, el trío de amigos ha escuchado en la radio del automóvil la emisión de Blue Moon, tras atracar una licorería y disparar al dueño. Algo que en un principio puede llevar a cierto equívoco en el espectador, ya que lo puede relacionar con la detonación antes oída.
Como también se pueden advertir otras rimas como el cameo de Rufus Thomas pidiendo fuego a la pareja japonesa para encender su cigarro en el primer episodio y su tema The Memphis Train que pone en el jukebox de un pub Johnny al principio de la tercera historia. Además de otras rimas visuales como la repetición de algunos escenarios por donde pasean unos y otros o la de una serie de planos nocturnos de la ciudad.
La mayoría de las rimas serán de carácter visual. En Noche en la Tierra se halla en la propia estructura de cada episodio, en el conjunto de los cinco relojes marcando las respectivas horas de cada capital, las panorámicas de cada ciudad en planos fijos a modo de preámbulo en las que siempre hay cabida para la aparición de un reloj, la situación dentro del taxi entre cliente y conductor, que adquiere el sentido de confesionario, y el fin del trayecto, cuando se separan los personajes. Un círculo que parece cerrar el hecho de que en el primer episodio, en Los Ángeles, Corky recoge a dos músicos ebrios, el mismo estado en el que se encuentran los tres amigos que llevará Mika en el último, en Helsinki.
A veces esas rimas serán un presagio del desenlace final, como los caminos que se bifurcarán en la última imagen de Bajo el peso de la ley, cuando Jack y Zach se separan, como predecía el poema de Robert Frost que recita Bob a sus dos amigos en la cabaña abandonada de los pantanos donde pernoctan durante su huida:
Two roads diverged in a wood, and I –
I took the one less traveled by,
And that has made all the difference.
(Dos caminos se bifurcaban en un bosque, y yo,
Yo tomé el menos transitado,
Y eso ha marcado la diferencia).
De hecho, el interior de la cabaña posee una distribución idéntica a la de la celda de la penitenciaría, que Jarmusch enfatiza cuando se echan a dormir, ya que parecen elegir, quizá por intuición, el camastro equivalente en posición al que ocupaba cada uno de ellos en el calabozo. La única diferencia se halla en la ventana que Bob había dibujado en el muro, con el fin de estimularles la imaginación para hacer más llevadero el encierro, porque ahora es un objeto real a través del cual se divisa el bosque. Un bosque cuyos árboles vienen a ser una nueva rima, en referencia a los barrotes de la cárcel, porque si el presidio es un espacio reducido, los pantanos, a pesar de su extensión, serán una laberíntica prisión natural de difícil salida que hace que vuelvan al mismo lugar por el que antes han pasado.
El camino bifurcándose en Bajo el peso de la ley.
La llegada de William Blake al pueblo de Machine y su recorrido por la embarrada calle principal rimará con el trayecto que lleva a cabo por el poblado indio al final de Dead Man. Aunque aquí adquiere un carácter de tránsito, ya que Blake es llevado en un estado de semiinconsciencia producido por sus heridas. Ambos caminos concluyen en dos construcciones antagónicas. El lóbrego aspecto de los grandes engranajes de la fábrica de Dickinson contrasta con el sencillo mecanismo de poleas de la edificación india. Pero en las dos travesías hay también personajes equivalentes: la imagen de la madre que amamanta a su hijo en Machine frente a la del poblado indio, la fealdad frente a la armonía, el desagrado frente a la ternura.
Vemos asimismo cierta musicalidad versal no solo en las continuas referencias a poetas que hay a lo largo de la obra de Jarmusch (Conde de Lautréamont, William Blake, Robert Frost, Percy Shelley, Arthur Rimbaud, Henri Michaux o Lord Byron) sino también en su coexistencia con músicos (John Lurie, Tom Waits, Iggy Pop, Neil Young, Jack White o Scremin’ Jay Hawkins), como si estos últimos fuesen una mutación de los primeros, como si la poesía y la música hubiesen acabado convergiendo. Poesía nocturna, elegíaca, crepuscular; también música en la mayoría de los casos nocturna, elegíaca, crepuscular. Esa confluencia se percibe con fuerza en Solo los amantes sobreviven, con las referencias a poetas del pasado a quienes conocieron los vampiros protagonistas y con los pósteres que tiene desplegados Adam en su marchita mansión de Detroit, mezclándose Edgar Allan Poe y Oscar Wilde con Fats Domino e Iggy Pop (este último una referencia constante en la obra de Jarmusch, que lleva años intentando dar forma a un documental sobre él). Se percibe asimismo en la casa que Adam le señala a Eve, donde según él nació el cantante Jack White, exlíder de The White Stripes que aparecía en uno de los episodios de Coffee and Cigarettes.
Si entendemos la obra de Jarmusch en términos musicales y poéticos al mismo tiempo, encontramos rimas que en ocasiones adquieren el rango de repeticiones. El indio Nobody de Dead Man siempre pide tabaco. O rimas de carácter más ritual, caso de los dos cafés que pide siempre el protagonista de Los límites del control, o las propias cajas de cerillas en ese mismo film, como elemento contenedor de las instrucciones que recibe aquel en las sucesivas escalas que hace durante el viaje. Tazas de café que, junto con los cigarrillos, serán los elementos comunes del conjunto de historias que conforman Coffee and Cigarettes. Algo que adquiere un nuevo punto de vista en Ghost Dog: El camino del samurái, en la relación entre el asesino afroamericano y su amigo africano del puesto de helados, marcada por la barrera idiomática, porque el primero le habla siempre en inglés mientras que el segundo utiliza solo el francés, y sin embargo entienden lo que dice el otro, e incluso el intercambio de frases encaja a la perfección en el desarrollo de sus conversaciones. O la relación que se establece entre la niña y el protagonista, que trae reminiscencias de Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931) y que preludia el interés de Jarmusch por el cine de terror, al menos en su poética, y que acabó cobrando forma en Solo los amantes sobreviven. Con ello Jarmusch apunta una comunicación no estipulada por las convenciones de los géneros cinematográficos, por ninguna ley que controle la verosimilitud en la ficción o en la realidad, por asuntos relacionados con los límites físicos o temporales en los que aparentemente nos movemos los seres humanos (o se mueven los personajes imaginarios), por la raza, la nacionalidad, la edad o la condición económica y social. Porque el tema del lenguaje es una de las cuestiones constantes de su filmografía. Con el personaje de la niña cierra la circularidad de Ghost Dog: El camino del samurái, que había empezado con la imagen del propio Ghost Dog leyendo el Hagakure, libro que leerá la niña al final del metraje. El lenguaje, no obstante, parece abolido por completo en Solo los amantes sobreviven, donde vemos en Tánger a Tilda Swinton haciendo sus maletas antes de partir hacia Detroit y metiendo en ellas varias lecturas de cabecera entre las que figuran libros en lengua árabe o escritos en caracteres ideográficos chinos, junto a un ejemplar de Don Quijote de Miguel de Cervantes y otro de La broma infinita de David Foster Wallace.
