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Fronteras

Hoy se utiliza el patriotismo de la misma forma que siempre se ha utilizado: para unir a todos en una causa común, que puede ser el apoyo a una guerra y el incremento de la preponderancia nacional. El patriotismo sirve para crear la ilusión de que existen unos intereses comunes a toda la gente del país. Acabo de mencionar la necesidad de analizar la sociedad en términos de clases para comprender que en nuestra sociedad no tenemos intereses comunes, que la gente tiene intereses diferentes. Y la bandera es el símbolo de esos intereses comunes. Así que el patriotismo juega el mismo papel que ciertas frases en nuestro lenguaje nacional.

HOWARD ZINN19

El carácter distintivo del American way of life, de la última sociedad primitiva contemporánea se escenifica en las formas del distanciamiento, en el paisaje, en los grandes desiertos y carreteras de ese país que deja entrever una profunda soledad, las inclinaciones thanáticas que yacen bajo el optimismo americano; la decrepitud del capitalismo tardío en la tierra de las oportunidades, del American dream convertido en el insomnio incontenible de la banalidad y la indiferencia; los Estados Unidos han realizado la desterritorialización de la identidad, la diseminación del sujeto y la neutralización de todos los valores y, si se quiere, la muerte de la cultura bajo el régimen de la mortandad de los objetos. En este sentido es una cultura ingenua y primitiva, no conoce la ironía, no se distancia de sí misma, no ironiza sobre el futuro ni sobre su destino; ella solo actúa y materializa su política de Estado. Norteamérica realiza así sus sueños y sus pesadillas.

ADOLFO VÁSQUEZ ROCCA20

América

Según el escritor D. H. Lawrence, «el americano medio suele ser un hombre duro, estoico y, además, lleva un asesino en su interior». William Blake (Johnny Depp), el protagonista de Dead Man, podría ajustarse a esa descripción aunque no tan bien como los personajes de cualquier novela de Cormac McCarthy. Lo que marca ciertas diferencias es su capacidad para, de expatriado de la América profunda, la del Salvaje Oeste, convertirse en una consecuencia lógica, en un ángel exterminador como Travis Bickle en Taxi Driver. Más que afianzar posiciones, la película de Jarmusch cuestiona nuestras certezas. Impide que fijemos posiciones firmes a partir de ella. Y nos obliga a replantearnos cómo se construye un personaje o una historia, una historia ficticia como podría ser la de cualquiera de nosotros o la propia historia de Estados Unidos. Lo anterior lo hace de forma diferente a Orson Welles, cuyo poderío formal es en sí mismo una forma poderosa de cuestionamiento. En ese sentido, y por comparación, Jim Jarmusch sería un peso pluma. Dead Man es un buen ejemplo. Sus imágenes fijan —de un modo muy sui géneris, eso no lo discutimos— un modelo narrativo pero no lo cuestionan; en esta ocasión el cineasta norteamericano prueba con un género clásico sin desintegrar sus elementos más reconocibles (el tren, los rifles, los tiroteos, los cazarrecompensas, los indios, las prostitutas, los caballos, etc.). Lo que sí logra es que se desintegren ciertos significados y, por supuesto, la secuenciación de un western ortodoxo, como podrían ser los que Kevin Costner o Clint Eastwood dirigieron en la década de los noventa y que a ojos de buena parte de la crítica estaban redefiniendo un género que en realidad se ha caracterizado desde siempre por su constante redefinición, poco antes de que Jarmusch hiciese el suyo, que sí podría considerarse novedoso (más allá de que ofrezca una visión del indio bastante inusual, algo que también ha hecho el western una y otra vez, sin conformarse con un estereotipo permanente).

