Sangre y carne
El pequeño aerodeslizador sobrevoló la superficie del lago y redujo su velocidad al acercarse a la casa, pero no amerizó junto al embarcadero sino un centenar de metros más adelante, sobre una pequeña playa rodeada de árboles. Del interior del aparato salieron tres tipos y una fulana grandes como armarios, con cara de pocos amigos, equipados con gafas de combate y ropa de campaña mimetizable, cargando con unas mochilas sospechosas. Cuando ves gente así, la prudencia te dice que es conveniente no perderla de vista.
Como era de esperar, mi interfaz cerebral no pudo identificar a aquellos cuatro matones, cosa lógica por otra parte, aunque no podía decirse que fuesen unos campeones de la discreción ya que, si bien avanzaron sin cruzar una sola palabra entre ellos, de repente uno tropezó absurdamente con una gruesa rama medio enterrada en la arena escapándosele un sonoro “Jerk!”,{28} lo que le hizo ganarse las miradas recriminatorias de los demás y a mí permitió suponer que se trataba, casi con toda seguridad, de un equipo local, impresión que venía reforzada por el aspecto que lucían: dos altos y fornidos afroamericanos, un joven caucasiano trigueño que parecía la encarnación ideal del wasp{29} y una chica de aspecto latino, todos con el inconfundible aspecto de mercenarios, quizás ex-militares. Me está mal el decirlo, pero yo siempre he tenido más estilo, al menos vistiendo.
El caso es que el grupo enfiló en silencio a paso ligero hacia la casa de Wenzheng.
Dos de ellos, uno de los de color y la mujer, subieron las escaleras que conducían al garaje, al tiempo que sacaban de sus mochilas sendas pistolas de asalto MA5B –muy populares en los bajos fondos y en el mercado negro por su bajo coste y sencillez–, mientras que el otro negrazo y el rubiales se acercaron a la puerta principal. De un bolsillo de su uniforme el negro sacó una ganzúa electrónica similar a la mía y entraron en silencio, dejando la puerta abierta tras ellos. Mientras, los otros dos manipulaban la puerta del garaje para acceder al interior y así tener cubiertas todas las entradas y salidas.
Yo estaba escondido detrás de un grueso abeto y los dos sujetos del garaje no se dieron cuenta de mi presencia. De hecho, parecían la mar de relajados. ¿Exceso de confianza? ¿Incompetencia? ¿Las dos cosas? Bueno, no tenía tiempo para reflexionar sobre el particular. Quedarse allí mirando cómo aquellos fulanos entraban en la casa para hacerle vete tú a saber qué a los O’Connell, cargándose así la única pista que tenía para localizar al doctor Wenzheng no era una opción.
Tenía que actuar sin hacer demasiado ruido, como me habían enseñado y como lo había hecho en varias ocasiones muy lejos de la Tierra. Así que saqué del bolso mi arma, comprobé el silenciador, la munición y la carga de energía. Luego sólo quedó respirar profundamente, concentrarme y dejar que el entrenamiento convertido en instinto tomase el control. Levanté el arma y apunté. Bastó un mínimo barrido de los sensores de la M20 dirigidos hacia la puerta metálica para que el hombre y la mujer quedasen marcados como objetivos. Apreté el gatillo y dos balas inteligentes atravesaron con limpieza el pequeño ventanuco de la parte superior de la puerta del garaje, trazaron una breve trayectoria curvilínea desde lo alto e impactaron sobre las cabezas del hombre y de la mujer.
Estaban muertos antes de caer al suelo. Ventajas de la tecnología moderna.
Tras asegurarme de que no había moros en la costa me acerqué al garaje, entré y moví los dos cuerpos a un lado, pues habían caído junto a la puerta interior de acceso. Recogí sus armas, las inutilicé, las arrojé a un rincón e hice un rápido registro de los cadáveres. Lo único a destacar eran los módulos de comunicación cerebral pegados en las nucas de cada uno. Dispositivos baratos, como sus armas. Supuse que pronto los de dentro de la casa se preguntarían por qué demonios sus compañeros del garaje no respondían. Había que moverse rápido.