Solo los amantes sobreviven es una película repleta de lecturas, como libros en árabe, chino y otros idiomas que los personajes conocen gracias a haber vivido cientos de años.
Pero esas rimas también las introduce en la elección de actores estableciendo casi una unidad entre su obra fílmica: Gary Farmer, que interpreta al indio Nadie en Dead Man, hace un cameo en el siguiente film de Jarmusch, Ghost Dog: El camino del samurái, al interpretar también a un individuo de nombre desconocido; el Willie de Extraños en el paraíso parece tener su continuación en el Jack de Bajo el peso de la ley, ambos encarnados por John Lurie; el Zach de esta última, que es locutor de radio, tiene su conexión en la voz que anuncia Blue Moon también por la radio en Mystery Train (de hecho, ambos son Tom Waits); el personaje que se oculta como camarero en el episodio «Delirio» de Coffee and Cigarettes tiene sus analogías con el Don Johnston de Flores rotas, a los cuales pone rostro Bill Murray; al igual que también las tienen los personajes de Roberto Benigni en el Bob de Bajo el peso de la ley, el del primer episodio de Coffee and Cigarettes («Qué raro encontrarte») y el taxista de Roma en Noche en la Tierra; las ciertas afinidades que se pueden hallar entre el taxista de París en Noche en la Tierra y el mercenario de Los límites del control interpretados por Isaach De Bankolé; o entre la examante dolida y rencorosa de Flores rotas, la misteriosa pero en el fondo dulce cinéfila de Los límites del control y la vampira lectora de Solo los amantes sobreviven, interpretadas todas ellas por Tilda Swinton.
Las rimas y en general la concepción que tiene Jarmusch de la poesía no guardan demasiada relación con la forma como producto de una exhaustiva concepción previa sino más bien como el resultado de intuiciones y de productos que a menudo el azar pone delante de nosotros. En ese sentido, al hablar sobre Los límites del control y su proceso creativo, él mismo decía:
Busqué un punto partida o, para ser más exacto, un barco que se hace a la mar. Pero no pensé en la cita hasta haber terminado la película, no fue mi inspiración inicial. De hecho, el poema «Le bâteau ivre», de Rimbaud, es una metáfora de un trastorno de los sentidos, una desorientación intencional de la percepción. Probablemente habría sido más correcto poner la cita al final de la película33.
Espacios: entre ciudades fantasma y naturalezas inhóspitas
Uno de los propósitos de la era Reagan (1981-1989) fue devolver la confianza al pueblo norteamericano a través de la recuperación de los valores tradicionales en consonancia con el American way of life. Y el cine fue un medio idóneo para llevarlo a cabo. Sea como fuere, Jarmusch, que rueda su primer film en 1980 (Permanent Vacation), se convierte en uno de los autores que representó precisamente lo contrario, lo que se ha llamado «el insomnio americano», una forma poética de denominar el fracaso del sueño americano.
Mystery Train tiene lugar principalmente en un hotel donde Luisa (Nicoletta Braschi) encuentra un punto de llegada y otro de partida.
Algo que revelan de inmediato los escenarios por los que deambulan sus personajes, porque en realidad Jarmusch retrata las bambalinas, lo que hay detrás de esa amable fachada fomentada por las imágenes turísticas y la publicidad. Con ciertas afinidades con el realismo sucio (dirty realism), el movimiento literario estadounidense que surgió a finales de la década de los setenta (y cuyos máximos representantes son Raymond Carver, Richard Ford y Tobias Wolff), Jarmusch muestra paisajes urbanos que se asemejan a ciudades fantasmales. Calles grisáceas, sin apenas transeúntes y salpicadas con edificios derruidos, paredes desconchadas y cierres oxidados, algunos de ellos con graffiti, casi como la única huella de la existencia de vida humana en medio del abandono. Aspecto similar el que muestran los espacios interiores, sean viviendas, habitaciones de hotel o lugares de paso; incluso el propio lugar que elige el cineasta para entrevistar a Neil Young y sus músicos en el documental Year of the Horse, un espacio aséptico con una lavadora al fondo. Aunque también habrá alguno que otro que ofrezca una estética de diseño, como la lujosa casa donde vive Dora, una de las antiguas amantes de Don Johnston en Flores rotas, representación de ese ideal del sueño americano, o el apartamento de diseño en Madrid, donde se aloja el protagonista de Los límites del control.
Desolador y fantasmal es el Nueva York por el que camina Chris en Permanent Vacation; o en el que habitan Willie y Eddie en Extraños en el paraíso, espacios a su vez muy cercanos a las zonas prósperas de Manhattan, como los suburbios en los que habita Ghost Dog, pero así será el resto del territorio norteamericano que recorre la pareja de amigos en busca de la prima húngara, que vive en casa de una tía en Cleveland, un paisaje transfigurado por las siluetas de edificios industriales, semioculto por las humaredas, cubierto por la nieve y sin apenas un ápice de vida; o las playas de Florida, en el último episodio del film, de nuevo un paraje triste, gris y despoblado a pesar de que este capítulo lleva el epígrafe de «Paradise».