Dead Man no acepta clasificaciones fáciles. Funda su propio género, entre el western, la fotografía pictórica (pues a medida que la película avanza, cada imagen da la sensación de que podría tener vida propia, aunque ya no perteneciese nunca más a la película), las sinfonías visuales (en este caso gracias a la extraordinaria banda sonora de Neil Young), la literatura gótica del sur de Estados Unidos y el cine de terror (pues sus referencias al canibalismo y las imágenes con que se queda fijado en cierto modo nos recuerdan a algunas de las películas de zombis de George A. Romero, aunque bien podríamos asociarlas también con los melancólicos vampiros de Solo los amantes sobreviven). No pretende explicarnos nada que no hubiésemos intuido, solo quiere afirmar la inexplicable existencia del Mal y la inquietante imagen que proyecta cuando se mueve a nuestro lado. Es una descripción precisa del paisaje en el que se fundaron los mitos del Salvaje Oeste: mineral y vegetal al mismo tiempo, vasto, amenazante. Bajo su superficie se esconde sangre viscosa, la misma que se esconde bajo la historia de los personajes que pueblan la película, personajes todos ellos en busca de autor, enemigos de todo el mundo porque, sin saberlo, seguramente ellos están fundando un nuevo mundo, una nueva América. «Crecí rodeado de figuras que encarnaban algún tipo de autoridad, como mi padre, mis profesores o la policía. Ellos me decían: “tú no entiendes cómo es el mundo”. Pero creo que mi imaginación es tan válida como la suya»21.

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Dead Man ofrece una demoledora imagen de América, del daño causado por la expansión del capitalismo y el efecto que tuvo en las tribus indias, en los bosques y en los animales (provocando la extinción de algunas especies).

En Los límites del control, el personaje principal (a quien interpreta Isaach De Bankolé) recibe instrucciones constantemente que lo mueven en una u otra dirección. Él transporta cajas de cerillas con diamantes, y en cuanto entrega una le dan otra. Todos los personajes con los que se encuentra tienen algo que contarle, alguna reflexión (sobre el sexo, la comida, el dinero...), un comentario, un estado de ánimo. Sin embargo, él nunca participa en las conversaciones. Va de Madrid a Sevilla, deambulando por un paisaje donde la gente se pregunta constantemente qué hace allí y quién es, si habla español. La Rubia (Tilda Swinton) le habla sobre cine porque es una cinéfila; el Mexicano (Gael García Bernal) le habla sobre los viajes; Guitar (John Hurt) recita una y otra vez la misma poesía (La vida no vale nada)... Muy pronto va a encontrarse con un americano (Bill Murray), el único que aparece en la historia y que cambiará el destino del protagonista. La película parece ir en círculos hasta que finalmente se produce el encuentro entre el personaje principal y el americano, que bien podría ser un reencuentro entre un asesino y su víctima o entre un asesino y América. Fin del trayecto, fin de la narración...

EL AMERICANO: ¿Cómo has llegado hasta aquí?

EL ASESINO PROTAGONISTA: Usando mi imaginación.

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En la década de los cincuenta, esto es lo que se decía en el prólogo de El americano tranquilo de Graham Greene: «muchos norteamericanos no estarán de acuerdo con este libro... pero todos deberíamos leerlo porque al fin y al cabo cuenta lo que la mayor parte del mundo piensa sobre nosotros»22. Más cercano a nosotros en el tiempo, en América Jean Baudrillard abandona la antigua posición francesa con respecto a Estados Unidos, la de Chateaubriand o Alexis de Tocqueville. Su objetivo ya no es buscar las causas de la democracia norteamericana o alabar sus resultados, lo que pretende es descubrir el simulacro oculto detrás de todo ello. Un cambio de actitud como ese puede detectarse en la cultura francesa a partir de los años cincuenta y puede deberse a que muchos intelectuales galos variaron su manera de aproximarse a su objeto de estudio. Si antes, en el siglo XIX, era preceptivo hacer un largo viaje por el país y entrar en contacto con sus habitantes (buscando en ellos la diversidad que los caracteriza), desde mediados del siglo XX en adelante basta con buscar constataciones reales de lo que los géneros clásicos (en especial el cine negro) han instaurado en el inconsciente colectivo de bastantes europeos. Lo curioso es que esa misma sensación también ha acabado fijándose en la psique de muchos norteamericanos, Jim Jarmusch entre ellos. Al recordar a uno de sus maestros y amigos, Samuel Fuller, Jarmusch lo describía así:

Creo que sus películas siempre han tratado de decir que América es una gran mentira [...]. Sam es muy contradictorio porque no es racional: sus películas tratan sobre lo irracional y, sin embargo, buscan constantemente la verdad. Dicen las cosas a la cara, no buscan halagar al público y a menudo sus personajes no son héroes [...]. Sam es un auténtico narrador, un anarquista en contra de todo totalitarismo23.

