Epílogo

 

 

 

Pepote nunca había experimentado una conmoción similar. La que había empezado como otra anodina jornada en su apacible vida gatuna, que ya sumaba tres largas décadas, se había visto repentinamente perturbada por una alarma del controlador médico de su organismo: en uno de los regulares autodiagnósticos había detectado un mal funcionamiento en un grupo de linfocitos sintéticos de su sistema inmunitario. El controlador, que ocupaba una pequeña parte de su collar, había dado aviso de la incidencia al sistema domótico y este a Yarisa, el androide doméstico que mantenía en orden la casa y que se encargaba de las necesidades del felino en ausencia de su dueña, de la que nada se sabía desde hacía una semana. Al tiempo, una cita urgente con la clínica veterinaria fue fijada para las once horas de esa misma mañana. Allí, tanto el gato como sus nanobots serían sometidos a una segunda revisión. Si se trataba de un mero fallo técnico, en unos minutos le sería inyectada una nueva legión de micromáquinas que eliminarían a las defectuosas y asumirían sus funciones y si como consecuencia del fallo se hubiera producido algún daño biológico, lo solventarían; si no era posible, el seguro veterinario cubría hasta tres restauraciones genómicas ordinarias.

Obediente, Yarisa le dio al gato su habitual desayuno de bolitas secas de atún y luego le invitó a meterse dentro de su transportín, cosa que al enorme minino no le hizo demasiado feliz, pero al fin y al cabo no era más que un pequeño sacrificio por la salud. En otras épocas no tan lejanas, ningún gato ni ninguna otra mascota doméstica (excepto tortugas y loros) podía siquiera soñar con la posibilidad de vivir tanto. Ni tan sano.

Así que al cabo de unos minutos, Yarisa y Pepote abordaban un autotaxi camino de la clínica veterinaria. No tardaron más de veinte minutos en llegar a su destino. A las once en punto, otro androide, esta vez un auxiliar veterinario, conminaba a Pepote a abandonar la jaula. Con gran parsimonia, el gato se dignó a obedecer y unos segundos después su gran corpachón atigrado descansaba sobre un escáner. De haber sido humano, se habría sorprendido al saber que la revisión había dado un resultado negativo y que todo estaba en orden pero, como era un gato, se limitó a sentarse, enroscarse la cola alrededor de las patas traseras y a acicalarse lamiéndose las delanteras.

El dictamen del androide veterinario fue obvio: un fallo del controlador. Algo muy infrecuente, cierto, pero no imposible. Que se tratase de un error del software de autodiagnóstico o de una avería del hardware era algo que determinaría en su momento el servicio técnico. Mientras tanto, al gato se le asignaría una nueva unidad de control, el coste sería cargado en la cuenta de la dueña en la aseguradora y asunto resuelto. Así que Yarisa hizo que el Pepote se metiera de nuevo en el transportín, llamó a otro autotaxi, puso el transportín a su lado en el asiento trasero y le indicó al vehículo la dirección.

Hasta ahí todo había sido más o menos normal, y así lo consideraron los agentes de la SFS que vigilaban el apartamento de Irene Carranza y que supervisaban a distancia la actividad diaria de Yarisa. Nada escapaba a su control. Cualquier intento de Irene o de cualquier otra persona de acceder físicamente a la casa, cualquier comunicación electrónica con Yarisa o con el sistema domótico del piso habría sido inmediatamente detectado.

No, nada se les pasaba. Excepto una avería en la unidad de control biónico del collar de un gato. Al fin y al cabo, ¿era razonable suponer que un virus informático altamente sofisticado podía colarse en el sistema domótico del apartamento bajo la apariencia de una actualización menor de una subrutina del control ambiental, pasar de allí al controlador del collar del gato y provocar una falsa alerta veterinaria que obligase a Yarisa a sacar al animal de casa? No. Como tampoco era de esperar que el mismo virus se contagiase a la red neural de Yarisa, bloqueando su sistema de comunicaciones y obligando a esta a indicar al autotaxi a medio camino un nuevo destino, un garaje abandonado en una calle de un barrio degradado de la zona noreste.

En el garaje esperaba otro vehículo. Cuando el autotaxi se detuvo, Yarisa sacó el transportín y se acercó al coche. Una puerta se abrió y una mujer joven, con una enorme sonrisa dibujada en la cara, la saludó y recogió de sus manos la jaula. Al reconocer a su dueña, el gato ronroneo de satisfacción.