La sórdida atmósfera de Nueva Orleans al comienzo de Bajo el peso de la ley, un mundo de juego, prostitución y crimen.
Así son también las calles de Nueva Orleans que ofrecen los largos travellings iniciales de Bajo el peso de la ley, desde un cementerio solitario a las semidesiertas callejuelas donde a veces hay una redada policial. Sin embargo serán las únicas secuencias de la ciudad a plena luz del día, porque a partir de ahí Jarmusch solo mostrará sus ambientes nocturnos, con lo que parece confirmarse la frase que le espeta Bobbie (Billie Neal), la joven prostituta negra que se halla tendida en la cama de la habitación de Jack:
Mi mamá solía decir que Estados Unidos es como un gran crisol [juego de palabras con el término melting pot, que suele utilizarse para definir a los estadounidenses como el resultado de una enorme mezcolanza de razas y culturas], porque si lo pones a hervir, decía, toda la escoria sube a la superficie.
De noche es cuando surge ese submundo, cuando cobra vida, y cuando son detenidos los tres protagonistas.
Así son los edificios de Memphis, convertidos en retales de aquel resplandor de antaño que le dio en su día Elvis Presley y los demás músicos de la Sun Records ante cuyas deterioradas fachadas pasean los personajes de Mystery Train. Y así son también las imágenes que muestra Noche en la Tierra de las cinco capitales, muy lejos de los folletos de viajes. Pero quizá la representación más extrema es el escabroso poblado de Machine en Dead Man al que llega Blake para tomar posesión de su cargo como contable. Un lodazal en el que se levantan un par de hileras de casuchas de madera habitadas por individuos hostiles y desaliñados. Villorrio que tendrá su contraste con la belleza natural del asentamiento indio, la última parada del protagonista antes de su partida final en canoa hacia la inmensidad del mar. Contraste del oscuro y sinuoso laberinto que es la fábrica de Dickinson frente al cálido y luminoso camino del poblado indio. Una incisiva metáfora a través de la rima sobre las sombras del progreso y las insuficiencias de la civilización frente a la armonía del nativo en plena consonancia con la naturaleza que lo rodea.
Como similar es la representación de las viviendas de Laura (Sharon Stone) y Penny (Tilda Swinton) en Flores rotas, dos casas de madera en medio del campo, una situada en el extrarradio y la otra en medio de la nada, cuyo aspecto vulgar contrasta con la urbanización de lujo donde vive Dora (Frances Conroy) o la bucólica consulta para animales que posee la doctora Carmen Markowski (Jessica Lange) en las afueras de una localidad de interior. Todo en Jarmusch es periférico. Tánger, en Solo los amantes sobreviven, es la periferia de la civilización occidental, y Detroit, con sus sótanos donde tocan grupos musicales alternativos, es la periferia de la supuesta opulencia capitalista, la constatación de su mentira y una forma combativa contra la destrucción total de una ciudad y su cultura. La obra de Jarmusch, en general, nos recuerda siempre a los postulados de la generación beatnik y en concreto a la novela Los subterráneos de Jack Kerouac, que reflexionan sobre la necesidad de la independencia y sobre la supervivencia de ciertas formas culturales en ambientes marginales, lejos del control institucional.
El paisaje de África instalado en Estados Unidos en una de las muchas metonimias de Ghost Dog: El camino del samurái.
En este sentido, frente a los austeros y decadentes contextos urbanos, los escenarios naturales de sus películas aparecen en estado salvaje, espacios vírgenes cuya belleza permanece intacta, pues apenas ha intervenido en ellos la mano del hombre, salvo para cruzarlos alguna vez, como los pantanos de Luisiana que atraviesan los tres prófugos de Bajo el peso de la ley o los bosques y llanuras que recorre Blake en Dead Man. Pero la naturaleza también te torna en un ente árido, acentuando el carácter abstracto de la puesta en escena en Los límites del control, donde el desierto de Almería adquiere el aspecto de un paisaje lunar.
Los personajes: antagonías y contradicciones
Las contradicciones de la sociedad norteamericana son las propias contradicciones del individuo que habita en ella. O viceversa. Son las de una sociedad que ha sufrido una profunda y rápida metamorfosis en su corta historia. Ya lo expresó desde la metáfora Sam Peckinpah en aquella secuencia de La balada de Cable Hogue (The Ballad of Cable Hogue, 1970) en la que el protagonista es arrollado por un automóvil en el desierto. El progreso de una época es consumido por el progreso que trae la siguiente. Al globo aerostático lo desterró el avión de hélices, y este fue relegado después por el de motor a reacción.
Pero al mismo tiempo, la nación norteamericana arrastra ciertas particularidades desde la llegada de los primeros emigrantes europeos con la creencia de que era la tierra de la gran promesa, de las grandes oportunidades. Con la reactivación económica que tuvo lugar durante la década de los años veinte vino el concepto del American way of life. Algo que se truncó con la Gran Depresión de 1929 quedándose en tan solo un eslogan, hasta que las medidas del New Deal de Roosevelt en 1932 le dieran al país un nuevo impulso. Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se convierte en una de las grandes potencias económicas que, pese a la Guerra Fría, publicita su way of life o lifestyle con aquellas agradables imágenes familiares en idílicas urbanizaciones. Sin embargo, los numerosos conflictos dentro y fuera de la nación, desde la guerra de Vietnam hasta la segregación racial, van sumiendo al país en una fuerte crisis de identidad. En su mayoría, los seres de Jarmusch son los herederos de ese fracaso, y se hallan en un compartimento estanco que es el de su propia marginalidad social. Unos individuos desorientados en una sociedad cambiante en la que tampoco hacen esfuerzo alguno por integrarse.