Como Fuller, Jarmusch, más que alardes de espectacularidad, hace alardes de depuración en todas sus películas. Reinventa el primitivismo en su sentido literal, con la conciencia de que hoy en día no es posible esperar el tren de la Ciotat ni salir de la fábrica de los hermanos Lumière, ni siquiera viajar a la Luna como Méliès. Aquellos eran otros tiempos, en los que el cine tenía que fundar su propia historia; ahora el cine medita sobre una historia que ya existe. Y en sus películas se tiene la sensación de que, de algún modo, esa historia hubiese llegado a su final y que en adelante solo seremos capaces de contarla como si estuviésemos atrapados en el tiempo, atemorizados por nuestro pasado y reacios a dar un paso hacia el futuro.

En 1998 a Howard Zinn le invitaron a dar una charla sobre la Masacre de Boston, en la que cinco colonos estadounidenses cayeron abatidos por las tropas británicas poco antes de que comenzase la Guerra de Independencia. Cuando el historiador declinó la oferta, explicó que no tendría ningún problema en dar una charla sobre la Masacre de Saint Louis de 1919, en la que casi doscientos trabajadores negros murieron a manos de una multitud de parados blancos que les culpaban por su mala suerte. Lo que Howard Zinn intentaba dejar claro es que para Estados Unidos había llegado el momento de encarar el hecho de que la historia oficial había mentido en numerosos sentidos y que había resaltado ciertos acontecimientos, ocultando otros, para promover un fervor nacionalista bastante cuestionable. Como él mismo dice en A People’s History of the United States, en el preámbulo a la Constitución se insiste en que esta fue escrita por «we the people» (nosotros, las gentes), pero en realidad esas gentes fueron cincuenta y cinco blancos privilegiados cuyos intereses de clase precisaban un gobierno central fuerte que por encima de todo los beneficiase a ellos, las gentes.

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El mundo sin héroes de Permanent Vacation.

Esas gentes bien podrían ser los estadounidenses que pueblan la obra de Jarmusch, la mayoría de ellos rebeldes (como Tom Waits, Iggy Pop, Neil Young y casi todos los músicos que hacen algún papel en sus películas), outsiders (por ser inmigrantes o por vivir en los márgenes, como los personajes de Extraños en el paraíso o Bajo el peso de la ley), turistas o seres de paso (como la pareja japonesa de Mystery Train o los pasajeros de los taxis que aparecen en Noche en la Tierra), o simplemente norteamericanos que han llegado a una encrucijada en sus vidas (como sucede en Flores rotas). Nos resultan tan ausentes y extraños como las figuras que aparecen en algunos lienzos de Edward Hopper, describen algo muy distinto de lo que suele llamarse «el sueño americano», y hay quien los considera parte de un grupo que podría denominarse «el insomnio americano».

* * *

En el universo de Jim Jarmusch no hay gente demasiado sobresaliente ni contestataria. Todos se conforman con lo que son y con lo que hay, aun cuando puedan ser unos crápulas y aun cuando en torno a ellos las cosas tengan una apariencia mala o muy mala. Ninguno de sus personajes podría considerarse un héroe por intentar cambiar el mundo, luchar contra las injusticias sociales, acordarse de sus prójimos o hacer gala de algún tipo de idealismo de otra época, salvo quizás el asesino de Los límites del control, aunque en ningún caso conozcamos sus motivaciones (¿dinero?, ¿venganza?). A lo máximo a lo que aspiran en Permanent Vacation y en casi cualquier otra película del cineasta norteamericano es a sobrevivir o, en el mejor de los casos, a irse de Estados Unidos, rumbo a Europa. Por eso parecen clínicamente muertos, como si no tuviesen pulso, como si incluso morir fuese un trámite que uno debe encajar sin grandes aspavientos. Su mundo es opaco, absurdo en muchos casos, y no vale la pena intentar cambiarlo. Allí, detrás del fango siempre hay más fango. Lo mejor es mostrar poca curiosidad, conformarse con las limitaciones de cada uno y no querer comprobar qué hay al otro lado de las puertas, no vayan a recibir un tiro al asomarse a la mirilla (como le sucede a uno de los gánsteres de Ghost Dog: El camino del samurái, a quien dispara Forest Whitaker).

