Introducción
Hay cineastas de estilo depurado y minimalista, como Carl Theodor Dreyer, Yasujiro Ozu, Roberto Rossellini, Robert Bresson o Michelangelo Antonioni, que casi borran de sus películas los aspectos convencionales de la ficción y que prefieren centrarse en los aspectos convencionales de la realidad. Renuncian a la Historia con mayúscula y dirigen su atención hacia la intrahistoria. En cierto modo, actúan como documentalistas, de forma más descriptiva que narrativa, pero buscan cosas diferentes. Concentran su atención en elementos capaces de penetrar con mayor amplitud en las derivas, deseos y alegrías de sus personajes, evitando aquellos que sean demasiado expresivos y que ya estén asociados a significados demasiado obvios y, por lo tanto, más restrictivos. No siempre es fácil conectar con sus propuestas de inmediato, aunque la esencialidad formal de las imágenes y su demora expresiva, en busca del pathos de lo mundano, permiten conservarlas de forma precisa en la memoria, en espera de que nos desvelen algunos de sus misterios. Si persistimos sin rendirnos es porque a veces tenemos la sensación de ser rechazados, de no estar a su altura como espectadores, y lo que pretendemos es llegar a su esencia en busca de algún tipo de recompensa, como la que obtenemos en el mundo cuando ampliamos las fronteras de nuestra percepción. Sabemos que, de conseguir nuestros propósitos y ser capaces de penetrar, aunque solo sea tímidamente, en el interior de esas películas, veremos algo que es parte de la realidad y que, sin embargo, no nos resulta comprensible quizás porque a su carácter repetitivo y su ausencia de significado inmediato les asociamos cierto grado de automatismo, cierto grado de intrascendencia relacionada con nuestras necesidades fisiológicas y no con las psicológicas.
Georges Perec intentaba dar forma a todo lo anterior en «¿Acercamientos a qué?»1:
Lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual, ¿cómo dar cuenta de ello, cómo interrogarlo, cómo describirlo?
Interrogar a lo habitual. Pero si es justamente a lo que estamos habituados. No lo interrogamos, no nos interroga, no plantea problemas, lo vivimos sin pensar en él, como si no vehiculase ni preguntas ni respuestas, como si no fuese portador de información. Esto no es ni siquiera condicionamiento: es anestesia. Dormimos nuestra vida en un letargo sin sueños. Pero nuestra vida, ¿dónde está? ¿Dónde está nuestro cuerpo? ¿Dónde nuestro espacio?
Cómo hablar de esas «cosas comunes», más bien cómo acorralarlas, cómo hacerlas salir, arrancarlas del caparazón al que permanecen pegadas, cómo darles un sentido, un idioma: que hablen por fin de lo que existe, de lo que somos.
Quizá se trate finalmente de fundar nuestra propia antropología: la que hablará de nosotros, la que buscará en nosotros lo que durante tanto tiempo hemos copiado de los demás. Ya no lo exótico sino lo endótico.
Interrogar a lo que parece ir tan por su cuenta que nos hemos olvidado de su origen. Recuperar algo del asombro que experimentaron Julio Verne o sus lectores frente a un aparato capaz de reproducir y transportar el sonido. Porque existió ese asombro, y otros miles, y fueron ellos los que nos modelaron.
De lo que se trata es de interrogar al ladrillo, al cemento, al vidrio, a nuestros modales en la mesa, a nuestros utensilios, a nuestras herramientas, a nuestras agendas, a nuestros ritmos. Interrogar a lo que parecería habernos dejado de sorprender para siempre. Vivimos, por supuesto, respiramos, por supuesto, caminamos, abrimos puertas, bajamos escaleras, nos sentamos a la mesa para comer, nos acostamos en una cama para dormir. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué?
Describan su calle. Describan otra.
Comparen.
Hagan el inventario de sus bolsillos, de su bolso. Interróguense acerca de la procedencia, el uso y el devenir de cada uno de los objetos que van sacando.
Pregúntenle a sus cucharillas.
¿Qué hay bajo su papel de la pared?
¿Cuántos gestos hacen falta para marcar un número de teléfono? ¿Por qué?
¿Por qué no se encuentran cigarrillos en las tiendas de alimentación? ¿Por qué no?
Me importa poco que estas preguntas sean, aquí, fragmentarias, apenas indicativas de un método, como mucho de un proyecto. Me importa mucho que parezcan triviales e insignificantes: es precisamente lo que las hace tan esenciales o más que muchas otras a través de las cuales tratamos en vano de captar nuestra verdad.