Desconcierto algo ya patente en sus propios nombres. Los hay que riman, como Willie y Eddie, los dos amigos protagonistas de Extraños en el paraíso, y otros que poseen casi una idéntica similitud fonética, caso de Jack y Zach en Bajo el peso de la ley, algo que enfatiza la propia confusión de Bob cuando se dirige a ellos. Los hay con ciertos tintes rimbombantes, cuando no absurdos, que provocan risas recíprocas, como les sucede a Helmut Grokenberger (Armin Mueller-Stahl) y Yoyo (Giancalo Esposito), el taxista alemán y su cliente en el episodio de Nueva York de Noche en la Tierra. Los hay que producen equívocos, como el propio William Blake de Dead Man a quien el indio que le acompaña le cree el verdadero poeta y pintor. Algo similar le sucede en Flores rotas a Don Johnston, al que siempre confunden con el actor que protagonizó la serie de televisión Corrupción en Miami, aunque siempre matiza que su apellido es con la letra «t». Porque ahí reside una de las ambivalencias del personaje, un ser lánguido y apagado, de mirada triste y embutido en un perenne chándal al que, sin embargo, se le supone un exitoso pasado de donjuán.
Hay periodistas que se me acercan después de haber visto la película, y me preguntan: «¿Don realmente tuvo un hijo?». La película no es sobre si Don tiene o no un hijo. La misteriosa mujer, la carta, la posible paternidad son solo dispositivos de la trama. Es, en lo esencial, un estudio acerca de un hombre que, en mitad de su vida, advierte que tiene un agujero en ella. Ha perdido el amor que pudo haber tenido, y ha alcanzado un punto en el que todo en su existencia se ha vuelto estático34.
Pero la articulación de sus personajes adquiere unos rasgos más abstractos en sus últimas películas. Si en films como Coffee and Cigarettes los nombres de los personajes coinciden con los reales de los propios intérpretes, hay otros de los que solo se sabe su apodo. Aunque el indio que acompaña a Blake que atiende por Nobody (Nadie en castellano) posee uno real: Xebeche, que según sus palabras significa «El que habla alto sin decir nada». Al fin y al cabo, sus padres pertenecían a diferentes tribus. «No era una mezcla respetada», le confiesa. Tras ser capturado por el hombre blanco, será trasladado y educado en Inglaterra para después huir y regresar a su territorio, motivo que le causa el rechazo de los suyos. Por eso se convierte en un hombre de «en medio»: ni es aceptado por los de su etnia ni encaja en la sociedad blanca, como el Jack Crabb (Dustin Hoffman) de Pequeño gran hombre (Little Big Man, Arthur Penn, 1970), con la diferencia de que este último es un hombre blanco criado por los cheyenes, al contrario de Nobody. Pero ambos seres estarán condenados a la errancia, aunque Crabb terminará sus días, ya centenario, en ese otro territorio de nadie que es una aséptica residencia de ancianos.
En una tesitura similar parece navegar Ghost Dog, el asesino profesional a sueldo que da título al film, un personaje en el que se da una llamativa singularidad como es el hecho de ser un afroamericano que rige su existencia a través de las reglas del Hagakure, libro que al parecer dictó Yamamoto Tsunetomo a uno de sus discípulos a principios del siglo XVIII siguiendo las pautas del Bushido, el código del samurái. Su indumentaria y su afición al rap se combinan con su destreza en el manejo de la catana. E incluso, como su apodo en cierta manera da a entender, es un individuo escurridizo, metódico y silencioso con una gran habilidad para deslizarse por cualquier recoveco sin que nadie se percate de su presencia, a pesar incluso de su corpulenta constitución física. Pero, al igual que el indio Nobody y Jack Crabb, Ghost Dog es también un ser destinado a la extinción porque su filosofía tampoco tiene cabida en la sociedad en la que vive, como les ocurre también a los propios gánsteres a los que se enfrenta, unos seres que arrastran un poso de nostalgia por los buenos tiempos del pasado. Algo que confirma uno de los últimos preceptos que lee en off hacia el final del metraje:
Forest Whitaker es Ghost Dog: El camino del samurái, un asesino que se siente fuera de contexto (social, temporal y cultural).
Dicen que el llamado espíritu de una época es algo a lo que no se puede regresar. Que ese espíritu se disipe gradualmente es debido a que el mundo se acaba. Por esta razón, aunque uno quisiera devolver al mundo el espíritu de hace cien años o más, sería tarea imposible. Por lo tanto, es importante sacar lo mejor de cada generación.
Podría decirse que, en el fondo, todos los personajes de Jarmusch son una especie de resistentes, de guerrilleros, de espíritus de una época pretérita o de muchas, como en el caso de Adam y Eve, los protagonistas de Solo los amantes sobreviven, dos vampiros longevos a quienes la hermana joven de ella (interpretada por Mia Wasikowska) llama esnobs despectivamente porque carecen de la energía y la violencia de los tiempos que corren, de la cultura propia del tiempo en el que viven en la actualidad.
Además de esa especie de nostalgia crepuscular ejemplificada a través de sus personajes, Jarmusch hace al mismo tiempo guiños o si se quiere pequeños homenajes a sus filias. Desde algunos nombres, ya citados anteriormente, de los caballos de carreras en Extraños en el paraíso, que hacen referencia a varios títulos de películas de Yasujiro Ozu, hasta el caso de los dos alguaciles de Dead Man, Lee (Marc Bringelson) y Marvin (Jimmie Ray Weeks), alusión al actor americano cuyo retrato está presente en el octavo episodio de Coffee and Cigarettes («Jack enseña a Meg su bobina Tesla»). O, en esa misma película, el personaje de Thel, la prostituta que muere en brazos del protagonista por los celos en clara alusión al Libro de Thel (1789) de William Blake.
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La mayoría de las veces, el inexplicable aura del designio aleja al ser humano del cumplimiento de sus propósitos. La actitud de los personajes de Jarmusch suele ser la contraria, dejándose mecer por las circunstancias del azar aunque hay ocasiones que estas los empujarán hacia aquello de lo que precisamente huyen. Un claro ejemplo es el del personaje de Willie en Extraños en el paraíso, un emigrante húngaro que reniega de su nacionalidad. Le molesta que le hablen en su lengua natal o de cualquier otra cosa que le relacione con su país de origen. Desea que le consideren ciudadano americano y hace todo lo posible para que se le acepte de esa manera. Ha americanizado su nombre original, Béla, y ha adquirido sus hábitos y sus modelos, desde preparar comida precocinada en el microondas ante su prima Eva hasta ver un partido de béisbol por la televisión. Y a pesar de ello sigue siendo un ser marginal. Sin embargo, la tía Lotte es su antítesis. Es una mujer que se ha integrado en la sociedad anglosajona sin perder sus costumbres y su identidad húngaras. Como se presupone que hará la prima Eva, que tampoco comparte la vida que lleva Willie. Sin embargo, la casualidad empujará a Willie a regresar al país que le vio nacer.