«Los enemigos no son ellos, sino nosotros mismos», sugiere Jim Jarmusch con sus películas. Antes de los atentados del 11 de septiembre de 2001, Jarmusch ya había comenzado a destruir a los personajes de granito que interpretaron Bruce Willis, Sylvester Stallone o Arnold Schwarzenegger durante los años ochenta, que luego se extendieron como un cáncer durante la década de los noventa y que todavía hoy aparecen de cuando en cuando en las pantallas de los cines (para exprimir su «aura» hasta que ya no dé más de sí).

Entre las incontables virtudes de la obra de Jarmusch, es posible que la principal sea la cura de adelgazamiento que propone, frente a la epidemia de glotonería y obesidad que sufre Hollywood y por extensión el cine estadounidense desde los años setenta, sin que parezca haberse saciado jamás, ni siquiera en estos momentos de crisis económica que también afecta a Estados Unidos. Allí donde se gastan millones en persecuciones y tiroteos; donde cinco o seis guionistas han de componérselas para fabricar unos diálogos medianamente convincentes; donde el diseñador de producción y el director de la segunda unidad tienen más peso en el resultado final que el propio realizador; donde se pierde el tiempo con sentimentalismo y otras gratuidades narrativas; donde la fotografía solo obedece a los dictados del paisajismo y no de la dramatización; donde los movimientos de cámara son inmorales y a nadie le importa un comino; donde el sentido es secundario con respecto a las leyes del espectáculo; donde ser tonto, macho, negro, gordo o calvo ya no importa mientras uno sea norteamericano... cabe reconocer que Jim Jarmusch es una fuerza de oposición, un cineasta que jamás ha querido renunciar a su independencia, consciente de que siempre es mejor realizar una obra minoritaria, como pueda serlo la de John Cassavetes, que vender tu alma al diablo, como han hecho casi todos los cineastas independientes surgidos desde la aparición de Quentin Tarantino en adelante.

Cineastas como John Cassavetes siempre me han motivado bastante porque en ningún caso intentaron hacerse un hueco en el mercado, hacían cine solo porque necesitaban expresarse24.

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En Los límites del control, el asesino interpretado por Isaach De Bankolé hace un extraño recorrido por la historia del arte moderno, aquí con una referencia a dos cuadros cubistas de Juan Gris, un maestro elegante pero minoritario a quien quizás se reivindica en la película para invitar a una reescritura de la historia del arte en general y del cine en particular.

Europa

No quiero ir a ver esa película de Eric Rohmer, vi una hace tiempo y me pareció como estar viendo crecer una planta25.

La huida de la cárcel en Bajo el peso de la ley bien podría constituirse como una metáfora aplicable a todos los personajes en la obra de Jarmusch. Como muchos americanos (se nos ocurren ahora Henry James o Joseph Losey), Jarmusch siempre ha hecho el viaje inverso, el que en lugar de llevarnos a Estados Unidos nos devuelve a Europa, donde él parece haber encontrado un referente aunque nunca haya pretendido abandonar su país. Es como los personajes de las obras de Samuel Beckett, que avanzan sin moverse. Podría comparársele, de hecho, con algunos personajes de las películas de los hermanos Kaurismäki. Jarmusch tiene lazos con Europa que se extienden más allá de los cineastas mencionados hasta este momento en el libro, pues también ha trabajado con Claire Denis (que fue su ayudante de dirección en Bajo el peso de la ley) o es amigo de Eduardo de Gregorio, Dušan Makavejev y Jacques Rivette, entre otros. Emigrantes, expatriados, solitarios, viajeros, gente que se siente extraña en su propia casa. Como ellos, Jarmusch ha afianzado su condición de intruso, en su caso en el cine norteamericano, al que le ha importado una peculiar sensibilidad foránea.