—Hola, Yarisa. Veo que has cuidado muy bien a Pepote. Gracias por traérmelo.

—No tiene que dármelas, señora. Tengo que informarle de un fallo en mi sistema de acceso a las redes.

—Ya lo sé. Es sólo temporal. Ahora coge ese taxi, regresa a casa, borra de tu memoria todo lo ocurrido entre las once y las doce horas de hoy y luego desconéctate.

—Como ordene. ¿Desea alguna otra cosa?

—No, Yarisa, Eso es todo. Vete.

Obediente, el androide volvió al autotaxi, que al cabo de unos segundos desapareció en dirección al oeste de la ciudad. Irene cerró la puerta del coche, se volvió hacia mí con el rostro iluminado y me dijo:

—Bueno, cariño, ya estamos todos. ¿Nos vamos?

Sonreí.

—Por supuesto. Larguémonos antes de que nuestros colegas de la agencia caigan en la cuenta de lo que ha pasado.

Un par de órdenes al piloto automático y el vehículo abandonó el garaje. Cuando unos minutos más tarde cruzamos uno de los siempre atestados puentes sobre el Mar de Castilla, no pude dejar de fijar mi vista en el complejo federal de la Isla Larga. Me pregunté qué estaría ahora ocurriendo entre las altas esferas de la Federación, de la SFS y de Eurokosmos. Sin duda, Andrea Lockwood estaría luchando como una leona para defender los privilegios de su empresa, pero la Federación tenía en su poder algo que Eurokosmos no tenía: los planos y documentación técnica de los generadores de campo dodecadimensional de punto de malla. Claro que para hacer algo más que unos cuántos prototipos y poder desplegar una red de portales de gran capacidad sería necesario que Eurokosmos colaborase, así que lo más probable era que, como siempre en política, se llegase a algún tipo de compromiso. Pero eso sería más adelante. De momento, la todavía soterrada crisis se había traducido en una repentina caída del valor accionarial de unas cuantas filiales de Eurokosmos, alimentada por rumores de graves disensiones internas entre la presidencia de la compañía y la División de Seguridad Interior. Si se había roto el buen rollo entre Andrea Lockwood y Carolina Baglietto, entonces estaba claro que la Wenzheng había logrado su objetivo. Y en ese caso, que el conjunto de la megaempresa se viera afectada era sólo cuestión de tiempo y de cómo se gestionase el impacto del anuncio público de la nueva tecnología.

De todo aquél asunto los únicos que habían salido perdiendo eran los matones que la Baglietto mandase a la casa del lago y cuyos restos ahora servían de alimento a los peces. Tanto los O’Connell como Lucía y nosotros habíamos salido indemnes, y en nuestro caso realmente bien parados pues, además del dinero que Lucía desvió de los fondos de la agencia, nuestros recursos se habían incrementado notablemente con la venta en subasta anónima de casi todos los libros que Wenzheng nos regalase. Sherlock Holmes nunca había sido tan útil.

Pero hay libro del que no me he desprendido. “Alice’s Adventures in Wonderland” es un tesoro del que no pienso separarme, al menos, de momento. Sin embargo, el ejemplar de “The Master of Ballantrae”, de Stevenson, se lo mandé a mis padres en Tenerife junto con una carta manuscrita en la que me despedía de ellos por algún tiempo, e Irene hizo lo mismo con los suyos. No deja de ser irónico que en una era absoluta y abrumadoramente tecnológica, una de las formas más seguras y fiables de enviar un mensaje a alguien sin dejar rastro sea una simple hoja de papel metida dentro de un sobre.

A nuestra izquierda, en el tubo del carril del tren supersónico, un largo módulo pasó a toda velocidad en dirección Este. Una rápida consulta en la red me informó que se trataba del tren de las doce horas Lisboa-Roma, con paradas en Madrid, Valencia, Palma y Ajaccio. Había salido de la capital ibérica hacía treinta minutos y en una hora entraría en la Ciudad Eterna tras un cómodo y raudo viaje bajo las aguas del Mediterráneo. Me pregunté si Lucía sería uno de los pasajeros, aunque lo más probable era que se hubiese largado a cualquier otro sitio.