El garaje alojaba una elegante y cara berlina Daunus último modelo y un cómodo dron biplaza GulfStream. Aunque no pude evitar cierta envidia, no les dediqué demasiado tiempo, como tampoco lo hice con los armarios y cajas que había sobre las paredes. Así que avancé hacia la puerta del fondo y la abrí con cuidado. Daba al pasillo del segundo piso, cerca de la escalera que conducía al observatorio, frente a la habitación en la que los O’Connell se estaban echando la siesta, ajenos a lo que se les venía encima.
Una consulta a las microcámaras me confirmó que el rubio y su camarada negro estaban en el salón, en el piso inferior, cerca del acceso al sótano. Se les veía algo inquietos, quizás habían tratado de contactar con sus compinches del garaje y el silencio había sido la única respuesta. Pero, a lo que se veía, tenían muy clara su misión y sin dudarlo se dirigieron a la escalera que conducía al piso superior. Al dormitorio de los O’Connell.
¿Por cuenta de quién actuaban? ¿Qué buscaban? ¿Qué pretendían? ¿Secuestro? ¿Robo? ¿Asesinato? Era algo que de momento desconocía, pero ahora lo que tocaba era prepararse para una situación que se antojaba muy peligrosa, máxime cuando los tipos empezaron a subir las escaleras con las armas en la mano. Montadas y listas.
Con un rápido vistazo alrededor vi que el mejor lugar para emboscarme era la estrecha escalera de caracol que conducía al observatorio, así que allí me agazapé con mi M20 lista para disparar. Sólo unos segundos separaban a aquellos dos sujetos del descansillo, apenas a tres metros de la habitación de los O’Connell. Delante de mis ojos, en una ventana virtual, flotaba la imagen tomada por una de las microcámaras mostrando a los intrusos subiendo los últimos peldaños de la escalera. Uno detrás de otro y con cara de pocos amigos.
Y entonces, al apartar la vista un instante de la imagen, lo vi. Allí, de pie, totalmente desnudo y mirándome con expresión incrédula, quizás preguntándose si en realidad no se encontraba todavía viviendo un sueño, estaba Arthur O’Connell.
Pero su asombro se transformó en pánico medio segundo después, cuando fue consciente de que, a unos pocos pasos de distancia, un individuo de pelo rubio y fríos ojos azules lo estaba encañonando con una pistola que emitía el característico zumbido previo al disparo. Su dedo se crispó sobre el gatillo.
Fue lo último que hizo, pues la ráfaga que disparé lo alcanzó de lleno en la cabeza, que reventó como una sandía. Un horrorizado Arthur vio de repente cubierta su desnudez por un amasijo de sangre, piel y sesos mientras trastabillaba para caer de culo dentro de la habitación, sumiendo en el pánico a su mujer, cuyos chillidos lo llenaban todo.
El cuerpo descabezado del matón rubio se mantuvo de pie un instante antes de caer hacia atrás, sobre el mercenario negro, que apenas tardó un segundo en darse cuenta de lo que había pasado y, tras disparar una ráfaga a ciegas que agujereó la pared del pasillo, puso pies en polvorosa.
No podía dejar que escapase, así que salí a la carrera de mi escondrijo, al tiempo que le gritaba a la aterrorizada pareja:
—¡Escóndanse! ¡Rápido!
Arthur respondió dando una patada a la puerta, que se cerró de un golpe mientras yo saltaba sobre el cadáver del asaltante escaleras abajo. Los escalones lucían ahora una truculenta decoración a base de sangre, pedazos de cráneo, cuero cabelludo y masa encefálica, aunque la mayor parte de esta última se había estampado contra la pared opuesta. Un espectáculo poco agradable, todo hay que decirlo. Para cuando alcancé el piso de abajo, mi presa se abalanzaba hacia la puerta principal, con la evidente intención de llegar a la carrera al aerodeslizador y salir pitando. Para tratar de ponerme las cosas más difíciles no sólo había tirado al suelo alguna que otra silla, sino que también había activado el sistema de mimetización adaptativo de su uniforme, lo que hacía que su cuerpo se confundiese con el entorno a una velocidad mareante. Pero no le sirvió de gran cosa, pues me bastó disparar una ráfaga baja en abanico para abatirlo sobre el césped del jardín delantero entre gritos de dolor. La pistola cayó de su mano.