Al referirnos a este tipo de cine, no hablamos de términos como verdad; en todo caso hablaríamos de verdad anestesiada, dormida, vacilante. Tampoco hablamos de verosimilitud sino de similitud, de cercanía con cosas que puedan resultarles reconocibles al común de los mortales (con la ventaja de que lo serían para cualquiera más allá de una visión estrictamente occidental y, por consiguiente, limitada). Ni siquiera establecemos jerarquías escogiendo una ruta y descartando las demás, porque no se trata de decantarse por un modelo cinematográfico o un modelo vital y de renunciar a sus alternativas. Hablamos, más bien, de un modelo ajeno al academicismo (pues funda su propia concepción estética de las cosas) y a la contextualización cultural (pues se organiza en función de referentes ajenos al espacio y al tiempo), un modelo que nace extranjero y que se basa más en formas que en significados, en un regreso a una antropología de la imagen y en una renuncia a su posible análisis sociológico.
Como Jim Jarmusch, Michelangelo Antonioni propuso un universo plástico en el que todo sucede en la superficie, donde siempre puede notarse una ausencia o una desaparición, como la de Ana (Léa Massari) en La aventura (L’avventura, Michelangelo Antonioni, 1960) o la de Willie (John Lurie) al final de Extraños en el paraíso.
El universo de acontecimientos cotidianos y diminutos de Yasujiro Ozu es, tal como puede verse en Primavera tardía (Banshun, 1949), muy similar al de muchos personajes de Jarmusch, uno de ellos el asesino (Isaach De Bankolé) de Los límites del control.
Despojar a los personajes de sus rasgos más característicos o directamente negarlos, como sucede en Al azar de Baltasar (Au hasard Balthazar, 1966) de Robert Bresson, una de las grandes referencias de Jarmusch.
Te querré siempre (Viaggio a Italia, 1954) de Roberto Rossellini inauguró el cine moderno, cuyo nudo argumental ya no estaba en el centro sino en las periferias narrativas, como la elipsis o el fuera de campo, elementos recurrentes en la obra de Jarmusch.
El tipo de cine al que nos referimos, que emerge de planteamientos como los expresados por Perec en el texto reproducido y llevados a la práctica en casi todas sus obras, opera a partir de la repetición y no de la variación, no busca lo excepcional sino más bien lo cotidiano. Su objetivo quizás no sea alcanzar el realismo óptico, al menos tal y como nos lo suelen describir las películas convencionales (y no queremos que se entienda la palabra en términos peyorativos); lo que sí pretende es llegar a un realismo humano que desvele lo que nos sucede en los momentos en que no nos sucede nada, al menos de carácter extraordinario, pues muestra a sus personajes en eso que para un director de cine comercial quedaría oculto entre un plano y un contraplano, la vida diaria, los pequeños gestos, gente subiendo y bajando escaleras, mirando por la ventana, comiendo, tendiendo su mano en una dirección desconocida... Para ello, opera en la mayoría de los casos de forma más pictórica que cinematográfica, produciendo unos resultados anómalos que nos cuesta saber si son más primitivos o más modernos. Además, renuncia a cualquier rasgo cultural acusado, tampoco evidencia la férrea personalidad que exhibe la obra de Alfred Hitchcock, Orson Welles o Federico Fellini, y no se recrea en ningún momento en los efectos que hacen del cine un arte de masas, con sus barrocos diseños de producción, su parafernalia de efectos especiales o con los golpes de efecto que a veces provoca un montaje abrupto y agresivo.
En la mayoría de las películas, si un chico recibe una llamada de teléfono de su novia y esta le pide que vaya a verla, el siguiente plano que se inserta en la sala de montaje es el del chico llegando a la puerta de la casa de su novia. Sin embargo, yo estoy más interesado en lo que le ocurre de camino a casa. ¿Qué ve el chico en el tren? ¿Qué come? A mí me interesa lo que ocurre en medio2.