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Al final de Bajo el peso de la ley, Roberto Benigni abandona a los amigos de celda interpretados por Tom Waits y John Lurie y prefiere quedarse con Nicoletta Braschi.

Bastantes personajes de las películas de Jarmusch son, como él, unos intrusos. Viven en los márgenes. Eso a veces hace que uno tenga la sensación de que están en los márgenes de una narración, pero no en la narración misma. Se trata de exiliados, inmigrantes, pasajeros de un taxi, huéspedes de un hotel, urbanitas o alienados. Algunos críticos norteamericanos dicen que el humor de las películas de Jarmusch es «como tener resaca sin haber bebido». Nosotros no creemos que la cosa sea para ponerse así, aunque entendemos que haya a quienes no les guste el minimalismo. Se nos ocurre que si uno está acostumbrado a las comedias hollywoodienses, en las que para arrancar una sonrisa a los espectadores se monta un espectacular choque de vehículos, quizás no se dé por aludido con las caras largas y tristes de los personajes de Extraños en el paraíso, Mystery Train o Flores rotas, con las frases banales que se cruzan o con las cuatro cosas que hacen. El tipo de sensibilidad que ha desplegado Jarmusch a lo largo de la carrera no es plato de gusto para cualquier paladar. Aun así, nos sorprende que haya todavía quienes no se han dado cuenta de que por mucho que la visión de Jarmusch esté repartida entre Estados Unidos y Europa, en un pulso que nadie parece ser capaz de ganar, hay escondido detrás de su seco e inexpresivo lenguaje un profundo comentario humano, económico, estético y sociológico, como el que uno puede encontrar en el cine de Jacques Tati, Otar Iosseliani o Aki Kaurismäki.

Para caracterizar a Jarmusch, de hecho, nos parece muy pertinente esta frase de Claire Denis, que expresa su sensación de soledad pero también de libertad, cuando contrasta sus películas con cualquier otra:

Siendo francesa, lo que más me atrae del cine norteamericano es su americanismo. El cine norteamericano está tan sólidamente construido como una casa con robustos muros, y además se concentra en lo que hay dentro de esa casa. Eso es lo que hace tan estimulantes a los directores norteamericanos y a sus películas. Todo en ellos está tan concentrado que proyecta mucha energía, poder y realismo [...]. Hacen películas más sólidas. Por el contrario, las que yo hago son frágiles, porosas, abiertas. A menudo me gustaría estar en una posición más sólida, en el interior de una fortaleza. Pero no tengo elección. Yo estoy afuera. No puedo evitarlo26.

19 De una entrevista que David Barsamian le hizo al historiador Howard Zinn para la revista electrónica Znet y que nosotros recogemos de http://www.voltairenet.org/article139353.html.

20 Adolfo Vásquez Rocca, «Baudrillard: Cultura, simulacro y régimen de mortandad en el sistema de los objetos», en la revista digital Margen Cero. Disponible en: http://www.margencero.com/articulos/articulos2/coleccionismo.htm.

21 EFE, «Entrevista con Jim Jarmusch» en el suplemento «El Cultural» del diario El Mundo, 22 de septiembre de 2009.

22 Graham Greene, The Quiet American, Nueva York, Viking Press, 1956, pág. 9.

23 Ludvig Hertzberg, op. cit., pág. 46.

24 Jim Jarmusch citado en «Filmmaker Focus: Jim Jarmusch». Disponible en: www.sundancechannel.com/focus/jarmusch/html, 1996.

25 Harry Moseby (Gene Hackman) en La noche se mueve (Night Moves, Arthur Penn, 1975).

26 Recogida en Hilario J. Rodríguez, «Claire Denis: En busca de la identidad perdida», El summun, diciembre de 2004, pág. 28.