Me acerqué con cuidado al tipo sin dejar de apuntar a su cabeza y comprobé que le había alcanzado en la pierna izquierda, por debajo de la rodilla. Una fuerte hemorragia inundaba el césped a través de los dedos de su mano izquierda, con la que trataba de taponar torpemente las heridas. La inflamada mirada de aquel individuo con la frente perlada de sudor era una mezcla de dolor, odio y miedo. Con la mano libre buscó su arma, pero estaba fuera de su alcance. Trató de arrastrarse hasta ella, pero el dolor se lo impidió.
En una décima de segundo analicé mis opciones. Necesitaba información. Mientras lo hacía, y sin dejar de avanzar hacia el herido, pulsé un botón de mi pistola, apunté y disparé de nuevo. El pulso de energía le alcanzó de lleno y se derrumbó sobre un costado.
Una cura de emergencia consistente en una abundante dosis de espuma hemostática{30} me permitió estabilizar al herido y arrastrarlo hasta el interior del aerodeslizador, donde lo até y amordacé de forma contundente. Luego tomé una muestra de su sangre y la puse sobre la pequeña lámina de escaneo que siempre llevaba adherida a la palma de mi mano izquierda. Al cabo de unos segundos, la ficha genética de un tal George Winfield Scott aparecía ante mis ojos con una pequeña biografía anexa. Si había que fiarse de aquellos datos, el señor Scott había nacido en Columbus, Ohio, en marzo de 2228. Enrolado en las Fuerzas Territoriales del Gobierno General de las Américas en 2246, en 2253-54 participó en las operaciones de estabilización en Mato Grosso, Brasil, y en 2261 en la represión del movimiento milenarista neo-kumiai de la Baja California. Licenciado en 2264 con el rango de sargento, pasó a trabajar para empresas de seguridad del sector privado hasta 2268, en que se hizo “autónomo” y desapareció de la circulación.
No pude evitar pensar que, en lo fundamental, su historial no era tan diferente del mío. Claro que no estaba allí para dejarme llevar por el sentimentalismo. Tenía que sonsacarle a aquel fulano toda la información que pudiera. Pero antes de despertarlo, me pregunté qué habría sido de los O’Connell.
Si me habían hecho caso deberían haberse escondido en cualquier rincón más o menos seguro a esperar acontecimientos, ya que no les era posible avisar a la policía por el bloqueo del sistema domótico. Así pues, revisé las imágenes de las microcámaras para ver dónde se habían metido. Retrocedí hasta el momento del tiroteo y allí puede ver a Arthur caído en el suelo del susto, cubierto de los sanguinolentos restos de la cabeza del mercenario y cerrando la puerta del dormitorio de una patada. No tardó en levantarse, temblando, para tratar de tranquilizar a su mujer y limpiarse un poco: luego los dos se vistieron y, en un golpe de valentía, se asomaron al pasillo. Salieron al corredor, saltando sobre el cadáver pero sin atreverse a mirarlo, y bajaron las escaleras que conducían a la primera planta. Avanzando con mucha precaución, se dirigieron al salón.
¿Qué estaban haciendo esos dos? ¿Acaso pensaban a salir por la puerta? Yo no los había visto, desde luego.
No tardé en comprender lo ocurrido cuando vi a Arthur acercarse a la librería, coger el ejemplar de “A través del espejo” y regresar junto a Alice, que esperaba junto a la puerta que daba acceso al sótano. Ambos bajaron. Cambié de cámara y los vi acercarse al espejo. Arthur abrió el libro por la misma página que lo hice yo, la enfrentó al espejo del mismo modo y, cuando este se evaporó, entraron en el laboratorio.
Las imágenes que ahora veía habían sido tomadas por la cámara que había dejado dentro. Pude ver dos científicos acercándose a la cabina circular del fondo. Arthur se situó junto a la consola, activo un teclado virtual e introdujo una larga secuencia de caracteres o de comandos que la cámara no pudo registrar, ya que se encontraba de espaldas a ella.
Algo muy extraño ocurrió a continuación. Las luces del laboratorio se atenuaron, un suave zumbido lo inundó todo y la cabina cilíndrica del fondo se iluminó. Un par de segundos más tarde, las dos piezas cóncavas agujereadas del techo y la base del cilindro cambiaron de color y dispararon una multitud de haces de un amarillo nacarado y del grosor de un cabello que se fundieron en el centro exacto de la cabina. La luz era intensa, pero a pesar de ello podía verse con claridad que allí dentro algo estaba creciendo.