Jim Jarmusch podría entrar en esa categoría de cineastas de la que estábamos hablando, para quienes lo que otros entienden por forma para ellos es contenido. Su extraordinario sentido compositivo desde Extraños en el paraíso (Stranger than Paradise, 1984) nos dio la sensación de que podía estar llegando a un callejón sin salida cuando a una obra tan sorprendente como Bajo el peso de la ley (Down by Law, 1986) le siguieron Mystery Train (Mystery Train, 1989) y Noche en la Tierra (Night on Earth, 1991), que parecían franquicias de un estilo firme, cada vez más inmaduro y complaciente, de menor peso aunque más fácil de digerir. Estos dos últimos proyectos sembraron de dudas a muchos espectadores, nosotros entre ellos, y empujaron a que su apariencia de divertimentos se extendiese como una duda razonable al resto de su carrera previa, obligándonos a cuestionarnos con quién estábamos tratando, si con un cineasta cool, contrario a las modas imperantes y al mismo tiempo un creador él mismo de tendencias, o con alguien que estaba buscando algo más. El poderoso efecto del estilo de Jarmusch, a esas alturas de su carrera, había acabado despojando al contenido de cualquier importancia. Sin embargo, a una parte del público, sobre todo la que aplaudía la noción de cine independiente propuesta por Quentin Tarantino a partir de Reservoir Dogs (Reservoir Dogs, 1992), el aparente estancamiento de Jarmusch le iba resultando cada vez más cool, más leve, menos grave, más divertido.
La indagación que Jarmusch realizó con Dead Man en la historia y en la psique estadounidenses dejó bien claro que era mucho más que un simple cineasta cool, alguien no solo con una poética propia sino también con un posicionamiento político (contrario al genocidio indio, a los abusos del capitalismo, a la fascinación por las armas y el asesinato y, en general, a cuanto da forma al concepto de la sociedad norteamericana en el inconsciente colectivo).
Ahora mismo, tras obras del calibre de Dead Man (Dead Man, 1995), Ghost Dog: El camino del samurái (Ghost Dog: The Way of the Samurai, 1999), Los límites del control (The Limits of Control, 2009) o Solo los amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive, 2013), ya no podemos seguir pensando de la misma manera porque Jarmusch nos ha dejado muy claro que detrás de su formalismo hay una poética poderosa que no siempre le resulta fácil de articular. Detrás de sus tendencias minimalistas hemos acabado encontrando la solución al acertijo que propuso el arquitecto alemán Mies van der Rohe al decir que «less is more», que «menos es más». Al final hemos comprendido que cuantos menos elementos se utilicen en una película (o en una obra de arte de cualquier tipo), más importancia adquieren, siempre y cuando esos escasos elementos estén elegidos de forma pertinente, claro. Y Jarmusch es de los que suelen hacer elecciones pertinentes por mucho que a veces no resulte sencillo entenderlas.
Su celo por conservar en todo momento la propiedad de sus negativos, a excepción del de Year of the Horse (Year of the Horse, 1997), denota más la seriedad de sus planteamientos y la cuidadosa elección de cada uno de los elementos que integran un plano, una secuencia o un film que el exceso de ego que a menudo mueve a otros cineastas, pendientes ante todo de salir favorecidos cuando atraviesan la alfombra roja y con opiniones de gamberro callejero. Jarmusch no aspira ni ha aspirado nunca a conservar el trono en el que le colocaron en la década de los ochenta, cuando parecía el invitado más interesante de la fiesta del cine independiente, y todo lo que ha hecho desde Dead Man en adelante, salvo posiblemente Coffee and Cigarettes (Coffee and Cigarettes, 2003) y Flores rotas (Broken Flowers, 2005), lo ha colocado en una difícil situación, entre otras cosas por su negativa a ser absorbido por el cine comercial, como le ha sucedido a buena parte de los cineastas independientes norteamericanos surgidos desde los ochenta en adelante. El caso de Jarmusch es paradigmático en ese sentido. No consiguió conectar con Harvey Weinstein cuando este último le quiso reclutar para la Miramax (que ha acabado convirtiéndose en la productora estadounidense que hace cine comercial por poco dinero y que apadrina a muchos de los cineastas de mayor talento a escala mundial, a quienes siempre acaba imponiéndoles condiciones leoninas que casi todos suelen aceptar sin apenas argüir una sílaba); nunca ha luchado por que sus películas se exhibiesen en Sundance como plataforma para su lanzamiento comercial en Estados Unidos por todo lo grande; su utilización de estrellas, como Bill Murray, Forest Whitaker, Cate Blanchett, Gena Rowlands, Johnny Depp o Tilda Swinton, contraviene la imagen que el público se ha hecho de ellas previamente, y todavía hoy sigue recordándonos que con él no caben las apuestas sencillas, pues predecir dónde tiene su cabeza o cuál podría ser su siguiente proyecto es sencillamente imposible. Como él mismo dice, «prefiero hacer una película acerca de un tipo paseando a su perro que una acerca del emperador de China»3.