Un momento de Extraños en el paraíso en el que puede sentirse un poco de nostalgia crepuscular a través de los personajes, sobre todo el de tía Lotte (Cecillia Stark).
Contrastes como los que hay entre los tres protagonistas de Bajo el peso de la ley. Bob, de nacionalidad italiana, tiene dificultades para expresarse en lengua inglesa pero es el único que se esfuerza por comunicarse con sus compañeros, dos seres parcos en palabras a pesar de que uno de ellos, Zach, es locutor de radio. Además, el carácter optimista de Bob colisiona con la seriedad y la indolencia de sus dos compañeros. Porque si hay otros rasgos comunes en los personajes de Jarmusch son su mesura y su contención. Pocos son dados a la locuacidad, como el citado Bob.
Noche en la Tierra también es un fresco elaborado a partir de la antítesis de caracteres. La que hay entre las dos mujeres del primer episodio, en Los Ángeles, una joven taxista de aspecto y modales vulgares frente a su refinada cliente, una veterana productora cazatalentos. Son dos personas opuestas que coinciden en mínimos detalles, como cuando ambas pronuncian a la vez la palabra «mierda». En el capítulo de Nueva York también son dos seres antagónicos, Yoyo, el expansivo cliente afroamericano, frente a la moderación de Helmut Grokenberger, el antiguo payaso oriundo de la desaparecida Alemania del Este reconvertido en conductor. Pero su nexo común lo encontrarán en sus respectivos nombres, algo que se acentúa con las risas que les producen, como el hecho de que sus gorros sean idénticos. En París, el conductor es un emigrante de Costa de Marfil que recoge a una joven invidente. Ella, a pesar de su ceguera, parece percatarse de muchas más cosas que el propio taxista, que al final no advertirá la presencia de un automóvil con el que tendrá una pequeña colisión. El lenguaraz chófer de Roma, que no duda en confesar sus perversiones sexuales ante el silencioso clérigo que transporta. Y la lucidez y el drama del taxista finlandés, en el segmento que transcurre en Helsinki, tendrán su contrapartida con los tres borrachos que recoge de madrugada. Con estas cinco historias de confesionarios Jarmusch pone de manifiesto algunas de las contradicciones de la sociedad moderna: la integridad frente a lo banal, la humildad frente a la vanidad, la realidad frente a las apariencias, la espitualidad frente al pragmatismo...
En Dead Man, el indio ha sido instruido por el hombre blanco para regresar después a su plena comunión con la naturaleza. Blake es el blanco que abandona el mundo civilizado para integrarse sin quererlo en la vida salvaje a través de la espiritualidad que le transmite Nobody. Ghost Dog vive su espiritualismo basado en los códigos del samurái en un barrio marginal. En Flores rotas, Don Johnston también se halla «en medio». Su casa con jardín ni tiene el aspecto bucólico de la urbanización donde vive Dora, ni el sabor idílico de la consulta de la doctora Carmen Makowski, ni tampoco la vulgaridad del hogar de Laura, ni el estado destartalado de la vivienda de Penny, cuya arquitectura parece más bien una herencia de la Gran Depresión. Algo que refuerzan las personalidades de cada una de ellas. Si Dora es una mujer anodina bajo una apariencia de lujo y diseño, la doctora Markowski es una persona inestable refugiada en su clínica psicológica para animales; si Laura es una viuda que aún conserva su atractivo, Penny es un ser marginal que malvive en una pequeña comuna aislada.
Sin embargo, la galería de seres de Los límites del control alcanza un nivel más indeterminado. Frente al eterno silencio del mercenario, las escuetas palabras de las diferentes personas que sirven de enlaces para pasarle las instrucciones en las cajas de cerillas. Jarmusch representa unos seres que funcionan casi como autómatas, sin el menor atisbo de sentimiento alguno. De hecho las relaciones entre ellos se basan en mensajes telegráficos, casi como si fuesen internautas que se comunicasen por medio de los 140 caracteres de un tuit.
Y qué decir de los personajes secundarios de Solo los amantes sobreviven. Eve convive en Tánger con Christopher Marlowe (en uno de los muchos guiños que hay en la película y que apuntan hacia la cultura pretérita pero también hacia las identidades falsas o sospechosas, en este caso a través del nombre del dramaturgo isabelino, que, según se ha especulado, podría haber escrito como ghost writer las obras teatrales de William Shakespeare usando ese nome de plume, algo que también se ha sugerido acerca de Francis Bacon y de otros muchos personajes de la época). Marlowe es el amigo que proporciona a Eve la sangre que necesita para seguir viviendo y que ella prefiere consumir sin necesidad de ir cobrándose nuevas víctimas (aunque en su viaje en avión entre Marruecos y Estados Unidos ve cómo uno de los pasajeros se hace un pequeño corte por donde le mana sangre, una visión que la obliga a reclinar su cabeza en el asiento para controlarse). Algo similar le sucede a Adam, solo que a él quien le proporciona la sangre no es su amigo Ian (Anton Yelchin) sino el nervioso doctor Watson (Geoffrey Wright).
Los límites del control y su personaje principal, un internauta a quien vemos atravesar paisajes que no sabemos qué relación guardan con él ni hacia dónde le conducen.
Texturas: B/N y color, sonidos
Jarmusch aplica su escritura al revés a la propia concepción de los títulos de crédito, que, en su aparente sencillez, están impregnados del espíritu que emana de la película a modo de una sutil forma de involucrar al espectador en la trama.