Era una esfera. Y se estaba expandiendo. Y conforme lo hacía el fulgor nacarado se atenuaba. En unos segundos, la esfera se había expandido hasta ocupar todo el interior de la cabina. La superficie de la esfera tenía la transparencia de una pompa de jabón y estaba igualmente recorrida por reflejos iridiscentes de una pureza inimaginable.
Sin terminar de encontrar sentido a lo que estaba viendo, casi no me fijé en que Arthur daba una nueva orden a través del teclado, acción que tuvo como respuesta inmediata en la esfera un brusco oscurecimiento seguido en menos de un segundo por una extraña imagen. O lo que yo pensaba que era una imagen.
Dentro de la esfera, deformado por su geometría, parecía verse un paisaje. Un paisaje amorfo pero reconocible en sus formas. Parecía la imagen distorsionada de una selva virgen, de una naturaleza lujuriosa presidida por extrañas formas vegetales. De una naturaleza extraterrestre.
Entonces, Alice O’Connell le dio un beso en la mejilla a su marido y le sonrió. Él le devolvió la sonrisa. Luego se acercó a la cabina y Arthur pulsó una tecla. La cabina se abrió y la mujer penetró en la esfera.
Y desapareció.
Arthur O’Connell se quedó mirando por un instante la esfera, que seguía mostrando la imagen retorcida de un paisaje selvático. Entonces se volvió para pulsar una serie de teclas, se dio la vuelta y avanzó directo hacia la esfera, desapareciendo en su interior. Y la burbuja lo hizo con él.
Unos segundos más tarde, la luz de la cabina se apagó y el zumbido se extinguió. El laboratorio quedó en silencio, como si nada de aquello hubiera pasado. Y yo seguía allí, sentado en el asiento del copiloto del aerodeslizador, al lado del matón herido, mirando como un idiota las imágenes del vacío laboratorio.
Por fin, sacudí la cabeza, salté del vehículo, corrí hacia a la casa y bajé de una zancada las escaleras que conducían al sótano. Unos segundos después ya estaba de nuevo ante el espejo.
El puñetero espejo.
El libro. Recordé entonces que Arthur había dejado dentro del laboratorio el ejemplar del libro de Carroll. Y sin él no podía activar la entrada del espejo.
“Está bien”, pensé. “Puedo hacer esto por las buenas y tratar de engañar al sistema electrónico del espejo de alguna manera y cruzar los dedos. O por las malas”.
—¡A la mierda! —exclamé— ¡Por las malas!
Ya estaba harto de tanta chorrada. Eché mano de la mochila, saqué mi arma de nuevo, seleccioné la munición explosiva, me alejé unos metros, apunté al centro del espejo, cerré los ojos y disparé.
El fogonazo, el estruendo y la lluvia incandescente fueron mayores de lo que yo esperaba, pero en una décima de segundo el puto espejo era historia. Sólo quedaba un marco destrozado y humeante en el que chisporroteaban algunos elementos electrónicos.
—Vía libre —me dije.
Apartando de una patada los restos, entré laboratorio. Fuera del tabique destrozado, todo estaba como lo habían dejado los O’Connell antes de evaporarse a través de la máquina. Me acerqué a ella. Estaba desconectada o en espera.
Entonces me fijé en la consola de control que había al lado. Seguía activada y en el proyector holográfico flotaban tres de líneas de texto:
CONTROL PRINCIPAL
Dos misterios, una contraseña:
—Hay que joderse —me dije, soltando un bufido.
Ya caía la tarde cuando George Winfield despertó. Tras unos instantes de desconcierto al verse atado al asiento trasero del aerodeslizador con su pierna herida embadurnada de una capa reseca de espuma antihemorrágica, levantó la vista sobresaltado al oír mi voz:
—Hola, George —le saludé.
Mi prisionero clavó sus febriles ojos en los míos. El dolor debía ser tremendo, pero no por eso el tipo dejó de hacer gala de una sorprendente sangre fría en su respuesta:
—Vaya, ya sabes cómo me llamo y todo. O eres muy bueno o tienes muy buenos medios a tu disposición. Bueno, si vas a matarme, hazlo ya. Pero acabemos de una vez.