En cualquier caso, no era asunto nuestro. En un rato, nosotros también tomaríamos uno de esos trenes, pero en otra dirección, para iniciar nuestro viaje hacia un lugar que, por supuesto, no voy a desvelar. Ciertamente, podríamos haber elegido un aerovehículo o incluso un crucero, pero preferimos el tren. Pese a los casi dos siglos que llevaba construida, la red mundial del ferrocarril supersónico sigue siendo una de las formas de transporte colectivo más populares. Tal vez algún día toda esta maravillosa obra de ingeniería que cruza continentes, mares y océanos sea considerada una antigualla al compararla con los generadores de campo de malla. Pero eso es algo que sólo pertenece al futuro.

Entonces Irene se abrazó a mí y me dio un beso en la mejilla, sacándome de mis divagaciones. Sobre su regazo, Pepote –al que había sacado de la jaula– me miraba con curiosidad gatuna, quizás preguntándose qué demonios pintaba yo allí.

—¿Cómo vamos a llamarle ahora?

—¿A quién?

—A tu gato, aquí presente. Si nosotros hemos cambiado de identidad, este minino también debe hacerlo, aunque dudo mucho que nadie pueda dar con nosotros allí donde vamos. He modificado su ficha identificativa para no dejar un rastro que alguien demasiado curioso pueda seguir, pero todavía nos falta incluir un nombre.

—Sí, claro… Déjame pensar… ¿Qué te parece Peluso?

—¡No, por favor!

—Vale, vale. Déjame pensar… Huuum… Leónidas?

—¿El rey ateniense?

—El mismo.

—Mejor. Desde ahora Pepote será Leónidas.

Con un maullido, Leónidas dio su aprobación. Al fin y al cabo, era un nombre estupendo para un gato.

 

 

 

Wenzheng Yang emergió de la burbuja casi al mismo tiempo que entró. De nuevo, durante un instante, fue deslumbrado por el fogonazo de una intensa luz blanca. Al tiempo sintió el frío. Intenso. Doloroso. Agónico. Breve. Y también la extraña sensación de notarse retorcido, empujado y contraído.

Pero todo duró una décima de segundo. Porque cuando la luz se desvaneció y abrió los ojos, ya estaba allí.

En Neydor.

Como todo en aquel planeta, el portal de campo de malla a través del que acababa de irrumpir no había sido construido, sino que se había generado. Había nacido, crecido y aprendido del propio Neydor, un mundo que había sido remodelado hasta los cimientos por la especie a la que había visto nacer millones de años atrás. Durante milenios, los neydornianos fueron uno con su planeta y cuando se marcharon dejaron que este fuera el guardián de sí mismo y del conocimiento de la especie. Sólo desvelaría sus secretos a aquellas especies con potencial para crecer y mejorar.

Eso era lo que decían las inscripciones neydornianas que salpicaban paredes, frisos, paneles y suelos, textos que cambiaban conforme eran descifrados y asimilados. De alguna forma, Neydor sabía cuándo el que leía comprendía lo expuesto y sólo entonces, como haría cualquier buen maestro, daba paso a la siguiente lección. El aprendizaje no era fácil, pues profesor y alumno pertenecían a especies muy diferentes, tenían sentidos muy diferentes y poseían mentes muy diferentes, pero ambas compartían idéntica curiosidad por el universo que las rodeaba y sentían la misma necesidad de comprenderlo, de desentrañar sus secretos. Y para ello empleaban un lenguaje común, el de las matemáticas. Tan sólo había que entender cómo las expresaba cada una de las especies. Por eso, superado ese primer obstáculo, Wenzheng, los O’connell y otros humanos como ellos se sentían en Neydor como en casa.

Y por eso Wenzheng sabía que Neydor sabía lo que él sabía.

La estancia que alojaba el generador de campo de malla era luminosa, amplia y circular, un ejemplo de la elegante sobriedad de los neydornianos. De sus curvas paredes y de sus suelos impolutos surgían secuencias tridimensionales de conocimiento que envolvían al espectador como una nube de luciérnagas y que le hablaban de conceptos y de ecuaciones, de vectores y de dimensiones, de estados y de autovalores, de matrices y de probabilidades, de proyecciones y de subespacios, de espectros de niveles de energía y de oscilaciones.

Wenzheng era consciente de que se encontraba a las puertas de una comprensión superior. Algo que los O’Connell y él habían intuido durante sus estudios teóricos y sus experimentos prácticos con el campo de malla. Una idea que había cruzado brevemente por su consciencia pero que no habían tenido tiempo de desarrollar. Y ahora, delante y alrededor de él, toda una enorme serie de ecuaciones derivadas se arremolinaban unas sobre otras en un enloquecido frenesí que haría enloquecer de dicha todos los físicos teóricos y cosmólogos habidos desde el siglo XX hasta el presente.