En general, todos los títulos de crédito iniciales en los films de Jarmusch son estáticos, sin contar con los de Dead Man, cuyos caracteres aparecen en pantalla para luego, paulatinamente, alejarse hacia el fondo, disminuyendo así su tamaño, hasta desaparecer. Solo hay dos films cuyos créditos se superponen a imágenes figurativas. Los de Permanent Vacation van acompañando una sucesión de imágenes sobre las calles de Nueva York, y los de Year of the Horse, sobre el plano fijo de una estancia, con una silla en primer plano y una lavadora al fondo, imagen que sugiere su intención de ser un «film-confesión» o «confesionario filmado». Porque esa estancia es el lugar donde son entrevistados los músicos. En sus restantes películas, Jarmusch superpone los títulos a fondos abstractos, aunque partan de imágenes reconocibles: Flores rotas sobre el cielo y las nubes, Noche en la Tierra sobre el globo terráqueo, Los límites del control sobre una imagen urbana nocturna cuyas luces desenfocadas acaban convertidas en unos pocos puntos de color. Sin embargo los créditos de Extraños en el paraíso, Bajo el peso de la ley, Mystery Train, Ghost Dog: El camino del samurái y Dead Man aparecen sobre un plano negro. Pero en Coffee and Cigarettes hay una alternancia en los títulos de crédito, letras negras sobre un fondo blanco y viceversa, que trae reminiscencias de películas como Arnulf Rainer (Peter Kubelka, 1958-1960), compuesta por combinaciones de fotogramas blancos y negros.
En Ghost Dog: El camino del samurái, el tipo de letra imita a los caracteres orientales y son rojas, como la sangre. En Dead Man, las letras del título que da nombre al film están formadas por huesos humanos, una primera metáfora sobre la historia que se va a contemplar. Los de Flores rotas utilizan caracteres del tipo Courier, el de las máquinas de escribir. Alusión que potencia las imágenes precedentes en las que la cámara sigue el trayecto de una carta. Noche en la Tierra y Mystery Train tienen el rasgo común de que son azules y poseen unos contornos algo sinuosos que contrastan con el carácter más geométrico, lineal, de los de Permanent Vacation, Extraños en el paraíso, Bajo el peso de la ley, Coffee and Cigarettes y Los límites del control.
Otra curiosidad son las propias letras de Year of the Horse, que poseen un trazo común con las de Ghost Dog: El camino del samurái: ambas parecen imitar el trazo hecho a mano. Nada que ver con los títulos de crédito de los films restantes, sobre todo de los diseñados por Joshua Pujol para Solo los amantes sobreviven, que son todo lo contrario de lo que uno esperaría (es decir, caracteres góticos para acompañar al supuesto carácter gótico de una historia de vampiros), y que alteran la primera letra de cada palabra, superponiéndose todas ellas sobre imágenes nocturnas en las que se mezclan el cielo y la luna con siluetas de árboles, estatuas funerarias y otros motivos siniestros, con un acompañamiento musical en las antípodas de las sinfonías terroríficas que acompañan en general a las películas sobre vampiros, aquí sustuidas por una melancólica composición de Jozef van Wissem de aires más retro que modernos, como sucede en otras películas que utilizan el tema del vampirismo no como motivo estético sino como metáfora para narrar la descomposición del mundo moderno: nos referimos a The Addiction (The Addiction, Abel Ferrara, 1995) y Habit (Larry Fessenden, 1997), en las que la banda sonora está impregnada de sonidos más contemporáneos aunque también inusuales para el cine de terror.
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Permanent Vacation, el film que abre su filmografía, es en color. Después sus dos films siguientes, Extraños en el paraíso y Bajo el peso de la ley, son en blanco y negro, para en su cuarto título, Mystery Train, volver al color, que no abandona salvo en dos ocasiones: Dead Man y Coffee and Cigarettes.
El color presenta una novedad en Mystery Train con respecto a Permanent Vacation. Bien es cierto que esta última es la obra de un director primerizo, impregnada de los proverbiales errores del principiante, a los que se suma el escaso presupuesto que tuvo a su disposición. Cuando rueda Mystery Train, su segunda película en color, Jarmusch —como es evidente— es ya un cineasta más experimentado. Y aquí el manejo del color responde a una intencionalidad estética con ciertas influencias de París, Texas (Paris, Texas, Wim Wenders, 1984). En las tres historias predominan los tonos azulados con tan solo unas pocas notas prominentes en rojo: la maleta de la pareja japonesa, el traje negro con estampados rojos y el bolso que lleva la mujer italiana, la camioneta de los tres amigos y el traje del recepcionista (Screamin’ Jay Hawkins), quizá el rojo más intenso del conjunto. A su vez, las propias habitaciones del hotel presentan diferencias entre sí, porque la de los jóvenes japoneses ofrece un aspecto más sobrio que el de la estancia donde se hospedan Luisa y Dee Dee, con una decoración kitsch marcada por el estridente motivo floral del papel de la pared, mientras que la que acoge a los tres amigos es un cuarto desvencijado en estado de semiabandono y en el que predominan los tonos marrones. Todo ello envuelto en un ambiente de desasosiego marcado por los contrastes de la iluminación, con ecos estéticos de los cuadros de Edward Hopper.
Tonos azulados con tan solo unas pocas notas prominentes en rojo en Mystery Train.
Un manejo que Jarmusch va depurando en siguientes títulos, como Noche en la Tierra. Frente a la grisura urbana envuelta por tonalidades pardas y negras de la noche, las variaciones de color de los planos con los cinco relojes que sirven de preámbulo a cada episodio. El que precede al de Los Ángeles está entonado en rojos, el de Nueva York en verdes, el de París en azules, el de Roma en marrones y el de Helsinki en azules violáceos. Es decir, tonalidades que vienen a ser una sutil definición de la ciudad, al tiempo que acentúan las diversas fases del transcurso de la noche. Es decir, del rojo del atardecer al violáceo del amanecer.
En Flores rotas, cada examante de Don Johnston (Bill Murray) está caracterizada por el color de una de sus prendas de vestir, como el pantalón rosa que lleva la doctora Carmen Markowski (Jessica Lange).