—No vayamos tan rápido. Veo que no eres un aficionado de medio pelo. Eso está bien.
Me agaché a su lado y eché un vistazo a las heridas de su maltrecha pierna. Dos proyectiles habían destrozado la tibia y hecho trizas la masa muscular dejando unos impresionantes orificios de entrada y salida, y si bien el gel había hecho su trabajo parando las hemorragias, si las heridas no recibían una atención médica rápida la cosa podría empeorar.
Entonces saqué de un bolsillo externo de mi mochila una caja metálica con una cruz roja en la parte superior.
—¿Sabes lo que es esto? —le pregunté, sosteniendo la caja a la altura de su cara.
—¿Qué va a ser? —sus ojos ahora brillaban de ansiedad—.Es un módulo médico de emergencia de los que nos daban en el ejército… Porque tú también eres un veterano, ¿no, camarada?
Sonreí. George era un tipo osado e inteligente. Sabía que en una situación como aquella lo mejor para el prisionero es establecer algún tipo de empatía con su capturador. Pero no podía dejarme enredar.
—Bueno, pues ya sabes lo que toca. Tu futuro inmediato depende de tu disposición a colaborar. Si me dices lo que quiero saber, en unos minutos una legión de nanorobots estará remendándote la pierna y luego podrás terminar de reponerte en alguna clínica discreta. Pero si tratas de tomarme por imbécil o tratas de cerrar el pico a causa de una lealtad mal entendida, acabarás como tus amigos de la casa y el garaje. ¿Entendido?
George asintió, al tiempo que una mueca de dolor atravesaba su rostro.
—Johansson, Arroyo y Douglas, los que te has cargado, no eran amigos míos y ya he visto suficientes sesos reventados por hoy. Además, bastante tengo con este destrozo que me has hecho ¿Qué quieres saber?
—Nada fuera de lo habitual —respondí, mientras abría el botiquín como estímulo adicional—: ¿Quién os hizo el encargo? ¿Por qué? ¿Para qué?
George se encogió de hombros.
—Los cuatro formábamos parte de un grupo de servicios de seguridad fuera del sistema…
—Vamos, de una banda de matones a sueldo.
—Si quieres llamarlo así, vale. Aunque yo me considero un profesional autónomo de la seguridad privada.
—Continúa, pero ve al grano —le conminé—, y ojo, que voy a moverte la pierna para retirar los restos de la espuma. Te va a doler.
—No más que ahora. Bueno, como te decía, trabajábamos para el mejor postor, y con frecuencia para la sección de seguridad de GreenShell Services y… ¡¡Jodeeer!!
Al desplazar un poco la pierna dañada para poder limpiarla le había provocado un intenso espasmo de dolor.
—Sigue. Voy a ponerte una lámina de regeneración.
Jadeando entre sudores fríos, George asintió. Eliminé lo que quedaba de la costra de sangre y espuma y luego extraje del módulo médico una delgada y fina lámina oscura que estiré y enrollé con fuerza sobre la extremidad herida. George volvió a retorcerse de dolor. Entonces, la lámina se espesó y empezó su trabajo: su superficie se adaptó a la forma de la pierna y a las heridas, introduciéndose en estas y liberando sustancias desinfectantes, antiinflamatorias y calmantes. Más tarde llegaría el turno de la reconstrucción de vasos y tejidos de la mano de partículas nanorobóticas.
George resolpló.
—Como te decía, los cuatro hemos trabajado para GreenShell Services. Esa compañía no es gran cosa, una del montón, y fue nuestro intermediario quién nos puso en contacto hace tres días con la tía que encargó este trabajo. “Ella es de confianza”, nos dijo.
—¿Ella?
—Sí, una mujer. Y una de las más impresionantes que he visto en mi puta vida, todo hay que decirlo. De esas por las que un hombre mataría hasta a su madre. Una tal Julia. Nos dijo que era un trabajo fácil: colarnos en la casa, obligar a los de dentro a cantarlo todo y largarnos sin mayor revuelo. Pero Johansson, el que iba conmigo, se puso estupendo, se pasó un pelo con el susto y tú pusiste fin a su historia.
—¿Qué se suponía que os tenían que contar los O’Connell?
—Debían de decirnos dónde se esconde un tal Wenzheng Yang.