Al cabo de unos minutos, la última ecuación, la solución definitiva, se materializó ante él y todo se detuvo. Wenzheng asintió y dejo que su mente se inundase de aquel conocimiento.

De pronto, a su izquierda, una amplia sección de la pared del fondo de la estancia se desvaneció. Como si siempre hubiera estado ahí, un enorme arco daba acceso a otra sala, hasta ese momento oculta. Un extraño resplandor la inundaba. Algo le esperaba allí. Sin dudarlo, Wenzheng cruzó el umbral. No podía hacer otra cosa. No quería hacer otra cosa.

De nuevo, suelos y paredes se llenaron de textos, imágenes y ecuaciones. Pero él ya no necesitaba más explicaciones. Sabía perfectamente qué era aquella esférica maraña de puntos y líneas, de números y letras, que flotaba en el aire ocupando la mayor parte del volumen de la sala.

Durante un instante observó la fantasmal esfera. La formaba un incontable número de puntos identificados por minúsculos conjuntos de caracteres interconectados unos con otros por una inextricable red de líneas rectas y curvas. En el centro geométrico destacaba con un punto brillante del que surgían infinitud de líneas, que se ramificaban una y otra vez, alcanzando otros puntos.

Wenzheng avanzó hasta ese punto central, sobre el que flotaban unos caracteres en alfabeto neydorniano. No le costó leerlo.

“NEYDOR”

La esfera era un mapa. Un mapa tridimensional del brazo galáctico de Orión que mostraba todos los puntos de malla existentes en esa parte de la galaxia, destacando aquellos que conectaban mundos habitados o habitables, que se contaban por miles. La esfera representaba un espacio de diez mil años luz de longitud por tres mil quinientos años luz de espesor, y cualquier sección podía ampliarse hasta un nivel planetario o reducirse hasta ver toda la galaxia con un simple gesto de las manos.

Nadie había creado aquella red. Estaba ahí desde el principio mismo del Universo, formando parte de su estructura multidimensional. Los generadores de campo dodecadimensional de punto de malla no eran sino meras llaves para acceder a esa red. Pero Wenzheng ya sabía que ni siquiera los aparatosos portales eran necesarios. Bastaba con usar unas balizas que habían desarrollado los neydornianos con el paso de los siglos. Una de ellas descansaba sobre una columna de pequeña altura en un rincón de la sala. No era nada especialmente espectacular, sólo una sencilla esfera de metal plateado de unos treinta centímetros de diámetro. Wenzheng entendió que esa baliza era al generador de campo de malla de la otra sala lo que un ordenador de válvulas de mediados del siglo XX respecto de un moderno ordenador cuántico. Un producto de la evolución tecnológica. De la ciencia.

Wenzheng se acercó a la columna y cogió la baliza. Apenas pesaba y, aunque entendía los principios de su funcionamiento, le costaba asimilar la tecnología que contenía. Recordó entonces las tres leyes del avance científico que un casi olvidado escritor del siglo XX, Arthur C. Clarke, formulase en su día. La primera dice que cuando un científico eminente pero anciano asegura que algo es posible, casi con toda seguridad tiene razón, pero que cuando insiste que algo es imposible, muy probablemente está equivocado; la segunda afirma que la única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse un poco más allá, hacia lo imposible; y la tercera, la más importante para él en ese momento, asegura que toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.

Y así era.

Wenzheng recogió su equipaje y volvió al centro del mapa esférico. Con un dedo, arrastró el punto que correspondía a Neydor hasta la superficie de la baliza, que se iluminó en un tono azul. Luego eligió un destino. Sí,  ese será un sitio interesante. Extendió el brazo libre hasta otro punto y lo llevó hasta la pequeña esfera. La baliza se iluminó de nuevo, pero esta vez emitió una luz verde que, de inmediato, empezó a parpadear.

No estaría mal, se dijo mientras veía cómo un punto de luz roja se formaba en la parte superior de la baliza, que en ese mundo desconocido para la humanidad se encontrase con los señores de Neydor.

Entonces Wenzheng Yang pulsó el punto rojo y desapareció en un destello de luz nacarada.

 

 

 

FIN