Tonalidades que en Flores rotas van articulando la personalidad de las distintas examantes del protagonista. Si con Laura, que es la más sensual, predominan los tonos cálidos, desde el rojo de su propio automóvil hasta las vestimentas en tonos rosas de su hija, una suerte de Lolita que se le insinúa, con Dora serán tonos apagados, casi neutros, pese al refinado diseño que ofrece la casa de su urbanización. Pero los ambientes de la doctora Carmen Makowski navegan entre los azules y los verdes, dada su consonancia con la naturaleza, mientras que el interior de la vivienda de Penny no se muestra pero se le supone un lugar grisáceo a juzgar por el mal estado que ofrece su exterior.
Ghost Dog: El camino del samurái sigue una concepción cromática similar a la de Mystery Train. La amistad del protagonista con el vendedor ambulante africano se ve reforzada por el colorido de su camioneta, que en realidad es su puesto de helados al lado de un parque. Lugar donde se desarrollan las secuencias de los encuentros de Ghost Dog con la niña, con preeminencia de las tonalidades verdes. Mientras que los ambientes de los gánsteres se ven subrayados por tonos oscuros que navegan entre gamas de azules y pardos que contrastan con la lujosa decoración de la mansión de Vargo, el jefe de la banda, en su mayor parte con matices neutros, lo que, subrayado en parte por la propia artificiosidad del mobiliario, ofrece un carácter más impersonal. Estrategia similar se emplea en Los límites del control, en la que imperan los colores calientes que irán virando hacia tonos más apagados a medida que el protagonista va distanciándose de la gran ciudad y se va aproximando al desierto. Precisamente en la residencia fortificada del gánster encarnado por Bill Murray los ambientes son más oscuros, en contraposición a la luminosidad del desierto almeriense, al mismo tiempo que las gamas cromáticas adquieren un rango casi neutro entre las variaciones de las tonalidades ocres y los grises.
Uno ve la película de una forma, pero nadie la verá igual. Todas las películas son subjetivas en cuanto a lo que se ve. No queríamos una imagen saturada, pero queríamos colores, aunque quizá más subrayados por el encuadre que por tecnicismos. Usamos un negativo Fuji por el equilibrio de colores. Christopher Doyle ha escrito un ensayo sobre esto. Por ejemplo, explica cómo el rojo contra un fondo verde puede ser sutilmente diferente según el negativo, y cómo los colores se ven de forma diferente según la cultura de cada uno. Durante el rodaje me di cuenta de que Chris, en interiores, iluminaba las sombras más que los espacios de luz, invirtiendo la percepción de espacio positivo y negativo. Por ejemplo, en Japón, cuando uno se sienta en el suelo, la habitación en sí es un espacio positivo, mientras que los muebles son negativos. En Occidente se percibe lo contrario35.
En el caso de Solo los amantes sobreviven, la fotografía de Yorick Le Saux atenúa el efecto de la iluminación porque el vestuario de los protagonistas es lo bastante distintivo como para destacar en el ambiente nocturno en que se mueven. No solo se atenúan los colores (en un efecto similar al que consiguieron en su día ciertos pintores simbolistas, como Odilon Redon, Arnold Böcklin, Gustave Moreau o Edvard Munch) sino que además solo se introducen pequeñas pinceladas de contraste, como los guantes blancos de los vampiros. Pero el carácter nocturno de la paleta de colores, que entra en perfecta simbiosis con los motivos mortuorios que hay dispersos por los encuadres (como las fundas de guitarra que tiene Adam dispersas por la decadente mansión donde vive y que son una especie de féretros para una forma de entender la música también en decadencia), lejos de crear una atmósfera sórdida, contribuye a darle un cierto brillo a las imágenes. De hecho, los colores, la iluminación y el vestuario le proporcionan una pátina elegíaca a la película, convirtiendo las imágenes más en una celebración que en un lamento.
Solo los amantes sobreviven está construida sobre formas y tonos elegíacos.
Extraños en el paraíso es en blanco y negro, en parte debido a Wim Wenders, que le regaló material virgen sobrante tras el rodaje de El estado de las cosas (Der standder dinge, 1977). Sea como fuere, la textura del blanco y negro funcionó a la perfección con el relato. La combinación de los grises con la indumentaria al estilo beatnik de sus protagonistas (con reminiscencias de la literatura de Jack Kerouac), así como el resto del vestuario, que parece recuperar el espíritu de los años cincuenta (el radiocasete de Eva, el automóvil en el que viajan, etc.), enfatizan el aire desolador que flota en la película, en cuanto a que es un film en el que se habla sobre la desorientación y el fracaso.
En atmósferas similares navega Bajo el peso de la ley, en realidad otra historia sobre perdedores. El blanco y negro le imprime un carácter más atemporal, e incluso añejo, aunque la historia esté ambientada en la actualidad. Al mismo tiempo ello le permite al autor un cierto distanciamiento con respecto al relato, porque no hay interferencias de color que puedan distraer de lo esencial de este. Algo que en Mystery Train se convierte en un factor clave porque contribuye a amplificar el esplendor de aquella época pasada, aunque de ella solo queden vestigios y se conserven numerosos documentos gráficos en color.
Operación inversa con respecto al manejo del blanco y negro realiza en Dead Man. Según declaraciones propias, Jarmusch decidió su uso por la sencilla razón de que se trata de una historia de época, la única que ha rodado hasta la fecha (si nos atenemos a que Solo los amantes sobreviven es una película que viaja en el tiempo, pues sus protagonistas tienen cientos y hasta miles de años pero básicamente se mueven en los parámetros del presente). Y porque las imágenes fotográficas de aquellos tiempos son en blanco y negro. Además, la única información del color existente proviene del mundo de la pintura (Frederick Remington, por ejemplo) y, como tal, viene acompañada por la subjetividad del artista. Al fin y al cabo, un cuadro es una interpretación de la realidad. Y por extensión el cine también, aunque capte seres de carne y hueso.