Los personajes de Jarmusch atraviesan el encuadre, como sucede con Eva (Eszter Balint) en este fotograma de Extraños en el paraíso, y luego desaparecen a veces temporal y otras permanentemente.
Por si fuera poco, Jarmusch jamás le ha hecho guiños a lo que generalmente se considera subcultura, sin suscribir filiaciones como los shows televisivos, las películas chambara, los relatos sobre samuráis o yakuzas, las leyendas urbanas, los spaghetti westerns, los vídeos, los cartoons, los cómic manga, la música popular, las revistas de moda, el cine de terror, las artes marciales, las series B y Z, las exploitation movies y la larga lista de desperdicios de la cultura pulp que han acabado haciéndose fuertes en un amplio espectro de la cinefilia gracias en gran parte a Quentin Tarantino, el hombre que mientras habla no se da demasiada importancia pero que cuando es preciso posar para una foto ocupa siempre el centro del encuadre. A Jarmusch, más allá de su amistad con los hermanos Kaurismäki, John Lurie, Tom Waits, Roberto Benigni e Isaach De Bankolé, o su gusto por la música de RZA, Iggy Pop, Joe Strummer (líder de The Clash) y Screamin’ Jay Hawkins, le hemos descubierto sus deudas con maestros como Jean-Luc Godard, Jean-Marie Straub, Danièle Huillet, Wim Wenders o John Cassavetes; también nos hemos enterado de que sus películas favoritas son L’Atalante (L’Atalante, Jean Vigo, 1934), Bob le flambeur (Jean-Pierre Melville, 1955), Lirios rotos (Broken Blossoms, David Wark Griffith, 1919), El cameraman (The Cameraman, Buster Keaton y Edward Sedgwick, 1928), Mouchette (Mouchette, Robert Bresson, 1966), Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, Roberto Rossellini, 1945), Los siete samuráis (Shichinin no samurái, Akira Kurosawa, 1954), Amanecer (Sunrise, Friedrich Wilhelm Murnau, 1927), Los amantes de la noche (They Live by Night, Nicholas Ray, 1948) y Cuento de Tokio (Tokyo monogatari, Yasujiro Ozu, 1953); y por si fuera poco, progresivamente nos ha desvelado su gusto por la música clásica, por la alta literatura, por la poesía, por la arquitectura, por las artes plásticas en general, por la Historia con mayúscula o por la política (aunque no desde una posición militante). Un fenómeno contradictorio, aunque no tanto.
La condición de extranjero puede verse en el personaje interpretado por Roberto Benigni en uno de los episodios de Coffee and Cigarettes, aquí junto a Steven Wright, pero es una constante en la obra de Jarmusch.
En una cultura como la estadounidense, devota de la celebridad y el glamour, la actitud de Jarmusch, al menos la que destila una obra tan sorprendente como Coffee and Cigarettes, va en sentido contrario. Casi todas sus películas, de hecho, cuestionan lo que suele entenderse por «ser estadounidense», estableciendo contrastes dolorosos o provocando una sensación de fragilidad muy poco o nada estadounidense. Buena parte del humor que destila su obra se produce al establecerse un contraste entre la cultura estadounidense y la europea, con sus mutuas incomprensiones, con su mutua sensación de perplejidad ante «el otro». Dead Man, a ese respecto, fue mucho más lejos al poner de relieve las contradicciones existentes entre los propios estadounidenses, dejando clara la dificultad de establecer qué es «ser estadounidense». Los choques culturales son una de las fuentes en las que bebe constantemente para diseñar cada una de sus propuestas. Choques étnicos, raciales, lingüísticos, de género, de clase... Eso por no hablar de los choques con las nociones de lo que debería ser el cine independiente en este momento (cuando sus diferencias con el cine mainstream son más difusas que nunca antes), o cómo deberían reinterpretarse los géneros clásicos, como el western, el thriller, la comedia o el cine de terror.
Si la obra de Jarmusch comenzó marcando la facilidad con la que uno se siente foráneo en una cultura como la estadounidense, pese a cualquier posible esfuerzo, ha terminado marcando cómo incluso dentro de la cultura estadounidense no todos sus miembros encuentran cómodamente su lugar, cómo la noción de ser estadounidense consiste a menudo en buscar el sitio donde uno encaja.