Me quedé de piedra, aunque procuré ocultar mi estupor. Pero entonces caí en la cuenta.
—¿Podrías describirme a la tal Julia?
George asintió.
—Mejor que eso: puedo enseñarte una foto.
—Vaya. Hombre precavido.
—En nuestro oficio, qué menos. Hay que protegerse las espaldas, ¿no?.
Despacio, George sacó de un bolsillo de su guerrera una pequeña fotografía impresa. Parecía tomada en un local cerrado y mal iluminado, pero no tuve ningún problema en reconocer a la mujer que mostraba la imagen. Ni la peluca rubia ni las lentillas podrían haberme engañado.
Era Carolina Baglietto. La ayudante de Andrea Corbin Lockwood.
Un calambrazo recorrió toda mi espina dorsal. Tras una rápida búsqueda en las redes, pude saber que GreenShell era una consultora de seguridad filial de Security World Services, empresa norteamericana vinculada con la División de Seguridad de Eurokosmos que contaba entre sus clientes al Centro de Física Gravitatoria Avanzada de la Universidad Central de Washington, la institución en la que los O’Connell trabajaban.
Está visto que no puedes fiarte de nadie, pensé.
—¿Y si los O’Connell no hubiesen estado colaboradores? ¿Qué pensabais hacer con ellos?
George se encogió de hombros y señaló su mochila.
—Si la cosa salía bien, les habríamos hecho un borrado de memoria con el supresor que está ahí dentro y listo: no recordarían nada. Pero si se ponían tontos, nos los llevaríamos con nosotros y se los entregaríamos a la tal JuliaSu gente se encargaría del resto.
Sentí un escalofrío. “Sólo su cabeza es importante”, había dicho Andrea a propósito de Wenzheng. De repente, Carolina Baglietto perdió muchos puntos en mi particular lista de féminas deseables.
Solté un bufido y me levanté. George me miró, sin duda preguntándose qué haría yo ahora. Y esa era una buena pregunta. La prudencia y el manual aconsejaban no dejar cabos sueltos: pese a lo que le había prometido, lo mejor sería pegarle un tiro y listo. Ya se encargaría la agencia de hacer la correspondiente limpieza. Sí, eso sin duda era lo que debía hacer.
Pero había otra alternativa.
Cogí su mochila y rebusqué dentro hasta que encontré el supresor de memoria. Uno de tantos cacharros cuya comercialización está prohibida por las leyes de la Federación y que sólo pueden encontrarse entre el arsenal de las agencias de seguridad o comprarse en el mercado negro a precio de oro. Era un modelo estándar, una diadema plateada con un cuadro de control en uno de los bordes. Lo saqué y lo activé.
—Bueno, George, esa pierna ya tiene mejor aspecto, aunque no deberías hacer locuras en unas horas y procurar que te la vea un médico. Lo prometido es deuda —anuncié mientras manipulaba el dispositivo—, pero te voy a borrar todo recuerdo de lo ocurrido en la última semana. ¿Ok?
George asintió, aliviado.
—Ya sabes que estos chismes provocan un desvanecimiento durante un rato y luego algo parecido a una tremenda resaca —añadí—. Voy a trazar un rumbo en el piloto automático de este trasto que te llevará a algún sitio lejos de aquí mientras estés inconsciente. Cuando te despiertes, tu pierna será ya más o menos útil y podrás largarte a donde quieras mientras te preguntas qué coño ha pasado.
Puse el supresor sobre su cabeza y pulsé un diminuto botón. Una luz verde empezó a parpadear. Apenas faltaban treinta segundos.
—¿Por qué lo haces? —preguntó George, de pronto— ¿Por qué no me liquidas? Al fin y al cabo, ya no te soy útil.
—No te creas, lo he pensado. Pero digamos que me has pillado en un día tonto. Llámalo solidaridad de veteranos, si quieres.
Quince segundos.
—Vaya, es mi día de suerte. Pero, ya que tú lo sabes todo sobre mí y yo no me voy a acordar… ¿Sería mucha molestia que te presentaras?
Sonreí. ¿Por qué no?
—Sargento mayor Carlos Leitner. Servicio de Seguridad Federal.
La luz verde quedó fija y sonó un pitido.
—Lo que supon… —musitó George antes de caer desvanecido.