Para Dead Man se llevó a cabo una profunda investigación previa sobre la época y las tribus indias. Y, quizá por eso, no solo la película se acerca a esas fotografías, únicas imágenes reales que conocemos de aquellos tiempos, sino que al mismo tiempo el blanco y negro contribuye a imprimir esa distancia temporal y a dar una mayor veracidad, porque es un relato que transcurre en el siglo XIX. De hecho, y más en concreto, en el film se puede detectar la influencia de la obra de Edward S. Curtis (1858-1952), uno de los primeros fotógrafos que documentó durante más de treinta años la vida y costumbres de las tribus indias norteamericanas.
Dead Man muestra en algunas de sus composiciones la influencia del fotógrafo Edward S. Curtis, uno de los primeros en fotografiar a los nativos norteamericanos en su vida diaria.
Y al mismo tiempo existe el factor estético. Quizá por tradición el blanco y negro se ha asociado al expresionismo alemán, al film noir o a las películas de terror de la Universal, concebidas a base de contrastes de luz para crear ambientes y potenciar al mismo tiempo las diferentes intensidades emocionales de los personajes. Testigo que recogen otros cineastas como Tarkovski, que sostiene que la escala de grises es la gama idónea para representar el mundo de los sueños y del subconsciente, porque entre otras cosas el hombre no sueña en color. Jarmusch es consciente de ello. Tan solo basta contemplar las imágenes de Dead Man, porque el film posee momentos cercanos al género fantástico: las alucinaciones del indio Nobody tras consumir peyote, las visiones de Blake al ver figuras humanas integradas en la naturaleza e incluso la propia figura de Dickinson, cuya melena blanca parece subrayar un cierto carácter mesiánico en el personaje.
Sin embargo, en Coffee and Cigarettes vuelve a recuperar las premisas estéticas de sus films anteriores. Aquí el blanco y negro favorece, cuando no intensifica, el carácter emocional de los personajes que se reúnen en torno a una taza de café y unos cigarrillos. Basta ver la iluminación del último episodio, «Champagne», en el que la luz tan solo enfoca los rostros de Bill Rice y Taylor Mead, quedando el resto del encuadre en penumbra. Jarmusch, que es fumador, traza una línea metafórica en torno al cigarro por la sencilla razón de que es un objeto que ayuda a la comunicación entre los individuos. Esa es también la forma de comunicación existente entre varios protagonistas de Mystery Train, en especial Jun, aunque haya algo de pose e imitación por los malabares con que maneja el mechero zippo cuando enciende un cigarrillo. Como en cierta manera es la función de los dos cafés que pide el mercenario de Los límites del control mientras espera al enlace que le pase nuevas instrucciones en una caja de cerillas. El espectador luego sabrá que el segundo sirve para digerir mejor los mensajes una vez leídos.
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Al uso de los juegos fonéticos y a la propia sonoridad de las palabras y de las diversas acepciones idiomáticas se suma la articulación del sonido desde Permanent Vacation, en el que las sirenas se mezclan con Somewhere Over the Rainbow, versión que el saxofonista callejero encarnado por John Lurie interpreta de una manera muy libre. Pero el sonido es un rasgo expresivo de capital importancia en manos de Jarmusch, que en combinación con la propia música va puntualizando estados emocionales a la vez que va potenciando las diferentes atmósferas. En Bajo el peso de la ley, un claro ejemplo son los ladridos en off de los perros de la policía, a los que nunca se muestra, que persiguen a los tres reos tras su fuga. Estrategia que alcanza una mayor envergadura en Mystery Train, pues, como se ha apuntado en líneas anteriores, el sonido es una de las referencias que van informando al espectador de la simultaneidad de las tres historias: el disparo, el ruido del paso del ferrocarril, la radio con el locutor que presenta el tema Blue Moon de Elvis, etc.
En Permanent Vacation, John Lurie interpreta Somewhere Over the Rainbow al saxo.
La concepción sonora de Jarmusch se podría equiparar a la de Jacques Tati. Sinfonías sonoras que en muchos casos, oídas fuera del contexto de la imagen, se podrían acercar a las arquitecturas armónicas de compositores de vanguardia tales como John Cage o Karl Heinz Stockhausen. No es solo el sonido real, natural, que pueda producirse habitualmente, sino todo lo que tiene de articulación artificial, de coreográfico, bien sean los puros efectos de sonido elaborados en el estudio de grabación, bien los ejecutados por el propio compositor de la banda sonora. Y aquí sin duda uno de los mayores logros es de Neil Young con su trabajo para Dead Man, porque a las partes de carácter más melódico se añaden otras totalmente experimentales, abstractas, en las que la pluralidad de efectos sonoros obtenidos con la guitarra eléctrica obedece en muchas ocasiones a pequeñas puntualizaciones en momentos concretos. Y estas a veces son simplemente una nota aislada, una cuerda que después se modula con la mano izquierda o un simple sonido distorsionado resultado de un simple golpe con la mano a las seis cuerdas, que inmediatamente después se tapa, como en otros instantes son rasgueos estridentes que sin duda contribuyen a amplificar la extrañeza que envuelve sus imágenes.
27 Eduardo Lago, «Algo se ha atrofiado en nosotros. Entrevista a Tom Waits», El País Semanal, núm. 1.838, 18 de diciembre de 2011, pág. 76.
28 André Bazin, «La evolución del lenguaje cinematográfico», en ¿Qué es el cine?, Madrid, Rialp, 2006, pág. 81.
29 David Bordwell, Janet Staiger y Kristin Thompson, El cine clásico de Hollywood, Barcelona, Paidós, 1997, págs. 136-137.
30 Paul Auster, op. cit.
31 Richard Nixon, «Getting There», Reflex, núm. 26, 28 de julio de 1992, pág. 23.
32 Ludvig Hertzberg, op. cit., pág. 88.
33 Declaraciones recogidas de una entrevista sin acreditar y que aparece en esta web, entre otras muchas. Disponible en: http://cine.estamosrodando.com/filmoteca/los-limites-del-control/entrevista-con-el-director-jim-jarmusch/.
34 Declaraciones de Jim Jarmusch recogidas en Pablo O. Scholz, «Entrevista con Jim Jarmusch», en el diario argentino Clarín el 13 de abril de 2006.
35 Gavin Smith, «Interview with Jim Jarmusch», Film Comment, mayo-junio de 2009.